LA HORQUILLA


    No diré el nombre del país, ni el del hombre. Era lejos, muy lejos de aquí, en una costa fértil y ardiente. Seguíamos, desde por la mañana, la ribera cubierta de mieses y el mar azul cubierto de sol. Las flores crecían muy cerca de las olas, de las olas ligeras, tan suaves, adormecedoras. Hacía calor; era un blanco calor perfumado de tierra ubérrima, húmeda y fecunda; parecía como si respirásemos gérmenes.
    Me habían dicho que, esa noche, encontraría hospitalidad en la casa del francés que vivía en la punta de un promontorio, en un bosque de naranjos. ¿Quién era? Lo ignoraba aún. Había llegado una mañana, diez años antes; había comprado tierra, plantado viñedos, sembrado grano; había trabajado con pasión, aquel hombre, con furia. Después, mes tras mes, año tras año, agrandando sus posesiones, fecundando sin pausa el suelo potente y virgen, había amasado así una fortuna con su infatigable laboreo.
    Y no obstante seguía trabajando, decían. Se levantaba al alba, recorría sus campos hasta la noche, los vigilaba sin cesar, y parecía hostigado por una idea fija, torturado por el insaciable deseo del dinero, que nada duerme, que nada apacigua.
    Ahora parecía riquísimo.
    El sol descendía cuando llegué a su morada. Se alzaba en efecto en la punta de un cabo, entre naranjos. Era una ancha casa cuadrada muy sencilla y desde donde se dominaba el mar.
    Al acercarme, apareció en la puerta un hombre con una gran barba. Tras saludarle, le pedí asilo por una noche. Me tendió la mano sonriendo.
    «Entre, caballero, está usted en su casa.»
    Me condujo a un cuarto, puso a mis órdenes un servidor, con perfecta desenvoltura y la amabilidad familiar de un hombre de mundo; después me dejó, diciendo:
    «Cenaremos juntos cuando tenga a bien bajar.»
    Cenamos, en efecto, a solas, en una terraza frente al mar. Yo le hablaba al principio de aquel país tan rico, tan remoto, tan desconocido. El sonreía, respondiendo con distracción:
    «Sí, esta tierra es hermosa. Pero ninguna tierra agrada lejos de lo que amamos.
    —¿Echa de menos Francia?
    —Echo de menos París.
    —¿Por qué no regresa allá?
    —¡Oh! Volveré.»
    Y poco a poco nos pusimos a hablar de la sociedad francesa, de los bulevares y de las cosas de París. Me interrogaba como un hombre que conoció eso, me citaba nombres, todos los nombres familiares en la acera del Vaudeville. *
    « ¿A quién se ve hoy por el café Tortoni?
    —A los mismos de siempre, salvo a los muertos.»
    Lo miraba con atención, perseguido por un vago recuerdo. ¡Con toda seguridad yo había visto esa cara en alguna parte! Pero ¿dónde?, ¿cuándo? Parecía fatigado, aunque vigoroso; triste, aunque resuelto. La gran barba rubia le caía sobre el pecho, y a veces se la agarraba junto a la barbilla y, apretándola en la mano cerrada, deslizaba ésta hasta el final. Un poco calvo, tenía cejas espesas y un grueso bigote que se mezclaba con los pelos de las mejillas.
    Detrás de nosotros el sol se hundía en el mar, lanzando sobre la costa una niebla de fuego. Los naranjos en flor exhalaban en el aire de la noche su aroma violento y delicioso. El sólo me veía a mí y, con la mirada fija, parecía vislumbrar en mis ojos, vislumbrar en el fondo de mi alma, la imagen remota, amada y conocida de la ancha acera sombreada que va desde la Magdalena a la calle Drouot.
    «¿ Conoce usted a Boutrelle?
    —Sí, claro.
    —¿Ha cambiado mucho?
    —Sí, está canoso.
    —¿Y La Ridamie?
    —Igual que siempre.
    —¿Y las mujeres? Hábleme de las mujeres. Veamos. ¿Conoce a Suzanne Verner?
