LA CONFESIÓN


    Cuando el capitán Héctor Marie de Fontenne se casó con la señorita Laurine de Estelle, padres y amigos juzgaron que serían una mala pareja.
    La señorita Laurine, bonita, menuda, frágil, rubia y atrevida, tenía a los doce años la seguridad de una mujer de treinta. Era una de esas pequeñas parisienses precoces que parecen nacidas con toda la ciencia de la vida, con todos los ardides de la mujer, con todas las audacias de la mente, con esa profunda astucia y esa flexibilidad de espíritu que hacen que ciertos seres parezcan fatalmente destinados, hagan lo que hagan, a burlar y engañar a los demás. Todas sus acciones parecen premeditadas, todos sus pasos calculados, todas sus palabras cuidadosamente pesadas, su existencia no es sino un papel que representan de cara a sus semejantes.
    Era también encantadora; muy risueña, tanto que no sabía contenerse ni calmarse cuando una cosa le parecía graciosa y divertida. Se reía en la cara de la gente de la manera más imprudente, pero con tanta gracia que nadie se enfadaba nunca.
    Era rica, muy rica. Un sacerdote sirvió de intermediario para la boda con el capitán De Fontenne. Educado en una casa de religiosos, de la forma más austera, este oficial había aportado al regimiento unas costumbres conventuales, principios muy rígidos y una intolerancia total. Era uno de esos hombres que se convierten infaliblemente en santos o en nihilistas, en quienes las ideas se instalan como dueñas absolutas, cuyas creencias son inflexibles y las resoluciones inquebrantables.
    Era un mozo alto y moreno, serio, severo, ingenuo, de espíritu simple, corto y obstinado; uno de esos hombres que pasan por la vida sin comprender jamás sus entresijos, matices y sutilezas, que no adivinan nada, no sospechan nada, y no admiten que otros piensen, juzguen, crean o actúen de otro modo que ellos.
    La señorita Laurine lo vio, lo caló de inmediato y lo aceptó por marido.
    Formaron una excelente pareja. Ella fue flexible, hábil y prudente, supo mostrarse tal como debía ser, siempre propensa a buenas obras y a fiestas, asidua a la iglesia y al teatro, mundana y rígida, con un airecillo de ironía, con un resplandor en los ojos cuando charlaba gravemente con su grave esposo. Le contaba sus actos caritativos con todos los curas de la parroquia y de los alrededores, y aprovechaba esas piadosas ocupaciones para estar fuera de casa de la mañana a la noche.
    Pero algunas veces, en pleno relato de alguna acción benéfica, la asaltaba de repente una risa loca, una risa nerviosa imposible de contener. El capitán se quedaba sorprendido, inquieto, algo chocado frente a su mujer que se ahogaba. Cuando se había calmado un poco, le preguntaba: «¿Qué es lo que le pasa, Laurine?» Ella respondía: «¡No es nada! El recuerdo de una cosa muy chusca que me ocurrió.» Y contaba cualquier historia.

    Ahora bien, durante el verano de 1883, el capitán Héctor de Fontenne participó en las grandes maniobras del 32 cuerpo de Ejército.
    Una noche que acampaban en las cercanías de una ciudad, después de diez días de tienda y de campo raso, diez días de fatiga y privaciones, los camaradas del capitán resolvieron ofrecerse una buena cena.
    El señor De Fontenne se negó al principio a acompañarlos; después, como su negativa los sorprendía, accedió.
    Su vecino de mesa, el comandante De Favré, mientras conversaba sobre las operaciones militares, única cosa que apasionaba al capitán, le servía de beber copa tras copa. Había hecho mucho calor durante el día, un calor pesado, agostador, excitante; y el capitán bebía sin pensar en ello, sin darse cuenta de que poco a poco una alegría nueva penetraba en su interior, cierta alegría viva, ardiente, una dicha de existir llena de deseos despertados, de apetitos desconocidos, de esperas indecisas.
    A los postres estaba achispado. Hablaba, reía, se agitaba presa de una embriaguez ruidosa, una embriaguez loca de hombre ordinariamente prudente y tranquilo.
    Alguien propuso ir a rematar la velada en el teatro; acompañó a sus camaradas. Uno de éstos reconoció a una actriz a la que había amado, y se organizó una cena a la que asistió parte del personal femenino de la compañía.
