LA VENTANA

 
    Conocí a la señora de Jadelle en Paris el invierno pasado. Me gustó en seguida muchísimo. Usted la conoce tanto como yo... Digo..., casi tanto como yo. Usted sabe de qué modo es a un tiempo extravagante y soñadora, desenvuelta en sus maneras y de corazón impresionable, voluntariosa, emancipada y atrevida, libre de toda preocupación, y a pesar de  lo dicho, sentimental, delicada, susceptible, tierna y púdica.
    Es viuda; yo adoro a las viudas, por pereza. Entonces pensaba oír en casarme y la pretendí. Cuanto más la trataba, mejor me parecía, y juzgué llegado el momento de manifestar mi pretensión. Me sentía muy enamorado y en peligro de que fuera ya con exceso. Para casarse conviene mucho no estar muy enamorado de la mujer, porque un enamorado hace siempre tonterías, se turba y aparece a un tiempo tímido y brutal. Conviene dominarse. Cuando se lanza demasiado un marido la primera noche, vive muy expuesto a que su mujer se lance al cabo de un año.
    Un día me presenté de visita en su casa, con guantes claros, y le dije:
    —Señora, tengo la fortuna de sentirme apasionado por usted y vengo a pedir una esperanza y a ofrecerle mi nombre y mi vida.
    Ella me respondió tranquilamente:
    —¡Cuánta precipitación, caballero! Ignoro en absoluto si me gustará usted algún día, pero me ofrezco a una prueba. Como figura me parece usted mal. Falta saber lo que pueden parecerme su corazón, su carácter y sus costumbres. La mayor parte de los matrimonios, criminales o infelices, lo son porque la mujer y el hombre se unieron sin conocerse. Basta lo más pequeño: una manía cultivada, una idea firme sobre un punto insignificante de moral, de religión o de cualquiera cosa; un gesto de disgusto, un resabio, un mínimo defecto, una cualidad poco simpática para convertir en irreconciliables enemigos, encarnizados el uno contra el otro hasta la muerte, a los dos amantes más tiernos y más apasionados...
    Yo no me casaré, caballero, sir conocer a fondo, hasta en los rinconcitos más ocultos de su existencia, al hombre con el cual he de compartir la vida. Le quiero estudiar detenidamente, muy de cerca, durante un mes.
    Atienda usted lo que le propongo: Vaya usted a pasar el verano conmigo en mi casa de campo en Lauville y allí veremos, con mucha calma, si es posible que vivamos juntos...
    Le retoza la risa. Tiene usted un mal pensamiento. ¡Ah! Si yo no estuviera segura de mi, no haría semejante proposición. El amor, tal como lo comprenden ustedes los hombres, me inspira un desprecio, una repugnancia, que hacen imposible para mí una derrota. ¿Convenido? ¿Acepta?
    Le besé la mano.
    —Señora, ¿cuándo iremos?
    —El diez de mayo. ¿Le parece bien?
    —Admirable.
    Al cabo de un mes, me hallé instalado en su casa. Era una mujer singular. A todas horas me observaba, estudiándome. Como le gustaban los paseos a caballo íbamos al bosque todos los días y me hablaba de todo, queriendo penetrarme, descubrir mis íntimos pensamientos, mientras reparaba en todas mis acciones, en todas mis actitudes.
    Yo enloquecía cada vez más apasionado, y sin preocuparme poco ni mucho de la consonancia de nuestros caracteres. Pronto noté que hasta dormido era objeto de vigilancia. Alguien dormía en el cuarto contiguo a mi habitación, retirándose de allí a horas muy avanzadas y con precauciones infinitas. Este continuo espionaje acabó por molestarme. Quise apresurar la solución, y cierta noche me decidí a mostrarme atrevido. Ella me recibió de tal modo, que me abstuve de toda nueva tentativa; pero me dominaba el deseo de rebelarme contra el régimen policiaco a que me sometía, y se me ocurrió una idea feliz.
    Ya conoce usted a Cesarina, su doncella —una preciosa muchacha de Granville, donde son guapas todas las mujeres—. Cesarina es tan rubia como es morena su señora.
    Una tarde, atrayéndola sigilosamente a mi habitación, le di cien francos, y le dije:
    —No te pediré nada malo; pero deseo hacer con tu señora lo que ella hace conmigo.
    La muchacha sonreía con expresión picaresca. Yo proseguí:
    —Me observan a todas horas del día y de la noche; ya lo sé. Me ven comer, beber, afeitarme, vestirme y hasta ponerme las zapatillas; ya lo sé.
    La doncella exclamó:
     —¡Caramba, señorito!...
     Yo proseguí:
    —Tú duermes en el cuarto contiguo para escuchar si ronco y si sueño en voz alta... ¡No lo niegues!
    Riendo, repetía:
    — ¡Caramba, señorito!...
    Me animé:
    —Comprendes que no es justo que la señora se vaya enterando de todo lo mío y que yo ignore todo lo suyo. Si hemos de casarnos, hemos de conocernos igualmente. La quiero con toda mi alma. Su rostro, su corazón, su talento, su  figura, todo lo suyo es tal como yo lo deseaba: en este punto soy el más dichoso de los hombres; pero hay cosas...
    Cesarina se decidió a guardar en el bolsillo mi billete de cien francos. Comprendí que me serviría.
    —Oye. A los hombres nos interesan mucho ciertos..., ciertos detalles..., físicos; pequeñeces que no quitan a la mujer su hermosura, pero que pueden rebajar su valor a nuestros ojos. No te pido que murmures de tu señora ni que me descubras defectos ocultos, caso que los tenga. Responde solamente, con sinceridad, a las cuatro o cinco preguntas que te haré. Conoces a tu señora a ti misma, puesto que la vistes y la desnudas todos los días. Dime pues, una cosa: ¿Es tan... exuberante como aparenta?