    —Sí, muy gorda, acabada.
    —¡Ah! ¿Y a Sophie Astier?
    —Murió.
    ¡Pobre chica! Es que... ¿Conoce usted...?»
    Enmudeció bruscamente. Después, con la voz cambiada, el rostro pálido de pronto, prosiguió:
    «No, más vale que no hable más de esto, me destroza.» Después, como para cambiar el curso de sus pensamientos, se levantó.
    « ¿Quiere usted entrar?
    —Me parece bien.»
    Me precedió por la casa.
    Las piezas de abajo eran enormes, desnudas, tristes, parecían abandonadas. Vasos y platos rondaban por las mesas, dejados allí por los servidores de piel morena que merodeaban sin cesar por aquella vasta mansión. Dos fusiles colgaban de dos clavos en la pared; y, en las rinconadas, se veían layas, cañas de pescar, hojas de palmera secas, objetos de todas clases dejados al azar por quienes entraban y que se hallaban al alcance de la mano para el azar de quienes salieran o se ajetrearan.
    Mi anfitrión sonrió:
    «Es la casa, o mejor dicho el cuchitril de un desterrado —dijo—; pero mi habitación está más limpia. Vayamos allí.»
    Creí, al entrar, que penetraba en la tienda de un chamarilero, tan llena estaba de cosas, de esas cosas dispares, raras y variadas que se nota que son recuerdos. En las paredes, dos bonitos dibujos de pintores conocidos, telas, armas, espadas y pistolas, y además, exactamente en el centro del panel principal, un cuadrado de raso blanco enmarcado en oro.
    Sorprendido, me acerqué a mirar, y vi una horquilla clavada en el centro de la brillante tela.
    Mi anfitrión me puso la mano en el hombro:
    «Ahí tiene —dijo, sonriente— la única cosa que miro aquí, y la única que veo desde hace diez años. El señor Prudhomme proclamaba: ‘Este sable es el día más hermoso de mi vida¡’; pues yo puedo decir: ‘Esta horquilla es toda mi vida’.»
    Yo buscaba una frase trivial; acabé por decir:
    « ¿Ha sufrido usted por una mujer? »
    El prosiguió bruscamente:
    «Diga más bien que sufro como un miserable... Pero venga al balcón. Hace un momento acudió un nombre a mis labios, un nombre que no me atreví a pronunciar, pues si me hubiera respondido usted ‘murió’, como hizo con Sophie Astier, me habría saltado la tapa de los sesos hoy mismo.»
    Habíamos salido al ancho balcón desde donde se veían dos golfos, uno a la derecha y otro a la izquierda, encerrados por altas montañas grises. Era la hora crepuscular en la que el sol desaparecido no ilumina la tierra sino con los reflejos del cielo.
    Prosiguió:
     « ¿Es que Jeanne de Limours vive aún? »
    Sus ojos se habían clavado en los míos, llenos de temblorosa angustia.
    Sonreí: «Pardiez... y más linda que nunca.
    —¿La conoce?
    —Sí.»
    Vacilaba: « ¿Del todo...?
    —No. »
    Me cogió la mano: «Hábleme de ella.
    —No tengo nada que decir; es una de las mujeres, o mejor dicho una de las chicas más encantadoras y cotizadas de París. Lleva una existencia agradable y principesca, y eso es todo.»
    Murmuró: «La amo», como si hubiera dicho: «Voy a morir.» Después, bruscamente: « ¡Ah! Durante tres años fue una existencia horrible y deliciosa la nuestra. Estuve a punto de matarla cinco o seis veces; ella intentó sacarme los ojos con esa horquilla que acaba usted de ver. Mire, fíjese en ese puntito blanco de mi ojo izquierdo. ¡Nos amábamos! ¿Cómo podría explicarle esta pasión? Usted no la entendería.
    »Debe de existir un amor simple, hecho del doble impulso de dos corazones y de dos almas; pero con toda seguridad existe un amor atroz, cruelmente torturador, hecho del invisible enlace de dos seres dispares que se detestan adorándose.
