LA QUERIDA


    Me habla detenido en Bauilles, únicamente porque leí en una Guía (no sé cuál): «Hermoso museo: dos Rubens, un Teniers, un Ribera.»
    Y me dije: «Veamos todo eso. Comeré en el hotel de Europa, excelente al decir de la Guía, y a las veinticuatro horas, otra vez en marcha.»
    El museo estaba cerrado; solamente lo abrían a instancia de algún viajero; se abrió para mi, que lo solicité, y pude contemplar algunas vetusteces atribuidas por un conservador chiflado a los mejores maestros de la pintura.
    Luego, ya solo y sin tener absolutamente en qué pasar el tiempo, lanzado en las calles de una pequeña ciudad construida en el centro de inmensa llanura, me dediqué a contemplar escaparates y recorrí algunos pobres comercios. A las cuatro de la tarde me sentía desalentado, inútil para todo, sin fuerzas para soportar el aburrimiento invencible.
    ¿Qué hacer, Dios, mío, qué hacer? Hubiera premiado con quinientos francos a quien me sugiriese la idea de una distracción. A mi no se me ocurría nada, y decidido sencillamente a fumar un buen cigarro, busqué un estanco. Pronto lo reconocí por su farolito rojo y entré. La estanquera me presentó varias cajas, para que yo escogiese. Después de mirar los cigarros, malísimos en mi opinión, miré a la estanquera, una mujer cuarentona, rolliza y blanca.
    En su rostro, simpático y respetable, creí hallar un recuerdo algo conocido. ¿Habría visto en otra parte aquella cara? ¿No era posible? Sí; era posible. Los años cambian las fisonomías, la gordura las deforma, pero siempre las facciones conservan algún rasgo peculiar que se fija en la memoria.
    Le dije:
    —Perdone usted, señora, que la mire con tanta insistencia; pero me parece recordarla.
    Ella contestó ruborizándose:
    —Yo también creo recordar a usted.
    De pronto grité:
    —¡Oh! ¡Sin duda! ¡Ça irá!
    Ella levantó las manos con expresión cómicamente desesperada y balbució:
    —¡Si le oyesen!...
    Y recordando a su vez, dijo luego en voz alta:
    —¡Oh! ¿Eres tú, Jorge?
    Miró a todas partes con temor de que alguien hubiera oído aquellas palabras, pero se tranquilizó, y dijo risueña:
    —Estamos completamente solos.
    —¡Ça irá! ¿Cómo pude reconocer a Ça irá—una pobre criatura débil y flaca—en la sonriente y rolliza estanquera?
    ¡Ça Irá! ¡Cuántas memorias acudían rápidamente a la imaginación! Bougival, La Grenouillére, Chatou, el restaurante Fournaise, muchos días pasados en las canoas, bogando contra la corriente; diez años de placer transcurridos en las deliciosas orillas del río.
    Éramos entonces doce compañeros, huéspedes en la casa Galopois, de Chatou; vivíamos alegremente, a todas horas medio desnudos y medio borrachos. Las costumbres han cambiado; los remeros de ahora llevan monóculo. ¿Teníamos entre los doce, unas o veinte queridas, más o menos constantes. Algunos domingos acudían sólo cuatro; a veces acudían todas. Algunas eran fijas y hasta fieles; otras iban cuando estaban desocupadas. Cinco o seis vivían a costa de todos y servían a todos los que no tenían una querida propia; una de ellas fue Ça irá.
    Cojeaba; era tímida, torpe, infeliz; no tenía suerte ni acierto para nada. Se acercaba con miedo al más humilde, al más insignificante, al más pobre de la pandilla, que le daba de comer un día, o un mes: lo que alcanzaban sus recursos. Nadie supo jamás de qué manera vino a nosotros. ¿La. reclutamos en un baile, un día de borrachera, con otras mujeres de las que pasaban sólo una noche en nuestra casa? ¿La invitamos a almorzar, compadecidos de su abandono? Lo cierto es que ingresó en la pandilla.
    La llamábamos Ça irá, porque se lamentaba siempre de sus desdichas, de los obstáculos en que tropezaba, de su poca fortuna. La preguntábamos todos los domingos: «Cómo van los asuntos?» Y ella nos respondía invariablemente: «No muy bien; pero confío en que las cosas cambien.»
    ¿Cómo aquella infeliz, desagradable y torpe, se había dedicado, al oficio que requiere más gracia, más animación, más belleza y astucia? ¡ Misterio! En Paris abundan las mujeres de placer, bastante feas y desapacibles para dar asco a un gendarme.
    Pasaba los domingos con nosotros; pero ¿y los seis días restantes de la semana? Nos dijo repetidas veces que trabajaba. ¿Dónde? ¿En qué? No teníamos curiosidad alguna por averiguarlo, indiferentes a su existencia.
    Nuestro grupo se deshizo poco a poco. También a ella la perdimos de vista. Dejamos nuestras canoas y nuestras alegrías a la generación siguiente.
    Yo almorzaba de cuando en cuando en el restaurante Fournaise, y allí supe que Ça irá frecuentaba la nueva pandilla. Pasó dos veces de una generación  a otra —una generación de remeros vive tres años, regla general ; después los jóvenes que la formaron abandonaron el Sena para entrar en la Magistratura, en el ejercicio de la Medicina o en los debates políticos. Nuestros sucesores, ignorantes de lo que significaba llamarla Ça irá. creyeron que sería el nombre oriental Zira. Más adelante convirtieron el Zaira en Zaa, y éste se  convirtió en Sara. Los últimos que la conocieron, al oír que la llamaban Sara, de tal nombre dedujeron su origen y la llamaron la Judía.
     Luego desapareció.
      Y al cabo de tantos años la encontraba de estanquera en Bauilles.
    *
    Le dije:  
    —¿Cómo van los asuntos?
    Y respondió:
    —No del todo mal.
    Tuve curiosidad por conocer su vida. En otra ocasión, estoy seguro de que no me hubiera preocupado; pero allí en aquellas  circunstancias, me intrigaba, me atraía, me interesaba. Le pregunté:
    —¿Cómo te las arreglaste para conseguir esto?
    —No lo sé. Cuando menos lo esperaba, la fortuna me ayudó.
    —¿En Chatou?
    —¡No! En Paris.
    —De modo que tú vivías en París.
    —Trabajaba en el establecimiento de la señora Ravalet.
    —¿Qué señora Ravalet?
    —¿No la conoces? La modista: la famosa modista de la calle de Rivoli.
    Y empezó a referirme incidentes de su pasado, mil secretos de la vida parisiense, el interior de una casa de confecciones, los apuros de los oficiales, sus aventuras y sus pensamientos, la historia de aquellas lechuzas callejeras, que andan a la caza de un hombre por todo París al ir al taller por la mañana, cuando salen a la hora del almuerzo, y cuando se retiran por la noche.
    Me decía, gozosa de sus recuerdos:
    —¡Se hacen tantas picardías! Luego nos las contábamos unas a otras y nos reíamos de los hombres.

