JULIE ROMAIN

   
    Iba yo un día, hace dos años, por la primavera, caminando a orillas del Mediterráneo. ¿Hay nada más agradable que dejar correr el pensamiento, mientras se avanza a paso largo por una carretera? Envueltos en luz, acariciados por la brisa, caminamos por la orilla del mar, por la vertiente de las montañas. ¡Y soñamos! ¡ Cuántas aventuras, amores e Ilusiones vive un alma vagabunda en dos horas de caminata! Con el aire tibio y suave se le meten a uno dentro toda clase de esperanzas, confusas y jubilosas; las absorbemos con la brisa, y ellas despiertan en nuestro corazón un anhelo de felicidad, que va creciendo a medida que el andar excita nuestro apetito. Las ideas, fugitivas, encantadoras, vuelan y cantan como pájaros.
    Marchaba yo por el largo camino que va de San Rafael a Italia, mejor diría, por aquel largo, magnífico y cambiante escenario, que parece hecho a propósito para la representación de todos los poemas amorosos del mundo. Pensaba que, empezando por Cannes, donde la gente se exhibe, hasta Mónaco, donde la gente juega, nadie viene a esta región si no es para causar molestias o malbaratar el dinero, y para desplegar, bajo este cielo encantador, en este jardín de rosas y de naranjos, todas las bajas vanidades, las estúpidas pretensiones, las miserables apetencias, sacando a relucir el alma humana tal cual es, rastrera, ignorante, llena de arrogancias y de codicias.
    Descubrí de pronto algunos chalets, no más de cuatro o cinco, al fondo de una de tantas admirables bahías como se encuentran al dar vuelta al recodo de cualquier montaña;- se alzaban de cara al mar, al pie de una montaña, delante de un bravío bosque de pinos, que se extendía a espaldas de las casas por dos grandes cañadas sin caminos, y tal vez sin salidas. Era tan bonito uno de estos chalets, que me paré en seco delante de su puerta: una casita blanca con entabladura dé color castaño, y la fachada cubierta de rosas que subían hasta el tejado.
    El jardín era una alfombra de flores de todos los colores y de todas las alturas, entremezcladas con un desorden muy cuidado y coquetón. Cubrían por completo el césped; cada peldaño de la escalinata tenía en sus dos extremos un manojo; racimos azules y amarillos colgaban de las ventanas sobre la deslumbrante fachada; la balaustrada de la terraza, que coronaba esta linda casita, lucía guirnaldas de enormes campanillas rojas que parecían manchas de sangre.
    En la parte posterior de la casa se distinguía una larga avenida de naranjos en flor que llegaba hasta el pie de la montaña.
    Sobre la puerta, escrito con letras de oro, este nombre: «Villa de Antaño»
    Pensaba yo para mi qué poeta o qué hada podía habitar en aquel lugar, qué inspirado anacoreta lo había descubierto, dando vida a aquella casa de maravilla, que parecía surgir de un ramo de flores.
    Había un poco más adelante un peón caminero partiendo piedra en la carretera. Le pregunté quién era el propietario de aquella alhaja, y me contestó:
    —La señora Julia Romain.
    ¡Julia Romain! Hacía tiempo, siendo aún niño, había oído hablar muchísimo de ella, de la gran actriz, rival de la Rachel.
    No ha habido mujer más aplaudida y más amada que ella, sobre todo más amada. ¡De cuánto duelo y de cuánto suicidio fue ella la causa, y en cuánta aventura resonante intervino! ¿Qué edad vendría a tener ahora aquella seductora? ¿Sesenta, setenta, setenta y cinco? ¡Julia Romain estaba aquí, en esta casa! ¡La mujer, que había sido adorada por el músico más grande y por el más exquisito poeta de nuestro país! Recordaba yo todavía la emoción que despertó en toda Francia—tenía yo entonces doce años—cuando se fugó a Sicilia con este último, después de su ruidosa ruptura con el otro.
    Partió de noche, al terminar la primera representación de una obra, después de ser aclamada por los espectadores durante media hora y de alzarse el telón once veces seguidas; se escapó con el poeta, en silla de posta, como era costumbre entonces; cruzaron el mar y fueron a quererse en aquella isla antigua, hija de Grecia, bajo el inmenso bosque de naranjos que rodea a Palermo y que se conoce con el nombre de la «Concha de Oro».
    Se dijo que habían subido al Etna, y que se habían asomado al inmenso cráter, cogidos de la cintura, mejilla con mejilla, como si fuesen a precipitarse en la sima de fuego.
