LA ESPERA


       Se hablaba, entre hombres, después de cenar, en la salita para fumadores. Contaban herencias inesperadas, extraños legados. El señor Le Brurnent, a quien unas veces llamaban el ilustre maestro y otras el ilustre abogado, fue a apoyarse en la chímenea.
       —Precisamente estoy buscando—dijo— a un heredero desaparecido en circunstancias particularmente terribles. Es uno de esos dramas simples y feroces de la vida común; algo que puede ocurrir todos los días y que, sin embargo, es una de las cosas más espantosas que conozco. Se trata de lo siguiente: hace unos seis meses, fui llamado junto a una moribunda, la cual me dijo: “Caballero, querría encargarle de la misión más delicada, más difícil y larga que pueda haber. Lea, por favor, mi testamento, que está ahí, encima de la mesa. Le dejo una suma de cinco mil francos, como honorarios, si usted fracasa, y de cien mil francos si cumple su misión. Se trata de encontrar a mi hijo después de mi muerte.” Me rogó que la ayudara a sentarse en su cama, para poder hablar mejor, pues su voz entrecortada y jadeante le silbaba en la garganta. Me encontraba en una casa muy rica. La alcoba lujosa, de un lujo sencillo, estaba acolchada con colgaduras tan gruesas como paredes, tan agradables a la vista que producían una sensación de caricia y tan sordas que las palabras parecían entrar en ellas para desaparecer y morir. La agonizante continuó: “Usted es la primera persona a la que le voy a contar mi horrible historia. Trataré de tener fuerzas suficientes para llegar hasta el final. Es preciso que no ignore usted nada para que pueda surgir en usted, que yo sé es un hombre de corazón al mismo tiempo que un hombre de mundo, el deseo sincero de ayudarme con toda su capacidad. Óigame: antes de mi matrimonio había amado a un joven, a quien mi familia le negó mi mano porque no era suficientemente rico. Poco después me casé con un hombre muy rico. Me casé por ignorancia, por temor, por obediencia, por apatía, como suelen casarse las muchachas. Tuve un hijo. Mi marido murió unos años después. El hombre al que yo había amado se había casado también. Al verme viuda, sufrió un horrible dolor por no ser libre ya. Vino a verme, lloró y sollozó en mi presencia de tal forma que me destrozaba el corazón. Llegó a ser un buen amigo mío. Quizá no habría debido recibirle, pero, ¿qué quiere?, me encontraba tan sola, ¡tan triste y sola, tan desesperada! Y todavía le amaba. ¡Cómo se sufre a veces! No tenía más que a él en el mundo, pues mis padres habían muerto también. Venía con frecuencia; pasaba tardes enteras junto a mí. Yo no habría debido dejarle venir tan a menudo, puesto que estaba casado. Pero no tenía fuerzas para impedírselo. ¿Qué podría decirle?... Se convirtió en mi amante. ¿Cómo ocurrió? ¿Lo sé yo acaso? ¿Se puede saber cómo ocurren estas cosas? ¿ Usted cree que puede ser de otra forma cuando dos seres humanos se sienten atraídos mutuamente por esa fuerza irresistible del amor correspondido? ¿Usted cree, caballero, que se puede siempre resistir, combatir y negarse a lo que pide con ruegos, con súplicas, con lágrimas, con palabras enloquecidas, de rodillas y en arrebatos de pasión, el hombre al que se adora, al que se querría ver feliz en sus menores deseos, al que se querría colmar con todas las alegrías posibles y se le ve desesperado, tan sólo por obedecer a la ley del honor en este mundo? Qué fuerza haría falta, qué renuncia a la felicidad, qué abnegación, e incluso qué egoísmo de honradez, ¿verdad? En fin, caballero, fui su querida y fui feliz. Durante doce años fui feliz. Me convertí, y ésta es mi mayor debilidad y la peor de mis bajezas, en la amiga de su mujer. Educábamos a mi hijo juntos, haciendo de él un hombre, un hombre de verdad, inteligente, lleno de sentido y de voluntad, de ideas generosas y amplias. El niño llegó a los diecisiete años. Quería a mi... a mi amante casi tanto como yo misma, pues había sido atendido y mimado por los dos. Le llamaba “amigo” y le respetaba mucho, pues sólo había recibido de él buenas enseñanzas y ejemplos de rectitud, de honor y de probidad. Le consideraba como a un viejo, leal y sincero compañero de su madre, como a una especie de padre moral, de tutor, de protector, ¿qué se yo? Muy probablemente jamás se había preguntado nada, acostumbrado desde su infancia a ver a aquel hombre en la casa, Junto a nosotros, preocupándose por nosotros sin cesar. Una noche en que pensábamos cenar juntos los tres, eran estas cenas mis mayores alegrías, estaba esperándolos a los dos y me preguntaba cuál llegaría el primero. Se abrió la puerta: era mi ¡viejo amigo. Fui hacia él con los brazos abiertos y él me besó apasionadamente feliz. De repente, un ruido, un roce, casi nada, esa sensación misteriosa que indica la presencia de una persona, nos hizo sobresaltarnos y volvernos bruscamente Jean, mi hijo, estaba allí, de pie, lívido, contemplándonos. Fue un segundo atroz, enloquecedor. Retrocedí, con las