    La muchacha calló; yo proseguí:
    —Ya sabes que algunas mujeres rellenan su corsé con algodón y también lo llevan algunas en ... otra parte... Donde... se sientan. Dime, ¿tu señora se abulta con algodones?
    —Cesarina, con los ojos bajos, dijo tímidamente:
    —Siga preguntando; contestaré luego a todo.
    —Bien. Hay mujeres cuyas rodillas, inclinadas hacia dentro se rozan al andar; otras, las tienen muy separadas, y sus piernas forman un arco... Así, como un puente; se descubre por medio el paisaje. Una y otra forma resultan... agradables. Dime: ¿cómo son las piernas de tu señora?
    La muchacha no contestó y proseguí:
    —Algunas tienen tan blando el pecho, que les cae sobré el vientre. Otras tienen los brazos gordos y delgado el busto. Las hay que son muy abultadas por delante y muy lisas por detrás; otras, al revés, muy abultadas por detrás y muy lisas por delante. Todo es muy apetecible, muy bonito; pero quisiera saber qué formas tiene tu señora. Dímelo y te daré mucho dinero...
    Cesarina levantó los ojos, mirándome francamente, y riendo contestó:
    —Aparte de ser mi señora morena y yo rubia, en todo lo demás de su cuerpo está formada como yo.
    Se fue, dejándome burlado.
    Me pareció ridícula mi situación, y decidí vengarme, al menos, de aquella muchacha impertinente.
    Al cabo de una hora entré con mil precauciones en el cuarto desde donde me vigilaba cuando yo dormía, y quité los tornillos de la cerradura.
    Llegó a medianoche a su observatorio. La seguí. Viéndome, quiso gritar, pero le tapé la boca... . Y me convencí sin gran esfuerzo de que, si no había mentido la doncella, su señora estaría muy  bien formada.
    Me aficioné a comprobar estas observaciones, que no disgustaban a Cesarina.
    Era, en verdad, una hermosa muestra de la raza normanda, fina y fuerte a un tiempo. Le faltarían tal vez algunas delicadezas cuidadosas, que hubiera despreciado Enrique IV. Yo se las indiqué, y como me encantan los perfumes, le regalé aquella misma noche un frasco de agua de espliego aromatizada.
    Simpatizamos bien pronto, mucho más íntimamente de lo que pude imaginar. Ella fue una querida muy dulce, deliciosa, naturalmente inspirada y provocadora en el goce. Hubiera sido en París una cortesana de mucho mérito.
    Los placeres que me ofrecía me permitieron aguardar sin impaciencia las resoluciones de la otra. Mostré un carácter bondadoso, ligero, dócil, complaciente.
    A la señora de Jadelle debí parecerle un hombre delicioso, comprendí por ciertos indicios que muy pronto me daría de alta. Era yo el amante más venturoso del mundo aguardando tranquilamente la caricia legal de un mujer adorada, en los brazos de una muchacha encantadora.
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    Ya seria oportunismo, amiga mía, que bajase usted los ojos o volviese un poco la cabeza, por que llegamos a lo escabroso del asunto.
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    Una tarde, cuando volvíamos a caballo de nuestro paseo, la señora de Jadelle se lamentó amargamente de que sus palafreneros no tuviesen con el potro que montaba ella ciertas precauciones exigidas. Repitió muchas veces «Que tengan cuidado; que tengan cuidado; hay un recurso para sorprenderlos.»
    Pasé la noche muy tranquilo en mi cama. Despertando ardoroso; emprendedor, me vestí.
    Tenia costumbre de fumar cada mañana un cigarro sobre el torreón del palacete, adonde conducía una escalera de caracol iluminada por un ventanal abierto en el primer piso.
    Calzado con zapatillas, no hice ruido, y alzando los ojos, imaginé que Cesarina estaba en el ventanal mirando hacia fuera.
    No vi por completo a Cesarina, apareciendo solamente a mi vista la mitad inferior, la más de mi gusto. De la señora de Jadelle hubiera preferido la otra.
    En aquella posición estaba provocativa... Su redondez, apenas velada por un vestido blanco...Aquella mitad parecía ofrecerse a mi apetito.
    Me acerqué sigilosamente, me puse de rodillas; con mil precauciones cogí el vestido por el borde y, rápido, lo alcé. Reconocí al punto macizo, suave, fresco, el traspuntín de mi querida, y estampé —señora, perdón si el momento es arriesgado—, estampé un beso dulce..., un beso de amante que a todo se atreve.
     Me sorprendió notar perfume de verbena; pero no tuve tiempo de resolver mis dudas; recibí un golpe, mejor dicho, un empujón violento, que, a dárseme con algo menos carnoso, me aplastara la nariz. Un grito me puso los pelos de punta. La mujer que se revolvía contra mí era la señora de Jadelle.
    Agitó los brazos como una loca, dudó un instante y, haciéndome un gesto despreciativo, se fué corriendo.
    A los diez minutos, Cesarina, estupefacta, me presentó una tarjeta, y leí:

    «La señora de Jadelle supone que saldrá inmediatamente de su casa el señor de Brives.»

    Me fui, pero nunca me consolaré. Quise hacerme perdonar, usando todos los recursos, todas las explicaciones imaginables. Ha sido inútil.
    Desde aquel día conservo en... el corazón un perfume de verbena que me obsesiona y me hace desear lo imposible.