LA HERENCIA

   
    Aunque no habían dado las diez, un río de funcionarios entraba por la puerta principal del Ministerio de la Marina; venían con gran premura desde todos los rincones de Paris, porque se acercaba el día de Año Nuevo, época de laboriosidad y de ascensos, el ruido de pasos precipitados resonaba por todo el inmenso edificio, tortuoso como un laberinto, surcado por una red enmarañadísima de pasillos agujereados por innumerables puertas que dan acceso a las oficinas.
    Penetraba cada cual en su compartimiento, estrechaba la mano del colega llegado antes que él, se quitaba la americana, endosaba la ropa vieja de trabajo y se sentaba a su mesa, en la que le esperaban montones de papeles.
    Más tarde se trasladaban en busca de noticias a las oficinas contiguas. Preguntaban, en primer lugar, si había llegado el jefe, si traía cara de buen humor, si abultaba mucho el correo del dia. El señor César Cachelín, oficial de entrada del negociado de «Material general», veterano suboficial de Infantería de Marina, que habia ascendido por antigüedad a oficial primero, registraba en un gran libro todos los documentos que acababa de traer el ujier del gabinete. Enfrente de él, el escribiente, el tío Savón, un viejo estólido, famoso en todo el Ministerio por sus desgracias conyugales, transcribía con mano lenta un despacho del jefe y trabajaba, con cuerpo ladeado y la mirada oblicua, en rígida postura de copista minucioso.
    El señor Cachelín, corpulento, de pelo blanco y corto, peinado en la parte superior del cráneo en forma de cepillo, hablaba, mientras se aplicaba a su tarea cotidiana:
    —Treinta y dos piezas de correo de Tolón. Este puerto solo envía tantas como los otros cuatro juntos.
    Hizo luego al tío Savón la pregunta de todas las mañanas:
    —¿Cómo va la señora, querido tío Savón?
    El viejo contestó, sin dejar de trabajar:
    —Usted sabe ya, señor Cachelín, que ése es un tema muy doloso para mí.
    El oficial de entrada se echó a reír, lo mismo que todos los días, al escuchar esta respuesta, que era todos los días igual.
    Se abrió la puerta y entró el señor Maze, un buen mozo moreno; vestía con elegancia exagerada y se creía rebajado de clase cuando pensaba que su físico y sus maneras eran acreedoras a una situación superior a la que ocupaba. Llevaba encima joyas de mucho volumen y una gruesa cadena de reloj; usaba monóculo por dárselas de elegante, pues se lo quitaba  para trabajar, y jugaba con frecuencia las muñecas con un movimiento calculado para que se le viesen los puños de la camisa, adornados de abultados gemelos brillantes. Preguntó desde la puerta:
    —¿Mucho trabajo para hoy?
    El señor Cachelín contestó:
    —Es Tolón el que empuja siempre. Se ve que se acerca el Año Nuevo; aquella gente se excede en el trabajo.
    Asomó a su vez otro funcionario, el señor Pitolet, hombre bromista y culto, y preguntó, ríendo:
    —¿No estamos nosotros exagerando también un poco?
    En seguida sacó el reloj y dijo:
    —Faltan siete minutos para las diez, y todo el mundo está ya en su sitio, ¡Mazette! ¿Qué nombre da usted a esto? Y me juego cualquier cosa a que el muy digno señor Lesable llegó aquí a las nueve, coincidiendo con nuestro ilustre jefe.
    El oficial de entrada dejó de escribir, colocó la pluma en la oreja y exclamó, apoyando los codos sobre el pupitre:
    —En cuanto a ése, si no saca tajada no será porque no se haya tomado trabajo.
    El señor Pitolet, sentándose en la esquina de la mesa y haciendo oscilar su pierna, contestó:
    —La sacará, papá Cachelín, la sacará; esté usted seguro. Le juego veinte francos contra una perra chica a que llega a jefe antes de diez años.
    El señor Maze, que liaba un cigarrillo mientras se calentaba las piernas al fuego, sentenció:
    —¡Vaya! Yo preferiría no pasar en toda mi vida de los dos mil cuatro a reventarme trabajando como él.
    Pitolet giró sobre sus talones y dijo con tono zumbón:
    —Lo que no es óbice, querido mío, para que hoy, veinte de diciembre, esté usted aquí antes de las diez.
    El interpelado se encogió de hombros y contestó con aire de indiferencia:
    —¡Hombre! Tampoco quiero me dejen todos atrás. Puesto que ustedes vienen aquí a ver salir el sol, yo hago lo mismo, aunque lamento su diligencia. Pero de ahí a llamar al jefe «querido patrón», como lo llama Lesable, quedarme hasta las seis y media y llevar trabajo a casa, hay mucha distancia. Además, que yo hago vida mundana y tengo otras obligaciones que reclaman mi tiempo.
    El señor Cachelín había dejado de anotar en el libro y meditaba, con la mirada perdida en el vacío. Y, al cabo, preguntó:
    —¿Creen ustedes que también este año va a tener ascenso?
    Pitolet exclamó:
    —¡Vaya si lo tendrá, y diez ascensos! ¡No es poco zorro él!
    Hablaron entonces de la eterna cuestión de los ascensos y de las gratificaciones, que desde hacia un mes traía alborotada a aquella inmensa colmena de burócratas, desde la planta baja del edificio hasta la buhardilla.
    Se computaban probabilidades, se lanzaban cifras, se comparaban títulos y se indignaban por adelantado de las injusticias que preveían. Todo era volver a empezar discusiones sostenidas ya la víspera y que se repetirían invariablemente al otro dia, con idénticos razonamientos, con argumentos iguales, con las mismas frases.
    Entró en el despacho otro oficial, menudo, pálido, de aspecto enfermo; era el señor Boissel, para el que la vida era una novela de Alejandro Dumas (padre). No veía más que aventuras extraordinarias en todo, y ninguna mañana dejaba de contar a su compañero Pitolet los extraños casos que le ocurrían desde que amanecía hasta que se acostaba, y cómo ciertos gritos de la calle le habían obligado a abrir la ventana a las tres y veinte minutos de la madrugada. No se pasaba día sin que él hubiese tenido que separar a dos que se peleaban, o detener algún caballo desbocado, o salvar a mujeres en peligro. Aunque era hombre de una lamentable debilidad física, relataba a todas horas, con lentitud y convicción, hazañas que había realizado con la fuerza de su brazo.
    Al comprender que se hablaba de Lesable, manifestó:
    —¡Cualquier día de éstos le voy a cantar yo a ese mocoso las cuarenta; y si alguna vez salta por encima de mí, le daré una lección tan contundente que no le van a quedar ganas de repetir!
    Maze, que no había dejado de fumar, le dijo irónicamente:
    —Pues vaya usted empezando hoy mismo, porque sé de buena tinta que, por este año, lo han dejado a usted de lado para que Lesable ocupe su puesto.
    Boissel alzó la mano:
    —Les juro a ustedes que si...
    Se abrió una vez más la puerta y entró rápidamente, con aire preocupado, un joven de pequeña estatura, con patillas de oficial de Marina o de abogado, cuello recto y muy alto, tan acelerado en el hablar que parecía como si le faltase tiempo para expresar todo lo que tenía que decir. Repartió apretones de manos, como hombre al que no le está permitido entretenerse, y acercándose al oficial de entrada le dijo:
    —Mi querido señor Cachelín, ¿quiere hacer el favor de darme el expediente Chapelou, hilo de carrete para cordaje, Tolón, A. T. V., mil ochocientos setenta y cinco?
    El empleado se levantó, alcanzó un cartón que quedaba encima de su cabeza, sacó un legajo que estaba metido en una carpeta azul y se lo entregó diciendo:
    —Aquí lo tiene usted, señor Lesable; no ignorará usted que el jefe ha sacado ayer de este expediente tres documentos.
    —Si; los tengo yo, gracias.
    El joven salió presuroso de allí. En cuanto se fué, dijo Maze:
    —¿Habéis visto qué prestancia? Cualquiera diría que ya es jefe.
    Pitolet replicó:
    —¡Esperad! ¡Esperad! Lo será antes que nosotros.
    El señor Cachelín no se había puesto a escribir otra vez. Parecía estar preocupado por una idea fija. Volvió a preguntar:
    —¿Verdad que ese mozo tiene un buen porvenir?
    Maze murmuró con desdén:
    —A los que toman el Ministerio como una carrera, tal vez les parezca que sí... Para otros, esto es poco…
    Le interrumpió Pitolet:
    —¿Se propone usted tal vez llegar a embajador?
    El aludido hizo un ademán de impaciencia:
    —No se trata de mí. A mí todo eso me tiene sin cuidado. Pero, en resumidas cuentas, socialmente no es gran cosa un jefe de negociado.
    El tío Savón, el escribiente, no habia interrumpido un momento su tarea de copiar. Sin embargo, llevaba ya un rato sumergiendo una y otra vez la pluma en el tintero, restregándola luego en la esponja húmeda de que aquél estaba rodeado, sin lograr, a pesar de todo, trazar una sola letra. El negro líquido se deslizaba por la punta de metal y caía en goterones sobre el papel. El infeliz, azorado y compungido, contemplaba su trabajo y veía que no le quedaba otro recurso que empezar de nuevo, cosa que de un tiempo a esta parte le venia ocurriendo muchas veces; al fin exclamó con voz baja y triste:
    —¡También esta tinta está falsificada!
    Salió de todas las bocas un violento estallido de risa. La barriga de Cachelín hacía estremecer la mesa; Maze se doblaba, como si los quisiese meter a reculones en la chimenea; Pitolet daba patadas en el suelo, tosía, sacudía su mano derecha como si la tuviese mojada y hasta Boissel, que acostumbraba tomar las cosas más por lo trágico que por lo cómico, se ahogaba de risa.
    El tío Savón, que acabó secando la pluma en el faldón de su levita, volvió a decir:
    —No es cosa de risa. Esto me obliga a rehacer dos o tres veces todo el trabajo.
    Sacó de su cartapacio otra hoja de papel, ajustó bien su falsilla y empezó de nuevo por el encabezamiento: «Señor ministro y querido colega...» La tinta se adhería ya a la pluma y ésta trazaba las letras con nitidez. El anciano recobró su postura oblicua y siguió copiando.
    Los demás no habían cesado un momento de reírse. Se atragantaban. Desde casi seis meses atrás, que venían gastando la misma broma al pobre hombre, sin que éste cayese en la cuenta. Vertían algunas gotas de aceite en la esponja húmeda que le servía para limpiar las plumas. El acero se untaba del liquido grasiento y no retenía la tinta; el escribiente perdía horas enteras, asombrándose y lamentándose; gastaba cajas y cajas de plumas y botellas de tinta, terminando por decir que el material de oficina que se les facilitaba era de mala calidad.
    Al ver esto, el ataque se convirtió en obsesión y en suplicio. Mezclaban pólvora de caza con el tabaco del viejo, le echaban ciertas drogas en una garrafa de la que el viejo se servía de cuando en cuando un vaso de agua, y le habían hecho creer que, desde los acontecimientos de la Commune, los socialistas habían falsificado la mayor parte de los productos de consumo general, para desacreditar al Gobierno y provocar una revolución.
    Con todo eso había llegado el viejo a concebir un odio feroz contra los anarquistas, viéndolos en acecho por todas partes, agazapados en todas partes, y al mismo tiempo un temor misterioso de una mano desconocida, velada y terrible.
    Se oyó en el pasillo el brusco tintineo de una campanilla. Todos conocían muy bien el repique rabioso de la campanilla del jefe, el señor Torchebeuf, y se lanzaronn hacia la puerta para volver cada cual a su respectivo compartimento.
    Cachelín reanudó su tarea, de pronto volvió a dejar la pluma y se cogió la cabeza entre las manos para meditar.
    Estaba madurando una idea no le dejaba en paz de un tiempo a esta parte. Era un veterano suboficial de Infantería de Marina, y lo habían dado de baja en expectación de retiro, después de haber sido herido tres veces: una, en el Senegal, y dos, en la Conchinchina; por una gracia excepcional, había entrado en el Ministerio y en el transcurso de su larga carrera de ínfimo subordinado, había tenido que pasar por muchas estrecheces, asperezas y sinsabores. Por eso se le representaba como lo más hermoso del mundo el tener mando, mando oficial. Un jefe de negociado era para él un ser excepcional, que vivía en una esfera superior; y los funcionarios de quienes oía decir: «Ese sabe lo que se hace; llegará pronto», parecíanle de otra raza, de naturaleza distinta de la suya.
    Por ese motivo, el respeto que sentía por su colega Lesable era extraordinario y lindaba con la veneración, y por eso acariciaba en secreto el deseo obstinado de hacer que se casase con su hija.
    Esta seria rica, muy rica, con el tiempo. Lo sabía todo el Ministerio, porque la hermana de él, la señorita Cachelín, era dueña de un millón, de un millón neto, contante y sonante, que si lo había ganado, según decían, en menesteres amorosos, lo había purificado con su religiosidad de última hora.
    La solterona, que había sido en sus buenos tiempos mujer galante, se había retirado de la profesión con quinientos mil francos, y en los dieciocho años que habían transcurrido, los había más que duplicado, gracias a una economía feroz y a un plan de vida más que modesto. Llevaba viviendo mucho tiempo con su hermano, que al enviudar se había quedado con una hija pequeña, Coralia; pero no contribuía a los gastos de la casa más que con una suma insignificante; guardaba y acumulaba su oro, repitiendo constantemente a Cachelín:
    —¿Qué Importa? Es para tu hija; pero cásala pronto, porque quiero conocer a mis sobrinos-nietos. Tu hija me dará la alegría de abrazar a un niño de nuestra sangre.
    Los funcionarios del Ministerio conocían el caso, y no faltaban pretendientes. Se decía que el mismísimo Maze, el guapo Maze, el mejor mozo del negociado, iba y venía alrededor de papá Cachelín con intenciones bien visibles. Pero el veterano sargento, zorro viejo que había corrido el mundo, buscaba un mozo de porvenir, de los que llegarían a jefes, que derramase en él, César, antiguo suboficial, su propia respetabilidad. Lesable respondía a su propósito a las mil maravillas, y por eso andaba desde hacia tiempo discurriendo el modo de atraerlo hacia su casa.
    Y de pronto se levantó, frotándose las manos. Lo había encontrado.
    Conocía el lado flaco de todos ellos. A Lesable sólo se le podía ganar por la vanidad, por la vanidad profesional. Pues bien: él iría a solicitar su protección, igual que si se tratase de un senador, de un diputado o de un alto personaje.
    Cachelín creía estar seguro de obtener aquel año un ascenso, porque llevaba cinco sin conseguir ninguno. Haría, pues, de modo que pareciese que se lo debía a Lesable, y como testimonio de su agradecimiento, lo invitaría a cenar.
    Así que concibió el proyecto, dio comienzo a su ejecución. Descolgó del armario su americana de calle, se quitó la vieja, echó mano de todos los documentos anotados ya en el Registro que correspondían a la jurisdicción de su colega, y se encaminó a la oficina que, por consideración especial a su actividad y a la importancia de sus atribuciones, trabajaba sólo aquel funcionario.
    El joven estaba escribiendo en una mesa muy grande, en .medio de legajos abiertos y papeles esparcidos aquí y allá, numerados con tinta roja o azul.
    Así que vió entrar al oficial de Registro, le preguntó, con un tono en el que se transparentaba cierta deferencia:
    —¡Hola, querido señor! ¿Me trae usted mucho trabajo?
    —Si, bastante; pero además quisiera hablarle.
    —Siéntese, amigo mío; le escucho.
    Cachelín tomó asiento, carraspeó, adoptó una actitud confusa; dijo con voz insegura:
    —Señor Lesable, el asunto que me trae es éste. No voy a andar me con rodeos; seré franco, como soldado veterano. Necesito que me haga usted un favor.
    —Usted dirá.
    —En dos palabras. Tengo precisión de que me asciendan este año, y como no tengo padrinos he pensado en usted.
    Asombrado, satisfecho, lleno de orgullosa confusión, Lesable se puso algo colorado. Pero se dominó, para contestar:
    —Pero si yo no pinto aquí nada, amigo mio. Estoy muy por debajo de usted, que pronto ascenderá a oficial primero. Créame que...
    Cachelín no le dejó seguir hablando, y le dijo con brusquedad llena de respeto:
    —¡Si, si, si! El jefe le escucha a usted, y si le habla una palabra en favor mio, asciendo. Piense usted que dentro de dieciocho meses tendré derecho al retiro, y si el próximo primero de enero me quedo como estoy, me supondrá una pérdida de quinientos francos al año. Sé muy bien que la gente dice: «Cachelín no pasa apuros; su hermana tiene un millón», pero ella tiene su millón para que se críe, y no lo suelta. Será para mi hija; también eso es cierto; pero mi hija y yo somos dos personas distintas. Mucho tendré yo adelantado con que mi hija y mi yerno vayan en coche, si no tengo bocado que llevarme a la boca. Usted es hombre capaz de comprender la realidad de mi situación, ¿verdad que si?
    Lesable no se anduvo con rodeos:
    —Lo que usted dice es exacto, y muy exacto. Es muy posible que su yerno no se conduzca como es debido con usted. Además, que .siempre es una satisfacción el no deber favores a nadie. Pues bien: le prometo hacer cuanto esté de mi parte; hablaré al jefe, le explicaré su caso y, si es preciso, interpondré mi modesta influencia. ¡Cuente conmigo!
    Cachelín se levantó, cogió las dos manos de su colega, las sacudió vigorosamente a estilo militar y balbució:
    —Muchas gracias, muchas gracias, y si yo algún día tengo oportunidad..., si yo puedo alguna vez...
    -No supo cómo acabar la frase, y se retiró, haciendo resonar por el pasillo su paso marcial de antiguo soldado.
    Pero de pronto echó a correr, porque había oído a lo lejos el tintineo irritado de una campanilla, y reconoció su sonido. Era la del jefe, señor Torchebeuf, que llamaba a su oficial de entrada.
    Ocho días después halló Cachelín por la mañana, encima de su escritorio, una carta lacrada, que decía lo siguiente:

    «Querido colega: Me es muy grato anunciarle que el ministro, a propuesta de nuestro director y de nuestro jefe, firmó ayer su nombramiento de oficial primero. Mañana recibirá usted la comunicación oficial, y hasta ese momento, como si usted no supiese nada, ¿estamos?
    »Muy afectuosamente,

    Lesable.»
    César corrió en el acto al despacho de su joven colega, le dló las gracias, se excusó, le ofreció su adhesión, se deshizo en expresiones de agradecimiento.
    En efecto, al siguiente día se supo que tanto el señor Lesable como el señor Cachelín ascendían. Los demás funcionarios tendrían qué esperar mejor oportunidad y recibirían, como compensación, un aguinaldo que oscilaba entre los ciento cincuenta y los trescientos ,francos.
    El señor Boissel declaró que una de aquellas noches esperaría al señor Lesable, a eso de las doce, a la vuelta de la esquina de su calle y le daría una paliza que tendrían que sacarlo en volandas. Los demás funcionarios no dijeron una palabra.
    Así que llegó a su oficina el lunes siguiente, se dirigió Cachelín al despacho de su protector, entró en él con mucha prosopopeya y le dijo ceremoniosamente:
    —Espero que me conceda usted el honor de venir a cenar con mi familia para celebrar los Reyes, si le parece bien. Elija usted mismo el día.
    El joven, algo sorprendido, levantó la cabeza y clavó sus ojos los de su colega, y sin desviar la mirada, para leer bien en el pensamiento de éste, le contestó:
    —Pero amigo mío, la verdad es que tengo por ahora comprometidas todas las noches.
    Cachelín insistió con bonachería:
    —Vamos, no nos dé usted el disgusto de rehusar la invitación, después del favor que le debemos. se lo ruego en nombre de mi familia y en el mío.
    Lesable, perplejo, titubeaba. Había comprendido la intención, ero que no sabia qué contestar, sin antes haberlo pensado, calculando el pro y el contra. Pero se dijo que con ir a cenar no se comprometía a nada, y aceptó, con aire de satisfacción, eligiendo el siguiente sábado. Y añadió, sonriente:
    —Así no tendré que madrugar a1 otro día.

