LA CONFESIÓN


    Marguerite de Thérelles iba a morir. Aunque no contaba sino cincuenta y seis años, aparentaba al menos setenta y cinco. Jadeaba, más blanca que sus sábanas sacudida por espantosos temblores, el rostro convulso, los ojos despavoridos, como si viera una horrible aparición.
    Su hermana Suzanne, seis años mayor que ella, sollozaba de rodillas junto a la cama. En una mesita contigua al lecho de la agonizante había, sobre una servilleta, dos velas encendidas, pues esperaban al sacerdote que debía administrar la extremaunción y la última comunión.
    El piso tenía ese aspecto siniestro que tienen las habitaciones de los moribundos, ese aire de desesperado adiós. Frasquitos desparramados sobre los muebles, ropas desparramadas en los rincones, empujadas de un puntapié o de un escobazo. Los mismos asientos en desorden parecían asustados, como si hubieran corrido en todas las direcciones. La temible muerte estaba allí escondida, a la espera.
    La historia de las dos hermanas era enternecedora. Se la citaba muy lejos; había hecho llorar muchos ojos.
    Suzanne, la mayor, había sido locamente amada, antaño, por un joven a quien ella también amaba. Estuvieron prometidos, y sólo se esperaba el día fijado en las capitulaciones, cuando Henry de Sampierre murió de repente.
    La desesperación de la joven fue horrorosa, y juró que nunca se casaría. Mantuvo su palabra. Se vistió con ropas de viuda y ya no se las quitó nunca.
    Entonces su hermana, su hermana pequeña, Marguerite, que no tenía aún más de doce años, acudió una mañana a arrojarse en brazos de la mayor, y le dijo:
    —Hermanita, no quiero que seas desgraciada. No quiero que llores toda tu vida. No te abandonaré jamás, ¡jamás, jamás! Tampoco yo me casaré. Me quedaré a tu lado siempre, siempre, siempre.
    Suzanne la abrazó enternecida por aquella abnegación infantil, y no creyó en ella.
    Pero también la pequeña mantuvo su palabra y, a pesar de los ruegos de sus padres, a pesar de las súplicas de la mayor, no se casó nunca. Era bonita, muy bonita; rechazó a muchos jóvenes que parecían amarla; nunca se separó de su hermana.

    Vivieron juntas todos los días de su existencia, sin separarse ni una sola vez. Caminaron una al lado de otra, inseparablemente unidas. Pero Marguerite pareció siempre triste, abrumada, más taciturna que la mayor, como si su sublime sacrificio la hubiese destrozado. Envejeció más pronto, tuvo canas desde la edad de treinta años y, con frecuencia indispuesta, parecía afectada por un desconocido mal que la consumía.
    Ahora iba a morir la primera.
    Ya no hablaba desde hacía veinticuatro horas. Había dicho solamente, con las primeras luces de la aurora:
    —Id a buscar al señor cura, llegó el momento.
    Y a continuación se había quedado de espaldas, sacudida por espasmos, con los labios agitados como si terribles palabras ascendieran desde su corazón, sin poder salir, con mirada enloquecida de espanto, tremenda a la vista.
    Su hermana, desgarrada por el dolor, lloraba desconsoladamente, con la frente apoyada en la cama, y repetía:
    —Margot, mi pobre Margot, ¡pequeña mía!
    Siempre la había llamado «pequeña mía», lo mismo que la menor la había llamado siempre «hermanita».
    Se oyeron pasos en la escalera. Se abrió la puerta. Apareció un monaguillo, seguido por un anciano sacerdote con sobrepelliz. En cuanto lo vio, la moribunda se sentó con una sacudida, abrió los labios, balbució dos o tres palabras y empezó a rascar la sábana con las uñas como si hubiera querido hacer un agujero.
    El padre Simon se acercó, le cogió la mano, la besó en la frente y, con voz dulce:
    —Dios la perdone, hija mía; tenga valor, ha llegado la hora, hable.
    Entonces Marguerite, tiritando de pies a cabeza, agitando toda la cama con sus movimientos nerviosos, balbució:
    —Siéntate, hermanita, escucha.
    El sacerdote se inclinó hacia Suzanne, que seguía desplomada junto al lecho, la levantó, la sentó en un sillón y, cogiendo en cada mano una mano de ambas hermanas, pronunció:
    —¡Señor, Dios mío! Dadles fuerzas, manifestadles vuestra misericordia.
    Y Marguerite empezó a hablar. Las palabras salían de su garganta una a una, roncas, medidas, como extenuadas.
    —Perdón, perdón, ¡hermanita, perdóname! ¡Oh! Si supieras cuánto miedo he tenido de este momento, ¡durante toda la vida!...
    Suzanne balbució, entre lágrimas:
    —¿Qué tengo que perdonarte, pequeña? Me lo diste todo, me lo sacrificaste todo; eres un ángel...
    Pero Marguerite la interrumpió:
    —¡Calla, calla! Déjame hablar.., no me detengas... Es espantoso... déjame contarlo todo.., hasta el final, sin moverte... Escucha... ¿Te acuerdas.., te acuerdas... de Henry..?
