LAS JOYAS


El señor Lantin conoció a aquella joven en una reunión, en casa del subjefe de su oficina, y el amor lo envolvió como una red.
Era hija de un recaudador de provincias, muerto hacía varios años. Había ido a continuación a París con su madre, quien trataba algunas familias burguesas de su barrio con la esperanza de casar a la jovencita. Eran pobres y honorables, tranquilas y dulces. La joven parecía el tipo consumado de la mujer honrada con la que sueña un joven prudente para confiarle su vida. Su modesta belleza tenía un encanto de angelical pudor, y la imperceptible sonrisa que no se borraba de sus labios parecía un reflejo de su corazón.
Todo el mundo cantaba sus alabanzas; todos cuantos la conocían repetían sin fin: “Dichoso quien se la lleve. No podría encontrar nada mejor.”
El señor Lantin, entonces oficial primero del ministerio del interior, con su sueldo anual de tres mil quinientos francos, pidió su mano y se casó con ella.
Fue inverosímilmente feliz con ella. Gobernó su casa con tan certera economía que parecían vivir en el lujo. No había atenciones, delicadezas, mimos que no tuviera con su marido; y la seducción de su persona era tan grande que, seis años después de su encuentro, él la amaba aún más que los primeros días.
Sólo le censuraba dos aficiones: la del teatro y la de las joyas falsas.
Sus amigas (conocía a algunas mujeres de modestos funcionarios) le procuraban a cada momento palcos para las piezas en boga, e incluso para los estrenos; y ella arrastraba, quieras que no, a su marido a estas diversiones que lo fatigaban espantosamente después de su jornada de trabajo. Entonces él le suplicó que accediera a ir al espectáculo con alguna señora conocida que la acompañaría luego a casa. Ella tardó mucho en ceder, juzgando poco conveniente esta manera de obrar. Por fin se decidió a complacerlo, y él se lo agradeció infinitamente.
Ahora bien, esta afición al teatro engendró pronto en ella la necesidad de adornarse. Sus vestidos seguían siendo muy sencillos, es cierto, siempre de buen gusto, aunque modestos; y su dulce gracia, su irresistible gracia, humilde y sonriente, parecía adquirir un nuevo sabor con la sencillez de sus trajes, pero adquirió la costumbre de colgar de sus orejas dos gruesas piedras del Rin que simulaban diamantes, y llevaba collares de perlas falsas, pulseras de similor, peinetas adornadas con abalorios variados imitando piedras finas.
Su marido, a quien chocaba un poco ese gusto por la quincalla, repetía a menudo: “Querida mía, cuando uno no tiene medios para comprar alhajas de verdad, no debe engalanarse más que con la belleza y la gracia, que son las joyas más raras.”
Pero ella sonreía dulcemente y repetía: “¿Qué quieres? Me gusta, es mi vicio. Sé perfectamente que tienes razón, pero no me acostumbro. ¡Habría adorado tener joyas!”
Y hacía rodar entre sus dedos los collares de perlas, resplandecer las facetas de los cristales tallados, repitiendo: “Mira qué bien hechos están. Se diría que son de veras.”
El sonreía declarando: “Tienes gustos de gitana.”
A veces, por la noche, cuando se quedaban solos al amor de la lumbre, ella traía a la mesa donde tomaban el té la caja de tafilete donde encerraba la “pacotilla”, según la expresión del señor Lantin; y se ponía a examinar sus alhajas de imitación con una atención apasionada, como si saborease un disfrute secreto y hondo; y se empeñaba en pasar un collar por el cuello de su marido para reírse a continuación con toda su alma, exclamando: “¡Qué gracioso estás!” Después se arrojaba en sus brazos y le besaba locamente.
Una noche de invierno que había ido a la Opera regresó a casa temblando de frío. Al día siguiente tosía. Ocho días después moría de una congestión pulmonar.
Lantin estuvo a punto de seguirla a la tumba. Su desesperación fue tan terrible que su cabello encaneció en un mes. Lloraba de la mañana a la noche, desgarrada el alma por un sufrimiento intolerable obsesionado por el recuerdo, por la sonrisa, por la voz, por todo el encanto de la muerta.
El tiempo no aplacó su dolor. A menudo, durante las horas de oficina, mientras sus colegas venían a charlar un rato de las cosas del día, se veía de pronto hincharse sus mejillas, arrugarse su nariz, llenarse sus ojos de agua; hacía una mueca horrorosa y empezaba a sollozar.