    II

    El señor Cachelín ocupaba, en la parte alta de la calle de Roiechouart, un pequeño departamento con terraza, en un quinto piso. Se divisaba desde allí todo París. Disponía de tres dormitorios: uno para su hermana, otro para su hija y otro para él; el comedor servía también para recibir.
    Aquella cena lo trajo agobiado toda la semana. Se discutió largo y tendido la lista de platos, buscando que la comida fuese al mismo tiempo familiar y distinguida. Finalmente, se convino en lo siguiente: un caldo de huevos, entremeses, langostinos y salchichón; una langosta, un hermoso pollo, guisantes en conserva, pastel de hígado de ganso, ensalada, un helado y postres.
    El pastel de hígado de ganso lo encargaron al salchichero de cerca de casa, recomendándole que fuese de primera calidad, aunque el precio del tarro era tres francos y medio. Para los vinos, se entendió Cachelín con el almacenista de la esquina, que le proveía del rojo brebaje que consumía de ordinario. Razonó de la siguiente manera, para no dirigirse a ninguna gran casa: «Los pequeños comerciantes tienen pocas ocasiones de dar salida a sus vinos finos, y como los conservan mucho tiempo en las bodegas, son excelentes.»
    Llegó el sábado a su casa antes de la hora de costumbre, para cerciorarse de que todo estaba a punto. Le abrió la puerta su criada, que estaba más colorada que un tomate, porque temiendo no tener, las cosas a tiempo, llevaba con el horno encendido desde el mediodía y había estado tostándose la cara todo el día; pero, además, estaba nerviosa de emoción.
    Entró en el comedor para revisarlo todo. La mesa redonda, iluminada por la brillante luz de una lámpara recubierta de pantalla verde, formaba en el centro de la pequeña habitación una gran mancha blanca.
    Los cuatro platos, colocados con una servilleta doblada en forma de mitra, obra de la señorita Cachelín, la tía, tenían a los lados los cubiertos de metal blanco, y delante, dos vasos, grande el uno y pequeño el otro. A César no le satisfizo aquello, y llamó:
    —¡Carlota!
    Se abrió la puerta de la izquierda y apareció una anciana de pequeña estatura: le llevaba diez años a su hermano, y era de cara estrecha, encuadrada con bucles de cabellos blancos, rizados a fuerza de retorcerlos en papelitos. E1 hilillo de su voz parecía demasiado débil en proporción a su cuerpo, menudo y encorvado, y caminaba con cierta dificultad, como entumecida.
    Hablando de ella, solían decir en su juventud:
    —¡Qué preciosa criatura!
    Pero ahora era una vieja seca, muy limpia por el hábito adquirido en otro tiempo, voluntariosa, bozuda, de estrecho criterio, minuciosa y fácilmente irritable. Al hacerse devota, parecía haber borrado por completo de su memoria las aventuras del pasado.
    —¿Qué es lo que quieres?—preguntó.
    Su hermano le contestó:
    —Me da la impresión de que dos vasos producen poco efecto. ¿No le parece que convendría servir champaña? No costará arriba de tres o cuatro francos, y en ese caso podríamos colocar desde ahora mismo en la mesa las copas altas. Cambiaría por completo el golpe de vista del comedor.
    La señorita Carlota dijo:
    —No veo a qué conduce ese gasto; pero, en fin, tú eres quien corre con él, no es cosa que a mí me importe.
    Cachelín titubeaba, como si quisiese convencerse a sí mismo:
    —Te aseguro que producirá mejor efecto. Además, dará alegría a la escena del pastel de Reyes.
    Esta consideración fue la que lo decidió. Cogió el sombrero, bajó las escaleras y regresó al cabo de cinco minutos con una botella que llevaba pegada una gran etiqueta blanca, adornada con un escudo nobiliario: «Gran vino espumoso de champaña del conde de Chátel-Renovau.»
    Cachelín se explayó:
    —Me ha costado sólo tres francos y parece que es exquisito.
    Sacó él mismo de un armario las copas largas del champaña y las colocó delante, de los convidados.
    Se abrió la puerta de la derecha. Entró su hija. Era alta, bien metida en carnes, sonrosada; una guapa moza de constitución robusta, cabellos castaños y ojos azules. Un vestido sencillo dibujaba las curvas de su talle flexible; su voz era fuerte, casi hombruna, con esas entonaciones graves que ponen los nervios en vibración.
    —¡Dios mío! ¡Champaña! ¡Qué felicidad !—exclamó, palmoteando con gesto infantil.
    Su padre le dijo:
    —Sobre todo, muéstrate amable con este caballero, al que debo muchos favores.
    Ella estalló en una risa sonora, que quería decir: «Estoy al cabo de la calle.»
    Tintineó el timbre del vestíbulo, hubo un abrir y cerrar de puertas y apareció Lesable. Iba de frac, con corbata blanca y guantes blancos. Causó buena impresión. Cachelín se precipitó a su encuentro, confuso y encantado:
    —Pero querido, se trata de una cosa íntima; ya ve usted que yo estoy de americana.
    El joven le contestó:
    —Sí, ya me lo dijo usted; pero tengo por costumbre vestir de frac cuando salgo de noche.
    Saludó; llevaba el sombrero plegable debajo del brazo y una flor en el ojal. César hizo la presentación:
    —Mi hermana, la señorita Carlota...; mi hija Coralia, a la que llamamos familiarmente Cora.
    Todos se inclinaron. Cachelín siguió diciendo:
    —No disponemos de sala de recibir. Resulta un poco molesto, pero acaba uno acostumbrándose.
    Lesable le contestó:
    —Esto está admirable.
    Se hicieron cargo de su sombrero, aunque él se empeñaba en conservarlo, y entonces se fué quitando los guantes.
    Tomaron asiento; nadie hablaba; le miraban de lejos, a través de la mesa. Cachelín preguntó:
    —¿Se quedó hasta muy tarde el jefe? Yo me retiré temprano, para ayudar a estas señoras.
    Lesable contestó como sin darle importancia:
    —No. Salimos juntos, porque teníamos que hablar acerca del asunto de las telas embreadas de Brest. Es una cosa muy complicada, que ha de darnos muchos quebraderos de cabeza.
    Cachelín se creyó en la obligación de poner en antecedentes a su hermana, y volviéndose hacia ella le dijo:
    —El señor Lesable es quien decide sobre todas las cuestiones difíciles de nuestro negociado. Es, como si dijéramos, otro jefe más.
    La solterona se inclinó cortésmente, y dijo:
    —Ya sé, ya sé que el señor es persona de grandes talentos.
    La criada empujó la puerta con la rodilla y entró en el comedor llevando en alto con sus dos manos una gran sopera. El dueño exclamó al verla:
    —¡Vamos a la mesa! Usted allí, señor Lesable, entre mi hermana y ml hija. Me imagino que no le asustan las señoras.
    Y empezó la cena.
    Lesable se mostraba muy afectuoso, con un leve dejo de orgullo, casi de superioridad, y examinaba con el rabillo del ojo a la joven, maravillado de su lozanía, de la apetitosa exuberancia de su vitalidad. La señorita Carlota, conocedora de las intenciones de su hermano, ponía todo lo que estaba de su parte y sostenía una conversación general, tocando toda clase de lugares comunes. Cachelín estaba radiante, hablaba con voz alta, bromeaba y decía, sirviendo el vino comprado una hora antes en el almacén de la esquina:
    —Beba usted un vaso de este vinillo borgoña, señor Lesable. No afirmo que sea de lo mejor de la tierra, pero tiene solera y es genuino; de eso si que le respondo. Nos lo proporcionan unos amigos que tenemos en aquella región.
    La joven, que estaba algo ruborizada y un poco tímida, cohibida por la proximidad de aquel hombre, cuyos pensamientos ella adivinaba, permanecía en silencio.
    Cuando apareció la langosta, exclamó César:
    —Con este personaje tenía yo ganas de entendérmelas.
    Lesable, sonriente, contó que cierto escritor había llamado a la langosta «el cardenal de los mares», por ignorar el hecho de que, antes de ser cocida, su color es oscuro. Cachelín rompió a reír con todas sus fuerzas:
    —¡Ja, ja, ja! ¡Eso sí que tiene gracia!
    Pero la señorita Carlota dijo con grandísimo enojo:
    —No alcanzo a ver qué relación han podido establecer entre una cosa y otra. Ese caballero estaba trastornado. Yo sé apreciar todas las bromas, absolutamente todas; pero no admito que delante de mí se ridiculice al clero.
    El joven, deseoso de hacerse simpático a la solterona, aprovechó aquella oportunidad para hacer una profesión de fe católica. Afirmó que era propio de personas de mal gusto tratar con ligereza las grandes verdades. Y terminó diciendo:
    —Yo, por mi parte, respeto y venero la religión de mis padres, en ella me he educado, y en ella seguiré hasta que muera.
    Cachelín no se reía ya, y decía por lo bajo, haciendo al mismo tiempo bolitas de pan:
    —Así debe ser, así debe ser.
    Cambió la conversación, porque con aquélla se aburría, y dejándose llevar por una tendencia natural en cuantos realizan diariamente la misma tarea rutinaria, preguntó:
    —El guapo Maze se habrá puesto furioso al ver que no ascendía, ¿verdad?
    Lesable se sonrió:
    —¿Qué se le va a hacer! A cada cual según sus méritos.
    Se habló con este motivo de las cosas del Ministerio, tema que apasionaba a todos, porque, a fuerza de oír hablar de ellos cada noche, las dos mujeres conocían a los empleados casi tanto como el mismo Cachelín. La señorita Carlota hablaba mucho de Boissel, por su espíritu romántico y por las aventuras que contaba; y la señorita Cora sentía un secreto interés por el guapo Maze. Aunque ni una ni otra los habían visto nunca.
    Lesable se refería a ellos con un tono de superioridad, como pudiera hacerlo un ministro que estuviese juzgando a su personal.
    Estaban pendientes de lo que él decía:
    —No deja Maze de tener cierto mérito; pero hay que trabajar más de lo que él trabaja, si es que quiere llegar. Le gusta la vida de sociedad, los placeres. Todo esto acarrea cierto desorden de espíritu. Y por eso no llegará muy lejos. Es posible que, gracias a las influencias que tiene, llegue a subjefe, pero nada más. Por lo que a Pitolet se refiere, hay que reconocer que redacta bien; no se puede negar que es elegante en la forma, pero carece de fondo. Es todo fachada. A un muchacho así no se le puede colocar a la cabeza de un servicio importante, pero un jefe inteligente sacaría partido de él, dándole masticado el trabajo.
    La señorita Carlota preguntó:
    —¿Y Boissel?
    Lesable se encogió de hombros:
    —Un pobre diablo, un pobre diablo. Lo ve todo desorbitado. Inventa historias aburridísimas. Lo tenemos por una nulidad.
    Cachelín se echó a reír y exclamó:
    —El mejor, el tío Savón.
    La risa fue unánime.
    Se habló luego de teatros, y de las obras de la temporada. Lesable emitió con idéntico aplomo sus juicios acerca de la literatura dramática, valorando conprecisión a los autores, señalando el lado fuerte y el lado flaco de cada uno, con la firmeza que es corriente en los hombres que se tienen por infalibles y universales.
    Había terminado de comer el asado. César procedió a destapar el tarro de hígado de ganso, y las delicadas precauciones que adoptó hacían presumir la bondad del contenido.
    —No sé si éste saldrá bueno. Por lo general, son excelentes. No los envía un primo que vive en Estrasburgo.
    Todos comieron con respetuosa lentitud aquel producto de chacinería contenido en el tarro amarillo.
    Cuando le llegó el turno al helado, fue aquello un desastre. Era como una salsa, una sopa, un líquido que flotaba en la compotera. El chico de la pastelería lo había traído a las siete, y la criadita, por miedo a no darse maña, le había pedido que lo sacase él mismo del molde.
    Cachelín se mostró afligido, quería devolverlo, pero se tranquilizó al aparecer el roscón de Reyes, haciendo las particiones con aire misterioso, como si dentro de él se encerrase un secreto de primera magnitud. Todos tenían clavados los ojos en aquella simbólica torta de hojaldre; pero, al presentársela para que cada cual cogiese su parte, se les recoendaba que cerrasen los ojos.
    ¿A quién le tocaría el haba? Una sonrisa bobalicona asomaba a todos los labios. El señor Lesable dejó escapar una ligera exclamación de sorpresa y mostró una gruesa habichuela blanca, recubierta aún de pasta, que tenía entre el pulgar y el índice. Cachelín aplaudió, exclamando a continuación:
    —¡Elija reina! ¡Elija reina!
    En el cerebro del rey hubo un instante de titubeo. ¿No obraría con habilidad eligiendo a la señorita Carlota? Se sentiría halagada, conquistada, se pondría de su parte… Pero reflexionó que, real y verdaderamente, si le habían invitado era por la señorita Cora, y que lo tomarían por tonto, si se decidía por la tía. Se volvió, pues, hacia su vecina de mesa, y le dijo, al mismo tiempo que le ofrecía la habichuela soberana:
    —¿Me permite usted, señorita, que se la ofrezca?
    Se miraron por vez primera cara a cara. Ella contestó:
    —¡Gracias,. señor!—y recibió aquella prenda de grandeza.
    Lesable pensaba: «Esta chica es verdaderamente muy guapa. Tiene unos ojos espléndidos. ¡ Y es una barbiana, porque sí! »
    Un estampido sobresaltó a las dos mujeres. Cachelín acababa de descorchar el champaña, y éste se escapaba con fuerza de la botella, derramándose sobre el mantel. Después de llenar de espuma los vasos, dijo el anfitrión:
    —Se ve que es de buena calidad.
    Pero, al ver que Lesable iba a beber, para que el líquido no se desbordase del vaso, exclamó César:
    —¡El rey bebe! ¡El rey bebe! ¡El rey bebe!
    La señorita Carlota, alegrilla ya, gritó también con voz chillona:
    —¡E1 rey bebe! ¡El rey bebe!
    Lesable vació tranquilamente su vaso, y al volverlo a poner sobre la mesa, dijo:
    —Habrán visto que no me azoro—y después, volviéndose hacia la señorita Cora—:¡A usted le toca ahora, señorita!
    La reina fué a beber, pero como en ese instante gritaron todos: «¡La reina bebe! ¡La reina bebe!», se puso colorada, se echó a reír, y volvió a colocar en la mesa la copa alargada.
    La cena dio fin en medio de la mayor alegría, y el rey se mostró solícito y galante con la reina. Cuando acabaron de beber los licores, anunció Cachelín que se iba a retirar el servicio, para que pudiesen estar más a sus anchas, y agrego:
    —Si no llueve, podemos pasar un rato en la terraza.
    Aunque era anochecido, tenía empeño en mostrarle el panorama que se abarcaba desde allí.
    Abrieron la puerta de cristales y entró un soplo de aire húmedo.
    La temperatura exterior era tibia, como si estuviesen en abril; subieron todos el escalón que daba acceso, desde el comedor, al ancho balcón. Sólo se distinguía una luz difusa por encima de la gran ciudad, como el halo luminoso con que se corona la frente de los santos. De trecho en trecho, la claridad se hacia más viva, y Cachelín fue dando las explicaciones del caso:
    —Fíjese, allá lejos, aquello que brilla, es el Edén. Esta de aquí es la línea de los bulevares. ¡Qué bien se dibujan!, ¿verdad? La vista que desde aquí se abarca de día es maravillosa. Por mucho que usted viajase, no encontraría cosa mejor.
    Lesable estaba de codos sobre la barandilla de hierro, y a su lado Cora, con la vista perdida en el vacío, muda, distraída, poseída de pronto de una de esas languideces melancólicas que a veces embotan el alma. La señorita Carlota volvió al comedor por temor a la humedad. Cachelín seguía hablando, señalando, con el brazo extendido, el lugar hacia donde caían los Inválidos, el Trocadero, el Arco de Triunfo de la Estrella.
    Lesable preguntó a media voz:
    —¿También a usted, señorita Cora, le gusta contemplar a París desde tan alto?
    Tuvo un ligero estremecimiento, como si aquellas palabras la hubiesen despertado, y respondió:
    —¿A mi?... Sí, sobre todo cuando es de noche, me quedo pensando en todo lo que pasa allí, frente a nosotros. ¡Cuántas personas felices, y cuántas personas desgraciadas habrá en todas esas casas! ¡De cuántas cosas nos enteraríamos, si pudiésemos verlo todo!
    Lesable se habla aproximado a ella de modo que se tocasen sus  codos y sus hombros:
    —En los claros de luna ha de ser un espectáculo maravilloso.
    Ella murmuró:
    —¡Ya lo creo! Parece un grabado de Gustavo Doré. ¡Cómo disfrutaríamos si pudiésemos dar largos paseos por encima de los tejados!
    El la interrogó entonces acerca de sus aficiones, sus ensueños, sus placeres. Ella le contestó con soltura, como mujercita reflexiva, sensata, y no demasiado soñadora. Lesable la encontró llena de buen sentido; pensó que seria una verdadera delicia rodear con sus brazos aquel talle redondo y sólido, recrearse besando, con besitos pausados, como cuando se bebe a pequeños sorbos un aguardiente bueno, aquella fresca mejilla, junto a la oreja, iluminada en aquel instante por un reflejo de la lámpara. Sentíase atraído, conmovido por la impresión que produce tener muy cerca a una mujer, por la sed de carne virgen y en sazón, como era aquélla, por la delicada seducción que ejerce la joven soltera. Le parecía que de buena gana se quedaría allí horas, noches, semanas, sin moverse, de codos junto a ella, sintiéndola muy cerca de si, impregnado en la maravilla del contacto de su cuerpo. Algo, que se parecía a un sentimiento poético, conmovía su corazón a la vista de aquel gran Paris que se dilataba ante sus ojos, iluminado, entregado a su vida nocturna, a su vida de placeres y de libertinaje, Le parecía como si dominase desde alli a la enorme ciudad, como si se cerniese sobre ella. ¡Seria delicioso acodarse todas las noches en aquel balcón, junto a una mujer, y amarse, y besarse en los labios, y abrazarse estrechamente por encima de la ciudad inmensa, de todos los amores que en ella encerraba, por encima de todas las satisfacciones vulgares, por encima de todos los apetitos ordinarios, muy cerca de las estrellas.
    Las almas menos exaltadas se echan ciertas noches a soñar, Como si les creciesen alas. También es posible que Lesable estuviese algo achispado.
    Cachelín, que había ido a buscar su pipa, regresó encendiéndola, y le dijo a Lesable:
    —Como sé que usted no fuma, no le he ofrecido cigarrillos. No hay placer como el de fumar una pipa en este sitio. Yo no seria capaz de acostumbrarme a vivir en uno de los pisos bajos. Podríamos tener uno, porque esta casa, lo mismo que la de la izquierda y la de la derecha, pertenecen a mi hermana. Le producen a ella una bonita renta. Son casas que no le costaron muy caras cuando las compró.
    Se volvió hacia el comedor, y gritó:
    —Carlota, ¿a cómo pagaste estos terrenos?
    Se oyó la puntiaguda voz de la solterona, pero Lesable no oía sino retazos de frases:
    —...el mil ochocientos sesenta y tres..., treinta y cinco francos... construido después.., las tres casas…, un banquero... revender a quinientos mil francos por lo menos...
    Daba detalles de su fortuna con la complacencia de un veterano que cuenta sus campañas. Entraba en pormenores de sus compras, de las proposiciones que andando el tiempo le habían hecho, de las Plusvalías, etc.
    Lesable, muy interesado en todo aquello, se volvió, quedando con la espalda apoyada en la barandílla de la terraza. Pero como no captaba todavía más que retazos de lo que ella explicaba, se apartó bruscamente de su joven acompañante y entró en el comedor para oír bien; tomó asiento al lado de la señorita Carlota, y conversó largamente con ella de la probable subida de los alquileres, y de lo que rinde el dinero bien colocado en valores o bienes inmuebles.
    Era cerca de medianoche cuando se retiró, prometiendo volver.
    Un mes después, no se hablaba de otra cosa en el Ministerio que de la boda de Santiago Leopoldo Lesable con la señorita Celeste Coralia Cachelín.