    El murió ya, el hombre de los versos inquietantes, tan profundos que toda una generación perdió con ellos la cabeza, tan sutiles y misteriosos, que abrieron un mundo nuevo a los nuevos poetas.
    También el otro murió, el abandonado que supo descubrir para ella melodías que han quedado en la memoria de todos, melodías triunfales o desesperadas, vibrantes de locura, desgarradoras.
    Pero ella vivía aún, en aquella casita envuelta en flores.
    No vacilé un instante. Llamé.
    Vino a abrirme un criadito, un muchacho de unos dieciocho años, de cara vergonzosa y manos torpes. Tracé en una tarjeta un cumplido galante para la anciana actriz, y le pedí con vivo interés que me recibiese. Tal vez le sonase mi nombre y consintiera en abrirme la puerta de su casa.
    El criadito se alejó, pero volvió, y me pidió que le siguiese; me condujo a un salón de estilo Luis Felipe, limpio y bien acondicionado, pero con muebles pesados y fríos, a los que una criadita de dieciséis años, de talle esbelto, aunque poco agraciada de cara, estaba quitando las fundas en obsequio mío.
    Luego me quedé solo.
    En las paredes, tres retratos: el de la actriz, vestida para uno de sus papeles; el del poeta, con levita larga atada a un costado y la camisa con chorreras, según la moda de entonces, y el del músico, sentado al clavicordio. Ella, de pelo castaño claro, simpática, pero amanerada, como lo eran en su tiempo, sonreía con su boca agradable y su mirada azul; el estilo del cuadro era esmerado, fino, elegante y seco.
    Los dos hombres parecían estar ya mirando a la posteridad inmediata.
    Todo aquello trascendía a tiempo pasado, a época ya caduca, a gentes que no existían
    Se abrió una puerta, y entró una mujercita anciana, muy anciana, muy pequeñita, con los cabellos blancos partidos en dos bandas, y las cejas blancas; una verdadera ratita blanca, rápida y furtiva.
    Me alargó la mano y me dijo con una voz que había conservado su frescura, sonoridad y vibración:
    —Muchas gracias, señor. ¡Qué gesto más amable me parece en un hombre de hoy el acordarse de una mujer de otros tiempos! Tome usted asiento.
    Le expliqué la impresión seductora que me había producido la vista de la casa, cómo quise averiguar el nombre de su propietario y que, cuando me lo dijeron, no pude resistir a la tentación de llamar a su puerta.
    Entonces me contestó:
    —El placer que su visita me da es mucho mayor, por ser ésta la primera vez que tal cosa me ocurre. Cuando me entregaron su tarjeta, con las frases amables que contiene, me estremecí como si me hubiesen anunciado a un antiguo amigo al que no hubiese visto en veinte años. Yo soy una muerta, una verdadera muerta, de la que nadie se acuerda y en la que nadie piensa ya, hasta el día en que de veras me muera; entonces hablarán todos los periódicos durante tres días de Julia Romain y publicarán acaso anécdotas, detalles, recuerdos y elogios enfáticos. Y todo se habrá acabado ya para mí.
    Se calló y volvió a seguir hablando, después de una pausa:
    —Y eso no tardará mucho en ocurrir. Dentro de unos meses, quizás dentro de unos días, no quedará de esta mujercita, que hoy está todavía viva, más que un pequeño esqueleto.
    Alzó los ojos hacia el retrato que le sonreía, que sonreía a aquella viejecita, a aquella caricatura de sí misma; luego miró a los dos hombres, al poeta desdeñoso y al músico inspirado, que parecían preguntarse:
    —¿Qué quiere de nosotros esta ruina?
    Sentía estrujado mi corazón por una tristeza indefinible, aguda, dominadora, la tristeza de las vidas consumadas, que continúan debatiéndose entre los recuerdos, como quien se está ahogando en aguas profundas.
    Desde mi asiento veía pasar por la carretera los carruajes elegantes y ligeros que van de Niza a Mónaco, y en ellos, mujeres jóvenes, bonitas, ricas, felices; hombres sonrientes y satisfechos. Ella siguió la dirección de la mirada mía, se dió cuenta de lo que pensaba, y murmuró con una sonrisa resignada:
    —No es posible ser y haber sido.
    Yo le dije:
    —¡Qué hermosa debió de ser la vida para usted!
    La anciana dejó escapar un profundo suspiro:
    —Hermosa y agradable. Por eso la echo tanto de menos.