    Suzanne se estremeció y miró a su hermana. La menor prosiguió:
    —Es preciso que lo oigas todo para comprenderlo. Yo tenía doce años, sólo doce años, lo recuerdas perfectamente, ¿verdad? Y estaba muy mimada, ¡hacía todo lo que quería!... ¿Te acuerdas de cómo me mimaban?... Escucha... La primera vez que vino, llevaba unas botas de charol; bajó del caballo delante de la escalinata, y se disculpó por su atuendo, pero venía a traerle una noticia a papá. Te acuerdas, ¿verdad?... No digas nada.., escucha. Cuando lo vi, quedé muy impresionada, tan guapo lo encontré, y permanecí en pie en un rincón del salón todo el tiempo que él estuvo hablando. Los niños son singulares... y terribles... ¡Oh!, sí... ¡me hizo soñar!
    »Regresó... varias veces... yo lo miraba con los ojos muy abiertos, con toda mi alma... yo estaba crecida para mi edad... y era mucho más astuta de lo que pensaba. Regresó a menudo... Yo no pensaba más que en él. Pronunciaba en voz muy baja:
    »—Henry... ¡Henry de Sampierre!
    »Después se dijo que iba a casarse contigo. Me dio una pena... ¡oh!, hermanita... una pena... ¡una pena! Lloré durante tres noches, sin dormir. Él volvía todos los días, por la tarde, después del almuerzo... ¿te acuerdas, verdad? No digas nada.., escucha. Le hacías pasteles que le gustaban mucho... con harina, mantequilla y leche... ¡Oh, sé perfectamente cómo!... Podría hacerlos aún si fuera preciso. Él los tragaba de un solo bocado, y después tomaba un vaso de vino.., y después decía: “Deliciosos”. ¿Te acuerdas de cómo lo decía?
    »Yo estaba celosa, ¡celosa!... Se acercaba el momento de tu boda. Sólo quedaban quince días. Me volvía loca. Me decía:
    “No se casará con Suzanne, no ¡no quiero!... Se casará conmigo, cuando sea mayor. Jamás encontraré a nadie a quien ame tanto..? Pero una noche, diez días antes de la fecha fijada, te paseaste con él por delante de la casa, al claro de luna... y allá... bajo el abeto, bajo el gran abeto... te estrechó... estrechó... entre sus brazos... tanto tiempo... ¿Te acuerdas, verdad? Probablemente era la primera vez.., sí... ¡Estabas tan pálida al entrar en el salón!
    »Yo os vi; estaba allí, detrás de un macizo. ¡Me dio una rabia! ¡De haber podido, os hubiera matado!
    »Me dije: “No se casará con Suzanne, ¡jamás! No se casará con nadie. Yo sería demasiado desgraciada. Y de repente empecé a odiarlo espantosamente.
    »Y entonces, ¿sabes lo que hice?... escucha. Había visto al jardinero preparar unas albóndigas para matar a los perros vagabundos. Aplastaba una botella con una piedra y metía el vidrio triturado en una albóndiga de carne.
    »Le quité a mamá un frasquito de medicinas, lo machaqué con un martillo, y me guardé los cristales en el bolsillo. Era un polvo brillante... Al día siguiente, cuanto tú acababas de hacer los pastelillos, los rajé con un cuchillo y metí dentro el polvo... Se comió tres... y yo también me comí uno... Tiré al estanque los otros seis... los dos cisnes murieron tres días después... ¿No te acuerdas?... ¡Oh!, no digas nada... escucha, escucha... Sólo yo no morí... pero siempre he estado enferma... escucha... Él murió.., lo sabes muy bien... escucha... pero eso no es nada... Lo más terrible vino luego, más tarde... siempre... escucha...
    »Mi vida, toda mi vida... ¡qué tortura! Me dije: “No me separaré nunca de mi hermana. Y le diré todo, en la hora de la muerte... Eso es”. Y a partir de entonces, pensé siempre en este momento, en el momento en que te lo diría todo... Ya ha llegado... Es terrible... ¡Oh!... ¡hermanita!
    »Siempre he pensado, día y noche, mañana y tarde: “Tendré que decírselo, una vez..” Esperaba... ¡Qué suplicio!... Ya está hecho... No digas nada... Ahora tengo miedo... tengo miedo... ¡oh! ¡tengo miedo! Si volviera a verlo, ahora mismo, cuando haya muerto... Volver a verlo... ¿Te imaginas?... ¡La primera!... No me atrevería... Es preciso... Voy a morir.., Quiero que me perdones. Lo quiero... No puedo irme sin eso delante de él. ¡Oh! Dígale que me perdone, señor cura, dígaselo... se lo ruego. No puedo morir sin eso...
    Se calló, y se quedó jadeando, rascando siempre la sábana con sus uñas crispadas.
    Suzanne había escondido la cara entre las manos y no se movía. ¡Pensaba en aquel al que hubiera podido amar tanto tiempo! ¡Qué gran vida hubieran tenido! Volvía a verlo, en el ayer desvanecido, en el viejo pasado extinguido para siempre. ¡Muertos queridos! ¡Cómo nos desgarran el corazón! ¡Oh!, y aquel beso, ¡su único beso! Lo había guardado en su alma. Y después nada más, ¡nada más en toda su existencia!...
    El sacerdote se irguió de pronto y, con voz fuerte, vibrante, gritó:
    —Señorita Suzanne, ¡su hermana va a morir!
    Entonces Suzanne, apartando las manos, mostró un rostro bañado en lágrimas y, precipitándose sobre su hermana, la besó con todas sus fuerzas, mientras balbucía:
    —Te perdono, pequeña, te perdono...