LA CAMA 29


     Cuando el capitán Epivent pasaba por la calle, todas las mujeres se volvían. Tenía el auténtico tipo del gallardo oficial de húsares. Por eso se pavoneaba siempre y se daba postín sin cesar, orgulloso y preocupado por sus muslos, su cintura y sus bigotes. Los tenía soberbios, por lo demás, bigotes, cintura y muslos. Los primeros eran rubios, muy grandes, caían marcialmente sobre el labio en un hermoso burlete del color del trigo maduro, fino, cuidadosamente rizado, y descendían en seguida a los dos lados de la boca en dos poderosas guías muy arrogantes. La cintura era tan delgada como si hubiera llevado corsé, mientras que un vigoroso pecho varonil, abombado y arqueado, desplegábase sobre ella. Sus muslos eran admirables, unos muslos de gimnasta, de bailarín, cuya carne musculosa dibujaba todos sus movimientos bajo el paño ajustado del pantalón rojo.
     Andaba tensando el jarrete y separando los pies y los brazos, con ese balanceo de los jinetes, que tanto favorece para valorar las piernas y el torso, que parece vencedor con un uniforme, y común y corriente con una levita.
     Como a muchos oficiales, al capitán Epivent le sentaba mal la ropa de paisano. Una vez vestido de paño gris o negro, tenía el aspecto de un dependiente de comercio. Pero, de uniforme, triunfaba. Tenía además una bonita cabeza, una nariz fina y curva, ojos azules, frente estrecha. Era calvo, eso sí, sin que jamás hubiera entendido por qué había perdido el pelo. Pero se consolaba comprobando que con grandes bigotes no va mal un cráneo un poco desnudo.
     Despreciaba a todo el mundo en general, con muchos grados en su desprecio.
     Ante todo, los civiles no existían para él. Los miraba como se mira a los animales, sin concederles más atención de la que se concede a los gorriones o a las gallinas. Sólo los oficiales importaban en el mundo, pero no sentía la misma estimación por todos los oficiales. No respetaba, en suma, más que a los hombres guapos, pues la auténtica, la única cualidad del militar debía ser la prestancia. Un soldado era un buen mozo, ¡qué diablos!, un buen mozo creado para hacer la guerra y el amor, un hombre de puños, de agallas y de riñones, nada más. Clasificaba a los generales del ejército francés en función de su estatura, su porte y la hurañía de su rostro. Bourbaki le parecía el mayor guerrero de los tiempos modernos.
     Se reía mucho de los oficiales de infantería que son bajos y gordos y resoplan al marchar, pero sobre todo sentía un invencible menosprecio, rayano en repugnancia, por los pobres alfeñiques salidos de la escuela politécnica, esos hombres bajitos y flacos, con gafas, torpes y desmañados, que parecen tan hechos para el uniforme como un conejo para decir misa, afirmaba. Se indignaba de que el ejercito tolerase esos abortos de piernas endebles que marchan como cangrejos, que no beben, que comen poco y que prefieren las ecuaciones a las chicas guapas.
     El capitán Epivent tenía éxitos constantes, triunfos entre el bello sexo.
     Todas las veces que cenaba en compañía de una mujer, estaba seguro de acabar la noche a solas, sobre el mismo colchón, y si insuperables obstáculos impedían su victoria esa misma noche, tenía al menos la seguridad del «continuará mañana». A sus camaradas no les gustaba presentarle a sus amantes, y los comerciantes con tienda puesta, que tenían mujeres hermosas en el mostrador del comercio, le conocían, le temían y le odiaban locamente.