    III

    El nuevo matrimonio se instaló en el mismo piso que Cachelín y la señorita Carlota, en un cuarto parecido al suyo, del que se había expulsado al inquilino que lo ocupaba.
    Sin embargo, Lesable no las tenía todas consigo: la tía no quiso extender un documento definitivo en que declarase heredera de sus bienes a Cora. Sin embargo, se prestó a jurar «ante Dios»  que tenía hecho ya testamento y que se hallaba depositado en la notaría del señor Belhomme. Juró, además, que toda su fortuna iría a parar a su sobrina, aunque ponía una condición. Apremiada para que se revelase cuál era ésta, rehusó dar explicaciones, aunque juró también, con una sonrisita bondadosa, que era muy fácil de cumplir.
    En vista de aquellas declaraciones y de la obstinación de la vieja beata, le pareció a Lesable que debía seguir adelante; la joven le gustaba mucho y el deseo triunfó de sus titubeos, rindiéndose por fin al empeño obstinado de Cachelín.
    Aunque no dejaba de aguijonearle una duda, era feliz. No lo había decepcionado su mujer, y él la amaba. Su vida corría tranquila y monótona. Le habían bastado algunas semanas para adaptarse a su nueva posición de hombre casado, y seguía siendo el empleado modelo de siempre.
    Transcurrió un año, y llegó el día primero del siguiente. Con gran sorpresa suya, no obtuvo el ascenso, que daba por descontado. Únicamente Maze y Pitolet pasaron al grado superior; Boissel declaró confidencialmente a Cachelín que estaba resuelto a dar una buena paliza a sus dos compañeros, delante de todo el mundo, cualquier tarde, a la salida de la oficina. Pero no lo hizo.
    Lesable estuvo ocho días sin que le dejase conciliar el sueño la congoja de que no lo hubiesen ascendido, a pesar de su aplicación. Sin embargo, él trabajaba como un condenado; sustituía indefinidamente al subjefe, el señor Rabot, que se pasaba nueve meses al año enfermo en el hospital de Val de Gráce; llegaba todas las mañanas a la oficina a las ocho y media, y se retiraba a las seis y media. ¿Podía pedírsele más? Si no le agradecían aquel trabajo y aquel esfuerzo, se reduciría a hacer lo que todos lo demás. Había que premiar a cada cual según su aplicación. ¿Era posible que el señor Torchebeuf, que lo trataba como a un hijo, lo hubiese sacrificado de aquella manera? Quería saber a qué atenerse. Hablaría a su jefe, y le diría  lo que pensaba.
    Así lo hizo, y un lunes, de mañana, antes que llegasen sus compañeros, llamó a la puerta de aquel potentado.
    Una voz agria le contestó:
    —¡Adelante!—y el entró.
    El señor Torchebeuf escribía; estaba sentado en una gran mesa llena de papelotes, y era un hombre pequeñito, con una cabezota que parecía estar colocada encima de la carpeta. Al ver que era su empleado preferido, dijo:
    —Buenos dias, Lesable, ¿sigue usted bien?
    El joven le contestó:
    —Buenos días, querido patrón; yo sigo bien, ¿y usted?
    El jefe dejó de escribir, e hizo girar el sillón. Su cuerpo menudo, frágil, seco, ceñido en una levita negra de corte muy serio, parecía completamente fuera de proporción con aquel voluminoso sitial con respaldo de cuero. Una roseta de oficial de la Legión de Honor, enorme, deslumbrante, mil veces demasiado grande para quien la llevaba, lucía como un carbón al rojo en su angosto pecho, aplastado bajo el cráneo de gran tamaño, como si su persona se hubiese desarrollado al estilo de los hongos, en forma de cúpula semiesférica.
    Tenía puntiaguda la mandíbula, las mejillas hundidas, los ojos saltones, la frente anchísima, cubierta de cabellos blancos peinados hacia atrás.
    El señor Torchebeuf dijo sentenciosamente:
    —Siéntese, amigo mío, y digame qué le trae por aquí.
    Trataba a todos los demás empleados con rudeza militar, considerándose como un capitán a bordo de su barco, porque se representaba al Ministerio de la Marina como un gran navío, el buque almirante de todas las escuadras francesas.
    Lesable, que estaba un poco conmovido y algo pálido, balbució:
    —He venido, querido patrón, para preguntarle si existe algún motivo que me haya hecho desmerecer en su opinión.
    —¿Quién piensa en eso, amigo mio? ¿A santo de qué viene tal pregunta?
    —Es que me ha sorprendido un poco el que no haya tenido este año, al igual que los anteriores, un ascenso. Permítame, querido patrón, que me desahogue por completo, pidiéndole perdón por mi audacia. Reconozco que he recibido de usted favores excepcionales y ventajas inesperadas. No ignoro que, por regla general, se otorgan los ascensos cada dos o tres años; sin embargo, permitame también que le haga observar que rindo casi cuatro veces más trabajo en la oficina que un empleado corriente, y le dedico el doble de tiempo, por lo menos. Si, pues, se estableciese un balance de lo que rindo en el trabajo con lo que el trabajo me rinde en remuneración, estoy seguro de que ésta estaría muy por debajo de aquél.
    Lesable había preparado cuidadosamente la frase, creyéndola excelente.
    El señor Torchebeuf, sorprendido, preparaba su réplica, y dijo maquinalmente con fría solemnidad:
    —Aunque, por principio, no sea admisible que se hable de estas cosas entre jefe y empleado, quiero contestarle por una vez y en atención a sus relevantes servicios. Al igual que en años anteriores, también éste lo propuse a usted para el ascenso. Pero el director hizo a un lado el nombre de usted, fundándose en que su matrimonio le asegura un hermoso porvenir, que no alcanzarán jamás sus modestos colegas. Vamos a ver, ¿no es equitativo que se tenga en cuenta la posición de cada uno? Usted llegará a ser rico, muy rico. Trescientos francos al año no supondrán nada para usted, mientras que para el bolsillo de los demás equivaldrá a mucho, Esta es, amigo mío, la razón por la cual ha quedado usted relegado por este año.
    Lesable se retiró, confuso e irritado.
    Aquella noche se mostró antipático con su mujer durante la cena. Por lo general ella solía estar alegre y era de carácter equilibrado, aunque voluntarioso; cuando quería de veras una cosa, no cedía. Ya no tenía para Lesable el encanto sensual de los primeros tiempos; seguía despertando fácilmente su deseo, porque era bonita y lozana, pero había momentos en los que experimentaba la desilusión, tan próxima al hastío, que surge muy pronto de la vida en común de dos personas. Los mil detalles triviales o grotescos que tiene la existencia, el descuido de la persona en las primeras horas del día, la bata de tejido de lana ordinaria, ajada, vieja; el peinador descolorido, detalles para cuya atención no eran lo bastante ricos, y el ver muy de cerca a la mujer ocupada en tareas propias de una casa pobre, le habían acabado por despojar a su matrimonio del brillo exterior, marchitando la poesía que, como flor lejana, seduce a los novios.
    También tía Carlota le hacía desagradable la vida del hogar porque estaba metida siempre en el cuarto del matrimonio; íntevenia en todo, pretendía dirigirlo todo y, a propósito de todo, tenía que hacer comentarios. El miedo horrible que ellos tenían de ofenderla les hacía soportarla resignadamente; pero con una irritación secreta cada vez mayor.
    Iba y venía por el cuarto cor sus torpes andares de vieja, y su aguda vocecilla repetía a cada momento:
    —Deberías hacer esto; deberías hacer lo otro.
    Cuando marido y mujer estaban a solas, Lesable exclamaba, nervioso:
    —Tu tía se está haciendo ya insoportable. Estoy hasta la coronilla, ¿me oyes?, hasta la coronilla.
    Cora le contestaba tranquilamente:
    —Y ¿qué quieres que le haga yo?
    El, entonces, se enfurecía:
    —Es un asco tener una familia así.
    Y ella le replicaba con la misma tranquilidad:
    —Sí, la verdad que es un asco; pero la herencia es buena, ¿no te parece? Ea, no hagas el tonto. Tienes tanto interés como yo en tratar con miramientos a tía Carlota.
    Lesable, no sabiendo qué contestar, se callaba.
    Pero llegó un momento en que tía Carlota los hostigó incansable con la manía de que debían tener un hijo. Se llevaba a Lesable a los rincones y le bisbiseaba en su misma cara:
    —Sobrino, mi firme deseo es que sea usted padre antes que yo me muera. Quiero conocer a mi heredero. No me hará usted creer que Cora no reúne condiciones para ser madre. No hay más que verla. Cuando uno se casa, sobrino, es para tener familia, para propagar su linaje. Nuestra santa madre la Iglesia condena los matrimonios estériles. Ya sé que no sois ricos, y que un hijo acarrea gastos. Pero una vez que yo muera, no ha de faltaros nada. Quiero ver un pequeño Lesable, lo quiero ver sin falta, ¿me oye usted?
    A los quince meses de matrimonio, su deseo no se había visto realizado todavía; entonces concibió ciertas dudas y se hizo apremiante; daba muy en secreto consejos a Cora, consejos prácticos, de mujer que ha visto muchas cosas en su tiempo y que sabe acordarse de ellas cuando se presenta la ocasión.
    Pero llegó un día que no pudo moverse de la cama, porque se sintió indispuesta. Como jamás había estado enterma, Cachelín llamó muy emocionado a la puerta del cuarto de su yerno:
    —Vaya usted en seguida a llamar al doctor Barbette y encárguese también, claro está, de decir al jefe que, en vista de lo que ocurre, no iré hoy a la oficina.
    Lesable pasó un día angustioso; sentíase incapaz de trabajar, de redactar, de estudiar los asuntos. El señor Torchebeuf le dijo, sorprendido:
    —Señor Lesable, le encuentro hoy a usted poco atento al trabajo.
    Lesable, nervioso, le contestó:
    —Estoy muy cansado, querido patrón, porque he pasado toda la noche atendiendo a nuestra tía, que se encuentra muy grave.
    Pero el jefe le contestó con frialdad:
    —Creo que ya es bastante que se haya quedado con ella el señor Cachelín. No es cosa de que se desorganice mi negociado por asuntos personales de mis empleados.
    Lesable había puesto su reloj encima de la mesa, donde pudiera tenerlo a la vista; esperó con febril impaciencia que diesen las cinco. Por primera vez en su carrera salió corriendo en cuanto el gran reloj del patio general dió la hora, abandonando su despacho al minuto exacto reglamentario. Tan viva era su inquietud, que tomó un coche de alquiler para volver a su casa, y subió las escaleras corriendo.
    Le abrió la criada, y él le preguntó bisbiseando:
    —¿Cómo sigue?
    El médico la encuentra muy caída.
    Le dio un vuelco el corazón y exclamó anhelante:
    —¡Ah! ¿Sí?
    ¿Iría, quizá, a morir de ésta?
    No se atrevió a entrar en el cuarto de la enferma, y mandó llamar a Cachelín, que era quien la atendía.
    Su suegro salió en seguida, corriendo con precaución la puerta. Estaba en batín y gorrillo griego, como en sus veladas nocturnas al amor de la lumbre; murmuró en voz baja:
    —Esto va mal, muy mal. Lleva cuatro horas sin conocimiento. Esta tarde le han administrado los últimos sacramentos.
    Lesable sintió que le flaqueaban las piernas y se sentó:
    —¿Dónde está. mi mujer?
    —A su lado.
    —¿Qué es, exactamente, lo que ha dicho el doctor?
    —Que se trata de un ataque. Puede reponerse y puede también fallecer esta misma noche.
    —¿Me necesitan ustedes para algo? Preferiría no entrar, si no me necesitan. Me afectaría mucho verla en semejante estado.
    —No lo necesitamos. Váyase a su cuarto. Si ocurre alguna novedad, lo haré llamar inmediatamente.
    Lesable se retiró a su cuarto. Lo encontró cambiado, mayor, más luminoso. Pero su desasosiego le impedía estar quieto, y salió al balcón.
    Era en los últimos días del mes de julio, y el sol radiante, antes de desaparecer detrás de las dos torres del Trocadero, derramaba una cascada de llamas sobre la inmensa aglomeración de tejados.
    El firmamento, de un rojo deslumbrador encima de la línea del horizonte, adquiría más arriba matices de oro pálido, y más arriba aún se teñía de amarillo, y luego de verde, de un verde suave, bruñido de luz, adquiriendo sobre las cabezas un color azul, limpio y brillante.
    Pasaban como flechas las golondrinas, visibles sólo un instante, recortando sobre el fondo bermejo del cielo el perfil ganchudo y fugitivo de sus alas. Una neblina rosa, un vaho de fuego se cernía sobre la muchedumbre infinita de casas, sobre los campos que lejanos y, envueltas en ella, se erguían, corno en una apoteosis, las flechas de los campanarios y los esbeltos remates de los monumentos. El Arco de Triunfo de la Estrella surgía, como una masa enorme y negra, entre el incendio del horizonte, y la cúpula de los Inválidos parecía otro sol caído del firmamento sobre las espaldas de un edificio.
    Lesab1e se agarró con las dos manos a la barandilla de hierro; respiraba el aire como si fuese vino, sintiendo impulsos de saltar, de gritar, de hacer gestos violentos, de tan profundo y triunfal .como era su gozo. ¡Qué radiante le aparecía la vida, qué pletórico de felicidad el porvenir! ¿Qué iba a hacer? Se sumió en fantásticas imaginaciones.
    Se estremeció al sentir detrás un ruido. Era su mujer. Traia los ojos enrojecidos, las mejillas algo hinchadas, el aspecto cansado. Le ofreció la frente, para que se la besase, y luego le dijo:
    —Cenaremos en el cuarto de papá, para estar cerca de ella. Y mientras cenamos, la atenderá la criada.
    Se trasladó con ella al departamento de al lado.
    Cachelín estaba sentado a la mesa, esperando a su hija y a su yerno. Sobre el trinchante se veía un pollo frío, una ensalada de patatas y una compotera de fresas, y la sopa humeaba ya en los platos.
    Tomaron asiento. Cachelín dijo con solemnidad:
    —No me gustaría que se repitiesen con frecuencia jornadas de esta clase. No son nada alegres.
    Pero en su acento se transparentaba un dejo de indiferencia y en su rostro más bien satisfacción que otra cosa. Se puso a devorar con su buen apetito de siempre; encontró excelente el pollo y le pareció sumamente refrescante la ensalada de patatas.
    Lesable, en cambio, tenia como apretado el estómago e inquieta el alma; comía apenas y estaba con el oído pendiente de lo que pasaba en la habitación de al lado; no se oía nada, como si no hubiese nadie en ella. Tampoco Cora tenía apetito; estaba emocionada, llorosa, y de cuando en cuando se enjugaba uno de los ojos con una punta de la servilleta.
    Cachelín preguntó:
    —¿Qué ha dicho el jefe?
    Lesable dio detalles, pero su suegro los quería minuciosos; se los hizo repetir, quiso saberlo todo, como si estuviese ausente del Ministerio desde hacía un año.
    —Habrá causado sensación, ¿verdad?, la noticia de que está enferma.
    Se imagínó en aquel momento su entrada solemne, cuando regresase después del fallecimiento; vio por adelantado las caras que pondrían sus colegas. Sin embargo, y como respondiendo a un secreto remordimiento, dijo:
    —¡No es que yo le desee ningún mal a nuestra querida enferma! Dios es testigo de que desearía tenerla con nosotros largo tiempo; pero no se puede negar que causará sensación. Hasta al tío Savón le hará olvidarse de la Commune.
    Cuando estaban empezando a comer las fresas se entreabrió la puerta de la habitación de la enferma. Esto produjo tal conmoción a los comensales, que los tres, como movidos por un solo resorte, se pusieron a un tiempo en pie. La criada dijo tranquilamente:
    —Ya no respira.
    Cachelín tiró su servilleta encima de los platos y se lanzó como loco; Cora le siguió, con el corazón tembloroso; pero Lesable permaneció en pie cerca de la puerta, tratando de descubrir, desdé lejos, la pálida mancha del lecho, débilmente iluminado por la luz del crepúsculo. Veía la espalda de su suegro inclinado hacia la cama, inmóvil, atento. De pronto le llegó el sonido de su voz, como si viniese de lejos, de muy lejos, del extremo del mundo, como esas voces que oímos en sueños y que nos dicen cosas sorprendentes. Decía aquella voz:
    —¡Se acabó! No se oye absolutamente nada.
    Vio Lesable cómo su esposa caía de rodillas, hundía la frente en la sábana y sollozaba. Se decidió entonces a entrar, y al erguirse Cachelín, distinguió sobre la blancura de la almohada el rostro de tía Carlota, con los ojos cerrados, las mejillas muy hundidas, tan rígido, tan descolorido, que parecía figura de cera.
    Preguntó, acongojado:
    .—¿Se acabó?
    Cachelín, que estaba también contemplando a su hermana, sé volvió hacia él y sus miradas se cruzaron. Contestó- «sí», esforzándose por dar a su rostro una expresión de desconsuelo, pero uno y otro se habían calado hasta lo hondo con una sola mirada, y, sin saber por qué, instintivamente, cambiaron un apretón de manos, como queriendo darse mutuamente las gracias, por lo que el uno había hecho en favor del otro.
    Sin perder un instante, se entregaron con afán a todos los menesteres que exige un muerto.
    Lesable se encargó de ir en busca del médico y de hacer, lo antes posible, las gestiones más urgentes.
    Cogió el sombrero y bajó corriendo las escaleras, con prisa de verse en la calle, de estar solo, de respirar, de pensar, de gozar a solas de su felicidad.
    Cuando acabó de hacer las diligencias que llevaba, se dirigió hacia el bulevar, en vez de volver directamente a casa; le arrastraba el ansia de ver gente, de sumarse a su agitación y a la alegre vida nocturna. Sentía comezón de gritar a todos los que pasaban: «Tengo cincuenta mil libras de renta»; caminaba con la~manos en los bolsillos, se detenía ante los escaparates, Contemplaba las ricas telas, las joyas, los muebles de lujo, y en su cabeza bullía este alegre pensamiento: «Ahora sí que podré comprar estas cosas.»
    De pronto, al cruzar por delante de una funeraria, arañó bruscamente esta idea: «¿Y si no estuviese muerta? ¿Y si se hubiesen equivocado?»
    Marchó en dirección a su casa, acelerando más el paso, y con aquella duda flotando en su cerebro.
    Preguntó al entrar:
    —¿Vino el doctor?
    Cachelín contestó:
    —Si. Comprobó el fallecimiento y se ha encargado de preparar el certificado.
    Entraron en la habitación de la difunta. Cora, sentada en un sillón, seguía llorando. Lloraba calladamente, sin esfuerzo, sin sentimiento casi, con la facilidad que las mujeres tienen para derramar lágrimas.
    Así que estuvieron los tres en el cuarto, dijo Cachelín en voz baja:
    —Como la criada se ha marchado a descansar, podemos mirar si tenía escondido algo en los muebles.
    Los dos hombres pusieron manos a la obra. Vaciaban los cajones, registraban en los bolsillos, desdoblaban los papeles más pequeños. A medianoche no habían encontrado todavía nada de interés. Cora se había quedado adormilada, y roncaba ligeramente de un modo irregular. César preguntó:
    —¿Creéis que debemos quedarnos aquí hasta que amanezca?
    Lesable estaba perplejo, pero opinó que era lo más indicado. El suegro adoptó su criterio:
    —En tal caso—dijo—traigamos sillones.
    Y fueron en busca de dos asientos acolchados que tenía el matrimonio joven en su habitación.
    Una hora después, los tres familiares dormían, con ronquidos desiguales, frente al cadáver, rígido, en su inmovilidad eterna.
    Se despertaron al amanecer, en el momento en que la criadlta entraba en la habitación. Cachelín reconoció, mientras se restregaba los párpados, «que se había quedado transpuesto hacía una media hora».
    Pero Lesable, que, había recobrado en seguida su aplomo, dijo:
    —Ya lo he advertido. Por mi parte, no he llegado ni un solo instante a perder la noción de las cosas, y únicamente cerré los ojos para aliviarlos un poco.
    Cora se retiró a su cuarto.
    Lesable preguntó entonces con aparente indiferencia:
    —¿Cuándo quiere usted que vayamos a casa del notario para que nos haga conocer el testamento?
    —Si a usted le parece, pues... esta misma mañana.
    —¿Será indispensable que nos acompañe Cora?
    —Tal vez sea lo mejor, ya que, en resumidas cuentas, es ella la heredera.
    —En ese caso, voy a decirle que se vaya preparando.
    Lesable salió con su paso rápido característico.

