LAS IDEAS DEL CORONEL


    —A fe mía—dijo el coronel Laporte—ya estoy viejo, con gota y con las piernas duras como un poste; pero si una mujer, una hermosa mujer, tuviera el capricho de verme pasar por el ojo de una aguja yo pasaría, ¡ya lo creo!, saltando como un clown en el circo pasa por los aros. Moriré así; lo llevo en la sangre, soy un viejo galanteador, un viejo a la escuela antigua. Mirando a una mujer, a una hermosa mujer, se me conmueven hasta las botas. ¡Vaya!
    Y en Francia no escasean los hombres como yo; somos caballeros de otras edades, caballeros del amor y de la fortuna; sólo dejamos de serlo de Dios, que nos lo han suprimido.
    Pero la mujer no es tan fácil que nos la supriman. Vive y vivirá en los corazones. Adoramos y adoraremos a la mujer, realizando por ella toda clase de locuras, mientras exista Francia, y aun cuando nos escamoteasen el territorio de Francia, porque siempre quedarían franceses.
    Yo en presencia de una mujer, de una hermosa mujer, me siento capaz de cualquier cosa. ¡Diablo! Cuando penetra en mí una mirada, una insinuante mirada femenina, enciende mis venas y siento ansias de todo, ansias de batallar, de vencer y destruir para que me juzguen el hombre más valiente, osado y emprendedor.
    Y como yo son todos los militares franceses; desde los pipiolos hasta los generales, todo lo arriesgan, todo, por una mujer, por una hermosa mujer. Recordad lo que hicimos por Juana de Arco. Apuesto a que si una mujer, una hermosa mujer, hubiera tomado el mando la víspera de Sedán. habríamos roto las filas prusianas.
    En Paris no había un Trochu, sino una Santa Genoveva.
    Recuerdo un pequeño incidente de campaña, que prueba de lo que somos capaces por una mujer.
    Yo era entonces capitán y mandaba un destacamento; nos retirábamos a marchas forzadas en una región invadida por los alemanes. Íbamos fatigados, embrutecidos, hambrientos.
    Nos perseguían, y para salvarnos era forzoso llegar a Bar sur Tani, al día siguiente. ¿Cómo habíamos evitado hasta entonces que nos destrozaran? Lo ignoro; pero nos quedaban aún doce leguas que andar sobre la nieve, de noche y con el estómago vacío. Yo pensaba: «Esto se acabó; no es posible que mis pobres soldados hagan tal esfuerzo.»
    Llevábamos ya treinta horas sin comer. Todo el día estuvimos ocultos en un cortijo, amontonados para no sentir el frío, sin alma para movernos, ni hablar, durmiendo a ratos, intranquilos e inquietos, como se duerme cuando la fatiga rinde.
    A las cinco era de noche; desperté a mi tropa, muchos no podian levantarse ni moverse, aniquilados, entumecidos.
    Nevaba. Formando espesa cortina, los copos blancos cubrían el paisaje. Aquello era como el fin del mundo. «¡En marcha, hijos míos!» Y ellos parecían responder con su quietud: «Ya no podemos: tanto vale morir aquí.» Empuñando el revólver dije: «Al que flaquee le abraso.»
    Y se pusieron todos en marcha lentamente, como si las piernas se negasen a sostener sus cuerpos.
    Cuatro iban delante en calidad de exploradores, a trescientos metros de distancia del grueso de la tropa, y puse a los más fuertes de retaguardia para empujar con las bayonetas a los rezagados.
    La nieve nos envolvía, nos enterraba vivos, cubriendo nuestros quepis, nuestros capotes, convirtiéndonos en fantasmas, en sombras de soldados muertos por la fatiga.
    Yo pensaba: «Sólo un prodigio puede salvarnos.»
    Hicimos un descanso para reanimar a los que flaqueaban, y en el silencio de la noche, se oía incesante el rumor de la nieve.
    Algunos soldados sacudieron su ropa; otros quedaron inmóviles.
    Luego, apoyando en los hombros los fusiles, emprendimos de nuevo la marcha. Los exploradores se replegaron para advertirme de algo sospechoso. Habían oído hablar en el camino. Hice que avanzaran seis hombres al mando de un sargento, y aguardé.
    De pronto, un grito agudo, una voz de mujer, vibró en el silencio, y al cabo de pocos minutos volvía mi gente con dos prisioneros: un anciano y una joven.
    Interrogándolos a media voz, supe que huían de su casa, invadida por un grupo de alemanes ebrios. El padre, temiendo por la hija, y sin prevenir siquiera a los criados, escapó con ella, protegido por la oscuridad nocturna.
    Eran algo más que burgueses acomodados.
    —Iremos juntos—les dije.
