LA CONFESIÓN DE TEODULIO SABOT


    Al entrar Sabot en la taberna del pueblo se alegraba el cotarro. Le reían las gracias antes que abriese la boca. Sus burlas eran de lo más chusco. Y ¡que odio a la clericalla! ¿Transigir con el clero? No, no y no. ¡Comerse crudos a los curipastros! ¡La carne de sacristía es tierna y jugosa!
    Teodulio Sabot, carpintero en Martinville, representaba en el pueblo las ideas radicales más avanzadas. Era un hombre alto, de pocas anchuras, con los ojos grises y malicioso, las labios delgados y el pelo muy lacio, caído sobre la frente. Al oírle decir con tono picaresco: “Nuestro santísimo padre... curda”, nadie podía contener la carcajada. Nunca dejaba de trabajar en domingo durante la hora de la misa. Mataba un cerdo todos los años el miércoles de ceniza para comer carne todos los viernes de Cuaresma y toda la Semana Santa, y cuando se cruzaba en la calle con el cura, decía siempre, acentuando la mofa: “Vedle: tan satisfecho porque acaba de tragarse a Dios”.
    El cura, hombre corpulento y gordo, temía esas chuscadas que, haciendo reír a los indiferentes, quitaban devoción. Era un diplomático habilidoso, y a un ataque franco, prefería una estratagema. Pasaban los años. Teodulio era concejal, con muchas probabilidades en su favor para que le nombraran alcalde.
    Se aproximaban las elecciones, y el partido católico de Martinville temía un desastre, cuando el cura participó a su ama que se iba dos o tres días a Ruán, para ver al señor arzobispo.
    Volvió con el semblante alegre y victorioso, y al día siguiente circulaba por todo el pueblo una importante noticia: monseñor había dado al cura, de su peculio, seiscientos francos para reconstruir el coro de la iglesia.
    La madera de pino sería reemplazada por encina; Era un trabajo de importancia para un carpintero y dio asunto a todas las conversaciones.
    Teodulio Sabot, preocupado y serio, ni asomó a la taberna.
    Cuando le vieron muy de mañana dirigirse a la ciudad, los vecinos le salían al encuentro preguntándole con sorna:
    —¿Te han encargado ya de las obras del coro?
    No se le ocurría ningún oportuno denuesto para contestar a la pregunta impertinente, y rabiaba desazonado, furioso.
    Los vecinos añadían:
    —Es una obra como no hay muchas; dejará. limpios, dos o trescientos francos.
    Corrieron voces de que haría el trabajo Celestino Chamberlán, él carpintero de Percheville. Se desmintió la noticia, y se dijo que la obra era ya de mayor importancia, porque se mudarían todos los bancos de la Iglesia. Cosa de un par de miles de francos. La emoción fue inmensa.
    Teodulio Sabot, inquieto, ni dormía. Jamás ningún carpintero de la comarca hizo una obra semejante. Hubo nuevos informes, asegurando que al cura le entristecía no tener en el pueblo quien pudiera encargarse de tan lucrativo trabajo; todo por aquellas malditas ideas que profesaba Sabot.
    Este lo supo, y al anochecer, se llegó al presbiterio. El ama le dijo que podía ver al cura en la iglesia. Y Sabot entró en la iglesia.
    Dos hijas de María, solterotas, arrugadas, bajo la dirección del sacerdote, adornaban el altar de la Virgen.
    Sabot se hallaba cohibido en aquel ambiente, como si hubiera entrado en una cueva de alimañas feroces; pero el ansia de lucro le aguijoneaba. Dándole vueltas a la gorra entre las manos, se acercó al cura, sin preocuparse de las hijas de Maria, las cuales al verle quedaron sin aliento, como petrificadas.
    El carpintero balbució:
    —Buenas noches tenga usted, señor cura.
    El sacerdote respondió, sin volver la cabeza, solamente atento al adorno del altar:
    —Buenas y santas noches.
    Desconcertado, Teodulio no sabía cómo pegar la hebra; al fin dijo:
    —¿Preparan el mes de María? El sacerdote respondió:
    —Sí; hay que prepararlo.
    Teodulio siguió murmurando:
    —Bueno, bueno...
    Ya no supo qué decir.
    Fracasaban sus proyectos, y tenía intenciones de retirarse, cuando la vista del coro le detuvo. Dieciséis poltronas; un trabajo bien retribuido. Costarían, a lo más, trescientos francos, y, con alguna maña, no era difícil ganar doscientos francos en la obra.
    Entonces, animándose, balbució:
    —Vengo a ver si me da ese trabajo.
    El sacerdote, fingiendo sorpresa, le dijo:
    —¿Qué trabajo?
    Sabot, completamente aturdido, repetía:
    —Ese trabajo.
    Entonces, el cura, encarándose con él, le miró frente a frente:
    —¿Habla usted acaso de la reforma del coro?