    Advertí que estaba dispuesta a hablar de sí misma; suavemente, con cuidadosas precauciones, como cuando se toca a un miembro dolorido, empecé a interrogarla.
    Habló de sus éxitos, de las embriagueces del triunfo, de sus amigos, de toda su existencia magnífica. Yo le pregunté:
    —¿Ha sido en el teatro donde ha tenido usted las más vivas alegrías, la verdadera felicidad?
    Me contestó con mucha energía:
    —¡De ninguna manera!  Me sonreía, y ella dijo, alzando hacia los dos retratos una mirada triste:
    —Se la debo a ellos.
    Le pregunté, sin poder contenerme:
    —¿A cuál de los dos?
    —Al uno y al otro. Mi memoria de anciana casi los confunde; además, hoy me inspira remordimientos uno de los dos.
    —Entonces, señora, no es a ellos, sino al amor mismo, a quien está usted agradecida. Ellos fueron únicamente sus intérpretes.
    —Es posible que sea así; pero ¡qué intérpretes!
    —¿Está usted muy segura de que no la habría amado tan bien como ellos, mejor aún que ellos, un hombre sencillo, que le hubiese dedicado toda su vida, todo su corazón, sus pensamientos, su tiempo, su ser entero? Estos le obligaban a luchar con dos rivales temibles: la Música y la Poesía.
    Ella exclamó enérgicamente, con aquella voz que seguía siendo joven, y que hacía vibrar un algo en el alma:
    —No, señor, no. Tal vez otro hombre me hubiese amado más, pero no me habría amado como ellos, que me cantaron la melodía. del amor como nadie sino ellos hubiera podido cantármela. ¡Cómo me embriagaron! ¿Hubiera podido un hombre cualquiera lograr con el sonido y con la palabra los efectos que ellos lograron? ¿Es que es suficiente el amar si no se acierta a poner en el amor toda la poesía y toda la música del cielo y de la tierra? Ellos conocían el arte de enloquecer a una mujer con cantos y con palabras. Sí; tal vez en nuestro querer había más de ilusión que de calidad; en todo caso, estas ilusiones os transportan al firmamento, mientras que las realidades os dejan siempre en la tierra, aunque otros me hayan amado más, gracias a éstos he comprendido, he sentido, he adorado el amor.
    De pronto, se echó a llorar.
    Derramaba, en silencio, lágrimas desesperadas.
    Hice como que no veía, y dirigí mi vista a lo lejos. Al cabo de algunos minutos, volvió a hablar:
    —Observe usted, caballero, que en casi todas las personas envejece el corazón al mismo tiempo que el cuerpo. Eso es lo que no me ha ocurrido a ml. Mi pobrecito cuerpo tiene sesenta y nueve años y mi pobre corazón sólo veinte... Por eso vivo aislada, entre flores y entre sueños...
    Reinó entre nosotros un silencio prolongado. La anciana acabó de serenarse y recobró su sonrisa para decirme:
    —¡Cómo se reiría usted de mí si supiese..., si supiese cómo paso las veladas.., cuando el tiempo está hermoso! Me avergüenzo de mí misma, y me tengo lástima al propio tiempo.
    Por mucho que yo se lo pedí, no quiso ella decirme qué era lo que hacia; entonces me levanté para marcharme, Y ella exclamó:
    —¿Se va usted ya?
    Al informarla de que tenía que cenar en Montecarlo, me preguntó con timidez:
    —¿Por qué no se queda a cenar conmigo? Me daría con ello un gran placer.
    Acepté inmediatamente. Ella, encantada, tocó una campanilla; y después de dar órdenes a la criadita, me enseñó su casa.
    Una especie de terraza, cubierta de cristales y llena de arbustos, comunicaba con el comedor, permitiendo ver, de uno a otro extremo, la larga avenida de naranjos que llegaba hasta la montaña. Una silla baja, oculta entre las plantas, daba a entender que la anciana actriz iba a sentarse allí muchas veces.
    Bajamos después al jardín para ver las flores. El crepúsculo iba avanzando suavemente; era uno esos crepúsculos serenos y tibios, en los que se exhalan todos los aromas de la tierra. Estaba oscurecido cuando nos sentamos a la mesa. La cena fué larga-y buena; así que ella comprendió la profunda simpatía que mi corazón sentía hacia su persona, nos convertimos en íntimos amigos. Bebió dos sorbos de vino, ;esto la hizo más confiada, más expansiva.