     Cuando pasaba, la tendera intercambiaba con él, a su pesar, una mirada a través de los cristales del escaparate; una de esas miradas que valen más que unas palabras tiernas, que encierran una llamada y una respuesta, un deseo y una confesión. Y el marido, al que una especie de instinto advertía, volviéndose bruscamente lanzaba una ojeada furiosa a la silueta altiva y arqueada del oficial. Y cuando el capitán había pasado, sonriente y satisfecho de su efecto, el comerciante, revolviendo con mano nerviosa los objetos desplegados ante él, declaraba:
     «Menudo pavo. ¿Cuándo acabaremos de mantener a todos esos inútiles que pasean su chatarra por las calles? Lo que es yo, prefiero un carnicero a un soldado. Si hay sangre en su delantal, por lo menos es sangre animal; y sirve para algo; el cuchillo que lleva no está destinado a matar hombres. No comprendo cómo se tolera en los paseos a esos asesinos públicos exhibiendo sus instrumentos mortíferos. Son necesarios, ya lo sé, pero al menos que los escondan, que no los vistan de máscaras con calzones rojos y chaquetas azules. Nadie viste a un verdugo de general, ¿verdad?»
     La mujer, sin responder, se encogía imperceptiblemente de hombros, mientras el marido, adivinando el gesto sin verlo, exclamaba:
     «¡Hay que ser burro para ir a ver cómo se pavonean esos pájaros!»
     Por lo demás, la reputación de conquistador del capitán Epivent estaba bien asentada en todo el ejército francés.
     Ahora bien, en 1868, su regimiento, el 102 de húsares, llegó de guarnición a Ruán.
     Pronto fue conocido en toda la ciudad. Aparecía todas las tardes, hacia las cinco, en el paseo Boieldieu, para tomar un ajenjo en el Café de la Comedia, pero, antes de entrar en el establecimiento, tenía buen cuidado de dar una vuelta por el paseo, para exhibir sus piernas, su cintura y sus bigotes.
     Los comerciantes ruaneses que paseaban también, con las manos a la espalda, preocupados por sus negocios y hablando de alzas y balas, le echaban un vistazo y murmuraban:
     «¡Caramba! ¡Qué buen tipo!»
     Y después, cuando lo conocieron:
     «Vaya, el capitán Epivent. ¡Sí que es buen mozo!»
     Las mujeres, al encontrarlo, tenían un pequeño movimiento de cabeza muy divertido, una especie de estremecimiento de pudor, como si se sintieran débiles o desnudas ante él. Bajaban un poco la cabeza con una sombra de sonrisa en los labios, un deseo de parecer encantadoras y de merecer una de sus miradas. Cuando paseaba con un camarada, el camarada no dejaba de murmurar nunca, con unos celos envidiosos, cada vez que presenciaba el mismo tejemaneje:
     «Tiene suerte, este bribón de Epivent.»
     Entre las mantenidas de la ciudad había una auténtica lucha, una carrera, por ver quién se lo llevaría. Acudían todas, a las cinco, la hora de los oficiales, al paseo Boieldieu, y arrastraban sus faldas, de dos en dos, de un extremo a otro del paseo, mientras que, de dos en dos, tenientes, capitanes y comandantes arrastraban sus sables por la acera, antes de entrar en el café.
     Ahora bien, una tarde, la hermosa Irma, amante, según decían, del señor Templier-Papon, un rico fabricante, mandó detener su coche frente a la Comedia y, al bajar, simulo ir a comprar papel o a encargar tarjetas de visita a la tienda del señor Paulard, el grabador, sólo para pasar ante las mesas de los oficiales y lanzar al capitán Epivent una mirada que significaba: «Cuando usted quiera», tan claramente que el coronel Prune, que tomaba el verde licor con su teniente coronel, no pudo dejar de gruñir:
     «Maldito cerdo. Mira que tiene suerte, ese bribón.»
     La frase del coronel fue repetida; y el capitán Epivent, emocionado con esta aprobación superior, pasó al día siguiente, con uniforme de gala, y varias veces seguidas, bajo las ventanas de la bella.
     Ella lo vio, se mostró, sonrió.
     Aquella misma noche él era su amante.
