JUNTO AL LECHO

 
    Un gran fuego llameaba el hogar. Sobre la mesa japonesa, dos tazas de te, frente a frente, mientras la tetera humeaba a su lado junto al azucarero flanqueado por el caneco de ron.
    El conde de Sallure tiró el sombrero, los guantes y el abrigo de piel sobre una silla, mientras la condesa, después de quitarse su salida de baile, se atusaba un poco el pelo ante el espejo. Se sonreía amablemente a sí misma, dándose golpecitos, con la yema de sus finos dedos en los que relucían los anillos, en los cabellos rizados de las sienes. Después se volvió hacia su marido. Él la miraba desde hacía unos segundos, y parecía vacilar como si un pensamiento íntimo lo cohibiese.
    Por fin dijo:
    «¡No se quejará de cómo la han cortejado esta noche!»
    Ella lo miró a los ojos, con una mirada encendida por una llama de triunfo y desafío, y respondió:
    «No tengo queja. »
    Después se sentó en su sitio. Él se acomodó frente a ella y prosiguió, partiendo un bollo de leche:
    «Era casi ridículo… para mí.»
    Ella preguntó: «¿Se trata de una escena? ¿Tiene usted la intención de hacerme reproches?
    —No, mi querida amiga, digo sólo que ese señor Burel ha estado casi inconveniente con usted. Si…, si yo hubiera tenido derecho..., me habría enfadado.
    —Mi querido amigo, sea usted franco. No piensa usted hoy como pensaba el año pasado, eso es todo. Cuando supe que tenía usted una amante, una amante a la que quería, a usted no le preocupaba nada que me hicieran o no la corte. Le confié mi pena, le dije, como usted esta noche, pero con mayor razón: “Está comprometiendo usted a la señora de Servy, amigo mío, me está haciendo sufrir y me pone en ridículo.” ¿Qué respondió usted? ¡Oh! me dio a entender claramente que yo era libre, que el matrimonio, entre personas inteligentes, no era sino una asociación de intereses, un lazo social, pero no un lazo moral. ¿Es cierto o no? ¡Me hizo usted comprender que su amante era infinitamente mejor que yo, más seductora, más mujer! Dijo usted: ¡más mujer! Todo esto iba envuelto, claro, en miramientos de hombre bien educado, rodeado de cumplidos, enunciado con una delicadeza a la cual rindo homenaje. Pero no por ello dejé de comprenderlo a la perfección.
    »Convinimos que en adelante viviríamos juntos, aunque completamente separados. Teníamos un hijo que constituía un vínculo entre nosotros.
    »Me dejó usted casi adivinar que sólo le importaban las conveniencias, que yo podía, si me apetecía, tener un amante con tal de que esa relación permaneciese en secreto. Disertó usted largamente, y muy bien, sobre la sutileza de las mujeres, sobre su habilidad para guardar las apariencias, etcétera, etcétera.
    »Le entendí a usted a la perfección, amigo mío, a la perfección. Entonces amaba usted mucho, mucho, a la señora de Servy, y mi cariño legítimo, mi cariño legal, le estorbaba. Yo le restaba, sin duda, facultades. A partir de entonces hemos vivido separados. Aparecemos juntos en sociedad, regresamos juntos, y después cada cual se va a su habitación.
    »Ahora bien, desde hace uno o dos meses, adopta usted modales de hombre celoso. ¿Qué significa eso?
    —Mi querida amiga, no estoy celoso, pero temo que usted se comprometa. Es usted joven, viva, amiga de aventuras...
    —Perdón, si hablamos de aventuras, pido que se pongan en la balanza las de los dos.
    —Vamos, no bromee, por favor. Le hablo como amigo, como un amigo serio. En cuanto a lo que acaba de decir, hay mucha exageración.
    —En absoluto. Usted confesó, usted me confesó su relación, lo cual equivalía a darme autorización para que lo imitase. Yo no lo he hecho...
    —Permítame...
    —Déjeme hablar. No lo he hecho. No tengo amante, y no lo he tenido.., hasta ahora... Espero..., busco..., no encuentro. Necesito alguien que esté bien..., mejor que usted... Estoy haciéndole un cumplido y usted no parece notarlo.
    —Querida mía, todas estas bromas están absolutamente fuera de lugar.
    —Pero ¡si no estoy bromeando, ni mucho menos! Usted me habló del siglo dieciocho, me dio a entender que lo suyo era la Regencia. No he olvidado nada. El día en que me convenga cesar de ser lo que soy, por mucho que haga usted, óigame bien, será, sin siquiera sospecharlo..., un cornudo como los demás.
    — ¡Oh! ... ¿Cómo puede pronunciar semejantes palabras?
    — ¡Semejantes palabras! ... Pero ¡si se rió usted como un loco cuando la señora de Gers declaró que el señor de Servy tenía pinta de un cornudo en busca de sus cuernos!
    —Lo que puede parecer divertido en boca de la señora de Gers resulta inconveniente en la de usted.
    —Nada de eso. A usted le parece muy graciosa la palabra cornudo cuando se trata del señor de Servy, y la juzga muy malsonante cuando se trata de usted. Todo depende del punto de vista. Además, no me interesa la palabra, sólo la pronuncié para ver si estaba usted maduro.
    —Maduro... ¿para qué?
    —Pues para serlo. Cuando un hombre se enfada al oír esa palabra, es que... se quema. Dentro de dos meses, será usted el primero en reírse cuando yo hable de una... cornamenta. Entonces... sí..., cuando uno lo es, no lo nota.
    —Esta noche se muestra usted muy mal educada. Jamás la he visto así.
    — ¡Ah! Ahí tiene..., he cambiado... para mal. La culpa es suya.
    —Vamos, querida mía, hablemos en serio. Le ruego, le suplico que no autorice, como ha hecho esta noche, la inconveniente persecución del señor Burel.
    —Está usted celoso. Ya lo decía yo.
    —No, claro que no. Sólo que no deseo quedar en ridículo. No quiero ser ridículo. Y si vuelvo a ver a ese caballero hablarle pegado a sus... hombros o, mejor dicho, a sus pechos...
    —Buscaba un tornavoz.
    —Yo..., yo le calentaré las orejas.
    —Pero... ¿es que está usted enamorado de mí, por casualidad?
    —Podría estarlo uno de mujeres menos lindas.
    — ¡Vaya, conque esas tenemos! ¡Pues la que ya no está enamorada de usted soy yo! »

