LAS BECADAS


    Mi adorable amiga: Me preguntas por qué no regreso a París; te asombra y casi te disgusta mi retraso. El motivo que te voy a indicar tal vez no te parezca conveniente ni galante, pero es de peso. ¿Imaginas que un cazador puede volver a París precisamente al pasar las becadas?
    Mucho me gusta, ya lo sabes, la vida en una ciudad populosa, la casa y la calle; pero en otoño, prefiero la vida ruda y libre del cazador.
    En París, me parece que nunca salgo de un interior, porque las calles, en suma, no son más que habitaciones comunes, largas y sin techo. Andamos entre paredes, pisando un suelo de piedra o de madera, y los edificios limitan la mirada que no puede nunca extenderse hasta un horizonte de verdura, bosques o sembrados. Millares de personas, codeándose con nosotros, nos tropiezan, nos saludan o nos hablan, y el hecho de tener que librarse de la lluvia con un paraguas, no es bastante para dar la sensación del “aire libre”.
    Aquí distingo perfectamente, deliciosamente, las diferencias entre lo interior y lo exterior... Pero, no era esto lo que me proponía tratar.
    Las becadas emigran, vienen de paso.
    Vivo en un caserón de Normandía, en un valle cerca de un riachuelo, y salgo de caza desde que amanece, casi todos los días.
    Cuando no cazo, leo a veces obras que nuestros amigos de París no pueden conocer por falta de tiempo; lectura seria, de observación profunda, labor meditada y minuciosa de un sabio que pasa la vida estudiando el mismo asunto y observando los mismos hechos, para deducir cómo el funcionamiento de nuestros órganos modifica nuestras facutades intelectuales.
    Vuelvo a las becadas. Mis dos amigos los hermanos Ormegol estarán conmigo aquí hasta que apunten los primeros fríos. Entonces nos iremos a la finca de Cannetot, cerca de Fécamp, donde hay un bosquecillo delicioso, encantador, en el cual hacen alto, al pasar, todas las becadas.
    Ya conoces a los Ormegol, esos gigantes normandos, varones de la vieja y poderosa raza de conquistadores que invadieron la Francia, sometieron a Inglaterra y extendieron su dominio sobre todas las costas de Europa. Construyeron ciudades, pasaron como una ola sobre Sicilia y crearon un arte admirable; derrotaron a los reyes y se apoderaron de sus riquezas; fueron más ladinos que los papas, y sobre todo, fecundaron con su vitalidad a todas las mujeres de la tierra. Los Ormegol son dos ejemplares perfectos de su raza; tienen la voz, la expresión y el alma de sus antecesores, los cabellos dorados como las mieses, y los ojos azules como el mar.
    Reunidos, hablamos el dialecto de la tierra, vivimos y pensamos como normandos y sentimos el terruño más que nuestros gañanes.
    Hace quince días que aguardamos el paso de las becadas.
    Cada mañana, el mayor de los Ormegol me decía:
    —Sopla viento del Este. Nevará, y las tendremos aquí dentro de dos días.
    El otro, más exacto en sus apreciaciones, anuncia solo una cosa cuando acaba de verla.
    Pero el jueves último, al amanecer, entró en mi alcoba dando voces:
    —¡ Ya está blanca la tierra! Dos días como éste y en marcha, camino de Cannetot.
    En efecto, al tercer día salimos para Cannetot. Si llegas a vernos te ríes de nosotros. Nos colocamos en un coche de caza que mi padre hizo construir hace tiempo, una especie de almacén con cuatro ruedas enormes que hacen temblar el suelo cuando avanzan. Todo tiene su lugar allí dentro: hay departamentos para municiones, armas, comestibles y ropa; los hay con rejillas para los perros; todo está resguardado, atendido, menos los cazadores, que han de encaramarse en unas banquetas altas como un tercer piso.
    Encaramarse no es cosa muy sencilla; nos valemos de los pies, de las manos y hasta de los dientes en ocasiones, porque nadie se preocupó de poner escalera ni estribos que facilitaran el acceso a tales alturas.