     Se exhibieron, dieron el espectáculo, se comprometieron mutuamente, orgullosos de semejante aventura.
     En la ciudad sólo se hablaba de los amores de la hermosa Irma con el oficial. El único que los ignoraba era el señor Templier-Papon.
     El capitán resplandecía de gloria; y repetía a cada instante: «Irma acaba de decirme — Irma me decía anoche — ayer, cenando con Irma...»
     Durante más de un año paseó, desplegó, hizo alarde en Ruán de este amor, como una bandera ganada al enemigo. Se sentía engrandecido por aquella conquista, envidiado, más seguro del porvenir, más seguro de la cruz tan deseada, pues todos tenían los ojos puestos en él, y basta con hallarse muy a la vista para no ser olvidado.

     Pero he aquí que estalló la guerra y el regimiento del capitán fue uno de los primeros enviados a la frontera. Las despedidas fueron lamentables. Duraron toda una noche.
     El sable, los calzones rojos, el quepis, el dormán, derribados del respaldo de una silla, en el suelo; vestidos, enaguas, medias de seda diseminados, también caídos, mezclados con el uniforme, abandonados sobre la alfombra; con la habitación revuelta como después de una batalla, Irma, enloquecida, con el pelo suelto, echaba los desesperados brazos al cuello del oficial, lo estrechaba, y luego, soltándolo, se revolcaba por el suelo, derribaba los muebles, arrancaba los flecos de los sillones, mordía las patas, mientras el capitán, muy emocionado, pero incapaz de consolarla, repetía:
     «Irma, mi pequeña Irma, no hay nada que hacer, es preciso.»
     Y se enjugaba a veces, con la punta del dedo, una lágrima aparecida en la comisura del ojo.
     Se separaron al amanecer. Ella siguió en coche a su amante hasta la primera etapa. Y lo besó casi en presencia de todo el regimiento en el instante de la separación. La cosa pareció encantadora, dignísima, adecuada, y sus camaradas estrecharon la mano del capitán, diciéndole:
     «¡Qué afortunado! Esa pequeña es una mujer de corazón, a pesar de todo.»
     Y realmente veían en ello una especie de patriotismo.

     El regimiento sufrió mucho durante la campaña. El capitán se comportó heroicamente y recibió por fin su cruz: después, terminada la guerra, regresó a Ruán de guarnición.
     En cuanto llegó, pidió noticias de Irma, pero nadie pudo dárselas concretas.
     Según unos, se había juergueado con el estado mayor prusiano.
     Según otros, se había retirado a casa de sus padres, labradores en las cercanías de Yvetot.
     Incluso mandó a su ordenanza al ayuntamiento a consultar el registro de defunciones. El nombre de su amante no se encontraba en él.
     Sintió una gran pena, de la que alardeaba. Incluso apuntaba su desgracia en la cuenta del enemigo, atribuía a los prusianos que habían ocupado Ruán la desaparición de la joven, y declaraba:
     «Me la pagarán en la próxima guerra, esos sinvergüenzas.»
     Ahora bien, una mañana, al entrar en el comedor de oficiales a la hora de almorzar, un recadero, un anciano, con blusa y tocado con una gorra de hule, le entregó un sobre. Lo abrió y leyó:
     «Amor mío:
     »Estoy en el hospital, muy enferma, muy enferma. ¿No vendrás a verme? ¡Me daría tanto gusto!
      IRMA.»
     El capitán se puso pálido y, movido a compasión, declaró:
     «Diantre, pobre muchacha. Iré inmediatamente después de almorzar.»
     Y durante todo el tiempo contó en la mesa de oficiales que Irma estaba en el hospital; pero que la sacaría de allí, caramba. La culpa seguía siendo de los malditos prusianos. Había debido de encontrarse sola, sin un cuarto, en la miseria, ya que con seguridad habían saqueado su casa.
     «¡Ah! ¡qué canallas!»
     Todos se emocionaban al oírlo.
