LA DORMILONA


    El Sena se extendía delante de mi casa, sin una onda, barnizado por el sol de la mañana. Era una hermosa, ancha, lenta, larga corriente de plata, teñida de púrpura en algunos lugares; y al otro lado del río, grandes árboles alineados desplegaban sobre toda la ribera una inmensa muralla de verdor.
    La sensación de la vida que empieza de nuevo cada día de la vida fresca, alegre, amorosa, temblaba en las hojas, palpitaba en el aire, reverberaba en el agua.
    Me entregaron los periódicos que el cartero acababa de traer y me dirigí a la orilla, con pasos tranquilos, para leerlos.
    En el primero que abrí vi estas palabras: «Estadística de suicidios» y me enteré de que, este año, más de ocho mil quinientos seres humanos se han suicidado.
    Instantáneamente, ¡los vi! Vi esa carnicería, repugnante y voluntaria, de los desesperados hartos de vivir. Vi gente que sangraba, con la mandíbula destrozada, el cráneo partido, el pecho agujereado por una bala, agonizando lentamente, solos en un cuartito de hotel, y sin pensar en su herida, pensando siempre en su desgracia.
    Vi otros, con la garganta abierta o el vientre rajado, teniendo aun en sus manos el cuchillo de cocina o la navaja de afeitar.
    Vi otros, sentados ora delante de un vaso donde empapaban fósforos, ora ante un frasquito que llevaba una etiqueta roja.
    Miraban aquello de hito en hito, sin moverse; después bebían, después esperaban; luego una mueca pasaba por sus mejillas, crispaba sus labios; el espanto extraviaba sus ojos, pues no sabían que se sufría tanto antes del final.
    Se levantaban, se detenían, caían y, las dos manos sobre el vientre, sentían sus órganos quemados, sus entrañas roídas por el fuego del liquido, antes de que su pensamiento estuviera levemente oscurecido.
    Vi otros colgados de un clavo de la pared, de la falleba de la ventana, del gancho del cielorraso, de la viga del desván, de la rama de un árbol, bajo la lluvia de la noche. Y adivinaba todo lo que habían hecho antes de quedarse allí, con la lengua fuera, inmóviles. Adivinaba la angustia de su corazón, sus postreras vacilaciones, sus movimientos para atar la cuerda, comprobar que aguantaba, pasársela por el cuello y dejarse caer.
    Vi otros acostados en míseras camas, madres con sus hijitos, ancianos muertos de hambre, jóvenes destrozadas por penas de amor, todos rígidos, ahogados, asfixiados, mientras en el centro del cuarto humeaba aún el hornillo de carbón.
    Y vislumbré a los que se paseaban de noche por los puentes desiertos. Eran los más si niestros. El agua fluía bajo los arcos con un blando ruido. No la veían... ¡la adivinaban aspirando su frío olor! Tenían ganas y tenían miedo. ¡No se atrevían! Y sin embargo, era preciso.
    Daban las horas a lo lejos en algún campanario, y de pronto, por el dilatado silencio de las tinieblas cruzaban,  pronto ahogados, el ruido de un cuerpo cayendo al río, unos gritos, el chapoteo de un agua agitada con las manos. A veces era sólo el paf de la caída, cuando se habían atado los brazos o sujetado una piedra a los pies. ¡Oh! ¡Pobre gente, pobre gente, pobre gente, cómo he sentido sus angustias, cómo he muerto con su muerte! Pasé por todas sus miserias; sufrí, en una hora, todas sus torturas. Supe todos los pesares que los llevaron a eso; pues siento la engañosa infamia de la vida, como nadie, más que yo, la haya sentido.
    Cómo he comprendido a aquellos que, débiles, acosados por la mala suerte, habiendo perdido a los seres queridos, despertados del sueño de una recompensa tardía, de la ilusión de otra existencia donde Dios por fin sería justo, tras haber sido feroz, y desengañados de los espejismos de la felicidad, se han hartado y quieren acabar con este drama sin tregua o con esta vergonzosa comedia.
    ¡El suicidio! Pero ¡si es la fuerza de quienes ya no tienen nada, es la esperanza de quienes ya no creen, es el sublime valor de los vencidos! Sí, hay una puerta por lo menos en esta vida, siempre podemos abrirla y pasar al otro lado. La naturaleza ha tenido un movimiento de piedad; no nos ha aprisionado. ¡Gracias en nombre de los desesperados!
    En cuanto a los simples desengañados, que sigan su camino con alma libre y corazón tranquilo. No tienen nada que temer, puesto que pueden irse; puesto que a sus espaldas está siempre esa puerta que los dioses soñados no pueden ni siquiera cerrar.