    Los dos Ormegol escalaron conmigo aquel edificio tan original como nuestra vestimenta: zamarras de pastor, medias gruesas de lana, por encima de los pantalones, y polainas por encima de las medias; gorras negras de pelo y guantes blancos de pelleja. Cuando estamos instalados, Juan, mi criado, nos tira nuestros tres perros, Pif, Paf y Duc. Pif es el de Simón; Paf, el de Gaspar, y Duc el mío; parecen tres cocodrilos peludos, largos de cuerpo y cortos de talla, patosos y menudos. Apenas asoman sus ojos negros y sus colmillos blancos entre las marañas del pelo que parece un felpudo, y nunca los encerramos en la perrera. Cada uno de nosotros lleva su basset sobre los pies, como un abrigo.
    ¡En marcha! espantosamente sacudidos por el traqueteo del infame coche. Nieva, nieva de firme, y esto nos alegra. Llegamos a las cinco. El colono Picot nos espera en la puerta. Es achaparrado, resistentc, torzudo, -zorro; siempre sonríe, todo le alegra.
    El paso de las becadas, para Pícot, es la mayor fiesta del año.
    La casa es grande y de construcción antigua; la rodean cuatro filas de hayas que la resguardan contra el viento del mar y una pomareda.
    Entramos en la cocina y nos acercamos al hogar donde arden gruesos leños; allí está servida la mesa; gira el asador, y las llamas doran un capón jugoso, cuya grasa cae gota a gota en un plato.
    La mujer de Picot se acerca y nos saluda.; es alta, prudente, hacendosa, callada; los asuntos domésticos la ocupan sin cesar; tiene la cabeza llena de cifras: los precios de los granos, de las aves de corral, de los huevos, de las cabras, de los bueyes.
    Una mujer inteligente, ordenada, infatigable, de cuya laboriosidad y buen juicio se cuentan maravillas en toda la comarca.
    En el centro de la cocina vemos la mesa grande y los dos bancos donde irán a sentarse todos los criados y trabajadores de la casa, carreteros, labradores, hortelanos, mozos, criadas y pastores; y todos comerán en silencio, bajo la vigilancia del ama, viéndonos comer en compañía de su amo, Picot, el cual nos hará reír con sus observaciones ingeniosas.
    Luego, cuando todos acaben, la mujer comerá sola, rápida y frugalmente, sin quitar ojo de lo que haga la cocinera.
    En los días ordinarios, ella y él comen con los demás en la cabecera de la mesa grande.
    Los tres cazadores dormimos en una habitación blanqueada, limpia y espaciosa; pero sin otros muebles que tres camas, cuatro sillas y un lavabo.
    Gaspar despierta el primero y toca una diana estridente. A la media hora ya estamos todos en disposición de salir.
    Picot se une al grupo: caza con nosotros y me prefiere a sus amos. ¿Por qué? Seguramente porque no soy su amo. El y yo nos dirigimos hacia la derecha del bosque, mientras Gaspar  y Simón se dirigen hacia la izquierda. Vamos a cazar conejos,  convencidos ya de que no hay que buscar las becadas; hay que encontrarlas. Salen al paso y se ponen a tiro. Esto es todo. Cuando el cazador se propone descubrirlas, no da con ellas.
    Me gusta oír, vibrando en el aire fresco de la mañana, una detonación, y luego la voz formidable de Gaspar que grita: —“¡Becada! ¡Ya cayó una!”
    Yo soy más redomado; si mato una becada grito: “¡Un conejo!” —y al mostrar, cuando nos reunimos a medio día, las piezas cobradas, gozo al ver el asombro de mis amigos. Alegra mi almuerzo aquel engaño inocente.
    Picot me acompaña. Cruzamos el bosquecillo; caen de las ramas las hojas marchitas, con su murmullo continuado, suave y seco; es algo triste la  reposada lluvia de hojas muertas. Hace frío, un frío penetrante que hormiguea en la nariz, en los ojos, en las orejas, y que ha cubierto de un polvillo helado y brillante las hierbas incultas y los terrenos labrados.