    ***

    Acababa de abrir sus puertas el bufete del señor Belhomme, cuando se presentaron Cachelín, Lesable y su esposa, de luto riguroso y con caras de desconsuelo.
    El notario los recibió inmediatamente; Cachelín tomó la palabra:
    —Ya me conoce usted; soy el hermano de la señorita Carlota Cachelín. Estos son mi hija y mi yerno. Mi pobre hermana falleció ayer, y la enterraremos mañana. Siendo usted el depositario de su testamento, venimos a preguntarle si ha formulado acaso alguna disposición relativa al entierro o si tiene usted algo que comunicarnos.
    El notario tiró del cajón de un mueble, cogió un sobre, lo rasgó, sacó de él un papel, y dijo sentenciosamente:
    —Aquí tengo una copia de su testamento, de la que puedo darles lectura inmediatamente. La otra, exactamente igual a ésta, debe quedar entre mis manos.
    Y leyó lo que sigue:
    5
    «Yo, Victoria-Carlota Cachelín, cuya firma va al pie, declaro, aquí mis últimas voluntades:
    »Dejo toda mi fortuna, que se eleva, más o menos, a un millón ciento veinte mil francos, a los hijos que nazcan del matrimonio de mi sobrina Celeste-Coralia Cachelín, dejando a los padres el disfrute de las rentas que produzca hasta la mayoría de edad del mayor de sus descendientes.
    »Las disposiciones que se dan  a continuación regulan la parte que corresponderá a cada hijo y la que quedará a beneficio de los padres hasta el fin de sus días.
    »En el caso de que yo falleciese antes que mi sobrina haya tenido un heredero, quedará toda mi fortuna en manos de mi notario por espacio de tres años, a fin de que, si en ese plazo nace un descendiente, se cumpla mi voluntad, según la he expresado más arriba. Pero si el cielo no concediese a Coralia un descendiente en los primeros tres años después de mi fallecimiento, mi notario tomará a su cargo la distribución de mi fortuna a los pobres y a los establecimientos de beneficencia cuya lista doy a continuación»
    Seguía una lista interminable de nombres de comunidades, cifras, disposiciones y recomendaciones.
    El señor Belhomme puso cortésmente el documento en manos de Cachelín, que no volvía de su asombro.
    Se juzgó incluso obligado a agregar algunas explicaciones:
    —Cúando la señorita Cachelín—dijo el notario—me descubrió por vez primera su proyecto de testár en este sentido, me hizo saber el extremado anhelo que sentia de ver un heredero de su raza. A, todas las observaciones que yo le hice opuso su voluntad, cada vez más decidida, que arrancaba, por lo demás, de un sentiniento religioso, porque ella creía que una unión estéril era indicio le la maldición divina. No consentía modificar sus intenciones. Créanme que lo lamento muy de veras.
    Después, dirigiéndose a Coralia, añadió con una sonrisa:
    —No dudo ni por un momento que el desideratum de la difunta se realizará muy en breve.
    Los tres familiares se retiraron, pero iban demasiado desconcertados para pensar en nada.
    Regresaban a su domicilio, los tres a la par, sin decir palabra, avergonzados e irritados, como si se hubiesen robado los unos a los otros. Hasta el dolor que sentía Cora se disipó súbitamente, como si la ingratitud de su tía la relevase de la obligación de llorarla. Por fin, Lesable, con los labios exangües contraídos por el despecho, dijo a su suegro:
    —Entrégueme ese documento,  para que me entere por mis propíos ojos.
    Cachelín le entregó el papel, y el el jovén se puso a leer. Se paró más en la acera, y allí siguió impertérrito, entre los encontronazos de los transeúntes, pesando las palabras con su mirada penetrante y práctica. Los otros dos familiares se quedaron esperándole a dos pasos, sin salir de su mutismo.
    Devolvió el testamento a Cachelín, dictaminando:
    —¡No hay nada que hacer!¡Bien nos ha estafado!
    Cachelín, al que la quiebra de sus esperanzas traía irritado, le contestó:
    —~Usted es el que hubiera debido tener un hijo, recontra! Sabía usted muy bien que ella lo deseaba desde hacia tiempo.
    Lesable se encogió de hombros, sin contestar nada.
    Al llegar a casa, se encontraron con una multitud de personas que estaban esperándolos; todas ellas vivían de algo relacionado con los muertos. Lesable se metió en su cuarto, y ya no quiso ocuparse de nada; César trató malamente a todos, diciendo a gritos que lo dejasen en paz, deseando acabar cuanto antes con todo aquello, pareciéndole que tardaban mucho en desembarazarle de aquel cadáver.
    A Cora, encerrada en su habitación, ni siquiera se la sentía. Pero, al cabo de una hora, llamo Cachelín a la puerta de su yerno, y le dijo:
    Mi querido Leopoldo, vengo a proponerle algunas cosas, porque, después de todo, no tenemos más remedio que marchar de acuerdo. Opino que debemos hacerle, a pesar de lo ocurrido, unas exequias honrosas para que nada sospechen en el Ministerio. Ya nos arreglaremos entre nosotros para el pago de los gastos. Por lo demás, nada se ha perdido aún. No hace tanto tiempo que están casados, y muy mala habría de ser vuestra suerte para que no tengáis hijos. Es cuestión nada más de que os lo propongáis. Y ahora, vamos a lo más urgente. ¿Quiere encargarse usted de ir dentro de un rato al Ministerio? Yo me pondré a escribir las direcciones para las esquelas.
    Lesable, aunque con resquemor, tuvo que reconocer que su suegro tenía razón; sentáronse, pues, frente por frente, en los dos extremos de una mesa larga, para ir trazando en los recuadros enlutados los nombres correspondientes.
    Más tarde se desayunaron. Reapareció Cora, indiferente, como si nada de todo aquello fuese con ella, y comió mucho, porque había cenado poco la víspera.
    Acabado el desayuno, volvió a encerrarse en su habitación. Lesable salió para ir al Ministerio de Marina, y Cachelín se instaló en la terraza, a horcajadas sobre una silla, para fumar una pipa. El pesado sol de un día de verano caía a plomo sobre la aglomeración de tejados; habla algunos, guarnecidos de cristales, que parecían de fuego y lanzaban centelleos que deslumbraban la vista. Cachelín, en mangas de camisa, parpadeaba bajo aquel desbordamiento de luz, y miraba las verdes colinas, allá lejos, lejos, detrás de la gran ciudad, detrás de los barrios exteriores polvorientos. Pensaba que al pie de aquellas colinas, cuyas laderas estaban cubiertas de arbolado, corría el Sena, anchuroso, tranquilo y fresco, y que se estaría infinitamente mejor tumbado boca abajo a la sombra del follaje, al borde mismo del río, escupiendo en las aguas, que encima del plomo ardiente de su terraza. Se sentía angustiado por un malestar, le hostigaba el pensamiento, la sensación dolorosa de su desastre, de aquel infortunio inesperado, tanto más amargo y brutal cuanto más viva y prolongada había sido la esperanza; y de pronto, exclamó en voz alta, como suele ocurrir cuando el espíritu está profundamente conturbado, obsesionado por una idea fija:
    —¡Penco Indecente!
    A sus espaldas, en la habitación, se oía el ir y venir de los empleados de pompas fúnebres y los golpes seguidos del martillo cerrando el ataúd. No había vuelto a ver a su hermana después de la visita hecha al notario.
    Poco a poco la tibieza, la alegría, el limpio encanto de aquel magnífico día veraniego caló en sus carnes y en su espíritu, y pensó que aún no se habían perdido todas las esperanzas. ¿Por qué no había de tener sucesión su hija? Todavía no llevaba casada dos años. Su yerno, aunque bajo de estatura, parecía hombre vigoroso, bien formado y de buena salud! Tendrían un hijo, Dios de Dios! Tenían que tenerlo, sin remedio.
    Lesable entró a hurtadillas en e1 Ministerio, y se deslizó en su despacho. Halló sobre la mesa un papel con estas palabras: «El jefe quiere verlo.» Hizo al pronto un gesto de impaciencia, sublevándose contra aquel despotismo que se descargaba sobre sus espaldas; mas, de pronto, se sintió aguijoneado por un ansia brusca y violenta de llegar. También él seria jefe, y muy pronto, y aún más arriba llegaría.
    Sin quitarse siquiera la americana de calle, se dirigió al despacho del señor Torchebeuf. Adoptó cara de profundo dolor que suele tomarse en los momentos tristes, y aún más, porque llevaba retratadas en la suya las señales de un pesar auténtico y profundo, del abatimiento involuntario que imprimen a los rasgos faciales las contrariedades violentas.
    La cabezota del jefe, inclinada siempre sobre el papel, se enderezó, y le preguntó con brusquedad:
    —Me ha hecho usted falta toda la mañana. ¿Cómo es que no ha venido usted?
    Lesable contestó:
    —Mi querido patrón, hemos tenido la desgracia de perder a mi tía, la señorita Cachelín, y venía justamente a pedirle que asista a la inhumación, que tendrá lugar mañana.
    El rostro del señor Torchebeuf volvió a recobrar su serenidad, y contestó, con cierta inflexión de respeto en la voz:
    —Eso ya es otra cosa, amigo mio. Le doy las gracias y lo dejo a usted en libertad, porque me imagino que tendrá usted que atender a muchas cosas.
    Pero Lesable tenía empeño en mostrarse exagerado cumplidor de sus obligaciones, y contestó:
    —Gracias, querido patrón, pero ya está todo hecho y pienso quedarme aquí hasta la hora reglamentaría.
    Y volvió a su oficina.
    Había corrido ya la noticia, acudían de todas las oficinas, más que para acompañarle en el sentimiento, para felicitarle, y también para ver qué actitud era la suya. Lesable conservaba ante la frases y las miradas una expresión resignada de buen actor y un tacto que dejaba admirados todos. «Se conduce muy bien», decían unos. Y otros agregaban «De todos modos, debe de estar satisfechísimo en su interior.»
    Maze, más audaz que los otros, le preguntó con el aire despreocupado de un hombre de mundo:
    —¿Conoce usted la cifra exacta de lo que deja?
    Lesable le contestó con tono perfecto de desinterés:
    —Exactamente, no. El testamento habla de un millón dos cientos mil francos, más o menos. Conozco este detalle porque el notario ha tenido que comunicamos algunas cláusulas relativas a los funerales.
    Opinaban todos que Lesable no seguiría en el Ministerio. Con sesenta mil libras de renta no sigue nadie entre el balduque. Eso da categoría y se puede triunfar en  lo que a uno le agrade más. Calculaban unos que se encaminaría hacia el Consejo de Estado y opinaban otros que pensaba ya en ser elegido diputado. El jefe daba por descontada su dimisión, que él transmitiría al director.
    Acudió a los funerales todo el ministerio, y los encontraron demasiado pobres. Pero circuló el rumor de que «tal había sido la voluntad de la señorita Cachelín, y que así lo especiflcaba el testamento».
    Cachelín reanudó el trabajo desde el mismo día siguiente, y a su vez Lesable, después de estar indispuesto una semana, volvió algo pálido, pero con la misma asiduidad y celo de antes. Parecía como si no hubiese ocurrido nada en la existencia de los dos. Observóse únicamente que tanto el uno como el otro fumaban con ostentación gruesos cigarros, que conversaban acerca de la renta pública, de los ferrocarriles y de los grandes valores bursátiles como hombres que tienen títulos en la cartera; y al cabo de algún tiempo se supo la noticia de que habían alquilado en los alrededores de París una casa de campo para pasar el final del verano. La gente se dijo: «Son tan avaros como la vieja; les viene de familia; Dios los cría y ellos se juntan; sea como sea, no está bien seguir en el Ministerio cuando se tiene una fortuna como la suya.»
    Al cabo de cierto tiempo, ya nadie se acordó de aquello. Estaban juzgados y catalogados.