   
    El conde se ha levantado. Da la vuelta a la mesita y, al pasar por detrás de su mujer, le estampa vivamente un beso en la nuca. Ella se alza con una sacudida y, mirándolo a los ojos:
    «Hágame el favor, no más bromas de éstas entre nosotros. Vivimos separados. Se acabó.
    —Vamos, no se enfade. La encuentro encantadora desde hace algún tiempo.
    —Entonces..., entonces.., he ganado. También usted... me encuentra.., madura.
    —La encuentro encantadora, querida mía; tiene usted unos brazos, una tez, unos hombros...
    —Que agradarían al señor Burel...
    —Es usted feroz. Aunque en eso..., de veras..., no conozco otra mujer tan seductora como usted.
    —Está usted en ayunas.
    —¿Eh?
    —Digo que está usted en ayunas.
    —¿Qué significa eso?
    —Cuando uno está en ayunas, tiene hambre, y cuando uno tiene hambre, se decide a comer cosas que no le gustarían en otro momento. Yo soy el plato... desdeñado en tiempos y al que no le importaría meterle el diente... esta noche.
    —¡Oh, Marguerite! ¿Quién le ha enseñado a hablar así?
    —¡Usted! Veamos: desde su ruptura con la señora de Servy, ha tenido usted, por lo que sé, cuatro amantes, éstas furcias, del ramo de las artistas. Entonces, ¿cómo quiere que explique de otro modo que por un ayuno momentáneo sus... veleidades de esta noche?
    —Seré franco y brutal, sin cortesías. He vuelto a enamorarme de usted. En serio, muy fuerte. Eso es.
    — ¡Vaya, vaya! Entonces, usted querría... volver a empezar.
    —Sí, señora.
    — ¡Esta noche!
    —¡Oh! ¡Marguerite!
    —Bueno. Ya está escandalizado de nuevo. Entendámonos, querido mío. Ya no somos nada el uno para el otro, ¿no? Soy su mujer, es cierto, pero su mujer... libre. Yo iba a adquirir un compromiso por otro lado, y usted me pide la preferencia. Se la daré... a igual precio.
    —No entiendo.
    —Me explico. ¿Estoy tan bien como sus furcias? Sea franco.
    —Mil veces mejor.
    —¿Mejor que la mejor?
    —Mil veces.
    —Pues bien, ¿cuánto le ha costado a usted, la mejor, en tres meses?
    —No caigo.
    —Digo: ¿cuánto le ha costado, en tres meses, la más encantadora de sus amantes, en dinero, joyas, cenas, teatro, etcétera..., en fin, mantenimiento completo?
    —¿Y yo qué sé?
    —Debe usted saberlo. Veamos, un precio medio, moderado. Cinco mil francos al mes: ¿es más o menos exacto?
    —Sí..., más o menos.
    —Pues bien, amigo mío, déme ahora mismo cinco mil francos y soy suya por un mes, a partir de esta noche.
    —¡Está usted loca!
    —Si se lo toma así, buenas noches.»