    Gracias a las pieles de oveja que nos dan un calorcito muy agradable, vamos bien. Da gusto cazar en los bosques durante las mañanas del invierno.
    Un perro ladra. Es Pif; le reconozco. Luego calla. Otro ladrido, otro y otro. Ahora Paf le refuerza. ¿Qué hace Duc en silencio? ¡Ah! Gime sin atreverse a ladrar, gime como una gallina estrangulada. Levanta un conejo. Cuidado, Picot...
    Se alejan, vuelven, y otra vez se van y otra vez se aproximan. Seguimos todos las evoluciones que hacen, con los ojos y el oído alerta y el dedo en el gatillo.
    Se dirigen a la llanura; nosotros detrás. De pronto, un bulto gris, una sombra, cruza el sendero. Apunto y disparo. El humo se disipa en el aire azul; y entre la hierba se agita un copo blanquecino. — “¡Conejo! ¡Conejo! ¡Cayó!“ —y lo señalo a los pcrros, a los tres cocodrilos peludos que agitan la cola felicitándome; luego se van a levantar otro.
    Duc no dejaba de gimotear. Picot me dice: “Acaso husmea una liebre: avancemos”
    Pero en el límite del bosque, a diez pasos de mí, veo de pie, con su gorro de lana, envuelto en su tapabocas amarillo y haciendo media, como la mayoría de nuestros pastores, a Gargán el mudo, que guarda su ganado. Le digo, como tengo por costumbre: —“Buenos días, pastor”— y él echa mano al gorro y da un alarido. Aun cuando no me oye, comprende que me dirijo a él.
    Hace quince años que le conozco; hace quince años que le veo todos los otoños, de pie, haciendo calceta, parado entre el bosque y la llanura. Su rebaño le sigue, obediente a su mirada y a los movimientos de sus brazos.
    Picot me hace un guiño y dice:
    —Mató a su mujer este pastor. La noticia me produjo asombro:
    —¿Gargán? ¿El sordomudo?
    —Sí; a principios de. invierno. Le procesaron.
    Y ocultándonos detrás de unos matorrales, para que Gargán no sorprendiera con los ojos las palabras de Picot al salir de los labios, como Picot adivinaba los pensamientos de Gargán en sus acciones, en sus gestos y en la expresión de su mirada, me lo refirió todo.
    Verás la historia; es un suceso trágico y sencillo.
    Gargán, sordomudo de nacimiento, y de familia humilde, desde la niñez era pastor, inteligente y honrado en su oficio. A los treinta y tres años parecía un viejo: tenía buena estatura y una barba patriarcal.
    Hace tiempo, al morir una pobre mujer, dejó una hija de quince años, a la cual apodaban “La Gota” por su afición al aguardiente.
    Picot recogió a la muchacha; la daba de comer a cambio de alguna faena en la corraliza o en el pajar, donde todas las noches dormía, porque darle cama y salario ya hubiera sido mucho. Sucedió que simpatizaron el sordomudo y ella de tal modo que iban siempre juntos. ¿Cómo se comprendieron y estimaron aquellos dos miserables? ¿Había conocido a otra mujer, antes que a la vagabunda, el hombre que a nadie trataba? ¿Acaso la muchacha le sedujo y encadenó, como Eva tentadora, entregándose a la orilla de un camino? No es posible averiguarlo; pero vivieron juntos como marido y mujer.
    Nadie lo extrañaba y a Picot le parecía bien aquello.
    Pero el cura, indignado, al dar sus quejas a los colonos auguró misteriosos y providenciales castigos por su escandalosa tolerancia.
    ¿Qué hacer? Muy sencillo: casarlos. Ni él ni ella tenían cosa que perder; unos pantalones remendados y una saya llena de jirones eran el único patrimonio de los dos. Nada se oponía en ese caso a que la religión y el decoro quedaran satisfechos. La boda se hizo.