    »Esa chica me arruinó en tres años. Yo poseía cuatro millones que se comió con su aire tranquilo, sosegado, que mordisqueó con una dulce sonrisa que parecía caer de sus ojos sobre sus labios.
    »¿La conoce usted? ¡Tiene, sin duda, algo irresistible! ¿Qué? No lo sé. ¿Son esos ojos grises cuya mirada entra como una barrena y se queda dentro como el gancho de una flecha? Será más bien esa sonrisa dulce, indiferente y seductora, que perdura en su cara a la manera de una máscara. Su gracia lenta penetra poco a poco,  se desprende de ella como un perfume, de su talle largo, apenas oscilante cuando pasa, pues parece deslizarse más que caminar, de su voz un poco arrastrada, bonita, y que parece la música de su sonrisa, de su gesto también, de su gesto siempre moderado, siempre justo y que embriaga el ojo con su armonía. Durante tres años, ¡sólo la vi a ella en esta tierra! ¡Cómo sufrí! Pues me engañaba con todo el mundo. ¿Por qué? Por nada, por engañar. Y cuando me había enterado, cuando la motejaba de furcia y de bribona, ella confesaba tranquilamente:
    ‘¿Es que estamos casados?’, decía.
    Desde que estoy aquí he pensado tanto en ella que he acabado por entenderla: esa chica es Manón Lescaut rediviva. Es Manón, que no podría amar sin engañar; Manón, para quien el amor, el placer y el dinero no son sino una cosa.»
    Se calló. Después, tras unos minutos:
    «Cuando me hube comido el último céntimo por ella, me dijo simplemente: ‘Ya comprenderá usted, querido, que no puedo vivir del aire. Lo quiero mucho, lo quiero más que a nadie, pero hay que vivir. La miseria y yo nunca haremos buenas migas.’
    »¡Y si yo le contara, empero, la vida atroz que he llevado a su lado! Cuando la miraba, tenía tantas ganas de matarla como de besarla. Cuando la miraba... sentía una furiosa necesidad de abrir los brazos, de estrecharla y de estrangularla. Había en ella, detrás de sus ojos, algo de pérfido y de inasible que me hacía execrarla; y quizá a causa de eso la amaba tanto. En ella, lo Femenino, el odioso y enloquecedor Femenino, era más poderoso que en ninguna otra mujer. Estaba cargada de él, sobrecargada como con un fluido embriagador y venenoso. Era Mujer, más de lo que jamás lo ha sido nadie.
    »Y fíjese, cuando salía con ella, clavaba sus ojos en todos los hombres de una forma tal que semejaba entregarse a cada uno, con una sola mirada. Eso me exasperaba y, no obstante, me ligaba a ella aún más. Esa criatura, sólo con pasar por la calle, pertenecía a todo el mundo, a mi pesar, a pesar suyo, por el hecho de su propia naturaleza, aunque tuviera un aspecto modesto y dulce. ¿Comprende usted?
    » ¡Y qué suplicio! En el teatro, en el restaurante, me parecía que la poseían ante mis ojos. Y en cuanto la dejaba sola, otros, en efecto, la poseían.
    » ¡Hace diez años que no la he visto, y la amo más que nunca! »

    La noche se había difundido sobre la tierra. Un poderoso perfume de azahar flotaba en el aire.
    Le dije:
    « ¿Volverá a verla?»
    Respondió:
    «¡Pardiez! Tengo ahora aquí, tanto en tierras como en metálico, de setecientos a ochocientos mil francos. Cuando complete el millón, lo venderé todo y partiré. Tengo para un año con ella (un buen año entero). Y después, adiós, mi vida estará completa.»
    Pregunté: « Pero ¿y luego?»
    —Luego, no sé. ¡Se habrá acabado! Quizás le pida que me coja como lacayo.»

    * La acera del boulevard des Capucines, donde se encontraba el teatro Vaudeville, era un lugar privilegiado de las aventuras galantes parisienses.