    *

    El primer engaño que hice fue con un paraguas. Yo llevaba uno de algodón, una cosa despreciab1e. Mientras lo cerraba difícilmente, al llegar al taller, un día de gran chaparrón, Luisa  me dijo:
    —¿Cómo te atreves a salir con ese paraguas?
    —Porque no lo tengo mejor, ni dinero para comprarlo. Aguardaré a que suban los fondos.
    Para mi los fondos nunca subían.
    Ella me respondió:
    —Vete a buscar uno a la Magdalena.
    No la comprendí. Luisa continuaba:
    —En la Magdalena los cogemos todas. Hay tantos como quieras.
    Y me explicó. Una cosa muy sencilla.
    Fui a la Magdalena con Irma. Buscamos al sacristán; le dijimos que nos habíamos dejado en la Iglesia un paraguas la semana. anterior. Nos preguntó la forma del puño, y le describí un puño de ágata. Entonces nos hizo entrar en un cuarto donde había más de cincuenta paraguas de personas que se los dejaban olvidados; los miramos todos uno por uno, sin que apareciera el mío; pero me fijé mucho en el que me gustaba más: un paraguas muy bonito, con puño de marfil labrado. Luisa fue a pedirlo al día siguiente. Lo describió según mis instrucciones, y se lo dieron sin dificultad.
    Para esas aventuras nos vestíamos lo mejor posible.
    ¡Hacíamos tantas cosas!, ¡tan divertidas! Éramos cinco en el taller: cuatro, pobres y vulgares; pero una, muy guapa, muy elegante: Irma, la bella Irma. Parecía una señora y tenía un amante que era consejero de Estado. Lo cual no la impidió nunca apechugar con todo lo que se le presentaba. Una tarde nos dijo:
    —¡Ya veréis lo que hacemos! Y nos lo contó.
    Irma tenía un cuerpo delicioso y una cara ideal, una cintura y unas caderas admirables. Era un cebo para los hombres. Imaginó la manera de hacernos ganar a cada una cien francos. Verás cómo lo hizo.
    Todas queríamos comprarnos una sortija y nos faltaba lo principal. Era preciso ingeniarse. Cada una tenía dos o tres amigos que daban algo, pero no lo suficiente. Cuando salíamos para almorzar alguna vez picaba en el anzuelo un hombre; le impacientábamos durante quince días y al fin cedíamos a sus deseos. Pero la ganancia no era mucha. En Chatou no hice más que divertirme. Dinero, nada. ¡Oh! ¡Cómo te reirías oyéndome referir todas nuestras famosas invenciones!
    ¡Figúrate la cara que pondríamos al saber que Irma proyectaba la manera de hacernos ganar, a cada una, cien francos!
    La cosa es canallesca; pero te lo contaré todo; no importa; conoces la vida y después de ir a Chatou durante cuatro años, nada puede sorprenderte.
    Irma nos dijo:
    —Vamos a secuestrar en el baile de la Opera a los hombres más ricos, más elegantes y más generosos: yo sé a cuáles dirigirme.
    Al principio el proyecto nos pareció irrealizable, porque hombres así no van al baile para entretenerse con unas modistillas como nosotras. Con Irma, sí. ¡Oh, tenía tanto gancho! En el taller decíamos que si el emperador la hubiera conocido se habría casado con ella.
    Nos mandó a todas que nos vistiéramos lo mejor posible, y nos dijo:
    —Vosotras no entraréis en el baile. Metidas cada una en un coche, aguardaréis en las calles próximas. Un caballero subirá, y al sentarse a vuestro lado le besaréis del modo más agradable que sepáis; luego, lanzaréis una exclamación de sorpresa para indicar que os equivocasteis, que no era el que aguardabais, que hubo confusión. Esto seducirá seguramente al infeliz, satisfecho de suplantar a otro, y hará lo posible por quedarse con su desconocida. Vosotras resistiréis, al cabo..., cediendo a sus instancias, consentiréis en que os lleve al restaurante... Lo demás corre de vuestra cuenta.
