LA BECADA

 
    El anciano barón de Ravots había sido durante cuarenta años el rey de los cazadores de su provincia. Pero hacia ya cinco o seis que una parálisis de las piernas lo tenía clavado en su sillón, y tenía que contentarse con tirar a las palomas desde una ventana de la sala o desde la gran escalinata de su palacio.
    El resto del tiempo lo pasaba leyendo.
    Era hombre de trato agradable, que había conservado mucho de la afición a las letras que distinguió al siglo pasado. Le encantaban las historietas picarescas, y también le encantaban las anécdotas auténticas de que eran protagonistas personas allegadas suyas. En cuanto llegaba de visita un amigo le preguntaba:
    —¿Qué novedades hay?
    Tenía la habilidad de un juez de instrucción para interrogar.
    En los días de sol se hacía llevar en su amplio sillón de ruedas que parecía una cama, a la puerta del palacio. Detrás de él se situaba un criado con las escopetas, las cargaba y se las iba pasando a su señor. Otro criado, oculto en un bosquecillo, daba suelta a un pichón de cuando en cuando, a intervalos regulares, para que le cogiese de sorpresa, obligándolo a estar en constante alerta.
    Se pasaba el día tirando a aquellas aves ligeras, se desesperaba si conseguían burlarle y se reía hasta saltársele las lágrimas cuando el animal caía a plomo o daba alguna voltereta extraña y cómica. Se volvía entonces hacia el mozo que le cargaba las armas y le preguntaba con espasmódica alegría:
    —¡A ése le di lo suyo, José! ¿Viste cómo cayó?
    Y José respondía indefectiblemente:
    —El señor barón no marra uno.
    Al llegar el otoño, y con él la temporada de caza, invitaba como en sus buenos tiempos a sus amigos y disfrutaba oyendo a lo lejos las detonaciones. Iba contándolas y le llenaba de felicidad el que se repitiesen aceleradamente. Por la noche exigía a cada cazador un minucioso relato de las incidencias del día.
    Y los contertulios y el barón permanecían tres horas de sobremesa contando lances de caza.
    Los cazadores son gente verbosa y relataban complacidos cien aventuras extrañas e inverosímiles. Algunas se han hecho clásicas y se repetían con toda regularidad. La del conejo que el vizcondesito de Bourril falló en el vestíbulo mismo de su palacio no perdía gracia, y todos los años les hacía retorcerse de risa. No se pasaban cinco minutos sin que surgiese un nuevo narrador.
    —Oigo un «¡Biiiirrrr!... », y se levanta un bando magnífico a diez pasos de distancia. Encañono: «¡Pif, paf!», y veo que llueven como botas. ¡Siete cayeron!
    Relatos así los dejaban extáticos, porque era norma el prestarse fe mutuamente. Pero, además, era de tradición en aquella casa lo que se conocía con el nombre de «el cuento de la becada». Todos los años, coincidiendo con el paso de estas aves, que constituyen la presa más apetecible, se repetía idéntica ceremonia.
    Todas las noches se servía en la cena una de estas aves por barba, porque el barón era aficionadísimo al incomparable bocado; pero las cabezas se dejaban aparte, en un plato.
    Después de esto, el barón, con toda la gravedad de un obispo que oficia en el altar, mandaba que le trajesen otro plato con grasa, y ungía cuidadosamente las preciosas cabezas, sosteniéndolas de la punta del pico, delgado y largo como una aguja. Le ponían al alcance una vela encendida y se callaban todos, esperando con ansiedad.
    Tomaba a continuación una de las cabezas así preparadas, la pasaba con un largo alfiler, pinchaba en el otro extremo un corcho y equilibraba los respectivos pesos con palitos colocados como balancines; después, y con mucho tiento, plantaba aquel chirimbolo sobre el gollete de una botella, como un palillo de barquillero.
    Todos los comensales contaban al unísono y en alta voz:
    —¡Una..., dos..., tres!
    El barón, dándole un golpecito con un dedo, hacía girar el juguete.
    El convidado al que apuntaba el pico puntiagudo al dejar de girar quedaba dueño de todas las cabezas, bocado exquisito que hacía poner los ojos en blanco a sus compañeros de mesa.
    El agraciado las iba cogiendo una a una, y las asaba en la llama de la vela. La grasa chisporroteaba, la piel dorada humeaba y el favorecido por la  suerte hacía crujir entre sus dientes la cabeza grasienta, sosteniéndola por el pico, dejando escapar exclamaciones de placer.
    A cada cabeza levantaban los restantes convidados sus vasos y bebían a su salud.
    Para final, después de comérselas todas, estaba obligado, en el momento que el barón se lo indicase, a relatar una historia, para indemnizar de este modo a los que no habían tenido su suerte.