    Meditaba yo sobre esa muchedumbre de muertos voluntarios: más de ocho mil quinientos en un año. Y me parecía que se habían reunido para lanzar al mundo una plegaria, para gritar un voto, para pedir algo, realizable más adelante, cuando se comprenda mejor. Me parecía que todos esos ajusticiados, esos degollados, esos envenenados, esos ahorcados, esos asfixiados, esos ahogados, avanzaban, horda espantosa, como ciudadanos que votan, para decirle a la sociedad: «¡Concedednos al menos una muerte dulce! ¡Ayudadnos a morir, vosotros que no nos ayudasteis a vivir! Ya veis, somos numerosos, tenemos derecho a hablar en estos días de libertad, de independencia filosófica y de sufragio popular. Dadles a quienes renuncian a vivir la limosna de una muerte que no sea repugnante ni espantosa. »  
    Empecé a soñar despierto, dejando vagabundear mi pensamiento sobre el tema en ensoñaciones extravagantes y misteriosas.
    Me creí, en cierto momento, en una hermosa ciudad. Era París; pero ¿en qué época? Caminaba por las calles, mirando las casas, los teatros, los establecimientos públicos, y he aquí que, en una plaza, vi un gran edificio, muy elegante, coquetón y bonito.
    Me quedé sorprendido, pues en la fachada se leía, en letras de oro: «Institución de la muerte voluntaria.»
    ¡Oh! ¡Singularidad de los sueños despiertos, en los que el espíritu echa a volar por un mundo irreal y posible! Nada en ellos asombra; nada choca; y la fantasía desenfrenada ya no distingue entre lo cómico y lo lúgubre.
    Me acerqué al edificio, donde unos lacayos de calzón corto estaban sentados en un vestíbulo, delante de un guardarropa, como a la entrada de un club.
    Entré sólo por ver. Uno de ellos, levantándose, me dijo:
    «¿Qué desea el señor?
    —Deseo saber qué es este lugar.
    —¿Nada más?
    —Claro que no.
    —Entonces, ¿desea el señor que lo lleve a ver al secretario de la institución?
    Yo dudaba. Interrogué aún:
    «¿No le molestará?
    —Oh, no, señor, está aquí para recibir a las personas que deseen informarse.
    —Entonces, le sigo.»
    Me hizo atravesar unos corredores donde charlaban unos ancianos; después me introdujo en un hermoso despacho, un poco oscuro, amueblado todo con madera negra. Un joven, grueso, panzudo, escribía una carta fumando un cigarro cuyo aroma me reveló su calidad superior.
    Se levantó, nos saludamos, y cuando el lacayo se marchó, preguntó:
    «¿En qué puedo servirle?
    —Caballero, le respondí, disculpe mi indiscreción. Nunca había visto este establecimiento. Las pocas palabras inscritas en la fachada me han sorprendido mucho; y desearía saber qué se hace en él.»
    Sonrió antes de responder, y después, a media voz, con aire de satisfacción:
    «¡Dios mío! señor, se mata con limpieza y suavidad, me atrevería a decir que agradablemente, a la gente que desea morir. »
    No me sentí muy emocionado, pues aquello me pareció a fin de cuentas justo y natural. Me asombraba sobre todo que alguien hubiera podido, en este planeta de ideas bajas, utilitarias, humanitarias, egoístas y coercitivas de toda libertad real, atreverse a semejante empresa, digna de una humanidad emancipada.
    Proseguí:
    «¿Cómo han llegado ustedes a esto?»
    Respondió:
    «Señor, la cifra de suicidios aumentó tanto durante los cinco años que siguieron a la Exposición Universal de 1889, que resultaba urgente adoptar medidas. La gente se mataba en las calles, en las fiestas, en los restaurantes, en el teatro, en los trenes, en las recepciones del Presidente de la República, por doquier. No sólo era un feo espectáculo para los que prefieren vivir, como yo, sino también un mal ejemplo para los niños. Y entonces fue preciso centralizar los suicidios.
    —¿A que se debía esa recrudescencia?
    —No lo sé. En el fondo, creo que el mundo envejece. Se empieza a ver eso con claridad, pero nadie se resigna a gusto. Ocurre hoy con el destino como con el gobierno, se sabe lo que es; se comprueba que todo es una estafa, y uno se marcha. Cuando se ha reconocido que la providencia miente, engaña, roba, defrauda a los humanos como un simple diputado a sus electores, la gente se enfada, y como no se puede elegir otra cada tres meses, al igual que hacemos con nuestros representantes concesionarios, se abandona el lugar, que es decididamente malo.
    —¡Verdaderamente!
    —¡Oh! Lo que es yo, no me quejo.
    —¿Quiere usted decirme cómo funciona la institución?
    —Con mucho gusto. Por lo demás, puede usted participar en ella cuando le plazca. Es un club.
