LA MARTINA

   
    Se le ocurrió un domingo, al salir de misa. Yendo camino de su casa, se encontró detrás de la Martina que iba también a la suya de regreso.
    La acompañaba su padre, andando con el empaque propio de un rico agricultor. Desdeñoso de la blusa, vestía un chaquetón de paño gris, cubriendo su cabeza con un sombrero redondo, blando y de alas anchas.
    La moza, oprimida por un corsé que sólo se ponía los domingos y fiestas de guardar, avanzaba con la cintura tiesa, los hombros anchos y las caderas muy salientes, con un pronunciado balanceo.
    Luciendo una capota florida, confeccionada por una costurera de Ivetot, dejaba descubierta su nuca fuerte y carnosa, donde revoloteaban unos ricitos juguetones, tostados por el sol y el aire del campo.
    Benito la veía sólo por la espalda, pero imaginaba el rostro de la moza, en la cual, hasta entonces, no se fijó nunca tan obstinadamente.
    Y de pronto pensó: «¡Recristo! Es una hermosa muchacha la Martina.»
    La contemplaba, lleno de admiración, sintiéndose dominado por el deseo. No era preciso alcanzarla, verle el rostro; le bastaba clavar la vista en las caderas abultadas y oscilantes, para pensar, casi en alta voz: « ¡Recristo, es un hermosa muchacha!»
    La Martina encaminó sus pasos hacia la izquierda para dirigirse a La Martinera, el cortijo de su padre, Juan Martín; se volvió para mirar el camino que dejaba y viendo a Benito, al que juzgó un mozo muy agradable, dijo:
    —Buenos días, Benito.
    El se apresuró a contestar:
    —Buenos días, Martina; muy buenos los tenga el señor Martín.
    Y pasó de largo.
    Al llegar a su casa, encontró ya la sopa servida. Se sentó frente a su madre, teniendo a un lado el gañán y al otro el mozo, mientras la criada iba por la sidra.
    Sorbió algunas cucharadas, luego empujó el plato.
    La vieja, observándole, le preguntó:
    —¿Qué tienes, hijo?... ¿estás enfermo?
    El respondió:
    —No; pero siento algo así como angustia en el vientre que me quita la gana.
    Viendo comer a los demás, de cuando en cuando partía un pedacito de pan llevándoselo calmosamente a los labios y mascándolo mucho. Pensaba en la Martina:
    «Una hermosa muchacha.» ¿Cómo era posible no haberlo reparado hasta entonces, y sentirlo como un escopetazo, tan de pronto y con tal violencia que le quitaba el apetito?
    Apenas probó el guisado. Su madre le decía:
    —Vaya, Benito; haz un esfuerzo. Son costillas de cordero, que te gustan, y te sentarán bien. Cuando no se tiene gana de comer, hay que vencerse.
    Tragaba un pedacito; luego empujaba el plato nuevamente. No, no era posible; no podía tragar.
    Cuando terminó la comida, fue a dar un paseo por sus tierras, y dejó al mozo en libertad para salir, asegurando que, al pasar, daría un vistazo a las bestias.
    La campiña estaba desierta, por ser día festivo.
    En los campos de trébol pastaban tranquilamente algunas vacas o se tendían, para rumiar bajo la caricia del sol. En los linderos de las mieses yacían las carretas perezosas, y los terruños recien labrados, ya dispuestos para un sementera, contrastaban por su oscuro color con los rastrojos amarillos de los trigos y de las avenas ya segados.
    Circulaba por la llanura un vientecillo de otoño, bastante seco, anunciando un apacible atardecer. Benito, sentado en una ladera, se quitó el sombrero, dejándolo sobre las rodillas, como si necesitara refrescar su cabeza,  dijo en alta voz, interrumpiendo el silencio de la campiña:
    —Una hermosa muchacha lo es, ciertamente. ¡Una hermosa muchacha!
    Lo mismo pensó estando ya en la cama, por la noche, al dormirse, y al día siguiente al despertarse.
    No estaba triste, ni pesaroso, ni abrumado; no hubiera sabido expresar lo que sentía. Era un algo que se agarraba fuertemente a su corazón, una idea insistente que le cosquilleaba sin cesar.
    A veces un moscardón entra en vuestra estancia: su zumbido os irrita y obsesiona; de pronto se detiene; le olvidáis; pero en cuanto empieza de nuevo a zumbar, os distrae  os preocupa. No tenéis medios para cogerle, ni expulsarle, ni matarle, ni conseguir su quietud. Así el recuerdo incesante de la Martina se agitaba en el alma de Benito como un moscardón obstinado.