   
    IV

    Mientras acompañaba el entierro de su tía Carlota, iba Lesable pensando en el millón; roído por la ira, que era aún más violenta porque tenía que permanecer oculta, se revolvía contra todos como si fuesen culpables de su lamentable contratiempo.
    Pero también pensaba: «¿A qué se deberá que, en dos años que llevo casado, no haya tenido hijos?» El temor de que su matrimonio fuese estéril hacía latir apresuradamente su corazón.
    Como chiquillo que contempla el pastel que hay que descolgar de lo alto del palo de la cucaña, largo y brillante, y se jura a si mismo llegar hasta allí a fuerza de energía y de voluntad, y tener el vigor y la tenacidad necesarios, así Lesable tomó la resolución desesperada de llegar a ser padre. Si lo son tantos otros, ¿por qué no había de serlo él? Tal vez había que achacarlo a que, siéndole completamente indiferente, había sido poco cuidadoso, despreocupado o ignorante de algún detalle. Jamás habla experimentado el violento deseo de dejar un heredero, y tal vez por eso no había puesto el máximo cuidado en conseguirlo. De allí en adelante, haría esfuerzos encarnizados; no descuidaría ningún detalle y se saldría con la suya, porque tal era su firme voluntad.
    Pero al hallarse de regreso en su casa, se sintió indispuesto y tuvo que acostarse. El desengaño había sido demasiado fuerte, y ahora sufría sus consecuencias.
    El médico juzgó qué su indisposición era lo bastante seria para prescribir un reposo absoluto, y hasta aseguró que necesitarla cuidarse durante mucho tiempo. Temíase un acceso, de fiebre cerebral.
    Sin embargo, al cabo de ocho días se levantó y reanudó su trabajo en el Ministerio.
    Pero no se atrevía a acercarse al lecho conyugal, creyéndose todavía enfermo. Vacilaba y temblaba, como general a punto de dar una batalla en, la que se juega su porvenir. Y cada noche lo dejaba para la siguiente, aguardando a encontrarse en uno de esos momentos de plétorica salud, de bienestar y de energía, en que nos sentimos capaces de cualquier empresa. A cada instante se tomaba el pulso, y encontrándolo o demasiado débil o agitado, tomaba tónicos, comía cruda, o daba largas caminatas vigorizadoras antes de volver a su casa.
    Como no se restablecía en la medida que él hubiera querido, se le ocurrió pasar el final de la estación calurosa en los alrededores le Paris. Llegó muy en breve a la convicción de que el aire puro del campo ejercería sobre su temperamento una influencia irresistible. El campo produce efectos maravillosos, decisivos, en la situación en que él se encontraba. Esta seguridad del éxito inminente lo tranquilizó, y muchas veces le decía a su suegro, dando inflexiones intencionadas a su voz:
    —Cuando vivamos en el campo, mejoraré y se arreglará todo. La palabra «campo», por sí sola, encerraba para él un sentido misterioso.
    Alquilaron una casita en el pueblo de Bezons, y se instalaron los tres en ella. Todas las mañanas salían a pie los dos hombres para ir a la estación de Colombes, atravesando la llanura, y todas las noches volvían también a pie.
    Cora, encantada de vivir a orillas del agradable río, iba a sentarse en los ribazos de sus márgenes, cogía flores y llevaba a casa grandes ramos de hierbas finas, amarillas y temblorosas.
    Todas las noches se paseaban los tres a lo largo de la ribera, hasta la presa de la Morue, y entraban a beber una botella de cerveza en el restaurante de Los Tilos. El río, contenido por la larga hilera de pilotes, se precipitaba por entre las junturas de los mismos, saltando, hirviendo, espumajeando en una anchura de cien metros; el retumbo del agua al caer hacía retemblar el suelo, y de la cascada subía como débil humareda una suave neblína, un vapor húmedo que flotaba en el aire, derramando en el contorno un olor de agua batida, un sabor de légamo removido.
    Caía la noche. Enfrente, a lo lejos, un gran resplandor señalaba el emplazamiento de Paris, arrancando todos los días a Cachelín idéntica frase: «¡París! ¡Qué ciudad, después de todo! » A cada rato pasaba un tren con retumbos de trueno por el puente de hierro que corta la punta de la isla, desapareciendo en seguida, ya por la izquierda, ya por la derecha, en dirección a París o en dirección al mar.
    Volvían a casa muy déspacio, viendo levantarse la luna; se sentaban en el borde de una cerca para quedarse contemplando cómo su luz suave y amarillenta caía sobre el río tranquilo, dando la impresión de correr como sus aguas, formando en las leves arrugas de la corriente como un inquieto muaré de fuego. Los sapos lanzaban su grito breve y metálico. Las aves nocturnas se envíaban por los aires sus llamadas. A veces se deslizaba por el río una gran sombra silenciosa, alterando su curso luminoso y sereno. Era una barca de merodeadores que lanzaban dé pronto el esparavel, y alzaban sin ruido a bordo la ancha y oscura red con su pesca de gobios brillantes, sacudidos por estremecimientos, como quien alza un tesoro del fondo del agua, un tesoro vivo de peces de plata.
    Cora, emocionada, se apoyaba tiernamente en el brazo de su marido, cuyos propósitos adivinaba, aunque no se hubiesen dicho una palabra. Eran aquellos días para ellos como un nuevo noviazgo, como una segunda espera del beso de amor. El se lanzaba a veces a una caricia furtiva, junto a la oreja, en el nacimiento de la nuca, en el rinconcito adorable de carne tierna del que arrancan los primeros cabellos. Ella le contestaba con una presión de la mano, los dos se deseaban y se rehusaban, atraídos y contenidos por una voluntad más enérgica, por el fantasma del millón.
    Cachelín, tranquilizado por aquella esperanza que sentía palpitar a su alrededor, vivía feliz, bebía de lo bueno y comía mucho; sentía brotar dentro de sí, en el crepúsculo, ciertas crisis de poesía, ese enternecimiento insustancial que acomete hasta los más palurdos en presencia de ciertas visiones maravillosas del campo: una lluvia de luz entre las ramas, una puesta de sol detrás de las colinas lejanas, con reflejos de púrpura en las aguas del río. Solía decir: «Cuando veo estas coas, creo en Dios. Siento que me cogen de aquí—y señalaba la boca del estómago—y me cambian lo de dentro afuera. Experimento una cosa rara, como si me sumergiesen en un baño que me da ganas de llorar.»
    Lesable, entre tanto, mejoraba, dominado de pronto por ardores que ya había dejado de sentir, por impulsos de correr como un potro, de revolcarse en la hierba, de lanzar gritos de alegría.
    Creyó que había llegado el momento. Fué una verdadera noche de bodas.
    Y después gozaron de una luna de miel, llena de caricias y de esperanzas.
    Hasta que comprobaron que sus tentativas eran infructuosas y su confianza vana.
    Fué aquello una desesperación, una catástrofe. Lesable, sin embargo, no se dió por vencido, y se obstinó, hasta hacer esfuerzos sobrehumanos. Su mujer, animada del mismo anhelo, y estremecida por idéntico temor, y de naturaleza más robusta, se plegaba de buena gana a sus tentativas, buscaba sus besos, avivaba constantemente sus ardores cuando desfallecían.
    Regresaron a Paris en los primeros días de octubre.
    La vida se les iba haciendo difícil. Ya asomaban a sus labios las frases desagradables; Cachelín, que sospechaba lo que ocurría, los hostigaba con epigramas de cuartel, envenenados y groseros.
    Un mismo pensamiento los perseguia sin cesar, los roía: aguijoneaba su mutuo resentimiento, el de aquella herencia inasequible. Cora alzaba ahora la voz y se mostraba ruda con su marido. Tratábalo como a un muchacho, como a un mequetrefe, como a hombre sin importancia. Y Cachelín repetía en todas las comidas:
    —Si yo hubiese sido rico, habría tenido muchos hijos... Pero cuando uno es pobre, hay que ser prudente.
    Y agregaba, volviéndose hacia su hija:
    —Tú, seguramente que eres lo mismo que yo; pero...
    Y lanzaba a su yerno una mirada significativa, acompañada de un despectivo encogimiento de hombros.
    Lesable no contestaba, como hombre de clase superior que ha caido en una familia de patanes. En el Ministerio le encontraban mala cara. El jefe mismo le preguntó un día:
    —¿Está usted acaso enfermo? Lo encuentro algo cambiado.
    A lo que él contestó:
    —De ninguna manera, querido patrón. Es posible que esté fatigado. En los últimos tiempos he trabajado mucho, según ha podido verlo usted mismo.
    Daba por descontado que ascendería a fin de año, y con esa esperanza había reanimado su vida laboriosa de empleado modelo.
    Pero sólo obtuvo una gratificación insignificante, inferior a la de los demás. Cachelín, su suegro, no recibió nada.
    Aquello fue para Lesable una puñalada en el corazón; fue otra vez a ver al jefe, y por vez primera le dió tratamiento de «señor»...
    —¿Qué saco, pues, yo, señor, con trabajar como trabajo, si no obtengo ningún beneficio?
    La cabezota del señor Torchebeuf pareció sentirse ofendida:
    —Ya le dije, señor Lesable, que no admitía que se estableciese discusión entre nosotros sobre un asunto de esta índole. Vuelvo a repetirle que esta reclamación me parece una inconveniencia, dada su actual fortuna, y comparándola con la de sus colegas...
    Lesable no pudo contenerse:
    —Pero, señor, si yo no tengo fortuna! Nuestra tía se la dejó al primer hijo que naciese de nuestro matrimonio. Tanto mi suegro como yo vivimos de nuestros sueldos.
    El jefe, sorprendido, le contestó:
    —Aunque así sea; si hoy es usted pobre, será rico en cualquier momento. El caso es, pues, el mismo.
    Lesable se retiró, con más dolor por el ascenso perdido que por la herencia que no llegaba a alcanzar.
    Días más tarde, a poco de llegar Cachelín a su despacho, entró el guapo Maze con la sonrisa en los labios, y tras él Pitolet, rebosándole la alegría por los ojos; finalmente, empujó la puerta Boissel, y se adelantó con cara alegre y expresión de burla, dirigiendo miradas de complicidad a los otros. El tío Savón seguía copiando, con su pipa de barro en la comisura de los labios, sentado en su silla alta y apoyando los dos pies en el travesaño, como los chicospequeños.
    Nadie decía nada, como si estuviesen esperando algo, y Cachelín registraba los documentos, pregonando, según tenía por costumbre, en alta voz:
    —Tolón. Suministros para la mesa de oficiales del Richefleu.— Lorient. Escafandras para el Desaix.—Brest. Pruebas con lonas de procedencia inglesa.
    Apareció Lesable. Iba ahora todas las mañanas a buscar los documentos que eran de incumbencia suya, porque su suegro no se molestaba ya en enviárselos por medio del muchacho.
    Mientras él revolvía los papeles desplegados encima de la mesa el oficial de entrada, Maze le miraba con el rabillo del ojo, frotándose las manos, Pitolet, que liaba un cigarrillo, exteriorizaba en sus labios ligeramente fruncidos los síntomas de una alegría que está a punto de estallar. Se volvió hacia el escribiente y le hizo esta pregunta:
    —Usted, papá Savón, habrá se aprendido durante su vida un sin fin de cosas, ¿verdad?
    El viejo no contestó, porque comprendió que se iban a burlar de él, hablándole de su mujer.
    Pitolet siguió diciendo:
    —Por lo menos, usted descubrió el secreto de hacer hijos. ¿No ha tenido usted varios?
    pobre hombre levantó la cabeza:
    —Ya sabe usted, señor Pitolet, que no me gusta que me gasten bromas a ese respecto. Tuve la desgracia de contraer matrimonio con una compañera indigna. Cuando adquirí la prueba de su infidelidad, me separé de ella.
    Maze le preguntó con tono indiferente, sin aparentar risa:
    —Esa prueba la adquirió usted muchísimas veces, ¿no es así?
    El tío Savón contestó con mucha seriedad:
    —Si, señor.
    Pitolet tomó la palabra otra vez:
    —Lo cual no obsta para que usted sea el padre de varios hijos, tres o cuatro, según tengo entendido.
    El pobre hombre se puso hecho una grana y tartamudeó:
    —Señor Pitolet, está usted buscando cómo ofenderme, pero no lo conseguirá. Mi mujer ha tenido en efecto, tres o cuatro hijos. Tengo razones para suponer que el primero es mío, pero reniego de los restantes.
    Pitolet siguió diciendo:-
    —En efecto, todos están de acuerdo en que el primero es de usted. Con eso me basta. Es cosa magnífica tener un hijo; y además de ser magnifico, constituye una felicidad. Ya ve usted, apuesto cualquier cosa a que Lesable se consideraría feliz de tener uno, uno solo, como usted.
    Cachelín había dejado de registrar documentos. Pero no se reía, Aunque el tío Savón era de ordinario su cabeza de turco, y aunque hubiese agotado a su costa la seríe de bromas indecorosas a propósito de sus desgracias conyugales.
    Lesable había recogido ya sus papeles; pero comprendía que el ataque iba dirigido contra él, y decidió quedarse, detenido allí por el orgullo, turbado y lleno de irritación, preguntándose quién podía haber traicionado su secreto. Recordó de pronto lo que había dicho al jefe, y comprendió en seguida que, si no quería servir de blanco de todas las burlas del Ministerio, le era preciso dar inmediatamente pruebas de una gran energía.
    Boissel iba y venía por la oficina sonriéndose irónicamente. De pronto mugió, imitando el ronco pregón de los vendedores callejeros:
    —¡E1 secreto para hacer hijos, a diez céntimos, a dos perrillas. ¡No dejéis de comprar el secreto para hacen hijos, revelado por el tío Savón, con los más espantosos detalles!
    Todos, a excepción de Lesable y de su suegro, se echaron a reír. Pitolet se volvió entonces hacía el oficial de entrada, y le preguntó:
    —¿Le pasa a usted algo, Cachelín? Antes era usted un hombre alegre. Parece que no le encuentra usted ninguna gracia al hecho de que el tío Savón haya tenido un hijo de su mujer. A mí me parece graciosísimo, graciosísimo. ¡No todos son capaces de hacerlo!
    Lesable se había puesto otra vez a revolver papeles, haciendo que leía, sin oír lo que hablaban.
    Boissel siguió diciendo con la misma voz de golfo:
    —¡A diez céntimos, a dos perrillas, de cómo sirven los hijos para recoger herencias, a diez céntimos! ¡De utilidad para todos; no dejéis de comprarlo; a diez céntimos!
    Maze, que desdeñaba este género de ingeniosidades y que guardaba rencor personal a Lesable, porque había frustrado las esperanzas de llegar a ser rico, que alimentaba en el fondo de su corazón, le lanzó esta pregunta directa:
    —¿Le pasa a usted algo, señor Lesable? Está usted muy pálido.
    Lesable alzó la cabeza y miró frente a frente a su colega. Vaciló unos segundos, trémulo el labio, buscando alguna frase hilarante e ingeniosa, pero, no ocurriéndosele ninguna que le satisfaciese, contestó:
    —No me pasa nada. Estoy únicamente asombrado ante el derroche de ingenio que están ustedes haciendo.
    Maze, de espaldas al fuego y levantándose con ambas manos los faldones de la levita, le dijo riéndose:
    —Se hace lo que se puede, amigo. Nosotros somos como usted, no siempre tenemos éxito.
    Una explosión de risas le cortó la palabra. El tío Savón, estupefacto, comprendiendo confusamente que la cosa no iba con él, que no era él de quien se burlaban, se había quedado con la boca abierta y la pluma en alto. Cachelín permanecía en guardia, dispuesto a emprenderla a puñetazos con el primero que el azar le pusiese delante.
    Lesable balbució:
    —No entiendo; ¿en qué no he tenido éxito?
    El guapo Maze soltó uno de los faldones de su levita para retorcerse el bigote y le contestó con tono protector:
    —Sé muy bien que usted triunfa de ordinario en todas sus empresas. Hice, pues, mal en refrirme a usted. Por lo demás, se hablaba de los hijos de papá Savón y no de los de usted, puesto que no los tiene. Ahora bien: visto que usted es hombre que alcanza todo lo que se propone, es evidente que, al no tener hijos, será que no ha querido tenerlos.
    Lesable le replicó entonces de  mala manera:
    —Y eso, ¿a usted que le importa?
    Maze, ante esta actitud provocadora, levantó a su vez la voz:
    —Diga usted, ¿qué es lo que le da? Procure ser cortés o tendrá que vérselas conmigo.
    Lesable, temblando de cólera, perdió toda medida:
    —Señor Maze, yo no soy como usted, ni un solemne fatuo ni un niño bonito, y le ruego que en adelante no vuelva a dirigirme la palabra. Usted y los individuos como usted me tienen completamente sin cuidado.
    Y al decirlo, lanzaba miradas desafiadoras a Pitolet y Boissel.
    Maze había comprendido de pronto que la fuerza verdadera está en la serenidad y en la ironía; pero al verse herido en lo que constituía su vanidad, quiso herir a su enemigo en el corazón y volvió a hablar con tono protector de consejero bondadoso, aunque había en sus ojos destellos de rabia:
    —Querido señor Lesable, está usted pasándose de la raya. Comprendo, por lo demás, su despecho; es lamentable perder una fortuna, y perderla por tan poca cosa, por algo que es tan sencillo, tan fácil... Vaya, si usted quiere yo puedo hacerle ese servicio, de balde, como buen camarada. Es cuestión de cinco minutos...
    —No había acabado de hablar cuando recibió en mitad del pecho, e1 tintero del tío Savón, que le tiró Lesable. Una oleada de tinta le cubrió la cara, y lo metamorfoseó en negro con rapidez sorprendente. Se lanzó, con la mano levantada para golpear y haciendo girar los ojos, que se le saltaban de las órbitas. Pero Cachelín se puso delante de su yerno, sujetó entre sus brazos al alto Maze y, a empujones, sacudidas y una lluvia de golpes, lo tiró contra la pared. Maze se desembarazó con un violento esfuerzo, abrió la puerta y gritó, dirigiéndose a los dos hombres:
    —¡Pronto tendrán ustedes noticias mías! —y desapareció.
    Pitolet y Boissel fueron tras él. Boissel justificó su moderación asegurando que no tomó parte en la lucha por no matar a alguno.
    Asi que entró en su oficina intentó Maze limpiarse, pero no lo consiguió; la tinta de la que estaba teñido era de fondo violeta, de las llamadas indelebles e imborrables. Furioso y desconsolado, no se quitaba de delante del espejo, restregándose rabiosamente con una toalla. Lo único que consiguió fué obtener un color negro más brillante, con tonalidades rojas, por efecto de la afluencia de la sangre a la piel.
    Boissel y Pítolet, que fueron detrás, le daban consejos. Este aseguraba que debía lavarse la cara con aceite puro de oliva; el otro aseguraba que se le iría con amoniaco. Enviaron al ordenanza a consultar a un farmacéutico. Se trajo un liquido amarillo y una piedra pómez. Pero no se obtuvo tampoco resultado alguno.
    Maze, desalentado, se sentó y dijo:
    —Queda por solventar ahora la cuestión de honor. ¿Quieren servirme ustedes de testigos y pedir al señor Lesable que me presente las debidas excusas o una reparación por las armas?
    Aceptaron los dos, y se procedió a discutir los pasos que tenían que dar. Ni el uno ni el otro tenían la más remota idea de asuntos como aquél, pero no querían confesarlo, y con la preocupación de ser correctos, emitían opiniones tímidas y variadas. Por fin se decidieron a consultar con un capitán de fragata, que estaba destacado en el Ministerio para dirigir el servicio de carbones. Resultó que no estaba más al corriente que ellos, Sin embargo, después de mucho meditar, les aconsejó que se dirigiesen a Lesable rogándole que los pusiese en contacto con dos amigos suyos.
    Cuando iban camino de la oficina de su colega, se detuvo súbitamente Boissel y formuló esta pregunta:
    —¿No es urgente que nos proveamos de guantes?
    Pitolet permaneció un instante indeciso:
    —Si; me parece que sí.
    Pero para hacerse con guantes había que salir a la calle, y con el jefe no se podían gastar bromas. Recurrieron, pues, otra vez al ordenanza para que les trajese un surtido de guantes de un comercio. Tardaron mucho en decidirse por el color. Boissel los quería negros; Pitolet opinaba que ese color no correspondía a una gestión como aquélla. Acabaron eligiéndolos de color violeta.
    Al ver entrar a aquellos dos hombres solemnes y enguantados, levantó Lesable la cabeza y les preguntó con brusquedad:
    —¿Qué se les ofrece a ustedes?
    Pitolet contestó:
    —Caballero, nuestro amigo señor Maze nos ha dado el encargo de pedirle, o bien excusas o bien una reparación por las armas, por haber pasado usted a vías de hecho en su persona.
    Pero Lesable, irritado aún, les gritó:
    —¿Cómo? ¿Me insulta él, y viene todavía a provocarme? Diganle que lo desprecio, y que desprecio cuanto pueda decir o hacer.
    Boissel avanzó entonces con aire trágico:
    —Nos va usted a obligar, caballero, a que publiquemos en los periódicos un acta que le resultará muy desagradable.
    Pitolet agregó con intención:
    —Y que podrá perjudicarle mucho en su honor y en sus ascensos futuros.
    Lesable los miraba con terror. ¿Qué hacer? Pensó en ganar tiempo:
    —Señores, dentro de diez minutos recibirán ustedes mi contestación. Hagan el favor de esperarla en el despacho del señor Pitolet.
    Al verse solo, miró en torno suyo, como buscando un consejo, una protección.
    ¡Un duelo! ¡Iba a tener un duelo!
    Estaba convulso, desconcertado, como hombre pacífico que no ha pensado nunca en semejante posibilidad, ni se ha preparado para sus peligros, para sus emociones, ni ha fortalecido su valor en previsión de un acontecimiento tan terrible. Quiso ponerse en pie y volvió a caer en la silla, con el corazón palpitante y las piernas flojas. Su cólera y su fuerza se habían esfumado de golpe. Pero al pensar en lo que dirían las gentes del Ministerio y en el ruido que armaría el asunto por todas las oficinas, se reavivó su orgullo desfalleciente; no sabiendo qué contestar, se dirigió al despacho del jefe para consultar con él.
    El señor Torchebeuf se sorprendió y se quedó perplejo. No veía clara la necesidad de un encuentro a mano armada; pensaba, sobre todo, en que aquello iba a desorganizarle los servicios.
    —Yo nada puedo aconsejarle. Es una cuestión de honor que no me afecta. ¿Quiere usted que le dé unas líneas para el comandante Bouc? Es hombre competente en la materia, y podrá asesorarle.
    Aceptó Lesable, y fué inmediatamente a ver al comandante, que se prestó incluso a servirle de testigo, tomando a un subjefe para que le secundase en sus gestiones.
    Boissel y Pitolet, sin quitarse los guantes, esperaban. Habían pedido prestadas dos sillas a la oficina de al lado, a fin de disponer de cuatro.
    Saludáronse con mucha gravedad y tomaron asiento. Pitolet habló el primero y expuso la situación. El comandante, después de escucharle, contestó:
    —El asunto es grave, pero no me parece irreparable; todo depende de las intenciones.
    Era un viejo marino socarrón, al que aquello le divertía.
    Se trabó una larga discusión, durante la cual fueron sucesivamente elaborados cuatro borradores de cartas, pues las excusas habían de ser recíprocas. Si el señor Maze reconocía que no había tenido intención de ofender, al principio, al señor Lesable, éste, por su parte, se apresuraría ac onfesar que había hecho mal en tirarle el tintero, y se disculparía de su irreflexible violencia.
    Los cuatro mandatarios volvieron para entrevistarse con sus respectivos clientes.
    Mientras tanto, Maze, agitado por la emoción del posible duelo, aunque confiando en que su adversario se echaría atrás, estaba sentado delante de su mesa, mirándose, una después de otra, las mejillas, en uno de esos espejitos redondos, montados en estaño, que los empleados ocultan en el cajón de su escritorio para arreglarse la barba, los cabellos y la corbata antes de abandonar la oficina por la tarde.
    Leyó las cartas que le llevaban para que las examinase, y manifestó con visible satisfacción:
    —Me parece una cosa muy razonable. Estoy dispuesto a firmar.
    Por su parte, Lesable había aceptado sin discusión el documento redactado por los testigos, expresándose así:
    —Desde el momento en que son ustedes de esa opinión, yo tengo que mostrarme de acuerdo.
    En todas las oficinas reinaba una emoción extraordinaria. Los empleados salían en busca de noticias, pasaban de una puerta a otra y se detenían para hablarse en los pasillos.
    Cuando se supo que el asunto habla quedado zanjado, la decepción fue general. Hubo alguno que dijo:
    —Pero con todo eso, no le han hecho un hijo a Lesable.
    La frase circuló. Un empleado rimó la letra de una canción.
    Pero cuando ya todo parecía arreglado, surgió, promovido por Boissel, un obstáculo:
    —¿Cuál había de ser la actitud de los dos adversarios cuando se encontrasen cara a cara? ¿Se saludarían? ¿Fingirían no conocerse?
    Decidieron que coincidirían los dos, como por casualidad, en el despacho del jefe, y que cambiarían, en presencia del señor Torchebeuf, algunas palabras de cortesía.
    Se cumplió en el acto con este requisito, y el señor Maze, después de pedir un coche, volvió a su casa para procurar limpiarse la piel.
    Lesable y Cachelín regresaron juntos, sin hablar, irritados el uno contra el otro, como si todo lo que acababa de ocurrir hubiese dependido de cualquiera de los dos. Así que se vió en su casa, tiró Lesable el sombrero encima de la cómoda, y gritó, dirigiéndose a su mujer:
    —Ya estoy hasta la coronilla. Ahora tengo un duelo por ti.
    Ella le miró sorprendida, irritada de antemano.
    —¿Un duelo? ¿Por qué motivo?
    —Porque Maze me ha insultado a propósito de ti.
    Ella se aproximó:
    —¿A propósito de mí? ¿Cómo? Lesable se había sentado, presa de gran irritación, en un sillón. Siguió diciendo:
    —Me ha insultado... No necesito darte más explicaciones.
    Pero ella insistía en saber:
    —Quiero que me repitas las palabras que ha pronunciado respecto a mí.
    Lesable enrojeció, balbuciendo:
    —Me ha dicho..., me ha dicho...; lo que me ha dicho se refiere a tu esterilidad.
    Ella tuvo un estremecimiento, pero después la sacudió una oleada de furor, y la rudeza paternal se abrió paso por entre su naturaleza de mujer, estallando en  frases coléricas:
    —¿Yo? ¿Que soy yo estéril? Y ¿qué sabe él, pobre palurdo? Estéril contigo, desde luego, porque tú no eres un hombre. Si yo me hubiese casado con uno que lo fuese, no importa con quién, habría tenido hijos.¡Puedes hablar, si te atreves! ¡No me cuesta poco caro el haberme casado con un guiñapo como tú! Y ¿qué le contestaste a ese desharrapado?
    Desconcertado por aquella tormenta, Lesable tartamudeó:
    —Lo he... abofeteado.
    Ella lo miró con asombro:
    —Y ¿qué ha hecho él?
    —Me ha enviado sus testigos.
    Entonces ella se interesó por el asunto, porque le atraían, como a todas las mujeres, las aventuras dramáticas; se dulcificó de pronto, poseída de cierto aprecio súbito hacia e1 hombre que iba a arriesgar su vida, y le preguntó:
    —Y ¿cuándo os batís?
    El contestó tranquilamente:
    —No nos batimos; los testigos han arreglado la cuestión. Maze me ha presentado sus excusas.
    Ella, entonces, se le quedó mirando a la cara y le dijo con tono en que rebosaba el desprecio:
    —¡De modo que me han insultado delante de ti, tú no lo has impedido y ni siquiera te bates en duelo! ¡ Era lo único que te faltaba: el ser un cobarde!
    Lesable se indignó:
    —Te ordeno que te calles. Sé mejor que tú lo que concierne a mi honor. Y a propósito, aquí tienes la carta del señor Maze. Tómala, lee y verás.
    Tomó el papel, lo recorrió con la vista, lo adivinó todo y le dijo con sonrisa burlona:
    —¿De modo que tú también has escrito una carta? Os habéis tenido miedo el uno al otro. ¡Oh, qué cobardes son los hombres! Si nosotras estuviésemos en vuestro lugar... En fin, en este caso, soy yo la insultada; yo, tu mujer, y te conformas con esto. Ya no me extraña que no seas capaz de tener un hijo. Todo concuerda. Eres tan…, flojo con las mujeres como delante de los hombres. ¡Vaya! ¡Me ha tocado una monada de hombre!
    Había sacado de pronto la voz y los gestos de Cachelín, gestos truhanescos de cuartel .y acento varonil.
    Plantada frente a él, con las manos en jarras, alta, fuerte, vigorosa, abultada de pechos, colorada de cara, con la voz profunda y vibrante y la sangre afluyendo a sus frescas mejillas de chica guapa, veía sentado delante de ella a aquel hombrecito pálido, ligeramente calvo, afeitado, con patillas cortas de abogado. Le venían ganas de estrangularlo, de aplastarlo.
    Volvió a repetir:
    —Eres incapaz para todo, para todo. Hasta como empleado consientes que te pisoteen todos.
    Se abrió la puerta, y aparecio Cachelín, atraído por las voces desacompasadas, y preguntó:
    —¿Qué ocurre aquí?
    Ella se volvió:
    —¡Que le estoy diciendo las verdades a este monigote!
    Al levantar Lesable la vista, se dio cuenta del parecido de los dos. Tuvo la impresión de que se descorría un velo y que los veía tal cual eran, el padre y la hija, de la misma sangre, de la misma raza baja y grosera. Y se vio perdido, condenado a vivir perpetuamente entre ellos.
    Cachelín exclamó sentenciosamente:
    —Si, por lo menos, se pudiese recurrir al divorcio. No es nada agradable el tener de marido a un capón.
    Lesable se irguió de un salto, trémulo de furor; aquella frase hizo estallar su indignación. Avanzó hacia su suegro, farfullando:
    —¡Salga usted de aqui! ¡Váyase! ... Está usted en mi casa, ¿oye usted?... Lo echo a usted...
    Y cogió una botella de agua sedante que había sobre la cómoda, blandiéndola como una maza.
    Cachelín, acobardado, salió de espaldas, murmurando:
    —Pero ¿qué le ha dado ahora? La cólera de Lesable no se apaciguó con aquello; era ya demasiado. Se volvió hacia su mujer. que seguía mirándole, un poco asombrada de su arrebato, y después de colocar la botella encima del mueble, le gritó:
    —En cuanto a ti..., en cuanto a ti...
    Pero no encontrando nada qué decir, y no teniendo razones que dar, se quedó frente a ella con el rostro descompuesto y la voz alterada.
    Ella se echó a reír.
    Al ver aquella alegría, que constituía un insulto más, se volvió loco, se lanzó sobre ella, la cogió del cuello con la mano izquierda, y se puso a abofetearla furiosamente con la derecha. Ella retrocedió, desatinada, jadeante. Tropezó con la cama y cayó encima de espaldas. Pero él no la soltó, y siguió golpeándola. De improviso, Lesable se levantó, agotado, sin aliento; avergonzado de pronto de su brutalidad, balbució:
    —Ahí tienes..., así ocurren las cosas.
    Pero su mujer no se movía, como si la hubiese matado. Seguía de espaldas, en el borde de la cama, tapándose la cara con las dos manos. El se acercó, muy atribulado, pensando en lo que iría a ocurrir, aguardando a que ella descubriese la cara, para ver el efecto que le había producido. Su inquietud fue creciendo, y al cabo de unos minutos, murmuró:
    —¡Cora, habla, Cora!
    Ella no contestó ni se movió.
    ¿Qué le pasaba? ¿Qué hacía? Sobre todo, ¿qué iba a hacer? Una vez que se le paso el arrebato, y se le pasó tan bruscamente como le había venido, se tuvo a si mismo por un ser odioso, casi por un criminal. El, hombre sensato y frío, hombre bien educado y siempre juicioso, había pegado a una mujer, a su propia mujer. Enternecido, por efecto de aquella reacción, sentía impulsos de pedir perdón, de arrodillarse, de besar aquella mejilla, colorada por efecto de los golpes. Suavemente, con la punta del dedo, tocó una de las manos que tapaban el rostro. Ella pareció no sentir nada. Le habló con halagos, acariciándola como se acaricia al perro después de reñirle. No se dio por enterada.
    Agregó:
    —Cora, escucha; Cora, sé que he estado mal, escucha.
    Cora parecía muerta. Intentó levantar aquella mano. La apartó con facilidad y quedó a la vista suya un ojo abierto que le miraba con fijeza, inquietante, desconcertante.
    Lesable siguió diciendo:
    —Escucha, Cora; me he dejado llevar de la cólera. Ha sido tu padre quien me ha sacado de quicio. No se insulta a un hombre de ese modo.
    Ella no contestó, como si no oyese. Lesable no sabía qué decir, ni qué hacer. La besó junto a la oreja, y, al levantarse, vio que se le desprendía una gruesa lágrima, que corría luego por su mejilla, y después otra, y otra, en un movimiento convulsivo del párpado.
    Se sintió apenado, traspasado de emoción; abrió los brazos y se echó encima de su mujer. Apartó otra mano con sus labios, y cubriendo de besos su cara, le decía suplicante:
    —Pobre Cora mía, perdóname, dime que me perdonas.
    Seguía llorando, sin ruido, sin sollozos, como cuando se llora por un dolor muy hondo.
    El la apretaba contra sí, la acariciaba, le susurraba al oído todas las frases tiernas que se le ocurrían. Pero ella seguía insensible. Cesó en su llanto, y siguieron de ese modo largo rato, tendidos y abrazados. Iba haciéndose de noche y la pequeña habitación se fué llenando de sombra; cuando llegó a estar completamente oscura, Lesable cobró ánimos, y solicitó su perdón de una manera que reavivó las esperanzas de los dos.
    Cuando se levantaron, había ya recobrado Lesable su voz y su expresión corrientes, como si no hubiese ocurrido nada. Ella, por el contrario, parecía enternecida, hablaba con tono más cariñoso que de costumbre, miraba a su marido con ojos sumisos, casi acariciadores, como si el inesperado castigo recibido hubiese aplacado sus nervios y ablandado su corazón. Lesable dijo con tranquilidad:
    —Tu padre debe de estar aburriéndose, sin nadie que le acompañe; debías ir en busca suya. Además, ya es hora de cenar.
    Cora salió de la habitación.
    Eran, en efecto, las siete, y la criadita anunció que la sopa estaba servida; en seguida apareció Cachelín, acompañado de su hija, tranquilo y sonriente. Se sentaron a la mesa; hacía tiempo que no habían hablado con la cordialidad que lo hicieron aquella noche, como si hubiese ocurrido un suceso feliz para todos.