    Lo dijo de una manera, que Sabot estuvo a punto de largarse a toda prisa. Pero, conteniéndose, masculló:
    —Si, la reforma del coro, señor cura.
    El sacerdote, cruzando los brazos, erguido, como si le dejase atónito aquella petición, reflexionaba:
    —¡Y viene usted..., usted..., usted..., el carpintero Teodulio Sabbot! ... Viene usted a pedirme trabajo en la iglesia..., ¿Usted, el único impío de mi parroquia? ¡Si no fuera un escándalo..., un escándalo publico...! Es posible que monseñor me reprendiese.., tal vez, hasta que me trasladase.
    Y, respirando fuertemente, prosiguió con más calma:
    —Comprendo que le resulte a usted doloroso ver que un trabajo tan importante lo aprovecha un forastero. Yo quisiera.., si pudiese. No; no es posible... Hay una solución.., que un hombre de sus ideas no aceptará nunca.
    Sabot contemplaba. Los bancos puestos en fila desde el altar mayor hasta la puerta. ¡Cristo! ¡Si le mandaran hacer otros tantos con buena encina!
    Y preguntó:
    —¿Por qué no he de aceptarla.., si me conviene?
    Muy severo, el sacerdote dijo:
    —Seria necesario que diese usted una prueba patente de su buen deseo.
    Teodulio murmuró:
    —Diga cuál; acaso nos entenderemos.
    El sacerdote añadió:
    —Seria necesario que todos mis feligreses le vieran comulgar en la misa del próximo domingo.
    El carpintero, pálido como la cera, se lanzó a preguntar:
    —¿Y se hacen también los bancos?
    El sacerdote pronunció con mucha entereza:
    —Sí. Pero más adelante.
    Teodulio dijo:
    —No me niego... No me niego... No soy un réprobo..., no me disgusta la religión...; lo que me disgusta es... practicarla... Sin embargo...
    Las hijas de Maria, ocultas detrás del altar, escuchaban, temblorosas de santa emoción.
    El sacerdote, seguro de su victoria, tomaba un tono familiar y apacible:
    —Bien, bien; así me gusta. Es usted un hombre muy razonable. Confió en su buena voluntad.
    Sabot, sonriendo, turbado, hizo una pregunta:
    —¿No podría retrasarse algo... la comunión?
    El sacerdote recobró su tono severo:
    —No le confiaré la obra del coro sin estar seguro de su conversión.
    Y añadió con dulzura:
    —Mañana venga usted a confesar. Es preciso confesarle por lo menos dos veces.
    Teodulio se asombró.
    —¿Dos veces?
    El sacerdote sonreía:
    —Comprenderá usted que se impone una limpieza minuciosa; un buen fregado. Es preciso restregar mucho. Venga mañana.
    El carpintero, conmovido, preguntó:
    —¿Dónde hace usted eso?
    —En el confesionario.
    —¿En ese cajón? La verdad... No me gusta.
    —¿Por qué?
    —Porque..., no tengo costumbre... Además, me da vergüenza... Soy algo sordo...
    Entonces el cura se mostró complaciente:
    —Bueno; vaya usted a mi casa. ¡Nadie le verá; nadie podrá oírle. ¿Conformes?
    —Conformes. En su casa, ¡perfectamente! Pero, en el confesionario..., no.
    —Mañana, después de trabajar, por la tarde.
    —Sí. Hasta mañana, Estamos conformes en todo, y que le zurzan al que se arrepienta.
    Presentó su mano callosa y el sacerdote chocó ruidosamente  con la suya:
    —Lo dicho, dicho.
    Al día siguiente, Teodulio Sabot estaba inquieto, desasosegado. Sentía una excitación semejante a la que sentimos cuando nos hemos de hacer arrancar una muela. A cada punto se repetía:
    «Es preciso que me confiese hoy.» Este pensamiento le obsesionaba. Y sus débiles convicciones de ateo, de ateo ignorante, no le defendían, temblando ante la proximidad inaplazable del misterio religioso.
    En cuanto hubo acabado sus faenas, se encaminó hacia el presbiterio. El cura le aguardaba en el jardín leyendo tranquilamente su breviario. Al ver tan mustio al carpintero, le salió al paso, radiante de alegría, y le dijo riendo:
    —¡Bien! Aquí estamos ya. Entre, Sabot, entre, que no me lo comeré.
    Sabot entró en la casa, balbuciendo:
    —Si a usted le fuera igual, yo le agradecería que principiásemos lo antes posible.
    —En seguida. Voy a ponerme la sobrepelliz—dijo el cura—, La tengo aquí preparada.
    El carpintero, emocionado y confuso, le veía cubrirse con la rizada y blanca vestidura. El cura hizo un signo, indicándole que se acercara:
    —Póngase de rodillas en el almohadón.
    Sabot continuaba en pie. Al cabo, masculló:
    —¿No hay otro remedio?
    El cura dijo en actitud solemne:
    —Sólo de rodillas puede acercarse un cristiano al tribunal de la penitencia.