     Apenas hubo metido la servilleta enrollada en el aro de madera, se levantó; y, cogiendo su sable del perchero, abombando el pecho para parecer esbelto, se abrochó el cinto, y luego partió a pasos acelerados para dirigirse al hospital civil.
     Pero le negaron severamente la entrada en el edificio hospitalario donde esperaba penetrar de inmediato, y tuvo incluso que ir a ver a su coronel, a quien le explicó el caso y del que obtuvo unas letras para el director.
     Este, tras haber hecho esperar algún tiempo al apuesto capitán en su antesala, le entregó por fin una autorización, con un saludo frío y desaprobador.
     Ya desde la puerta se sintió incómodo en aquel asilo de la miseria, del sufrimiento y de la muerte. Un mozo de servicio lo guió.
     Marchaba de puntillas, para no hacer ruido, por largos corredores en los que flotaba un tenue olor a moho, a enfermedad, a medicamentos. A veces un murmullo de voces turbaba el gran silencio del hospital.
     De vez en cuando, por una puerta abierta, el capitán divisaba un dormitorio común, una fila de camas cuyas sábanas se alzaban con la forma de los cuerpos. Las convalecientes, sentadas en sillas al pie del lecho, cosían, vestidas con un uniforme de tela gris y tocadas con un gorro blanco.
     Su guía se detuvo de pronto ante una de aquellas galerías llenas de enfermas. Sobre la puerta se leía, en grandes letras: «Sifilíticas.» El capitán se estremeció; después notó que se ruborizaba. Una enfermera preparaba un medicamento sobre una mesita de madera, a la entrada.
     «Lo acompañaré, dijo, está en la cama 29.»
     Y echó a andar delante del oficial.
     Después le indicó una camita:
     «Es ahí.»
     No se veía más que un abultamiento de las mantas. La propia cabeza estaba oculta bajo las sábanas.
     Por todas partes se alzaban rostros de los lechos, rostros pálidos, extrañados, que miraban el uniforme, rostros de mujer, de jóvenes y viejas, pero que parecían todas feas, vulgares, bajo la humilde chambra de reglamento.
     El capitán totalmente turbado, sosteniendo el sable en una mano y llevando el quepis en la otra, murmuró:
     «Irma. »
     Se produjo un gran movimiento en el lecho, y apareció el rostro de su amante, pero tan cambiado, tan fatigado, tan flaco, que no lo reconocía.
     Jadeaba, ahogada por la emoción, y pronunció:
     «¡Albert!... ¡Albert!... ¡Eres tú!... ¡Oh!... Sí que lo eres.., sí... »
     Y brotaron lágrimas de sus ojos.
     La enfermera trajo una silla:
     «Siéntese, caballero.»
     Se sentó, y contemplaba la pálida cara, tan miserable, de aquella muchacha a la que había dejado tan bella y fresca.
     Dijo:
     «¿Qué es lo que has tenido?»
     Ella respondió, llorando:
     «Ya lo has visto, está escrito en la puerta.»
     Y escondió los ojos tras el borde de la sábana.
     El prosiguió, trastornado, avergonzado:
     «¿Cómo has cogido eso, pobre chiquilla?»
     Ella murmuró:
     «Fueron esos cerdos de prusianos. Me tomaron casi a la fuerza y me envenenaron.»
     A él no se le ocurría nada que añadir. La miraba y le daba vueltas al quepis sobre las rodillas.
     Las otras enfermas lo examinaban y le parecía sentir un olor de podredumbre, un olor de carne corrompida y de infamia en aquel dormitorio lleno de mujeres atacadas por el mal innoble y terrible.
     Ella murmuraba:
     «No creo que salga de ésta. El médico dice que es muy grave. »
     Después, viendo la cruz en el pecho del oficial, exclamó:
     «¡Oh! ¡Te han condecorado! ¡Qué contenta estoy! ¡Que contenta estoy! ¡Ay, si pudiera besarte!»