    V

    Sus esperanzas, mantenidas constantemente, renovadas siempre, n cuajaban en ninguna realidad. Burladas mes a mes, a pesar del empeño de Lesable y de la buena voluntad de su comañera, los sumían en una angustia febril. Se reprochaban mutuamente el fracaso, y el marido, desesperado, cada día más flaco y cansado, sufría de un modo especial con la grosería de Cachelín, que, en la belicosa intimidad en que vivían, no le daba ya más nombre que el de «señor Gallo» sin duda como recuerdo del día aquél en que, por haber pronunciado la palabra «capón», estuvo a punto de que le diera en la cara con una botella.
    La hija y el padre, aliados por instinto, enrabiados por aquella idea fija de la gran fortuna que tenían a manao y no podían coger, no sabían ya que inventar para humillar y torturar a aquel impotente que era el causante de su desgracia.
    Cora repetía invariablemente al sentarse a la mesa:
    —¡La cena es poca cosa! ¡Si fuésemos ricos! La culpa no es mía.
    En el momento en que Lesable salía para ir al trabajo, ella le gritaba desde el interior de su habitación:
    —Coge el paraguas para que no me vengas sucio como una rueda de ómnibus. No es culpa mía, después de todo, si tienes que seguir haciendo ese oficio de chupatintas.
    Y cuando era ella la que tenía que salir a la calle, no lo hacía nunca sin este comentario:
    —¡Y pensar que si yo me hubiese casado con otro, tendría un coche a la puerta!
    A todas horas y en todas las ocasiones volvía a lo mismo, pinchaba a su marido con un reproche, lo azotaba con una injuria, o lo hacia único culpable, responsable único de la pérdida de aquel dinero que de otro modo estaría ya en sus manos.
    Cierta noche, en que Lesable volvió a perder la paciencia, exclamó:
    —Pero ¿quieres callarte ya? En primer lugar, si no tenemos hijos la culpa es tuya, tuya sólo, porque yo tengo ya uno..., un hijo mío.
    Mentía, prefiriendo cualquier cosa antes que aquel reproche constante, aquel bochorno de parecer impotente.
    Ella se le quedó mirando, con asombro en el primer momento, intentando leer la verdad en sus ojos; al fin comprendió, y le dijo con soberano desdén:
    —¿Que tú tienes un hijo? ¿Tú?
    Y él le contestó con descaro:
    —Sí, un hijo natural, que tengo criando en Asniéres.
    Ella le replicó tranquilamente:
    —Iremos mañana a verlo; quiero saber cómo es.
    Lesable enrojeció hasta las orejas y balbució:
    —Como tú quieras.
    Al día siguiente, no bien dieron las siete de la mañana, ella se levantó de la cama, y como él se asombrase, le dijo:
    —¿No vamos a ir a ver a tu hijo? Ayer noche me lo ofreciste. ¿O es que, quizá, ya no lo tienes hoy?
    Lesable salió bruscamente de la cama:
    —No vamos a ver a mi hijo, sino a un médico, y él te dirá lo que tiene que decirte.
    La mujer, segura de si misma, le contestó:
    —No deseo otra cosa.
    Cachelín se encargó de dar aviso al Ministerio de que su yerno estaba enfermo; el matrimonio Lesable, asesorado por un médico de cerca de casa, llamaba a la una en punto a la puerta del doctor Lafilleul, autor de varios libros acerca de la higiene en la procreación. Entraron en un salón pintado de blanco con una lista dorada, y mal amueblado, y que, a pesar de las muchas sillas, parecía vacío y deshabitado. Tomaron asiento; Lesable estaba emocionado, trémulo, y también avergonzado. Les llegó la vez, y pasaron a una especie de despacho en el que los recibió un hombre grueso y bajito, ceremonioso y frío.
    Aguardó a que se explicasen; pero Lesable, completamente colorado, no se arriesgaba. Entonces se decidió la mujer, y, con voz tranquila, como persona resuelta a todo para llegar a su fin, dijo:
    —Mire usted, señor; nosotros hemos venido porque no tenemos hijos, y de que los tengamos o no depende una gran fortuna.
    La consulta fué larga, minuciosa, molesta. La única que no sentía reparo alguno era Cora, prestándose al examen atento del médico, como mujer que está animada y fortalecida por un interés más elevado.
    Después de examinar durante casi una hora a los dos esposos, el especialista no se pronunció de manera terminante.
    —No encuentro—dijo—nada de anormal, ni nada que se salga de lo corriente. Por lo demás, suelen presentarse con frecuencia estos casos. Ocurre con los cuerpos como con los caracteres. Si nos encontramos con tantos matrimonios desunidos por incompatibilidad de temperamentos, no debe sorprendernos el encontrar otros que son estériles por incompatibilidad física. La señora me parece estar muy bien constituida, y ser muy apta para la procreación, por otra parte, aunque el señor no presenta ningún rasgo de conformación que se salga de la regla, lo encuentro debilitado, tal tez a consecuencia de su excesivo empeño de ser padre, ¿Tendría usted inconveniente en que lo auscultase?
    Lesable, inquieto, se despojó del chaleco, y el médico aplicó durante largo rato el oído al tórax y .a la espalda del empleado; después le golpeó insistentemente con los dedos, desde el estómago hasta el cuello, y desde la región lumbar hasta la nuca.
    Declaró que había un ligero desarreglo en el primer tiempo de la función cardiaca, y que, por lo que al pecho se refería, encontraba casi un peligro.
    —Es preciso que se cuide, caballero, es preciso que se cuide mucho. Es nada más que anemia, agotamiento. Estos fenómenos, sin importancia por ahora, podrían hacerse en poco tiempo incurables.
    Lesable, pálido de congoja, pidió que le recetase algo. Le fué prescrito un régimen complicado: hierro, carnes rojas, caldos entre las comidas, ejercicios, descanso y una temporada en el campo durante el verano, Luego les dio consejos, para cuando él mejorase, indicándoles determinados procedimientos que habían dado muchas veces resultado en casos como el suyo.
    Les costó la consulta cuarenta francos.
    Una vez en la calle, Cora, poseida de una cólera sorda, y previendo el porvenir, exclamó:
    —¡Estoy lucida!
    Lesable no contestó. Caminaba devorado por los recelos, repasando y sopesando cada una de las palabras del doctor. ¿No le habría engañado? ¿No lo habría dado por hombre que ya no tenía remedio? Ya no pensaba en la herencia y en el hijo. ¡Pensaba en su propia vida!
    Le parecía estar escuchando el silbido de sus pulmones, y el latir de su corazón. Al cruzar las Tullerías, se sintió débil y quiso sentarse. Su mujer, irritada, permaneció en pie a su lado para humillarlo, mirándole de arriba a abajo con despectiva conmiseración. Lesable respiraba con dificultad, exagerando el jadeo, que era producto de su emoción. Aplicando los dedos de la mano izqulerda al pulso de la muñeca derecha, contaba las pulsaciones de la artería.
    Cora, que pataleaba de impaciencia, preguntó:
    —¿Has acabado de hacer bobadas? ¿Seguimos ya?
    Se levantó, como se levantan las víctimas, y echó a andar sin decir palabra.
    Al enterarse Cachelín del resultado de la consulta, dió rienda suelta a su furor, vociferando:
    —¡Aviados estamos, sí, señor; aviados estamos!
    Y miraba a su yerno con ojos feroces, como si quisiera comérselo.
    Lesable no les prestaba atención, no les oía, no pensaba más que en su salud, en su existencia amenazada. ¡Qué gritasen el padre y la hija! Ellos no estaban dentro de su pelleja, y él quería conservarla.
    Hubo sobre su mesa frascos de farmacía, y en las comidas dosificaba los medicamentos, ante las sonrisas de su mujer y las ruidosas carcajadas de su suegro. A cada momento se miraba al espejo, a cada instante se llevaba la mano al corazón y estudiaba los latidos, y para no tener contacto carnal con Cora, hizo que instalasen una cama en una habitación oscura, que servía de guardarropa.
    Experimentaba ahora por ella un rencor no exento de miedo, que se mezclaba con el desprecio y la repugnancia. Por lo demás, todas las mujeres le parecían ahora unos monstruos, fieras peligrosas cuya misión consistía en matar a los hombres; ya no pensaba en el testamento de tía Carlota sino como se piensa en un accidente en que ha estado a punto de costarle a uno la vida.
    Fueron transcurriendo meses. Ya sólo faltaba un año para el plazo fínal.
    Cachelín había colgado en la pared del comedor un enorme calendario del que todas las mañanas borraba un día; la irritación de su impotencia, el despecho de ver semana a semana que se le escapaba aquella fortuna, la rabia que le producía el pensar en que no tenía más remedio que ir y venir de la oficina, para más adelante seguir viviendo con los dos mil francos del retiro, hasta su muerte, le impelía a violencias de palabras, que se habrían convertido por menos que nada en malos tratos de hecho.
    No podía mirar a Lesable sin sentirse estremecido por un deseo impetuoso de pegarle, de aplastarlo, de pisotearlo. Lo odiaba, con un odio tumultuoso. Si le veía abrir la puerta y entrar en casa, pareciale que entraba un ladrón que le había despojado de una propiedad sagrada, de una herencia de familia. Le odiaba más que si fuese un enemigo mortal, y al mismo tiempo lo despreciaba por su debilidad y aún más pon su cobardía, puesto que había suspendido la persecución de la esperanza común, por miedo a que sufriese su salud.
    En realidad, Lesable vivía más apartado de su mujer que si no los uniese lazo alguno. No se acercaba a ella, no la tocaba ya y hasta huía de su mirada, tanto por vergüenza como por temor.
    Cachelín preguntaba todos los días a su hija:
    —¿Qué? ¿Se ha lanzado tu marido?
    Ella contestaba:
    —No, papá.
    En la mesa se desarrollaban todas las noches escenas violentas. Cachelín no hacia más que decir:
    —El hombre que no es hombre, lo mejor que podría hacer es reventar, para que otro ocupase su la lugar.
    Y Cora agregaba:
    —La verdad es que hay personas bien inútiles y molestas, No sé para qué sirven, en este mundo, si no es para ser gravosos a todos.
    Lesable tomaba sus medicinas y no contestaba, Pero llegó un día en que su suegro le gritó:
    —Pues bien: sepa usted, sí, usted, que si no cambia de manera de ser ahora que ya está mejor, yo sé lo que va a hacer mi hija…
    Presintiendo un nuevo insulto, alzó el yerno la vista, interrogándole con la mirada. Cachelín siguió diciendo:
    —¡Caramba! ¡Pues se las entenderá con otro diferente de usted! Y puede ustéd darse por muy contento de que no lo haya hecho ya. Cuando el marido es un títere como usted, está permitido todo.
    Lesable, lívido, contestó:
    —No soy yo quien la priva de seguir sus buenos consejos.
    Cora había bajado los ojos. Cachelín se quedó algo turbado, con la vaga sensación de que había dicho una cosa demasiado fuerte.