    El carpintero se arrodilló.
    —El sacerdote dijo:
    —Ahora, el Yo pecador.
    —¿Qué?
    —Si no lo sabe, repita una por una mis palabras.
    Y el sacerdote iba diciendo el Yo pecador, despacio y claramente, para que Teodulio pudiera repetirlo palabra por palabra.
    Una vez terminado, el sacerdote dijo:
    —Confiese.
    Pero el carpintero callaba, ignorante de cómo debería empezar.
    El sacerdote lo comprendió y quiso ayudarle.
    —Vamos a ver, Puesto que no parece usted muy enterado, seguiremos uno por uno los Mandamientos de la ley de Dios. Óigame y responda tranquilamente. Diga la verdad y no me oculte nada. Sepa que Dios lo ve todo y es inútil pretender engañarle.
    Primero: Amar a Dios sobre todas las cosas. ¿Ha preferido usted al amor de Dios el amor de sus criaturas? ¿Ha olvidado usted a Dios para entregarse a los afectos mundanales?
    Teodulio sudaba del esfuerzo que hizo para reflexionar su respuesta:
    —No; eso no, señor cura, Yo quiero a Dios tanto como el qua más. Decir que soy capaz de no querer a mis hijos por quererle, ya es otra cosa. Si me obligaran a elegir entre mis hijos y Dios..., habría que verlo. Si me dijeran que perdiese cien francos por amar a Dios..., habría que verlo. Aparte de lo que digo, le amo como el que más.
    El sacerdote repuso con gravedad:
    —Sobre todas las cosas. Procure usted amarle sobre todas las cosas.
    Y Sabot, de buena fe, dijo:
    —Haré lo posible, señor cura.
    El sacerdote prosiguió:
    —Segundo: No jurar, su Santo Nombre en vano, ¿Tiene usted costumbre de jurar?
    —¡Nunca! Eso, no. ¿Jurar? ¡Nunca! Si acaso, en un arranque de cólera, digo: «¡Rediós!» O «¡Me paso en Dios!» Pero lo que se dice jurar, nunca.
    El sacerdote advirtió:
    —No debe usted repetir esas blasfemias, que ofenden a Dios.
    Tercero: Santificar las fiestas. ¿Qué hace usted los domingos?
    El carpintero se rascó la oreja:
    —Los domingos..., trabajo en mi casa...
    El cura le interrumpió, viéndole turbado:
    —En adelante, santificará usted las fiestas de otro modo, ¿eh? Oyendo misa, como corresponde a una persona honrada y que teme la justicia del Señor. Bien, El tercero, el cuarto, el quinto y el sexto... los dejaremos para mañana. Veamos ahora el séptimo, el octavo y el noveno. Séptimo:No hurtar. Dígame si tiene algo de qué acusarse respecto a este punto. ¿Se apoderó usted en alguna circunstancia de los bienes de otro?
    El carpintero dijo, indignándose:
    —¡Nunca! ¡Eso, nunca! ¡Jamás! ¿Lo entiende usted, señor cura? ¡ Soy un hombre honrado! Eso, lo juro. Alguna vez que otra puse jornales de más en las cuentas, o me llevé a casa un tablón; pero ¡robar! Eso, nunca, nunca.
    El sacerdote pronunció sentenciosamente:
    Apropiarse un céntimo, nada más que un céntimo, de otra persona, constituye un robo: No lo haga usted. Octavo: No levantar falsos testimonios ni mentir. ¿Ha mentido usted?
    —No; eso no, señor cura; no soy embustero. Naturalmente, a veces me ocurre contar alguna invención para reírme de alguien. Y si me conviene que se crea una cosa, la digo y la pruebo con razones que puedan convencer...sólo cuando me conviene. ¿Pero mentiroso? Le aseguro que no soy mentiroso.
    El sacerdote se limitó a decir:
    —El engaño es una mentira; la burla es un engaño... Piénselo usted con algún detenimiento. Noveno: No desearás la mujer de tu prójimo. ¿Ha deseado usted o ha conseguido alguna mujer que no sea la suya?
    Teodulio exclamó con sinceridad:
    —¡No! De ninguna manera. ¡Engañar a mi pobre mujer! ¡Faltarle! Ni por asomo, ¿Ni pensarlo! Estoy seguro.
    Calló, reflexionando, como si una duda le sobrecogiera, y luego dijo, menos calurosamente:
    —Cuando voy a la ciudad, a veces, me llaman unas mujeres de una casa... y me hacen subir... Todo en broma..., para divertirme un poco... y hacer comparaciones... Pero pago, pago, señor cura, ¡pago siempre! Y en cuanto doy la moneda..., ni visto ni oído... Allí no ha pasado nada.
    El sacerdote, creyendo prudente no insistir, le absolvió.
    ***
    Teodulio Sabot, carpintero, hace la obra del coro y comulga todos los meses.