    Luego sintió ansias de verla otra vez, y se fue a rondar La Martinera. La vio, al fin, tendiendo ropa en una cuerda, entre dos manzanos.

    Hacía calor, y la moza llevaba sólo una falda sobre la camisa, dibujándose la espléndida curva de sus caderas cuando alzaba el brazo para colgar una servilleta.
    Se quedó agazapado el mozo en un surco durante más de una hora, sin levantarse,  hasta mucho después de haberse metido ella en su casa; y se volvió más embebecido que al ir.
    Durante un mes la imagen de la moza llenaba su pensamiento, y le  bastaba oír su nombre para estremecerse. Apenas comía, y por la noche un sudor angustioso le quitaba el sueño.
    El domingo, en misa, la devoraba con los ojos. Ella lo notó, sonriéndole, muy satisfecha de sentirse deseada con tanto ardor.
    Una tarde, al anochecer, Benito la encontró sola en el campo. La Martina se detuvo al verle aproximarse, y entonces él se fue derecho hacia ella, sobresaltado y temeroso, pero también resuelto a decirle todo lo que pensaba.
    Titubeando, balbució:
    —Óyeme lo que te digo, Martina. Esto no puede continuar así.
    La muchacha respondió un tanto burlona:
    —¿Qué será lo que no pueda continuar así, Benito?
    El, impertérrito, se destapó de una vez:
      —Que yo sólo pienso en ti a todas las horas del día.
     Ella puso los brazos en jarras para contestarle:
     —No supondrás que yo tengo la culpa.
     El mozo masculló:
     —Si; tienes la culpa. Ni como, ni descanso, ni duermo, ni vivo.
     La Martina dijo quedamente:
     —¿Cómo podría librarte yo de todo eso?
     Se mostró Benito alelado, con los brazos caídos, los ojos fuera de sus órbitas y la boca de par en par.
     Ella le dio una palmada en un hombro, y se fue corriendo.
     A partir de aquel día se vieron  muchas veces en los ribazos, en los caminos profundos y, al atardecer, en los linderos de los campos, cuando él regresaba con la yeguada y ella conducía sus vacas al establo.
    Benito se sentía arrastrado hacia ella por un impulso de su corazón y de su carne. Hubiera querido estrecharla, oprimirla, devorarla, poseerla completamente y le hacían estremecer arrebatos de impaciencia, de rabia, de angustia, porque la moza no le pertenecía en todo y por todo viviendo fundida con él, formando un solo cuerpo.
    Las gentes de los contornos picoteaban, hacían mil comentarlos, creyéndolos novios. Y no andaban muy equivocados en esta suposición, pues habiéndole preguntado Benito si quería ser su mujer, ella le había contestado que «sí».
    Aguardaban una oportunidad para decírselo a sus familias.
    Pero de pronto, ella no compareció a las horas de costumbre. Benito, rondando el cortijo, no la encontraba nunca; nada más la veía de lejos y los domingos en misa. Y precisamente un domingo, después de la misa, el párroco leía las primeras amonestaciones del futuro matrimonio convenido entre Adelaida Victoria Martín y José Isidoro Vallín.
    Benito sintió un cosquilleo, una frialdad en sus manos, como si de pronto le hubieran desangrado. Le zumbaban los oídos: ensordeció, se quedó insensible a todo y le costó advertir que humedecía con lágrimas las hojas de su devocionario. El infeliz lloraba en silencio su desdicha.
    Durante un mes no salió de su estancia. Luego volvió a trabajar, a sus faenas de costumbre.
    Pero no se había cicatrizado su herida y pensaba en lo mismo siempre. Jamás pasaba por los caminos próximos a La Martinera ni quiso alzar los ojos por no ver los árboles del corralón; y esto le obligaba diariamente a dar muchos rodeos y a ir cabizbajo a todas horas.
    La Martina era ya la esposa de Vallin, rico labrador, tal vez el más rico de aquellos contornos. Benito dejó de tratarle, aun cuando eran compañeros de la infancia.
    Un día, encontrando a la novia, reparó que se hallaba embarazada y en lugar de molestarle aquel descubrimiento, le produjo una especie de satisfacción, que le devolvía, en cierto modo, la tranquilidad. Sus preocupaciones daban fin. Aquello era definitivo. Se acabó.
    Durante algunos meses, la veía ir a la ciudad andando pesadamente. La Martina se ruborizaba mucho al tropezar con él, y bajando la cabeza para no mirarle, apresuraba el paso. Benito retrocedía muchas veces o cambiaba de rumbo para evitar el encuentro.
