LA PRIMAVERA


Cuando llegan los primeros días de sol, se despierta y reverdece la tierra, y la tibieza perfumada del aire nos acaricia la epidermis, penetra en los pulmones y parece llegar hasta el mismo corazón, nos vemos asaltados por confusos deseos de dicha indefinible, sentimos impulsos de correr, de caminar al acaso, de buscar lo imprevisto, de emborracharnos de primavera.
Como el último invierno había sido muy crudo, al llegar el mes de mayo me invadió este acuciamiento de mi vitalidad, como un arrebato, como un empuje de savia que se desborda.
Al despertar cierta mañana, descubrí desde mi balcón, por encima de las casas próximas, la inmensa capa azul del cielo. encendida de sol. Los canarios se desgañitaban en sus jaulas colgadas en las ventanas; las criadas cantaban en todos los pisos; ascendían de la calle rumores alegres, y yo salí de casa con gozo de día festivo, para ir a cualquier parte.
Las personas con quienes me encontraba, sonreían; en la cálida luz de la primavera recobrada, flotaba por todas partes un soplo de felicidad. Hubiérase dicho que una brisa de amor se había derramado por la urbe; al cruzar junto a las mujeres jóvenes que lucían sus vestidos mañaneros, descubría en sus ojos una ternura que había estado oculta, una gracia más lánguida en sus andares, y mi corazón latía desordenado.
Sin saber cómo ni por qué. fui a desembocar a la orilla del Sena. Algunos barcos de vapor marchaban con rumbo a Suresnes, y me asaltó de golpe un ansia incontenible de correr por el bosque.
La cubierta del vaporcito mosca estaba llena de pasajeros, porque las primeras jornadas de sol empujan a la gente, consciente o inconscientemente, fuera de casa, y todo el mundo se despabila, va, viene y traba conversación con el que tiene al lado.
Yo tenía junto a mí a una mujer: debía de ser una obrerita, joven, con un donaire exclusivo de Paris y una encantadora cabecita rubia, coronada por cabellos que formaban bucles en las sienes. Parecían rizos de luz, acariciaban las orejas, se alargaban hasta la nuca, flotaban al viento y se convertían, al llegar al cuello, en pelusilla tan fina, tan ligera, tan rubia, que apenas se distinguía, pero que despertaba unas ganas locas de poner allí un montón de besos.
Al sentir que yo la miraba con insistencia, volvió hacia mi la cabeza y luego bajó bruscamente los ojos: un ligero pliegue, un amago de sonrisa hundió levemente la comisura de su labios y descubrió también allí la fina pelusilla sedosa y pálida, que el sol doraba un poco.
El río se ensanchaba plácidamente. Una paz cálida se cernía en la atmósfera, un susurro de vida parecía llenar el espacio. Mi vecina levantó la vista, y, como yo seguía mirándola, no recató ya una sonrisa franca. Estaba así encantadora, y en su mirada fugitiva descubrí mil cosas que hasta entonces ignoraba. Descubrí profundidades insospechadas, toda la sugestión de las ternuras, toda la poesía con que soñamos, toda la dicha que no acabamos de encontrar. Sentí deseos locos de abrir mis brazos, de llevármela a cualquier parte y murmurar a su oído la suave música de las frases de amor.
Iba yo a abrir la boca para hablarle, pero en ese instante sentí que me daban un golpecito en el hombro. Me volví sorprendido y me vi frente a un hombre de aspecto corriente, ni joven ni viejo que me contemplaba con expresión de tristeza.
-Desearía hablarle- me dijo.
Se fijó, sin duda, en la mueca que hice, porque agregó:
-Es para un asunto de importancia.
Me levanté y fui tras él al otro extremo del barco. Una vez allí tomó la palabra de nuevo:
-Caballero, cuando se acerca el invierno con sus fríos, con la lluvia y la nieve, el médico de cabecera nos dice todos los días: "Conserve los pies bien calientes, evite los enfriamientos, los romadizos, las bronquitis, las pleuresías." Adoptamos entonces mil precauciones: llevamos ropa interior de franela, abrigo grueso, calzado sólido: pero, así y todo, nadie nos quita el par de meses en cama. En cambio, cuando la primavera vuelve, cargada de verdor y de flores, de brisas tibias enervantes, del vaho que exhalan los campos penetrándonos de vagas inquietudes, de enternecimientos inexplicables, a nadie se le ocurre venir a decirnos: "Caballero, ¡cuidado con el amor! Tiende sus emboscadas por todas partes, acecha desde todos los rincones, tiene montadas todas sus trampas, afiladas todas sus armas, a punto todas sus perfidias. ¡Cuidado con el amor!... ¡Cuidado con el amor! ¡Es más peligroso que el romadizo. la bronquitis y la pleuresía! No perdona a nadie y hace cometer tonterías irreparables." Si, caballero; afirmo que el Gobierno debía cargar con la obligación de poner todos los años en las paredes grandes cartelones que dijesen: "La primavera vuelve. Ciudadanos franceses: ¡cuidado con el amor!" Pero, puesto que no lo hace el Gobierno, yo me pongo en su lugar y le digo a usted: "¡Cuidado con el amor! Está usted a pique de que os eche el guante, y obligación mía es advertírselo, como cualquier transeúnte advierte en Rusia al que se le está helando la nariz y no se da cuenta."