    —¡¡Un club!!...
    —Sí, señor, fundado por los hombres más eminentes del país, por los mejores espíritus y las más claras inteligencias.»
    Y agregó, riéndose de todo corazón:
    «Y le juro que es muy agradable?
    —¿Esto?
    —Sí, esto.
    —Me asombra usted.
    —¡Dios mío! Es agradable porque los miembros del club no tienen miedo a la muerte, que es la que echa a perder todas las alegrías de este mundo.
    —Pero, entonces, ¿por qué son miembros del club, si no se matan?
    —Se puede ser miembro del club sin contraer por ello la obligación de matarse.
    —¿Y, entonces?
    —Me explico. Ante el número desmesuradamente creciente de los suicidios, ante los repelentes espectáculos que nos brindaban, se constituyó una sociedad de pura beneficencia, protectora de los desesperados, que puso a su disposición una muerte tranquila e insensible, ya que no imprevista.
    —¿Quién ha podido autorizar semejante institución?
    —El general Boulanger, durante su breve paso por el poder. No sabía negar nada. Y es lo único bueno que hizo, por lo demás. Así pues, se constituyó una sociedad de hombres clarividentes, desengañados, escépticos, que quisieron erigir en pleno París una especie de templo del desprecio a la muerte. Al principio, esta casa fue un lugar temido, al que nadie se acercaba. Entonces los fundadores, que se reunían en ella, dieron una gran fiesta de inauguración con Sarah Bernhardt, Judic, Théo, Granier y veinte damas más; y con los señores de Reszké, Coqueun, Mounet-Sully, Paulus, etc.; y después conciertos, comedias de Dumas, de Meilhac, de D’Halévy, de Sardou. No tuvimos más que un fracaso, una pieza de Becque, que pareció triste, pero que a continuación obtuvo un resonante éxito en la Comedia Francesa. En fin, vino todo París. El asunto estaba lanzado.
    —¡En medio de fiestas! ¡Qué broma más macabra!
    —En absoluto. No es preciso que la muerte sea triste, es preciso que sea indiferente. Hemos alegrado la muerte, la hemos cubierto de flores, la hemos perfumado, la hemos hecho fácil. Se aprende a socorrer por el ejemplo; se puede ver, porque no es nada.
    —Comprendo muy bien que hayan venido a las fiestas; pero, ¿han venido por... Ella?
    —No de inmediato, desconfiaban.
    —¿Y más adelante?
    —Vinieron.
    —¿Muchos?
    —En masa. Tenemos más de cuarenta al día. Casi no se encuentran ya ahogados en el Sena.
    —¿Quién empezó?
    —Un miembro del club.
    —¿Un abnegado?
    —No lo creo. Un aburrido, arruinado en el juego, que había sufrido enormes pérdidas en el bacarrá durante tres meses.
    —¿De veras?
    —El segundo fue un inglés, un excéntrico. Entonces, pusimos anuncios en los periódicos, contamos nuestros procedimientos, inventamos muertes capaces de atraer. Pero el gran impulso nos lo dio la gente pobre.
    —¿Cómo proceden ustedes?
    —¿Quiere visitarlo? Se lo explicaré al mismo tiempo.
    —Claro que sí.»
    Cogió el sombrero, abrió la puerta, me hizo salir para entrar después en una sala de juego donde unos hombres jugaban como se juega en todos los garitos. Cruzó a continuación diversos salones. En ellos la gente charlaba con viveza, con alegría. Raras veces había visto un club tan vivo, tan animado, tan riente.
    Como yo me extrañaba, el secretario prosiguió:
    La institución está muy de moda. Toda la gente elegante del universo entero forma parte de ella, para aparentar que desprecia la muerte. Después, una vez que están aquí, se creen obligados a mostrarse alegres para no parecer asustados. Entonces bromean, ríen, se burlan, alardean de ingenio y aprenden a tenerlo. Ciertamente es hoy en día el lugar más frecuentado y más divertido de París. Las mismas mujeres se ocupan, en este momento, de crear un anexo para ellas.
    —Y, a pesar de eso, ¿tienen ustedes muchos suicidios en la casa?
    —Como le he dicho, unos cuarenta o cincuenta diarios. Son escasas las personas ricas; pero abundan los pobres diablos. También la clase media da muchos.
    —Y... ¿cómo se hace?
    —Asfixiamos.., muy suavemente.
    —¿Por qué procedimiento?
    —Un gas de nuestra invención. Lo hemos patentado. Al otro lado del edificio, están las puertas del público. Tres puertecitas que dan a tres callejas. Cuando un hombre o una mujer se presenta, empezamos a interrogarlo; después se le ofrece un socorro, una ayuda, protecciones. Si el cliente acepta, se hace una investigación y con frecuencia lo salvamos.