     Un temblor de miedo y de asco corrió por la piel del capitán, ante la idea de aquel beso.
     Ahora tenía ganas de irse, de estar al aire libre, de no volver a ver a aquella mujer. Sin embargo seguía allí, no sabiendo cómo hacer para levantarse, para decirle adiós.
     Balbució:
     «Entonces, no te has cuidado.»
     Una llama pasó por los ojos de Irma: «No, quise vengarme, ¡aunque tuviera que reventar! Y los envenené también a ellos, a todos, a todos, los más que pude. Mientras estuvieron en Ruán, no me cuidé.»
     El declaró, con tono molesto, del que se traslucía cierto gozo:
     «En punto a eso, hiciste muy bien.»
     Ella dijo, animándose, con los pómulos enrojecidos:
     «Oh, sí, morirá más de uno por mi culpa, mira. Te respondo de que me vengué.»
     El pronunció una vez más:
     «Mejor que mejor.»
     Y después, levantándose:
     «Bueno, tengo que dejarte porque he de ver al coronel a las cuatro.»
     Ella se emocionó mucho:
     «¡Ya! ¡Me dejas ya! ¡Oh, si acabas de llegar...!»
     Pero él quería marcharse a toda costa. Pronunció:
     «Ya ves que vine en seguida; pero es absolutamente preciso que me presente al coronel a las cuatro. »
     Ella preguntó:
     «¿Es el mismo coronel Prune?
     —El mismo. Fue herido dos veces.»
     Ella prosiguió:
     «¿Y tus camaradas? ¿Mataron a alguno?
     —Sí. Han muerto Saint-Timon, Savagnat, Poli, Sapreval, Robert, de Courson, Pasaful, Santal, Caravan y Poivrin. Sahel quedó manco y a Courvoisin le destrozaron una pierna, Paquet ha perdido el ojo derecho.»
     Ella escuchaba, con mucho interés. Después de pronto balbució:
     «¿Quieres darme un beso, dime, antes de irte?; la señora Langlois no está ahí.»
     Y, a pesar del asco que le subía a los labios, él los posó en aquella frente descolorida, mientras ella, rodeándolo con los brazos, besaba locamente el paño azul de su dormán.
     Ella prosiguió:
     «Volverás, dime, volverás. Prométeme que volverás. »
     —Sí, te lo prometo.
     —¿Cuando? ¿Puedes el jueves?
     —Sí, el jueves.
     —El jueves, a las dos.
     —Sí, el jueves a las dos.
     —¿Me lo prometes?
     —Te lo prometo.
     —Adiós, amor mío.
     —Adiós.»
     Y se marchó, confuso, bajo las miradas del dormitorio, doblando su alta estatura para empequeñecerse; y cuando estuvo en la calle, respiró.

     Por la noche, sus camaradas le preguntaron:
     «¿Qué? ¿E Irma?»
     Respondió con tono molesto:
     «Tiene una pleuresía, está muy mal.»
     Pero un tenientillo, oliéndose algo por su aspecto, se procuró informes y al día siguiente, cuando el capitán entró en el comedor, fue acogido con una descarga de risas y bromas. Por fin podían vengarse.
     Se supo, por añadidura, que Irma había corrido furiosas juergas con el estado mayor prusiano, que había recorrido la región a caballo con un coronel de húsares azules y con otros muchos más, y que, en Ruán, la llamaban sólo «la mujer de los prusianos».
     Durante ocho días el capitán fue víctima del regimiento. Recibía, por correo, notas reveladoras, recetas, indicaciones de médicos especialistas, incluso medicamentos cuya naturaleza estaba indicada en el paquete.
     Y el coronel, puesto al corriente, declaró con tono severo:
     «Bueno, el capitán tenía lindas amistades. Le presentaré mis cumplidos.»
     Al cabo de una docena de días, una nueva carta de Irma lo llamó. La rompió con rabia, y no contestó.