    ¿No comprendes aún? Pues mira tú lo que hizo la condenada:
    Nos metió a cada una de las cuatro en un coche de casino: coches decentes, con librea, y después de colocarnos en las calles próximas a la Opera, entró en el baile. Como conocía por su nombre a muchos mundanos y había visto a sus esposas en casa de la modista, se acercó a uno y le dijo lo bastante para intrigarle, pues no carecía de ingenio. Cuando lo tuvo ilusionado, se quitó la careta y el infeliz cayó en la red. Quiso llevársela en seguida, pero ella le cita en un coche, frente al número veinte de la calle Taitbout a la media hora justa, porque necesitaba esa media hora para despistar a otro pretendiente.
    Yo estaba en el coche parado allí, muy tapadita. De pronto, un caballero preguntó, asomado a la portezuela:
    —¿Me aguardaba usted?
    Respondí en voz baja:
    —Suba pronto.
    Subió, le besé, le oprimí hasta cortarle la respiración y entre suspiros le dije:
    —¡Soy dichosa! ¡Muy dichosa!
    Luego exclamé:
    —¿Pero no eres tú? ¡Dios mío! ¡Dios mío!
    Y me puse a llorar.
    ¡Imagínate cómo se quedaría el hombre! Trató de consolarme; dijo, sinceramente, que también  él se había equivocado, y me pidió mil perdones.
    Yo lloraba con angustiosos y conmovedores sollozos. El me dijo palabras muy dulces. Era un caballero muy fino, muy bien educado, y le satisfacía ver que sus razonamientos me consolaban poco a poco.
    De unas cosas a otras, acabó por invitarme a cenar. Yo me resistí como una fiera; quise abandonar el coche, me detuvo, me besó...
    Y cenamos... Ya comprendes... Al despedirnos, me dio quinientos francos... ¡Hay hombres generosos!
    Todas conseguimos bastante más de lo que deseábamos. Luisa, la menos favorecida, sacó doscientos francos. Ya sabes que Luisa estaba en los huesos.

    *

    La estanquera seguía refiriéndome los recuerdos, las impresiones de su vida, que guardaba en el corazón sin haber podido confiarlos a nadie en mucho tiempo. Se sentía atraída por su pasado galante y canallesco, su vida parisina, amasada con sórdidos amores, risas, miserias, engaños y ráfagas de verdadero cariño.
    La interrumpí luego para preguntarle:
    —¿Cómo conseguiste un estanco?
    Ella sonrió:
    —¡Tiene su historia! Figúrate que vivía frente por frente a mi cuarto un estudiante de leyes, un estudiante de los que nunca estudian. Pasaba los días enteros en el café, y el billar era su delirio. Cuando yo estaba sola pasaba conmigo las noches. Nació Rogelio.
    —¿Qué Rogelio?
    —Mi hijo.
    —¡Ah!
    —Me señaló una pequeña pensión para criarlo. No he visto en mi vida un estudiante más gandul. A los diez años, no había podido aprobar el primero de carrera, y su familia, convencida de no sacar ningún provecho de aquel carambolista, le hizo dejar los estudios y volver a su casa. Pero seguimos en correspondencia por el niño.
    Figúrate que, hace dos años, en las últimas elecciones, salió diputado por su distrito. Habló en la Cámara y, como en el país de los ciegos el tuerto es rey..., adquirió influencia; fui a verle, y obtuvo para mí un estanco...Disimula, entra Rogelio.
    Un joven estirado, grave, satisfecho de si, entró en la tienda, se acercó a su madre y la besó en la frente.
    La estanquera me dijo:
     —Este joven, caballero, es hijo mío; secretario del Ayuntamiento ahora, y futuro gobernador...
    Saludé al digno empleado y salí para encaminarme hacia el hotel, después de estrechar correctamente la mano a la estanquera.