   
    VI

    Cuando estaban en el Ministeio parecían uno y otro vivir en bastante buenos términos, Se había establecido entre ellos una especie de pacto tácito para ocultar a sus colegas las batallas del hogar. Se trataban de «mi querido Cachelín», «mi querido Lesable», y hasta simulaban reírse juntos, felices y contentos, satisfechos de su vida en común.
    Por otro lado, Lesable y Maze se conducían, uno con otro, con una cortesía ceremoniosa de adversarios que han estado a punto de batirse. El fallido duelo que les había hecho sentir su escalofrio, establecía entre ellos una amabilidad exagerada, atenciones mayores y tal vez un secreto deseo de aproximarse, producto del confuso recelo de una nueva complicación. La gente observaba y aplaudía semejante actitud, propia de hombres de mundo que han tenido entre ellos un lance de honor.
    Saludábanse desde muy lejos, con seriedad solemne, con un sombrerazo lleno de dignidad.
    No se hablaban, porque ninguno de los dos quería, o no se atrevía, a ser el primero.
    Pero cierto día, Lesable, al que el jefe requirió con urgencia, salió corriendo, para demostrar su celo, y al doblar un pasillo fué a dar con toda su velocidad contra la barriga de otro empleado que venía en sentido contrario, El empleado era Maze. Los dos se echaron hacia atrás, y Lesable preguntó con una solicitud llena de turbación y finura:
    —¿Le he hecho algún daño, caballero?
    A lo que el otro contestó:
    —Absolutamente nada, caballero.
    Desde entonces les pareció correcto cambiar algunas palabras siempre que se encontraban. Y en lo sucesivo entraron en una pugna de cortesías y tuvieron el uno con el otro tales obsequiosidades, que pronto nació de ellas alguna familiaridad, que se convirtió en intimidad, templada por un resto de reserva, propia de personas que no han sabido comprenderse antes y cuyo impulso de acercamiento se ve frenado todavía por ciertos tímidos recelos. A fuerza de cortesías y visitas de oficina a oficina, llegó a establecerse entre ambos una gran familiaridad.
    Era frecuente que charlasen animadamente cuando iban en busca de noticias a la oficina del oficial de Registro. Lesable había perdido su altivez de empleado que está seguro de llegar, y Maze dejaba de lado su empaque de hombre de mundo, y Cachelín se mezclaba en la conversación, pareciendo interesarse por aquella amistad. En ocasiones, después que se retiraba el guapo funcionario, rozando casi con la cabeza la parte superior del marco de la puerta, decía por lo bajo, mirando a su yerno:
    —Ese, por lo menos, es un barbián.
    Cierta mañana que estaban reunidos los cuatro, porque el tío Savón no dejaba de copiar un momento, la silla del escribiente, que algún bromista había aserrado, se desplomó bajo su peso,  y el pobre hombre se vino al suelo, dejando escapar un grito de espanto.
    Los otros tres se precipitaron en su ayuda. El oficial de Registro afirmó que aquélla era una maquinación de los comunalistas, y Maze quería a toda costa ver el .lugar de la herida. Cachelín y él llegaron hasta pretender desnudar al viejo para curarlo, según decían. Pero él se opuso obstinadamente, gritando que no tenía nada.
    Una vez se calmó el regocijo, exclamó Cachelín de golpe:
    —Oiga usted, señor Maze, ahora que todos estamos tan amigos, debería usted venir a comer en casa el domingo. Nos daría mucho gusto a todos: a mi yerno, a mí y a mi hija, que lo conoce a usted de referencias, porque hablamos con frecuencia del negociado. ¿Aceptado, eh?
    Lesable, aunque más fríamente, unió sus súplicas a las del suegro:
    —Decídase; nos complacerá mucho con ello.
    Maze titubeaba, embarazado, sonriéndose al pensar en todos los rumores que circulaban.
    Cachelín le apremiaba:
    —Ea, ¿de acuerdo?
    —¡Pues bien, sí; acepto!
    Al volver a su casa, Cachelín dijo a su hija:
    —¿No sabes que el señor Maze viene a comer en casa el próximo domingo?
    Cora, sorprendida al pronto. balbució:
    —¿El señor Maze?... ¡Vaya! Y enrojeció, sin saber por qué, hasta la raíz del pelo. Con tantas veces como había oído hablar acerca de él, de su porte mundano, de sus conquistas—porque en el Ministerio lo tenían por audaz con las mujeres e irresistible—se había despertado en ella hacía mucho tiempo el deseo de conocerlo.
    Cachelín agregó, frotándose las manos:
    —Es un hombre completo, y además un buen mozo, alto como un carabinero. Ese si que no se parece en nada a tu marido.
    Ella no dijo una palabra, turbada como si hubiesen podido adivinar que ya había pensado en él.
    Se preparó aquella cena con igual esmero que la de Lesable en otro tiempo. Cachelín discutía los platos, hacía hincapié en que se organizase todo bien; parecía más alegre, como si una intuición secreta e infalible lo hubiese tranquilizado, como si una confianza inconfesada, todavía indecisa, hubiese surgido en su corazón.
    Vigiló, muy excitado, los preparativos durante toda la jornada del domingo, en tanto que Lesable estudiaba un asunto urgente que la víspera se había traído de su oficina. Estaban en la primera semana de noviembre y se aproximaba el Año Nuevo.
    Maze llegó a las siete, animado del mejor humor. Entró como por su casa y ofreció a Cora un gran ramo de rosas, dedicándole al mismo tiempo unas frases de cumplido. Después añadió, con la naturalidad de una persona habituada a moverse en sociedad:
    —Me parece, señora, como si la conociese ya, como si la hubiese conocido desde que era niña, porque hace ya muchos años que su padre me habla de usted.
    Al ver las flores, exclamó Cachelín:
    —Este detalle revela a una persona distinguida.
    Su hija se acordó de que Lesable no las llevó el día de su presentación. El guapo oficinista parecía encantado, se reía como muchacho sin malicia que va por vez primera a la casa de unos antiguos amigos y dirigía a Cora galanterías discretas que le sacaban los colores a la cara.
    La halló él muy aceptable. Lo juzgó ella muy seductor. Después que se marchó, hizo Cachelín este comentario:
    —¿Qué os parece? ¡Vaya un enamorador y un tenorio que debe de estar hecho! Dicen que las atontolina a todas.
    Cora, aunque menos expansiva, no se recató en decir que lo había encontrado simpático y menos estirado que lo que ella había supuesto.
    Lesable, que parecía menos fatigado y menos triste que de costumbre, reconoció que, al pnincípío, se había formado de él un concepto equivocado.
    Maze volvió, con circunspección en los primeros tiempos, y después muy a menudo. Todos lo encontraban agradable Hacían porque fuese, lo mimaban. Cora le preparaba los platos a que era aficionado. A tal grado llegó la intimidad de los tres hombres, que casi siempre estaban juntos. El nuevo amigo llevaba a toda la familia al teatro, a palcos que conseguía por medio de los periódicos.
    Por la noche regresaban a pie, por las calles llenas de gente, hasta la puerta de la casa del matrimonio Lesable. Maze y Cora iban delante, con paso uniforme, cadera con cadera, marcando el mismo balanceo, el mismo ritmo, como dos seres nacidos para avanzar a la par por la vida. Hablaban a media voz, entendiéndose a maravilla, y se reían con risa ahogada; de cuando en cuando, la joven se volvía para lanzar una ojeada a su padre y a su marido, que caminaban detrás.
    Cachelín los envolvía en una mirada bondadosa, y muchas verces, sin pensar que hablaba a su yerno, decía:
    —No se puede negar que los dos son apuestos; da gusto verlos juntos.
    Lesable contestaba tranquilamente:
    —Tienen casi la misma estatura.
    Feliz al comprobar que su corazón palpitaba con menos violencia, que jadeaba menos cuando caminaba ligero, y que se encontraba en todos los aspectos más fuerte, iba dejando que se desvaneciese poco a poco el rencor que sentía contra su suegro; por otra parte, los malignos dicharachos de éste habían cesado desde hacia algún tiempo.
    Por el Año Nuevo fue nombrado oficial de primera. Esto le produjo una alegría tan vehemente que, al llegar a casa, besó a su mujer por vez primera desde hacía seis meses. Esto pareció desconcertarla, y se quedó cohibida, como si él hubiese cometido una indelicadeza; y dirigió su vista hacia Maze, que había ido a presentarle sus respetos y felicitaciones con motivo del primero de año. También Maze pareció embarazado, y se volvió hacia la ventana, como para no ver aquello.
    Pero no transcurrió mucho tiempo sin que Cachelín volviese a mostrarse irritable y colérico, hostigando de nuevo a su yerno con sus burlas. Hasta con el mismo Maze se metía en ocasiones, como si también lo hiciese responsable de la catástrofe que les amenazaba y cuya fecha inevitable se aproximaba minuto a minuto.
    La única que parecía tranquil y que se mostraba completamente feliz y radiante de satisfacción era Cora. Se hubiera dicho que se habla olvidado de que estaba casi encima el vencimiento del plazo amenazador.
    Iban a entrar en marzo. Parecía perdida toda esperanza, porque el veinte de julio se cumplían los tres años del fallecimiento de tía Carlota.
    Una primavera precoz hacia germinar la Naturaleza, y Maze propuso a sus amigos dar el domingo un paseo por las orillas del Sena para coger violetas entre los matorrales.
    Salieron en tren por la mañana temprano y bajaron en Maisons Laffitte. Un escalofrío invernal corría aún por las ramas desnudas; pero la hierba, de un verde nuevo y brillante, estaba ya manchada de flores blancas y azules; y en las laderas de las colinas, los árboles frutales parecían lucir guirnaldas de rosas en sus delgados brazos, cubiertos de yemas abiertas.
    El Sena se deslizaba lento, triste y turbio por efecto de las últimas lluvias entre sus orillas escarpadas, que las crecidas invernales habían descarnado; el campo todo, embebido de agua, parecía salir de un baño y desprendía de sí, por efecto de la tibieza de los primeros días de sol, un regusto de suave humedad.
    Se metieron sin rumbo fijo por el parque. Cachelín, hosco, golpeaba con el bastón los terrones; estaba más abatido que de costumbre, pensando con mayor amargura que nunca en su desgracia, que muy pronto iba a consumarse por completo. Lesable, también melancólico, andaba con cuidado de no mojarse los pies en la hierba, mientras su mujer y Maze se esforzaban por reunir flores para un ramo. Desde unos días atrás, Cora estaba lánguida y pálida, como si se sintiese enferma.
    Se cansó en seguida y propuso que volviesen para almorzar. Fueron a un pequeño restaurante, adosado a un viejo molino que se desmoronaba; les sirvieron en seguida, en una mesa de madera cubierta con dos servilletas bajo un emparrado y en la orilla misma del río, el almuerzo tradicional de los excursionistas parisienses.
    Habían saboreado los crujientes gobios fritos, masticado los filetes adornados con patatas y estaba circulando la ensaladera rebosante de hojas verdes, cuando Cora se levantó bruscamente y echó a correr hacia la orilla, aplicándose la servilleta a la boca con las dos manos.
    Lesable preguntó con inquietud:
    —¿Qué es lo que le pasa?
    Maze se turbó, se puso colorado y balbució:
    —No..., no lo sé...; hace un instante no tenía nada.
    Cachelín se quedó asustado, sosteniendo en alto el tenedor, en el que tenía ensartada una hoja de ensalada.
    Se levantó para seguir con la vista a su hija. Ladeándose, vio que tenía la cabeza apoyada en un árbol, con muestras de estar enferma. Una sospecha veloz le dobló las piernas; se dejó caer en la silla, dirigiendo miradas de asombro a los otros dos hombres, que también parecían igualmente turbados. Loco de congoja y de esperanza, los examinaba con ansiosa mirada, sin atreverse a hablar.
    Transcurrió un cuarto de hora en medio de un profundo silencio, Cora reapareció, algo pálida, y caminando con dificultad. Ninguno de los tres la interrogó de una manera concreta; cada cual parecía adivinar un acontecimiento feliz, pero difícil de manifestar; ardían en deseos de saberlo y temían enterarse de él. Cachelín fué el único que le preguntó:
    —¿Te sientes mejor?
    Ella contestó:
    —Sí; no ha sido nada, gracias; pero regresaremos temprano, porque tengo un poco de jaqueca.
    Al volver a echar a andar, se cogió del brazo de su marido, como queriendo dar a entender que algo misterioso le ocurría, pero que aún no se atrevía a confesarlo.
    En la estación de San Lázaro se separaron. Maze puso como pretexto un asunto del que se había acordado en aquel momento y los dejó, después de los saludos y apretones de manos.
    En cuanto Cachelín se vio a solas con su hija y su yerno, le preguntó:
    —¿Qué es lo que te ha ocurrido durante el almuerzo?
    Cora no contestó, al pronto; pero después de unos momentos de titubeo, dijo:
    —Nada; una pequeña molestia al corazón.
    Caminaba como sí le faltasen las fuerzas, pero con la sonrisa en los labios. Lesable sentíase incómodo, con el espíritu conturbado, Y perseguido por ideas confusas, y contradictorias, lleno de apetencias de lujo, de cóleras sordas, de vergüenzas inconfesables, de una cobardía celosa; hacía como los que están acostados y cierran por la mañana los ojos para no ver el rayo de luz que se desllza por entre los cortinajes y cruza su cama con una línea brillante.
    Así que llegaron a casa, dijo está que tenía que acabar un trabajo, y se encerró.
    Cachelín, entonces, puso las dos manos sobre los hombros de su hija:
    —Estás encinta, ¿no es eso?
    Ella balbució:
    —Creo que sí; desde hace dos  meses
    No había aún acabado de decirlo, y ya Cachelín daba saltos de alegría; después se puso a dar vueltas alrededor de su hija bailando un cancán de baile público, vieja reminiscencia de sus tiempos de soldado. Alzaba la  pierna, saltaba a pesar de su barriga, hacía temblar todo el piso. Los muebles se movían, los vasos tintineaban en el aparador, la lámpara, suspendida del techo, que oscilaba y vibraba como la de un barco.
    Tomó luego en sus brazos a su  hija querida y la besó con frenesí; luego le díó con gesto familiar una palmadita en el vientre:
    —¡Al fin, ya está ah! ¿Se lo has dicho a tu marido?
    Cora se sintió de pronto intimidada, y dijo muy quedamente:
    —No...; todavía, no...; estaba... esperando.
    Pero Cachelín exclamó:
    —Sí, lo comprendo. Te sientes cohibida. Aguarda, yo mismo se lo voy a decir.
    Y se lanzó hacia el cuarto de su yerno. Al verlo entrar, Lesable, que nno hacia nada, se levantó; Cachelín, sin darle lugar a recobrarse, le soltó:
    —¿Sabe usted que su señora está encinta?
    El marido, turbado, empezó a perder su aplomo, y sus pómulos se colorearon de rubor:
    —¿Cómo? ¿Qué? ¿Cora? ¿Que está encinta?
    —¡Justamente! ¡ Embarazada! comprende? ¡Esta sí que es suerte!
    Y dejándose llevar de su alegría le cogió las dos manos, se las apretó, se las zarandeó como para felicitarle, como para darle las gracias. Y no hacía más que repetir:
    —¡Ah! ¡Por fin lo tenemos! ¡Se ha portado usted, se ha portado usted! ¡Ya es nuestra la fortuna! ¡Imagínese!
    Y sin poderse dominar lo estrchó entre sus brazos.
    No cesaba de gritar:
    —¡Imaginese! ¡Más de un millón!¡Más de un millón!
    Se puso a bailar otra vez, pero de pronto exclamó:
    —Pero venga usted conmigo, que ella le espera; ¡venga a darle un beso, por lo menos!
    Y agarrándolo con los dos brazos se lo llevó por delante, y lo lanzó como una pelota dentro de la sala, donde Cora se habia quedado en pie, intranquila, escuchando.
    En cuanto vió a su marido, retrocedió, sofocada por una súbita emoción. Lesable se quedó frente a ella, pálida y hondamente dolorido. Parecía el juez, y ella la culpable.
    Al fin dijo:
    —Según parece, estás embarazada.
    Ella balbució, con voz trémula:
    —Así parece.
    Pero Cachelín los cogió a los dos del cuello y acercó la cara del uno a la del otro, hasta que se tocaron las narices, y exclamó:
    —¡Pero que es esto, caramba! ¡Daos un beso, que bien merece la pena!
    Estaba desbordante de loca alegría, y cuando los soltó dijo solemnemente:
    —¡Por fin hemos ganado la partida! Escúchame, Leopoldo; vamos a comprar inmediatamente una casa en el campo. Allí, al menos, podrá usted restablecerse.
    Lesable, ante semejante idea, se estremeció. Su suegro siguió diciendo:
    —Cuando estemos allí invitaremos al señor Torchebeuf y a su señora, y como el subjefe está ya a punto de estirar la pata, combinaremos de modo que sea usted el sucesor. Por algo se empieza.
    Conforme Cachelín hablaba, iba Lesable viendo claro; se representaba a sí mismo, delante de una linda casita blanca, a orillas del Sena, recibiendo al jefe. Vestía americana de dril, y se cubría la cabeza con un panamá.
    Ante semejante perspectiva, penetraba en su corazón una sensación de dulzura, de tibieza, de felicidad, que corría por todo su ser y parecía quitarle peso, devolverle la salud.
    No contestó aún, pero se sonreía.
    Cachelín, ebrio de esperanzas, en un arrebato de ilusiones, seguía diciendo:
    —¿Quién sabe? Quizá lleguemos a tener influencia en la región. Tal vez llegue usted a salir diputado. De todos modos, nos trataremos con la mejor gente de la población, y nos permitiremos ciertos lujos. Tendrá usted un cochecito de cesta y un caballito para ir todos los días a la estación.
    En el cerebro de Lesable se despertaban imágenes de lujo, de elegancia y de bienestar. La idea de conducir él mismo un lindo cochecito, como las personas ricas cuya suerte había envidiado tantas veces, acabó de llenar sus deseos. Y no pudo menos de exclamar:
    —Si; eso sería muy agradable, desde luego.
    Cora, al verlo ya conquistado, sonreía también, enternecida y llena de agradecimiento; Cachelín, para quien ya no había obstáculos, dijo resueltamente:
    —Esta noche cenaremos de restaurante. ¡Caracoles! Tenemos que correr una pequeña juerga.
    Cuando volvieron a casa, estaban los tres un poco mareados, y Lesable, que se tambaleaba y no sabia bien lo que se hacía, no acertó a ir a su cuarto oscuro. Quizá sin darse cuenta, quizá por descuido, se acostó en la cama, aún vacía, en que iba a meterse su mujer. Durante toda la noche le pareció que su cama oscilaba como un barco, que cabeceaba, que se balanceaba de costado y que se iba a pique. Hasta se sintió acometido de mareos.
    Grande fué su sorpresa cuando, al despertar, vio que tenía a Cora en sus brazos.
    Ella abrió los ojos, se sonrió y le besó con un arranque súbito, de gratitud y de cariño. Después, dando a su voz las inflexiones de dulzura que adoptan las mujeres cuando se ponen zalameras, le dijo:
    —Si quisieras ser cariñoso conmigo, no irías hoy al Ministerio. No hace falta que seas tan exacto, puesto que vamos a ser muy ricos. Nos podíamos ir al campo tú y yo, muy solitos.
    Lesable sentíase descansado, con el perezoso bienestar que sigue a la laxitud de las fiestas y entumecido por el calor de la cama. Le dominaba una pesadez que le impulsaba a seguir así mucho tiempo, a entregarse ya a la molicie de una vida tranquila. Un impulso extraño y poderoso de  pereza le paralizaba el alma e invadía su cuerpo, y una idea vaga, constante, feliz, flotaba en su espíritu. «Iba a ser rico e independiente»
    Pero de súbito le acometió un temor, y preguntó con voz muy queda, como si temiese que las paredes oyesen sus palabras:
    —¿Estás, por lo menos, bien segura de tu embarazo?
    Ella lo tranquilizó en seguida:
    —¡Oh sí, no tengas cuidado! No me equivoco.
    Lesable, todavía algo inquieto, empezó a palparla suavemente. Le pasó la mano por el vientre abultado y dijo:
    —Es cierto, sí, pero no habrás dado a luz antes de la fecha señalada. Tal vez nos disputen nuestro derecho.
    Ante tamaña suposición, Cora sintió un arrebato de ira... ¿Cómo? ¿Iban a venirle ahora con embrollos, después de todas las fatigas, apuros y sacrificios porque había pasado? ¡Ah, no! ¡De ninguna manera! ... Se sentó en la cama, descompuesta de indignación.
    —Vamos inmediatamente a casa del notarlo—dijo ella.
    Pero a Lesable le pareció mejor obtener antes un certificado del médico. Volvieron, pues, a casa del doctor Lefilleul.
    Los conoció así que los vió, preguntándoles:
    —Y ¿lo consiguieron?
    Se pusieron completamente colorados, y Cora, perdiendo un poco de su aplomo, balbució:
    —Creo que sí, señor.
    El médico se frotaba las manos:
    —Me lo esperaba, me lo esperaba. El recurso que les indiqué no falla jamás, a menos que por parte de uno de los cónyuges haya incapacidad total.
    Cuando acabó de reconocer a la joven, manifestó:
    —¡Bravo! Esto es cosa hecha.
    Y escribió en una hoja de papel:

    «El que suscribe, doctor en Medicina de la Facultad de París, certifica que la señora de Leopoldo Lesable, Cachelín de apellido paterno, presenta todos los síntomas de un embarazo que data de tres meses, sobre poco más o menos.»