     Ocho días después, ella le escribió de nuevo para decirle que estaba muy mal, y que quería decirle adiós.
     No respondió.
     Transcurridos unos días, recibió la visita del capellán del hospital.
     La joven Irma Pavolin, en su lecho de muerte, le suplicaba que acudiese.
     No se atrevió a negarse a seguir al capellán, pero entró en el hospital con el corazón henchido de avieso rencor, de vanidad herida, de orgullo humillado.
     No la encontró nada cambiada y pensó que se había burlado de él.
     «¿Qué me quieres?, dijo.
     —He querido decirte adiós. Parece que estoy perdida. »
     El no la creyó.
     «Oye, me has convertido en el hazmerreír del regimiento, y no quiero que eso se prolongue.»
     Ella preguntó:
     «¿Qué te he hecho, yo?»
     Se irritó al no saber qué contestarle.
     «¡No pienses que voy a volver aquí para que todos se burlen de mí!»
     Ella lo miró con ojos apagados, en los que se encendía la cólera, y repitió:
     «¿Qué te he hecho, yo? ¿No fui amable contigo, acaso? ¿Es que alguna vez te pedí algo? Sin ti, me habría quedado con Templier-Papon y no me encontraría hoy aquí. No, mira, si alguien tiene que reprocharme algo, no eres tu.»
     El prosiguió, con tono vibrante:
     «No te reprocho nada, pero no puedo seguir visitándote, porque tu conducta con los prusianos ha sido una vergüenza para toda la ciudad. »
     Ella se sentó, con un impulso, en la cama:
     «¿Mi conducta con los prusianos? Pero ¡si te digo que me violaron, y si te digo que no me cuidé porque quise envenenarlos! De haber querido curarme, no me hubiera resultado difícil, ¡pardiez! Pero quería matarlos, sí, ¡y claro que los maté, vaya! »
     El seguía de pie:
     «De todos modos, es vergonzoso», dijo.
     A ella le dio una especie de ahogo, y después prosiguió:
     «¿Qué es vergonzoso? ¿Dejarme morir para exterminarlos? ¡Dime! No hablabas así cuando venías a mi casa, en la calle Juana de Arco... ¡Ah, es vergonzoso! Tú no habrías hecho otro tanto, no, ¡con tu cruz de honor! La he merecido más que tú, ya ves, más que tú, ¡he matado a más prusianos que tú!... »
     El permanecía estupefacto ante ella, temblando de indignación.
     «¡Ah! ¡Calla!.., sabes... cállate... porque... esas cosas... no permito... que nadie las toque... »
     Pero ella no le escuchaba:
     «¡Mucho daño les habéis hecho a los prusianos! ¿Habría ocurrido esto si les hubierais impedido llegar a Ruán, dime? Sois vosotros los que habríais debido detenerlos, ¿te enteras? Y yo les he hecho mucho más daño que tú, yo, sí, mucho más daño, puesto que voy a morir, mientras tú te pavoneas, sí, y te las das de guapo para engatusar a las mujeres... »
     En cada cama se había alzado una cabeza y todos los ojos miraban a aquel hombre uniformado que tartamudeaba:
     «Cállate... sabes... cállate.»
     Pero no se callaba. Gritaba:
     «¡Ah!, sí, eres un presumido. Te conozco, vaya. Te conozco. Te digo que les he hecho más daño que tú, yo, y que he matado más que todo tu regimiento junto... ¡Vete de aquí... cobarde!»
     Y en efecto, se iba, huía estirando sus largas piernas, pasando entre las dos hileras de camas donde se agitaban las sifilíticas. Y oía la voz jadeante, silbante, de Irma, que le perseguía:
     «¡Más que tú, sí, he matado más que tú, más que tú...!»
     Bajó las escaleras de cuatro en cuatro, y corrió a encerrarse en su casa.
     Al día siguiente, se enteró de que había muerto.