    En adelante, los mozos creyeron muy divertido ponerle cuernos a Gargán. Mientras no cstuvieron casados a nadie se le ocurrió acercarse a “la Gota”; pero luego todos la pretendían. Hay que divertirse con algo. Un vaso de aguardiente a espaldas del marido, y... como una seda. Tuvo tal resonancia la risible aventura que acudieron señores de Gordeville para cerciorarse.
    Por medio litro de aguardiente “la Gota” daba el espectáculo a todos con el primero que se prestaba, en un ribazo, arrimados a una pared, en cualquier parte desde donde se viera la figura de Gargán, de pie, haciendo media. Y los hombres reían como locos en todos los cafetines y tabernas de la comarca; no se hablaba de otra cosa en los hogares, y las gentes se paraban en los caminos para decirse: —“¿Has pagado unas copas a la mujer de Gargán?” Sabían todos lo que aquello significaba.
    El pastor, indiferente, no había observado nada; pero una tarde, un mozo de Gareville hizo señas a “la Gota” para darle una botella detrás de un paredón. Ella fue corriendo, muerta de risa; y cuando se hallaban más atareados en su empresa criminal, apareció junto a. ellos el sordomudo. El mozo escapo, sujetándose los pantalones con las manos, mientras el pastor, con alaridos feroces, agarrotaba el cuello de su mujer.
    Acudieron los que trabajaban en las tierras próximas. Era tarde para salvarla; tenía la lengua negra, los ojos fuera de las órbitas; un hilo de sangre la salía de las narices y la manchaba el rostro.
    El pastor fue conducido a la cárcel y se vio el proceso ante la Audiencia de Ruen. Como era mudo, Picot le servía de intérprete. Los detalles del sumario entretuvieron mucho al auditorio.
    Picot se había propuesto salvarle, y refirió a los jueces la historia del sordomudo, su matrimonio, y al llegar a las causas del crimen, interrogó al asesino.
    En la sala se hizo un silencio profundo. Picot hablaba despacio, dirigiéndose a Gargán, y al mismo tiempo le hacía señas con los ojos:
    —¿Sabías que te burlaba?
    El mudo hizo que “no” con la cabeza.
    —¿Estaban echados junto a la tapia cuando los sorprendiste?
    Al decir esto, Picot hacia una mueca desapacible, como al ver una cosa repugnante, y el mudo hizo que “sí” con la cabeza.
    Entonces, el colono, imitando los movimientos del cura cuando echa la bendición, preguntó al sordomudo si mató su mujer porque se había unido a él ante Dios y ante los hombres.
    El pastor hizo que “sí” con la cabeza.
    Picot expresó claramente:
    —Danos a entender cómo sucedió.
    Entonces, el sordomudo, por señas, declaró lo que había visto, y, erguido entre los dos gendarmes que le guardaban, imitó la obscena postura de la pareja criminal, enlazada en sus goces.
    Alborotó la sala una risa tumultuosa, pero se apagó repentinamente, cuando el pastor, con los ojos encendidos y la barba estremecida rechinaba los dientes como si mordiera, y con los brazos tendidos y los dedos agarrotados, imitaba la terrible actitud del asesino al estrangular a su víctima. Aullaba furiosamente y su cólera era tan grande como si aún tuviese a la mujer entre las manos y la matara de nuevo.
    Los gendarmes le hicieron sentar a viva fuerza y fue difícil calmarle.
    Un temblor de angustia se comunicó a la sala entera. Picot apoyó una mano en la cabeza del sordomudo, y dijo:
    —“¡Es un hombre honrado!“
    Le absolvieron.
    Por lo que me incumbe, te aseguro que oí la historia con emoción profunda, y si te la refiero un poco groseramente ahora, es porque juzgo necesario conservar su rudeza campesina.
    Sonó un disparo, y la voz formidable de Gaspar como un cañonazo, surgió en el aire.
    ¡Becada! ¡Ya cayó!
    Así empleo mis días, persiguiendo a los conejos y esperando que las becadas pasen cerca de mí, como tú esperas, al salir a paseo en tu coche, que pasen cerca de ti las nuevas modas que pensáis lucir este invierno.