Me quedé de una pieza frente a tan singular individuo, y le dije. tomando un continente digno:
-Creo, señor mío, que se está usted metiendo en lo que no le va ni le viene.
Hizo un gesto brusco y me contestó:
-¡Caballero! ¡Caballero! Según eso, si veo que un hombre se va a ahogar en un sitio peligroso. ¿no he de intervenir para evitar su muerte? Le voy a contar a usted mi historia y se explicará entonces que me haya atrevido a hablarle de esta manera.
Y empezó su relato:
-Fue el año último, por esta misma época. Quiero empezar por advertirle que estoy empleado en el Ministerio de la Marina, en el que nuestros jefes, los comisarios, toman muy en serio sus galones de oficiales plumíferos y nos tratan como gavieros. (Entre paréntesis, ¡ya podían ser paisanos todos los jefes!) En resumen: desde mi oficina se descubría un pedacito de cielo surcado por las golondrinas, y me entraban unas ganas locas de ponerme a bailar entre mis legajos. A tal punto llegaron mis ansias de libertad, que, a pesar de mi repugnancia, fui a presentarme a mi principal. Era un hombrecillo gruñón, que siempre estaba de malas pulgas. Me hice el enfermo. El me miró desconfiado, y gritó:
-No le creo ni una palabra; pero, en fin, lárguese. ¿Pensarán que puede marchar un negociado con empleados de esta calaña?
Eché a andar y me vine al Sena. Hacía el mismo tiempo que hoy; subí al vaporcito mosca para dar una vuelta por Saint-Cloud.
¡Ay. caballero! ¿Por qué mi jefe no me negó el permiso?
Al sentir la caricia del sol me pareció que me esponjaba.
El barco, el río, los árboles las casas, los que estaba a mi lado, todo, todo despertaba mi cariño. Me daba impulsos de abrazarme a algo, a lo que fuese era que el amor me tendía su trampa.
De pronto, en el Trocadero subió a bordo una joven que llevaba un paquetito en la mano, y tomó asiento enfrente de mí.
Era bonita, sí, señor; pero hay que ver qué realce cobran las mujeres a nuestra vista en los primeros días primaverales de sol; se nos suben a la cabeza, se revisten de un encanto de un algo que no tienen en otros momentos Hacen el efecto del vino después del queso.
Yo la miraba y ella también me miraba...; pero solo de cuando en cuando, lo mismito que la de usted. Tanto nos miramos, que llegó un momento en que yo creí que ya nos conocíamos lo bastante para entablar conversación, y le dirigí la palabra. Me contestó. Su respuesta fue como un flechazo. Había dado con una chica encantadora Me embelesaba querido señor.
Al llegar a Saint-Cloud desembarcó..., y yo tras ella. Iba a entregar un encargo. Cuando volvió, se había justamente marchado el barco. Fui acompañándola; la suavidad del ambiente nos arrancaba suspiros a los dos.
-¡Qué bien se ha de estar en el bosque!- le dije yo.
Y ella contestó:
-iYa lo creo!
-¿Y si fuésemos a dar un paseo? ¿Qué le parece señorita?
Me miró por lo bajo, con una ojeada rápida, como para calcular si yo le convenía; titubeó un poco y aceptó al fin. Y hétenos entre los árboles, el uno junto al otro. Las hojas, todavía menudas, dejaban pasar el sol, que inundaba la hierba, alta, tupida, de un verde lustroso, como de barniz, en la que se hacían también el amor infinidad de animalitos. Llegaba de todas direcciones el canto de los pájaros. Mi compañera, ebria de aquel aire cargado de efluvios campestres, echó a correr dando brincos. Y yo corría detrás, retozando también. Caballero hay momentos en que uno hace el asno.
Luego, como una desesperada, se puso a cantar infinidad de cosas: trozos de ópera, la canción de Musette. ¡Ay, la canción de Musette! ¡Qué poética la encontraba entonces!... Casi me arrancaba lágrimas. Esa clase de necedades es la que nos hace perder la cabeza. Si usted quiere seguir mi consejo, guárdese de tomar por mujer a la que canta cuando sale al campo, sobre todo si le da por cantar la canción de Musette.