    Y proseguimos la marcha.
    Como el anciano conocía bien el país, nos guiaba.
    Cesó la nevada, lucieron las estrellas, y el frío se hizo terrible.
    La joven, apoyada en un brazo de su padre, andaba difícilmente, murmurando con frecuencia: «Tengo los pies helados.» Yo padecía viéndola padecer.
    De pronto se detuvo, y dijo:
    —No puedo más.
    El viejo quiso cogerla en brazos; pero ni tenía fuerzas para levantarla: ella se desplomó en el suelo suspirando. Hicieron corro alrededor. Yo dudaba, no sabiendo qué hacer, pues me dolía dejar abandonados a un viejo y a una pobre niña.
    Uno de los soldados, un parisiense, exclamó:
    —¡Si no llevamos a esta señorita, no somos franceses!
    Aquello me animó, y grité:
    —¡Yo ayudo!
    A nuestra izquierda se alzaba un bosquecillo; algunos hombres se dirigieron allí, volviendo al poco rato con grandes ramas, unidas como una litera.
    —¿Quién me presta su capote para la señorita?
    Y diez capotes rodearon al que hacía la pregunta.
    —En un instante la joven se halló echada y abrigada, llevada en hombros; yo me había colocado a la derecha, satisfecho de mi carga.
    Emprendimos de nuevo nuestra marcha, como si hubiéramos repuesto nuestras fuerzas con un trago de vino añejo. No faltó buen humor. Basta una mujer para electrizar a los franceses.
    Los soldados avanzaban con orden, reanimados. Un viejo zapador, siguiendo a la litera y aguardando que alguno se cansara para reemplazarle, dijo:
    —No soy un muchacho, y la presencia de una mujer me daría aún fuerzas para todo.
    Avanzamos, casi sin descansar, hasta las tres de la mañana. De pronto, los exploradores volvieron a replegarse, y en un momento, agazapada la columna sobre la nieve, parecía un trozo de sombra en el suelo.
    Di órdenes en voz baja. En la llanura se removía algo como una serpiente colosal que se arrollara y se desarrollara, deteniéndose, avanzando, sin rumbo fijo.
    Aquella forma errante se aproximaba, y la vimos aparecer muy cerca ya, convertida en doce ulanos al galope, uno tras otro; doce ulanos perdidos que trataban de orientarse.
    Oyendo claramente los resoplidos de sus caballos y el golpeteo de sus armas, grité: «¡Fuego!» Y cincuenta detonaciones turbaron la quietud nocturna. Se oyeron otras cinco; luego, una sola, y cuando se disipó la nube de humo, los doce hombres y nueve caballos se revolcaban por el suelo.
    Tres potros huían, y uno de ellos arrastraba, colgado del estribo, al cadáver de su jinete.
    Un soldado, detrás de mi, rió una risa que daba espanto, y dijo:
    —¡Ya hicimos unas cuantas viudas!
    —¡Ta1 vez estaba casado!
    Y otro añadió:
    —Pronto se hacen.
    Apareció una cabecita rubia entre los capotes de la litera, preguntando:
    —¿Qué ocurre?
    —Nada, señorita—respondí—; acabamos de cazar una docena de prusianos.
    Ella murmuró:
    —¡ Pobrecitos!
    Pero sintiendo frío, volvió a hundirse bajo los capotes.
    Anduvimos bastante. La nieve resplandecía, clara, luminosa. El oriente iba mostrando tintas rojas. Una voz lejana gritó:
    —¿Quién vive?
    El destacamento se detuvo; yo avancé. Habíamos llegado a las líneas francesas.
    Mientras mis hombres desfilaban, un comandante a caballo, que salió a recibirnos, preguntó al ver la litera:
    —¿Quién viene ahí?
    Una cabecita rubia, despeinada y risueña, asoma entre los capotes y dice con voz dulce:
    —Soy yo, caballero.
    Los soldados no pudieron contener una risa ruidosa: estaban satisfechos.
    Entonces el parisiense, que no se apartaba de la litera, vociferó, agitando en el aire su quepis:
    —¡Viva Francia!
    Y no sé por qué me sentí emocionado; aquello era una franca galantería.
    Me pareció que acabábamos de salvar la patria, de hacer algo que los demás hombres no serían capaces de hacer, algo sencillo y grande.
    Recuerdo aún la carita rubia de la joven, y si me pidiesen parecer acerca de la supresión de tambores y cornetas, propondría que se reemplazasen en cada batallón por una hermosa muchacha. Esto animaría más que oír La Marsellesa. ¡Cómo se fortalecieron los hombres contemplando a una dama junto al coronel!

    *

   
    Calló un instante; luego, con expresión de convencido, bajando la cabeza, terminó:
    —¡Los franceses lo hacemos todo por una mujer!