    El capitán despertó al día siguiente en una habitación desconocida y en los brazos de una mujercita rubia, que le dijo, al verle abrir los ojos: « ¡Buenos días, gatito!»
    Al principio no comprendió; después, poco a poco, los recuerdos regresaron, aunque un poco enturbiados.
    Entonces se levantó sin decir una palabra, se vistió y vació su bolsa sobre la chimenea.
    Lo asaltó la vergüenza cuando se vio de pie, de uniforme, el sable al costado, en aquel alojamiento amueblado, de cortinas ajadas, cuyo sofá, salpicado de manchas, tenía una pinta dudosa, y no se atrevía a irse, a bajar la escalera, en la que se encontraría con gente, a pasar por delante del portero, y sobre todo a salir a la calle, ante los ojos de transeúntes y vecinos.
    La mujer repetía sin cesar: «¿Qué es lo que te pasa? ¿Has perdido la lengua? ¡Pues ayer la tenías bien larga! ¡Vaya patán!»
    La saludó ceremonioso y, decidiéndose a huir, se dirigió a su domicilio a grandes zancadas, persuadido de que se adivinaba por sus modales, por su aspecto, por su rostro, que salía de casa de una moza.
    Y lo atenazó el remordimiento, un remordimiento agobiador de hombre rígido y escrupuloso.
    Se confesó, comulgó; pero seguía incómodo, perseguido por el recuerdo de su caída y por la sensación de una deuda, de una deuda sagrada contraída con su mujer.
    Sólo volvió a verla al cabo de un mes, pues había ido a pasar con sus padres la temporada de las grandes maniobras.
    Fue hacia él con los brazos abiertos, la sonrisa en los labios. La recibió con una embarazada actitud de culpable; y se abstuvo casi de hablarle hasta la noche.
    En cuanto se encontraron a solas, ella le preguntó:
    « ¿Qué tiene usted, amigo mío? Lo encuentro muy cambiado. »
    Respondió, con tono fastidiado:
    «Nada, querida, absolutamente nada.
    —Perdón, lo conozco bien, y estoy segura de que le pasa algo: una preocupación, un pesar, una molestia, ¡yo qué sé!
    —Pues bien, sí, tengo una preocupación.
    —¡Ah! ¿Cuál?
    —Me es imposible decírselo.
    —¿A mí? ¿Y por qué? Me inquieta usted.
    —No puedo darle razones. Me es imposible decírselo.»
    Ella se había sentado en un confidente, y él caminaba de arriba abajo, las manos a la espalda, evitando la mirada de su mujer. Esta prosiguió:
    «Veamos, tengo que confesarlo, es mi deber, y que exigirle la verdad, estoy en mi derecho. No puede usted tener secretos para mí, al igual que no puedo tenerlos yo con usted.»
    El articuló, dándole la espalda, enmarcado en la alta ventana: «Querida, hay cosas que más vale no decir. La que me inquieta se cuenta entre ellas.»
    Ella se levantó, cruzó la habitación, lo cogió del brazo y, forzándolo a volverse, le puso las dos manos en los hombros; después, sonriente, mimosa, los ojos alzados:
    «Vamos, Marie (lo llamaba Marie en las horas de ternura), no puede ocultarme nada. Creería que había hecho usted algo malo.»
    El murmuró: «He hecho algo muy malo.»
    Ella dijo con alegría:
    « ¡Oh! ¿Tan malo? ¡Me extraña mucho en usted! »
    El respondió vivamente: «No le diré nada más. Es inútil insistir.»
    Pero ella lo atrajo hasta el sillón, lo obligó a sentarse, se sentó en su pierna derecha, y besando con un besito ligero, con un beso rápido, alado, la punta rizada de su bigote:
    «Si no me dice nada, nos enfadaremos para siempre.»
     Murmuró, desgarrado por los remordimientos y torturado de angustia: «Si le dijera lo que he hecho, no me perdonaría jamás.
    — Al contrario, amigo mío, le perdonaré en seguida.
    —No, es imposible.
    —Se lo prometo.
    —Le digo que es imposible.
    —Le juro que le perdono.
    —No, querida Laurine, no podría.