    —¿De dónde sacan el dinero?
    —Tenemos mucho. Las cotizaciones de los miembros son muy elevadas. Y además resulta de buen tono hacer donativos a la institución. Los nombres de todos los donantes se publican en Le Figaro. Ahora bien, todo suicidio de un hombre rico cuesta mil francos. —Y mueren con afectación. Los de los pobres son gratuitos.
    —¿Cómo reconocen ustedes a los pobres?
    —¡Oh! ¡Oh! ¡Se los adivina, señor! Y además tienen que traer un certificado de indigencia del comisario de policía de su barrio. ¡Si supiera usted qué siniestra es su entrada! Visité sólo una vez esa parte del establecimiento, y no volveré jamás. Como local, está tan bien como éste, igual de rico y de cómodo; pero ellos... ¡Ellos! ¡Si los viera usted llegar, a los viejos andrajosos que acuden a morir; gente que revienta de miseria desde hace meses, alimentada en un rincón de la calle, como los perros; mujeres harapientas, demacradas, que están enfermas, paralíticas, incapaces de ganarse la vida y que nos dicen, tras haber contado su caso: «Ya ven ustedes que esto no puede continuar, ya que no puedo hacer nada, ni ganar nada.»
    »He visto llegar a una de ochenta y siete años, que había perdido a todos sus hijos, y a sus nietos, y que, desde hacía seis semanas, dormía al raso. Me puse enfermo de emoción. Además, tenemos muchos casos diferentes, sin contar la gente que no dice nada y que se limita a preguntar: ¿Dónde es? A esos se les hace entrar, y se acaba en seguida. »
    Yo repetía, con el corazón encogido:
    «Y... ¿dónde es?..
    —Aquí. »
    Abrió una puerta, agregando:
    «Entre, es la parte especialmente reservada a los miembros del club, y la que funciona menos. Aún no hemos tenido más que once aniquilaciones.
    —¡Ah! Le llaman ustedes una.., aniquilación.
    —Sí, señor. Entre».
    Vacilaba. Por fin entré. Era una deliciosa galería, una especie de invernadero, que unas vidrieras de un azul pálido, de un rosa tierno, de un verde suave, rodeaban poéticamente de paisajes de tapicería. Había en aquel bonito salón unos divanes, espléndidas palmeras, flores, rosas sobre todo, embalsamadoras, libros en las mesas, la Revue des Deux Mondes, cigarros en cajas de la Tabacalera, y, lo que más me sorprendió, pastillas de Vichy en una bombonera.
    Como yo me asombraba, mi guía dijo:
    «¡Oh! Con frecuencia vienen a charlar aquí.» Y prosiguió:
    «Las salas del público son parecidas, aunque amuebladas con más sencillez.»
    Pregunté:
    «¿Y cómo operan ustedes?
    Señaló con el dedo una tumbona, cubierta de crespón de China color crema, con encajes blancos, bajo un gran arbusto desconocido, al pie del cual corría un arriate de reseda.
    El secretario agregó en voz más baja:
    «Se cambia a capricho la flor y el perfume, pues nuestro gas, totalmente imperceptible, da a la muerte el olor de la flor que más agrada. Se le volatiliza con esencias. ¿Quiere usted que se lo haga aspirar sólo un segundo?
    —Gracias, le dije vivamente, todavía no... »Se echó a reír.
    «¡Oh! No hay el menor peligro, caballero. Yo mismo lo he comprobado varias veces.»
    Tuve miedo de parecerle cobarde. Proseguí:
    «Está bien.
    —Tiéndase en la Dormilona.»
    Algo inquieto, me senté en la tumbona de crespón de China, después me estiré, y casi al instante me vi envuelto por un delicioso olor a reseda. Abrí la boca para sorberlo mejor, pues mi alma se había amodorrado, olvidaba, saboreaba, con el primer trastorno de la asfixia, la embrujadora embriaguez de un opio encantador y fulminante.
    Me sacudieron del brazo.
    «¡Oh, oh, señor!, decía riendo el secretario, me parece que se deja usted convencer.»
    Pero una voz, una voz de verdad, y no la de los ensueños, me saludaba con acento campesino:
    «Buenos días, señor. ¿Qué tal?»
    Mi sueño echó a volar. Vi el Sena claro bajo el sol y, llegando por un sendero, el guarda rural del pueblo, que se llevaba la mano derecha al quepis negro galoneado de plata.
    Respondí:
    «Hola, Marinel. ¿A dónde va usted?
    —Voy a reconocer a un ahogado que han pescado cerca de los Morillons. Uno más que se ha dado un chapuzón. Y hasta se había quitado los pantalones para atarse las piernas con ellos.»