Pronto se fatigó, y se sentó en un ribazo verde. Yo me senté a sus pies, y me apoderé de sus manos, unas manecitas picoteadas por la aguja de coser. Esta observación me enterneció. Me decía a mí mismo: "He aquí las señales del trabajo que santifica." ¡Ay caballero, caballero! ¿A que no sabe usted lo que quieren decir esas señales del trabajo que santifica? Cuando las vea usted en una mano, dígase que son un pregón de las habladurías del obrador, del cuchichear de picardías, de un alma manchada de las indecencias que ha escuchado, de la castidad perdida, de las charlas insustanciales, de la mezquindad de la rutinas cotidianas, de toda la estrechez de ideas de la mujer vulgar.
Permanecimos largo rato mirándonos a los ojos.
¡Ojos de mujer! ¡Qué potencia tienen! ¡Cómo conturban, penetran, poseen, dominan! ¡Qué abismos rebosantes de promesas, de infinito hay en ellos! ¡A eso suele llamársele mirarse hasta el fondo del alma! ¡Vaya una simpleza, caballero! Si pudiésemos ver en el fondo del alma, andaríamos con más tiento, se lo aseguro.
Para terminar, yo estaba desbocado, loco. Pretendí estrecharla entre mis brazos, y ella me dijo: "¡Nada de sobos!"
En vista de eso, me arrodillé a su lado, y le abrí de par en par mi corazón; fui vertiendo en sus rodillas todas las ternuras que me ahogaban. Mi cambio de actitud pareció asombrarla; me miró de reojo, como si estuviese diciendo para sus adentros: "¡Ay, canelo, qué fácil eres de manejar! ¡Vamos a ver qué sale de aquí!"
Le digo, caballero, que en asuntos de amor los hombres somos siempre cándidos, y las mujeres, mercachifles.
En aquel momento hubiera podido hacerla mía, estoy seguro; andando el tiempo comprendí mi estupidez;  pero yo no iba en busca de su cuerpo, sino de ternuras, de algo ideal. En lugar de aprovechar bien la ocasión, me entregué al sentimentalismo.
Cuando ya se hartó de mis declaraciones amorosas, se puso en pie. Volvimos a Saint-Cloud. No la dejé hasta Paris. Tenía una expresión tan triste desde que emprendimos el regreso, que no pude menos de preguntarme porqué. Ella me contestó:
-Estoy pensando en que en la vida son pocos los días como el de hoy.
El corazón quería saltárseme del pecho.
Nos volvimos a ver al domingo siguiente, y al otro y todos los domingos. La conduje a Bougival, a Saint-Germain, a Maisons-Laffitte, a Poissy, en fin, a todos los lugares que son escenarios de amor en los alrededores de París.
Por su parte, la muy bribona representaba su papel de mujer apasionada.
En fin, que perdí por completo la razón, y que me casé con ella a los tres meses... ¡Qué le va usted a hacer, caballero! Era un empleado, me encontraba solo, sin nadie que me aconsejase bien... Piensa uno que se ha de vivir dichoso al lado de una mujer... Y en cuanto la encuentra se casa con ella.
Y, una vez casados, ella se dedica a insultarnos desde la mañana a la noche, es incapaz de comprender nada, lo ignora todo, no acaba nunca de cotorrear, canta a voz en cuello la canción de Musette-la canción de Musette, que es una tabarra-, riñe con el carbonero, cuenta a la portera las intimidades del hogar, se confiesa con la criada del vecino a propósito de los secretos de alcoba, desacredita a su marido en las tiendas en que hace sus compras habituales y anda siempre con la cabeza atiborrada de  cuentos tan majaderos, de creencias tan idiotas, de opiniones tan grotescas y de prejuicios tan fabulosos, que siempre que hablo con la mía, caballero, acabo echándome a llorar.

* * *

Se calló porque le faltaba el aliento y estaba emocionado. Yo lo contemplaba, compadecido de aquel pobre hombre tan cándido, e iba a contestarle algo, pero en aquel momento se detuvo el barco. Llegábamos a Saint-Cloud.
La mujercita que tanto me había trastornado se levantó para bajar a tierra. Al pasar junto a mí me miró de reojo con sonrisa furtiva, esa clase de sonrisas que a uno le enloquecen, y saltó al malecón.
Hice un brusco movimiento para seguirla, pero mi acompañante me cogió de la manga. Me desasí de un tirón, pero entonces me cogió por los vuelos de la levita y tiró de mi hacia atrás, repitiendo:
-¡No permitiré que la siga! ¡No permitiré que la siga!
Lo dijo en voz tan alta, que todos se volvieron a mirarnos.
Hubo un circulo de risas en torno nuestro; yo permanecí inmóvil, furioso, pero sin atreverme a afrontar el ridículo y el escándalo.
Y, entre tanto, reanudó su marcha el barco.
La mujercita, que no se había movido del malecón, dibujó una expresión de desencanto viendo cómo yo me alejaba, mientras que mi impertinente interlocutor me cuchicheaba a la oreja, frotándose las manos de gusto:
-Le he hecho a usted un favor que no lo pagará con nada, caballero.