    —¡Qué ingenuo es usted, amigo mío, por no decir bobo! Al negarse a decirme lo que ha hecho, me dejará creer en cosas abominables; y pensaré siempre en ello, y le guardaré rencor, tanto por su silencio como por su desconocida fechoría. Mientras que si usted habla con toda franqueza, mañana ya lo habré olvidado.
    —Es que...
    —¿Qué? »
    Se ruborizó hasta las orejas, y con voz seria:
    «Me confieso con usted como me confesaría con un sacerdote, Laurine. »
    Apareció en sus labios la rápida sonrisa que adoptaba a veces al escucharlo, y en tono levemente burlón:
    «Soy toda oídos.»
    El prosiguió:
    «Usted sabe, querida, lo sobrio que soy. Sólo bebo vino con agua, y licores nunca, ya lo sabe.
    —Sí, lo sé.
    —Pues bien, figúrese que, hacia el final de las grandes maniobras, me dejé llevar a beber un poco, una noche, cuando estaba muy alterado, muy fatigado, muy cansado y...
    —¿Se achispó un poco? ¡Huy, qué feo!
    —Sí, me achispé.»
    Ella había adoptado un aire severo:
    «Pero, ¿borracho del todo, confiéselo, borracho hasta no poder dar un paso?
    —¡Oh! No, no tanto. Había perdido la razón, pero no el equilibrio. Hablaba, reía, estaba loco.»
    Como enmudecía, ella preguntó:
    «¿Eso es todo?
    —No.
    —¡Ah! Y..., ¿después?
    —Después... cometí... cometí una infamia.»
    Ella lo miraba inquieta, un poco turbada, también conmovida.
    « ¿Qué infamia, amigo mío?
    —Cenamos con... con unas actrices.., y no sé cómo ocurrió, ¡pero la engañé, Laurine! »
    Había pronunciado esto con un tono grave, solemne. Ella tuvo una pequeña sacudida, y sus ojos se iluminaron con una brusca alegría, una alegría profunda, irresistible.
    Dijo: «Usted…, usted.., usted me ha... »
    Y una risita seca, nerviosa, entrecortada, se deslizó entre sus dientes por tres veces, dejándola sin palabras.
    Intentaba recuperar la seriedad; pero cada vez que iba a pronunciar una palabra, la risa temblaba en el fondo de su garganta, brotaba, al punto detenida, volvía a salir, salía como el gas de una botella de champán destapada, cuya espuma no se puede contener. Se ponía la mano en los labios para calmarse, para hundir en su boca esta desdichada crisis de gozo; pero la risa se le escapaba entre los dedos, le agitaba el pecho, brotaba a su pesar. Tartamudeaba:
    «Usted…, usted... me ha engañado... ¡Ja! ... ¡Ja, ja, ja! ... ¡Ja, ja, ja! ... ¡Ja, ja, ja! »
    Y lo miraba con un aire singular, tan chancero, a su pesar, que él permanecía cortado, estupefacto.
    Y de repente, no aguantando más, ella estalló... Entonces se echó a reír, con una risa que parecía un ataque de nervios. Grititos entrecortados salían de sus labios, llegados, al parecer, del fondo del pecho; y con las dos manos apoyadas en la boca del estómago, le daban largos accesos de tos que la ahogaban, como los accesos de la tos ferina.
    Y cada esfuerzo que hacía para calmarse provocaba un nuevo ataque, cada palabra que quería decir la hacía desternillarse más.
    «Mí... mi... mi... pobre amigo... ¡Ja, ja, ja! ... ¡Ja, ja, ja! »
    El se levantó, dejándola sola en el sillón, y poniéndose de pronto muy pálido, dijo:
    «Laurine, está usted más que inconveniente.»
    Ella balbució, en un delirio de gozo:
    «¡Qué... qué quiere... no... no... no puedo... qué... qué gracioso es usted! ... ¡Ja, ja! ¡Ja, ja! .. . »
    El se ponía lívido y la miraba ahora con los ojos fijos, en los que despertaba una idea extraña. De repente abrió la boca como para gritar algo, pero no dijo nada, giró sobre sus talones y salió batiendo la puerta.
    Laurine, doblada en dos, agotada, desfalleciente, seguía riéndose con una risa agonizante, que se reanimaba a veces, como la llama de un incendio casi apagado.