    Después se volvió hacia Lesable y le preguntó:
    —¿Y usted? ¿Cómo siguen ese pecho y ese corazón?
    Lo auscultó, encontrándolo completamente curado.
    Se marcharon, felices y contentos, cogidos del brazo, con paso ligero. Leapoldo tuvo una idea por el camino:
    —Tal vez convendría que antes de ir a casa del notario te pusieses una o dos toallas en derredor le la cintura; de esa forma resaltará más, y esto tiene sus ventajas. Así no pensará que lo que pretendemos es ganar tiempo.
    Volvieron, pues, a casa, y el mi-mo Lesable desnudó a su mujer, ¡para colocarle un suplemento de vientre. Diez veces seguidas cambió las toallas de sitio, retirándose algunos pasos, a fin de observar el efecto, esforzándose por conseguir una semejanza perfecta.
    Cuando estuvo satisfecho del resultado, volvieron a salir; Lesable parecía ir por la calle orgulloso de la protuberancia de aquel vientre, que atestiguaba su virilidad. El notarlo los recibió muy atentamente. Escuchó las explicaciones que le dieron, echó un vistazo al certificado y al insistir Lesable diciendo: «Por lo demás, señor, la cosa está a la vista», dirigió una mirada convencida a la cintura, abultada y en punta, de la joven.
    Ellos esperaban que hablase, llenos de ansiedad; el hombre de leyes declaró solemnemente:
    —Está bien. Que el hijo haya nacido o que vaya a nacer, el hecho es que existe, que vive ya. Dejaremos, pues, en suspenso la ejecución del testamento hasta que la señora dé a luz.
    Al salir del despacho, marido y mujer se besaron en la escalera, de tan vehemente que era su alegría.

    VII

    Desde el día de aquel descubrimiento, vivieron los tres familiares en perfecta unión. Siempre estaban de humor alegre, sereno y apacible. Cachelín había recobrado su antigua jovialidad y Cora abrumaba de atenciones a su marido. También Lesable parecía otro, siempre estaba contento, y nunca se había mostrado de tan buen carácter como entonces.
    Maze ya no frecuentaba tanto la casa, y no parecía hallarse a sus anchas entre aquella familia; lo acogían siempre bien, aunque con mayor frialdad, porque la felicidad es egoísta y no necesita de los extraños.
    Cachelín mismo parecía sentir cierta secreta hostilidad contra el guapo funcionario, al que con tanta solicitud había introducido en aquel hogar unos meses antes. El fue quien anunció a este amigo el embarazo de Coralia; se lo dijo a boca de jarro:
    —¿Sabe usted que mi hija está encinta?
    Maze contestó, haciéndose el sorprendido:
    —¿Sí? Estarán ustedes muy contentos.
    Cachelín contestó:
    —¡Naturalmente!
    Pero se fijó en que a su colega, por el contrario, no parecía haberle hecho ninguna gracia. A los hombres, aunque sean ellos los causantes, no les gusta ver en semejante estado a las mujeres que aman.
    Sin embargo, Maze siguió cenando en la casa todos los domingos. Pero aunque no hubiese surgido entre ellos conflicto alguno, las veladas en común resultaban forzadas, y la dificultad iba en aumento a cada semana que pasaba. Y llegó una noche en que Cachelín, después de marcharse Maze, exclamó con acento irritado:
    —¡Ya empieza a fastidiarme ese individuo!
    Lesable apuntó:
    —La verdad es que no gana nada cuando se le trata a fondo.
    Cora había bajado la vista y no dio su opinión. Parecía estar siempre como cohibida en presencia del grandullón de Maze, y este, por su parte, parecía avergonzado cuando estaba cerca de Cora, y ya no se sonreía, como antes, cuando la miraba, ni les traía invitaciones para el teatro: se hubiera dicho que soportaba aquella intimidad tan afectuosa en otro tiempo, como una carga forzosa.
    Hasta que un jueves, a la hora de la cena, cuando su marido llegaba de la oficina, le besó Cora las patillas con más zalamería que de costumbre, y le dijo al oído:
    —¿No me reñirás?
    —¿A qué viene eso?
    —A que…, hace un rato vino a verme el señor Maze. Y como no quiero que nadie tenga que murmurar de mi, le rogué que no volviese a presentarse en ausencia tuya. Y esto parece que le molestó algo.
    Lesable preguntó, sorprendido:
    —Pero, bueno, ¿qué es lo que dijo?
    —Poca cosa, pero a mí no me gustó y, por consiguiente le pedí que corte por completo sus visitas. Fuisteis papá y tú quienes lo trajisteis a casa, yo no intervine en nada. De ahí mi temor de que te molestes porque le haya cerrado la puerta de casa.
    El corazón del marido se sintió penetrado de alegría, mezclada de gratitud:
    —Has obrado bien, muy bien. Hasta te doy las gracias.
    Ella, que había fijado de antemano la situación respectiva de los dos hombres, quiso dejarla bien marcada:
    —En la oficina, tú te harás el que no sabe nada, y le hablarás exactamente igual que hasta ahora, pero ya no vendrá por casa.
    Lesable, estrechando entre sus brazos a su mujer, la bazuqueó largo rato en los ojos y en las mejillas, repitiendo:
    —¡Eres un ángel!...
    Y estaba sintiendo contra su vientre la joroba que formaba en el de su mujer el hijo ya desarrollado.

    VIII

    Nada de particular ocurrió hasta que el embarazo llegó a su término.
    Cora dió a luz una hija en los últimos días de septiembre. La llamaron Deseada; queriendo que su bautizo constituyese una solemnidad, decidieron dejarlo para el verano siguiente, y que tuviese lugar en la casa que pensaban comprar.
    Eligiéronla en Asniéres, sobre el cerro que domina al Sena.
    Durante el invierno hubo grandes acontecimientos. Cachelín, asi que entraron en posesión de la herencia, pidió el retiro, que le fue otorgado en seguida, y abandonó la oficina. Entretenía sus ocios recortando tapas de cajas de cigarros, para lo cual se servía de una delicada sierra mecánica; fabricaba así relojes, cofrecitos, jardineras, y toda clase de curiosos muebles en miniatura. Se apasionó por este trabajo desde que lo vio hacer a un vendedor ambulante en la plaza de la Opera, y le tomó gusto en seguida. No estaba satisfecho sin que alguien admirase todos los días sus nuevos modelos, de una complicación estudiada y pueril.
    El mismo repetía constantemente, maravillado de sus obras:
    —¡Es asombroso las cosas de que uno es capaz!
    El subjefe, señor Rabot, falleció un buen día, y Lesable desempeñó sus funciones, aunque no recibiese el nombramiento, porque no había transcurrido el tiempo reglamentario desde su último ascenso.
    Cora se convirtió en seguida en una mujer distinta, más reservada, más elegante; comprendió, adivinó, barruntó las transformaciones que impone la riqueza.
    Hizo una visita a la esposa del jefe, con ocasión del Año Nuevo; era una voluminosa señora que no había perdido su provincianismo en los treinta y cinco años que llevaba residiendo en Paris. Cora puso en juego tanta gracia y seducción para pedirle que fuese madrina de su hija, que la señora Torchebeuf aceptó. El señor Cachelín fué el padrino.
    Tuvo lugar la ceremonia en un domingo deslumbrador del mes de junio. Se había convidado a todos los funcionarios del negociado, a excepción de Maze, con el que no se trataban ya.
    Se oyó a lo lejos el silbido de la locomotora, y apareció ésta, arrastrando su rosario de coches, de los que se escapó una oleada de viajeros.
    El señor Torchebeuf salió de un vagón de primera, acompañado de su esposa, ataviada como un sol; de un vagón de tercera se apearon Pitolet y Boissel. No se habían atrevido a invitar al tío Savón, pero quedó convenido que se haría el encontradizo con ellos por la tarde, y que se lo llevarían para que los acompañase en la cena, con el asentimiento del jefe.
    Lesable corrió al encuentro de su superior, que avanzaba con su minúscula persona enfundada en la levita, luciendo en la solapa una gran condecoración que parecia una roja rosa abierta. Su enorme cráneo, cubierto de un sombrero de anchas alas, abrumaba a su cuerpo desmedrado, dándole aspecto de fenómeno; con sólo empinarse un poco sobre la punta de los pies, su mujer hubiera podido mirar por encima de su cabeza.
    Leopoldo, radiante de felicidad, se inclinaba, daba las gracias. Los hizo subir al cochecito de mimbre, corrió en seguida al encuentro de sus colegas que venían modestamente detrás, y les dio un apretón de manos, excusándose al mismo tiempo de no poder llevarlos en el coche, por ser éste muy pequeño:
    —Sigan por el malecón hasta que lleguen frente a la puerta de Villa Deseada, la cuarta después de doblar el recodo. Dense prisa.
    Subió a su carruaje, empuñó las riendas y arrancó, mientras el lacayo se encaramaba con agilidad al pequeño asiento de atrás.
    Tuvo lugar la ceremonia de la manera más lucida, volviendo de allí a casa para almorzar. Cada cual encontró debajo de la servilleta su correspondiente regalo, que estaba en relación con la categoría de cada invitado. A la madrina le correspondió un brazalete de oro macizo, y a su marido un alfiler de rubíes para corbata; a Boissel, una cartera de cuero de Rusia; y a Pitolet, una magnífica pipa de espuma. Según afirmaron, eran regalos que Deseada hacía a sus nuevos amigos.
    La señora de Torchebeuf, colorada de rubor y de placer, colocó en su brazo rollizo el aro brillante, y el jefe, que llevaba una minúscula corbata negra en la que no se podía prender el alfiler, lo clavó en la solapa de la levita, debajo de la Legión de Honor, como sí fuese otra cruz de orden inferior.
    Desde la ventana divisábase una gran cinta de río, bordeada por ribazos cubiertos de árboles, que subía hacia Suresnes. El sol caía como un chaparrón sobre el agua, convirtiendo la corriente en un río de fuego. En los comienzos del almuerzo reinó mucha seriedad, porque la presencia del señor y de la señora de Torchebeuf imponía respeto. Pero luego se fueron alegrando. Cachelín soltaba bromas pesadas, que creía poder permitirse en su calidad de hombre rico; y todos se las celebraban.
    En boca de Pitolet o de Boissel habrían parecido impropias.
    A los postres, fue cosa de rigor el traer a la niña, y los comensales la fueron besando uno tras otro. Sepultada entre la nieve de las puntillas, miraba a las personas con sus ojos azules, turbios y sin expresión, volviendo un poco su cara abotagada, en la que parecía estarse despertando un asomo de atención.
    Entre el bullicio general, bisbiseó Pitolet a la oreja de Boissel, a quien tenía de vecino de mesa:
    —Parece una Mazeta florida.
    La frase corrió al siguiente día por todo el Ministerio.
    Entre tanto dieron las dos; habían tomado ya los licores y Cachelín propuso ver primero la casa, y salir después a dar un paseo por la orilla del Sena.
    Los comensales fueron circulando en fila por todas las habitaciones, desde la bodega hasta el desván, recorrieron después el jardín, árbol por árbol y planta por planta, dividiéndose por último en dos grupos para salir de paseo.
    Cachelín, al que la presencia de señoras tenía algo cohibido, se llevó a Boissel y a Pltolet por los cafés de la ribera, en tanto que las señoras de Torchebeuf y Lesable, acompañadas de sus maridos, se dirigieron río arriba por la orilla opuesta, porque, como señoras decentes, no podían mezclarse con aquel público de los domingos, de costumbres demasiado libres.
    Fueron andando muy despacio por el camino de sirga, seguidas de sus dos hombres, que conversaban con mucha gravedad de asuntos de la oficina.
    Pasaban las yolas por el río, arrastradas a golpe de remo por fuertes mocetones de brazos desnudos cuyos músculos se encogían y estiraban bajo la carne tostada. Las bateleras, arrellanadas sobre pieles negras o blancas, entumecidas por el sol, protegida la cabeza por sombrillas de seda roja, amarilla o azul que parecían flores enormes flotando en el agua, gobernaban la embarcación. Cruzábanse de una barca a otra gritos, llamadas e injurias; y un rumor lejano, confuso, continuo, de voces humanas, denunciaba a lo lejos la presencia de la bulliciosa muchedumbre de los días festivos.
    A todo lo largo del río se alineaban, inmóviles, los pescadores de caña, mientras que los nadadores, casi desnudos, en pie sobre las pesadas embarcaciones de los pescadores, se tiraban de cabeza al agua, volvían a trepar a las lanchas, y saltaban otra vez al río.
    La señora de Torchebeuf miraba todo aquello sorprendida. Cora le explicó:
    —Todos los domingos pasa igual. Es un espectáculo que me amarga el disfrute de este sitio encantador.
    Una canoa se acercaba mansamente. Dos mujeres manejaban los remos, y en el fondo de la embarcación iban tumbados dos mocetones. Una de las remeras gritó hacia la orilla:
    —¡Ohé, ohé, mujeres decentes! Dispongo de un hombre, lo vendo barato, ¿conviene?
    Cora les volvió la espalda con desprecio, y cogió el brazo de su invitada:
    —Vámonos; ni siquiera la dejan a una en paz. ¡Qué vergüenza de mujeres!
    Se alejaron de allí. El señor Torchebeuf le decía a Lesable:
    —Quedamos, pues, en que será el primero de enero. El director me lo ha prometido formalmente.
    Lesable le contestó:
    —No sé cómo agradecérselo, querido patrón.
    Cuando regresaban a casa, tropezaron con Cachelín, Boissel y Pitolet, que se reían a carcajadas, hasta saltárseles las lágrimas; llevaban casi en volandas al tío Savón y aseguraban, en broma, que se lo habían encontrado en la ribera, junto a una mujercita alegre.
    El viejo repetía, espantado:
    —Eso no es cierto, no, señores; eso no es cierto. Señor Cachelín, no está bien que usted diga eso, no está bien.
    Cachelín, ahogado de risa, gritaba:
    —¡Ah viejo hipócrita! Y le decias: «¡Mi querida palomita blanca!» Te hemos cogido, al fin, grandísimo truhán.
    Tan fuera de si parecía el pobre hombre, que hasta las señoras se echaron a reír.
    Cachelín siguió diciendo:
    —Si el señor Torchebeuf nos  da su venia, lo guardaremos en castigo como prisionero, y cenará con nosotros.
    El jefe accedió con benevolencia, y todos siguieron riéndose a propósito, de aquella mujercita que se había quedado sola, mientras que el viejo, afligido por la pesada broma, seguía protestando.
    Aquello siguió dando pie, hasta la noche, a infinidad de frases ingeniosas, y aun verdes.
    Cora y la señora Torchebeuf sentadas bajo el pabellón de la escalinata, contemplaban los reflejos del crepúsculo. El sol vertía sobre las hojas un polvillo color de púrpura. Ni la más leve brisa movía las ramas; una paz serena, infinita, caía del cielo llameante y tranquilo.
    Pasaban todavía por el río algunas embarcaciones, que regresaban a sus apostaderos.
    Cora preguntó:
    —¿Es cierto que este pobre señor Savón se casó con una golfa?
     La señora de Torchebeuf, que estaba al corriente de todo lo que ocurría en el Ministerio, contestó:
    —Sí, se trata de una huérfana, demasiado joven para él, que le engañó con un mal sujeto, y acabó fugándose con su amante.
    La señora Lesable siguió expresándose con gran formalidad.
    —Esa no es una excusa. Ese buen hombre es digno de compasión. En la casa de aquí al lado vive el señor Barbou, que se encuentra en el mismo caso. Se le enamoró la mujer de cierto pintor que pasaba aquí los veranos, y se ha largado con él al extranjero. No me cabe en la cabeza que una mujer pueda caer tan bajo. En mi opinión, debería haber un castigo especial para tan indignas mujeres, que llevan la deshonra a las familias.
    Al final de la avenida apareció la nodriza, llevando a Deseada, envuelta en encajes. Iba la niña hacia las dos señoras con su carita de rosa, envuelta en la neblina de oro rojizo del atardecer. Miraba el cielo de fuego, con la misma mirada inexpresiva, atónita y vaga que a las personas.
    Todos los hombres que estaban conversando algo más lejos, se acercaron, y Cachelín cogió a su nieta, alzándola en sus brazos verticales, como si quisiera subirla hasta el firmamento. La niña se siluetó, con sus largas mantillas blancas que llegaban al suelo, sobre el fondo luminoso del horizonte.
    Y el abuelo gritó:
    —Esto es lo mejor que hay en el mundo, ¿verdad, padre Savón?
    El viejo no contestó, tal vez porque no se le ocurrió nada, o tal vez porque se le ocurrían demasiadas cosas.
    Un criado abrió la puerta de la escalinata y anunció:
    —¡La señora está servida!