     Pero imaginaba, espantado, que a lo mejor, y cuando menos lo creyera, la encontraría en algún sitio donde no pudiese rehuir su presencia ni evitar un poco de conversación.
    ¿Qué le diría después de lo sucedido, recordando aquella tarde en que, teniéndole cogidas las manos, la besaba en el pelo, casi en las mejillas? No podía olvidar fácilmente aquellas entrevistas en los linderos y en las hondonadas. Era incomprensible, imperdonable cómo acabó todo, a pesar de tantas promesas.
    Poco a poco, sus angustias le abandonaban; su dolor se desvanecía, dejándole nada más un rastro de tristeza. Y al cabo se decidió a pasar de nuevo por los caminos acostumbrados, próximos a La Martinera. ¡Miraba desde lejos la casa donde la Martina vivía con otro! Los manzanos florecían, los gallos cantaban escarbando en el estiércol. Ni un ruido, ni una voz en la vivienda; sus dueños habían ido al campo a trabajar en las perentorias labores primaverales.
    Benito se detuvo frente al portillo y miró hacia la corraliza. El perro dormitaba tranquilamente, y tres bueyes, con paso tardo se acercaban al abrevadero. Un pavo se erguía junto a la puerta, luciendo ante algunas pavas la cola extendida con actitudes y alardes propios de un tenor en escena.
    Benito se apoyó en un poste, sintiendo súbitamente ansias de llorar. Pero un grito agudo, que resonó en la casa, le estremeció. Un grito desesperado y doloroso que le turbó. Seguía frente al portillo agarrado a los barrotes, cuando resonó un segundo grito clamoroso, prolongado, que desgarró sus oídos y su alma. ¡Era la Martina! Y corriendo, precipitándose hacia la casa, empujando la puerta, la vio tendida en el suelo, crispada, con el rostro lívido, los ojos desencajados, presa de los dolores de parto.
    Se quedó en pie, inmóvil, más pálido y más tembloroso que la infeliz, balbuciendo:
    —Aquí estoy, aquí estoy, Martina.
    Ella respondió, angustiada:
    —Socórreme, socórreme, Benito.
    El tenía los ojos clavados en ella, no sabiendo qué hacer ni qué decir.
    Martina prorrumpió de nuevo en alaridos:
    —¡Oh! ¡Ah!... Me desgarra... ¡Oh… Benito!
    Y se retorcía espantosamente.
    De pronto Benito sintió un ansia invencible de socorrerla, de ayudarla, de calmar sus zozobras. Se inclinó, la cogió, la levantó en vilo y la llevó a la cama. Ella gemía sin cesar, y él, desabrochándola muy afanoso, le quitaba el justillo, la falda, los zapatos. Ella se mordía los puños para no gritar, y él, haciendo lo que acostumbraba con las bestias, con las vacas, las yeguas y las ovejas, ayudó, recibiendo al fin entre sus manos a una criatura que daba el primer vagido.
    Lavoteó su cuerpecito, envolviéndola después en un paño que se hallaba puesto a secar junto a la lumbre, y la colocó sobre un cesto de ropa del repaso de la colada.
    Luego se acercó otra vez a la madre. La cogió, volviendo a dejarla con mucho cuidado en el suelo; arregló la cama y, alzándola otra vez, la acostó definitivamente.
    La Martina balbució entonces:
    —Gracias gracias, Benito. Eres muy bueno.
    Y lloraba, como si un pesar lejano, un arrepentimiento imprevisto la sobrecogiera.
    El no la deseaba ya, no padecía. ¿Por qué? No hubiera sabido explicarlo. Aquello le había curado mejor, más radicalmente, que diez años de ausencia.
    La Martina le preguntaba angustiada, Palpitante:
    —¿Qué es?
    Benito respondió con mucha calma:
    —Una niña; y viene al mundo en buenas condiciones
    Callaron. Al fin, la madre rompió el silencio:
    —Déjame que la vea.
    El fue a buscar la criatura y se la presentó, como si le ofreciera el pan bendito, en el momento en que se abría la puerta y entraba Isidoro Vallin.
    Al pronto, el marido no se hizo cargo de la situación; luego se dio cuenta de todo.
    Benito, consternado, tartamudeaba:
    —Oí gritos… al pasar... Entré... y... Mira... ¡mira que preciosa criatura!
    El padre se adelantó para tomar entre sus manos el pequeño ser que Benito le ofrecía; lo besó largamente y, después de ponerlo en la cama, tendió a Benito sus brazos, diciendo:
    —Choca, choca. Somos los compañeros de siempre. Lo pasado, pasado.
    Y el otro respondió:
    —Ciertas cosas hay que olvidarlas; un buen amigo vale más que todo.