manos tendidas hacia mi hijo como en una plegaria. Ya no le vi. Se había marchado. Nos quedamos frente a frente, aterrados, incapaces de hablar. Me dejé caer en un sillón, y sentí ganas, un deseo  confuso e intenso, de huir, de hundirme en la noche, de desaparecer para siempre. Luego, unos sollozos convulsivos me llenaron la garganta, y lloré, sacudida por los espasmos, el alma desgarrada, todos los nervios tensos por aquella horrible sensación de una irremediable desgracia, y por esa venganza espantosa que cae sobre el corazón de una madre en momentos como aquél. Él permanecía asustado ante mí, sin atreverse a acercárseme, ni a hablarme o tocarme, por miedo a que volviera mi hijo. Al fin, pudo decirme: “Voy a buscarle..., le dire..., le haré comprender... Bueno, tengo que verle..., tiene que saber...” Y se marchó. Yo esperé..., esperé, fuera de mí, sobresaltándome al menor rumor, alterada por el miedo y por cierta emoción indecible e intolerable que me causaban los débiles chasquidos del fuego de la chimenea. Esperé una hora, dos, sintiendo crecer en mi corazón un espanto desconocido, una angustia tal que yo no le desearía al más criminal de los hombres diez minutos de aquellos momentos que pasé. ¿Dónde estaba mi hijo? ¿Qué hacía? Hacia medianoche, un recadero me trajo un billete de mi amante. Aún me lo sé de memoria: “¿Ha regresado tu hijo? No le he encontrado. Estoy abajo. No puedo subir a esta hora.” A lápiz, escribí en el mismo papel: “Jean no ha vuelto. Tienes que encontrarle.” Y me pasé la noche en el sillón, esperando. Me volvía loca. Tenía ganas de gritar, de correr, de tirarme al suelo. Pero no hacía un solo movimiento, seguía esperando. ¿Qué iba a pasar? Trataba de adivinarlo. Pero, a pesar de mis esfuerzos, a pesar de las torturas de mi alma, no pude preverlo. Tenía miedo de que se encontraran. ¿Qué harían? ¿Qué haría mi hijo? Horribles dudas me desgarraban, hipótesis espantosas. Usted lo comprende, ¿verdad, caballero? Mi doncella, que no sabia nada, que nada comprendía, acudía a cada instante, creyéndome loca sin duda. La despedía con una palabra o con un gesto. Fue a buscar al médico, que me encontró retorciéndome en plena crisis de nervios. Me acostaron. Tenía una fiebre cerebral. Cuando recuperé el conocimiento, tras una larga enfermedad, vi junto a mi cama a mi... amante... solo. Grité: “¿Y ml hijo?... ¿Dónde está mi hijo?” No me contestó. Yo balbucí: “Muerto..., muerto... ¿Se ha matado?” Me contestó: “No, no, te lo juro. Pero no le hemos podido encontrar, a pesar de mis esfuerzos.” Entonces, repentinamente exasperada, indignada incluso, en una de esas cóleras inexplicables e irracionales que se tienen, dije: “¡Le prohibo que vuelva a verme sí no le encuentra! ¡Márchese!” Se fue. No he vuelto a ver ni a uno ni a otro, caballero, y estoy viviendo así desde hace veinte años. ¿Puede imaginarse esto? ¿Comprende este suplicio monstruoso, este lento y constante desgarramiento de mi corazón de madre, de mi corazón de mujer, esta espera abominable y sin fin..., ¡sin fin! ... No... Ya va a terminar..., porque me muero. ¡Muero sin haberlos vuelto a ver, ni a uno... ni a otro! Él, mi amigo, me ha escrito a diario desde hace veinte años; y yo jamás he querido recibirle, ni siquiera un segundo; porque me parece que si volviera aquí, en ese preciso momento vería aparecer otra vez a ml hijo... ¡Mi hijo! ¡Mi hijo! ¿Habrá muerto? ¿Vive? ¿Dónde está oculto? Acaso lejos, más allá de los mares, en un país tan remoto que ni siquiera conoceré su nombre... ¿Piensa en mí?... ¡Ah, si supiera! ¡Qué crueles son los hijos! ¿Ha comprendido a qué espantoso suplicio me condenó, en qué desesperación, en qué tortura me arrojó en plena vida, joven todavía, hasta el final de mis días, a mí, a su madre, que le quería con toda la fuerza del amor maternal? ¿ No le parece cruel? Dígale todo esto, caballero. Repítale mis últimas palabras: “Hijo mío, querido hijo, sé menos duro con los pobres seres humanos. ¡La vida ya es bastante brutal y feroz! Querido hijo, piensa en lo que ha sido la existencia de tu madre, de tu pobre madre, desde el día en que la dejaste. Mi querido hijo, perdónale a él y quiere a tu madre, ahora que está muerta, porque ha sufrido la más horrible de las penitencias.” Jadeaba, estremeciéndose, como si su hijo estuviera ante ella y acabara de hablar con él. Luego añadió: “Dígale también, caballero, que jamás he vuelto a ver..., al otro.” Se calló de nuevo, y luego continuó con una voz quebrada: “Déjeme ya, se lo ruego. Querría morir sola, ya que ellos no están junto a mi.”
       Le Brument añadió:
       —Y yo, caballeros, salí llorando como un tonto, tan intensamente, que mi cochero se volvía para mirarme. ¡Y pensar que, diariamente, ocurren en torno nuestro dramas como éste! No he encontrado al hijo..., a aquel hijo... Piensen ustedes lo que quieran, pero yo digo: aquel hijo... criminal.

Guy de Maupassant
La espera 1 Guy de Maupassant

http://usuarios.lycos.es/maupassant