    —Salgamos a contemplar la luna—me dijo—. Yo siento adoración por esta luna bondadosa, ha sido testigo de mis más vivas alegrías. Me parece que en ella se encierran mis recuerdos todos, y me basta con mirarla para que acudan en el acto a mi memoria. Hay veces incluso que... de noche.., me recreo con  un lindo espectáculo... muy lindo, muy lindo... ¡Si usted supiese! Pero no se lo digo, porque se reiría usted mí... No puedo..., no me atrevo..., de veras que no.
    Le supliqué:
    —Por favor... ¿de qué se trata? Dígamelo; le prometo no burlarme, -se lo juro... ¡por favor!
    La anciana titubeaba. Cogí sus manos, sus pobres manos tan secas, tan frías, se las besé varias veces, una después de otra, al estilo-de sus tiempos. Esto la emocionó Vacilaba.
    —¿Me promete no reírse?
    —Se lo juro.
    —Pues bien, venga conmigo.
    Se levantó. Y cuando el criadito, al que se le despegaba la librea verde, retiraba la silla, le susurró al oído unas palabras, con voz queda y mucha precipitación. El le contestó:
    —Muy bien, señora. Inmediatamente.
    Se colgó de mi brazo, y me condujo a la terraza que daba al comedor.
    El golpe de vista que presentaba la avenida de naranjos era verdaderamente admirable. La luna alta ya, la luna llena, dibujaba en el centro una estrecha senda de plata, una larga cinta de claridad, sobre la arena dorada, por entre las copas redondas y opacas, de los, árboles sombríos.
     Como estaban en flor, su perfume penetrante impregnaba la noche, y en su negro verdor revoloteaban millares de luciérnagas moscas de fuego que parecen granitos de estrellas.
    No pude menos de lanzar esta exclamación:
    —¡Qué decoración para una escena de amor!
    —¿Verdad que si? ¿Verdad que sí? Va usted a ver.
    Me hizo sentar a su lado. Y dijo muy quedo:
    —Por esto siente una tanto el que se vaya la vida. Ustedes, los hombres de hoy, no piensan en estas cosas. Son ustedes bolsistas, comerciantes, gente práctica. Ni siquiera saben ya hablarnos a las mujeres. Al decir esto, me refiero a las que son jóvenes. Los amores se han convertido en líos, que nacen con mucha frecuencia de una factura de la modista, que no se quiere confesar. Si el importe de la factura les parece a ustedes más elevado que el valor de la mujer, se esfuman; pero si aprecian a la mujer en más que la factura, pagan. ¡Bonitas costumbres..., bonitos cariños!
    Me cogió la mano:
    —Mire...
    Me quedé estupefacto y maravillado. Al fondo, al final de la avenida, por la senda de luna, avanzaban hacia nosotros dos jóvenes, cogidos por la cintura. Avanzaban abrazándose, encantadores, pasito a pasito, cruzando los charcos de luz, que los iluminaban de improviso, y sumiéndose inmediatamente después en la sombra.
    El mocito vestía de satén blanco, al estilo del siglo pasado, y se tocaba con un sombrero coronado con una pluma de avestruz. Ella llevaba un vestido de haldetas, y el alto peinado empolvado de las hermosas damas de los tiempos de la Regencia.
    Se detuvieron a una distancia de cien pasos de nosotros, y se besaron, en pie en medio de la avenida, con mucho donaire.
    Caí en seguida en la cuenta de que eran los dos criaditos. Entonces me acometió uno de esos terribles accesos de regocijo que abrasan las entrañas, y que me obligó a retorcerme en mi asiento. Sin embargo, no me reí. Me hice fuerza para no estallar, enfermo, convulso, como un hombre a quien están cortando una pierna y que ahoga los gritos que le quieren salir por la garganta y le hacen abrir las mandibulas.
    Pero los jovencitos se volvieron de espaldas, marchando otra vez hacia el fondo de la avenida, y de nuevo formaron un cuadro delicioso. Se alejaban, se marchaban, desaparecían, lo mismo que un sueño. Ya no los veíamos. La avenida, vacía ahora, parecía triste.
    Yo me marché también, me marché para no volver a verlos; porque comprendí que aquel espectáculo estaba montado desde hacía mucho tiempo, evocando todo el pasado de amor y decorado teatral, el pasado artificioso, falso y seductor, de un encanto auténtico, pero engañoso, que seguía haciendo palpitar de emoción el alma de la antigua cómica, de la antigua enamorada.