    La condesa sale, y entra en su dormitorio. La cama está entreabierta. Un vago perfume flota, impregna las colgaduras.
    El conde, apareciendo en la puerta:
    «Huele muy bien aquí.
    —¿De veras?... Pues no ha cambiado. Sigo usando piel de olor.
    —Vaya, es asombroso... huele muy bien.
    —Es posible. Pero hágame usted el favor de irse, porque me voy a acostar.
    — ¡Marguerite!
    — ¡Váyase! »

    El entra decidido y se sienta en un sillón.
    La condesa: « ¡Ah! ¿Sí? Pues peor para usted.»
    Se quita su corpiño de baile lentamente, dejando al descubierto sus brazos desnudos y blancos. Los alza por encima de la cabeza para despeinarse delante del espejo; y, bajo una espuma de encaje, algo rosa aparece por el borde del corsé de seda negra.
    El conde se levanta vivamente y va hacia ella.
    La condesa: « ¡No se me acerque, o me enfado! ... »
    El la coge entre sus brazos y busca sus labios.
    Entonces ella se inclina con viveza, coge en el tocador un vaso de agua perfumada para la boca y, por encima del hombro, lo lanza a la cara de su marido.
    El se recobra chorreando agua, furioso, murmurando:
    «Es estúpido.
    —Puede ser... Pero ya sabe usted mis condiciones: cinco mil francos.
    —Pero ¡sería idiota!
    —¿Y por qué?
    —¿Cómo que por qué? ¡Pagar un marido por acostarse con su mujer! ...
    — ¡Oh! ... ¡ Qué palabras más feas utiliza! ...
    —Es posible. Repito que sería idiota pagar a la mujer propia, a la mujer legítima.
    —Es mucho más tonto, cuando uno tiene una mujer legítima, irse a pagar furcias.
    —Sea, pero no quiero ser ridículo.»

    La condesa se ha sentado en una chaise longue. Retira lentamente sus medias volviéndolas como una piel de serpiente. Su pierna rosada sale de la funda de seda malva y el gracioso pie se posa en la alfombra.
    El conde se acerca un poco y con voz tierna:
    «¿A qué viene esa extravagante idea?
    —¿Qué idea?
    —Pedirme cinco mil francos.
    —Nada más natural. Somos ajenos el uno al otro, ¿no? Ahora bien, usted me desea. No puede casarse conmigo ya que estamos casados. Pues entonces me compra, y quizá por un poco menos que a otra.
    »Reflexione. Este dinero, en lugar de ir a una bribona que haría con él quién sabe qué, quedará en su casa, en su hogar. Y además, para un hombre inteligente, ¿hay cosa más divertida, más original, que pagar a su propia esposa? Sólo se ama a fondo, en el amor ilegítimo, lo que cuesta caro, carísimo. Usted da a nuestro amor... legítimo, un nuevo precio, un sabor de desenfreno, un regusto de… picardía al tarifarlo como un amor caro. ¿No es cierto?

    Se ha levantado casi desnuda y se dirige hacia un cuarto de aseo.
    «Y ahora, caballero, márchese, o llamaré a mi doncella.»
    El conde, de pie, perplejo, descontento, la mira y, bruscamente, lanzándole a la cabeza su cartera:
    «Ten, picarona, ahí van sis mil… Pero ¿sabes?...»
    La condesa recoge el dinero, lo cuenta, y con voz lenta:
    «¿Qué?
    —Que no te acostumbres.»
    Ella estalla en carcajadas y, yendo hacia él:
    «Cinco mil cada mes, caballero, o lo mando con furcias. E incluso si…, si queda usted satisfecho…, le pediré un aumento. »