Había conservado intacta la habitación de su compañera, donde se encerraba todos los días para pensar en ella; y todos los muebles, hasta los propios trajes, seguían en su sitio, como se encontraban el último día.
Pero la vida se le hacía dura. Su sueldo, que entre las manos de su mujer bastaba para todas las necesidades del hogar, resultaba ahora insuficiente par él solo. Y se preguntaba con estupor cómo había sabido arreglárselas ella para darle de beber todos los días vinos excelentes y de comer alimentos delicados que ya no podía procurarse con sus modestos recursos.
Contrajo algunas deudas y corrió detrás del dinero a la manera de la gente reducida al extremo. Una mañana, por fin, al encontrarse sin un céntimo, toda una semana antes del final de mes, pensó en vender algo; y al punto se le ocurrió la idea de deshacerse de la “pacotilla” de su mujer, pues había guardado en el fondo de su corazón una especie de rencor contra aquellos “engañabobos” que antaño le irritaban. Su propia vista, cada día, le estropeaba un poco el recuero de su bien amada.
Buscó un buen rato en el montón de quincalla que ella había dejado, pues hasta los últimos días de su vida había seguido comprándola obstinadamente, trayendo casi cada noche un nuevo objeto, y se decidió por el gran collar que ella parecía preferir, y que podría valer, pensaba, seis u ocho francos, porque verdaderamente era de un trabajo muy cuidado para ser falso.
Se lo metió en el bolsillo y marchó hacia el ministerio por los bulevares, buscando una joyería que le inspirase confianza.
Por fin vio una y entró, un poco avergonzado de exhibir así su miseria y de tratar de vender una cosa de tan escaso valor.
“Caballero –le dijo al joyero-, quisiera saber en cuánto valora usted esta pieza.”
El hombre recibió el objeto, lo examinó, le dio vueltas, lo sopesó, cogió una lupa, llamó a su dependiente, le hizo en voz baja unas observaciones, volvió a depositar el collar sobre el mostrador y lo miró de lejos para juzgar mejor el efecto.
El señor Lantin, molesto por tantas ceremonias, abría ya la boca para declarar: “¡Oh! Sé muy bien que no tiene el menor valor”, cuando el joyero dijo:
“Caballero, vale de doce a quince mil francos; pero sólo podría comprarlo si usted me da a conocer exactamente su procedencia.”
El viudo abrió unos ojos enormes y se quedó boquiabierto, sin entender. Por fin balbució: “¿Dice usted...? ¿Está seguro?” El otro se engañó en lo tocante a su asombro, y, con tono seco: “Puede usted mirar si en otra parte le dan más. Para mí esto vale, como mucho, quince mil. Vuelva usted a verme si no encuentra quien le dé más,”
El señor Lantin, completamente atontado, recogió su collar y se marchó, obedeciendo a una confusa necesidad de encontrarse solo y reflexionar.
Pero en cuanto estuvo en la calle le invadió la necesidad de reír, y pensó: “¡Qué imbécil! ¡Oh qué imbécil! ¡Si le hubiera cogido la palabra! ¡Ahí tienes un joyero que no sabe distinguir lo verdadero de lo falso!”
Y penetró en otra joyería a la entrada de la rue de la Paix. En cuanto vio la joya, el orfebre exclamó:
“¡Ah, pardiez! Conozco bien este collar, lo compraron aquí.”
El señor Lantin, muy turbado, preguntó:
“¿Cuánto vale?
-Caballero, lo vendí por veinticuatro mil. Estoy dispuesto a recobrarlo por dieciocho mil, una vez que usted me haya indicado, para obedecer a las prescripciones legales, cómo ha llegado a su poder.”
Esta vez el señor Lantin se sentó, paralizado de asombro. Respondió: “Pero..., pero, examínelo atentamente, caballero, yo había creído hasta ahora que era...falso.”
El joyero prosiguió: “¿Quiere decirme su nombre, caballero?
-Claro que sí. Me llamo Lantin, trabajo en el ministerio del interior y vivo en el dieciséis de la calle de los Mártires.”
El comerciante abrió sus libros, buscó y exclamó: “En efecto, este collar fue enviado a la dirección de la señora Lantin, en el dieciséis de la calle de los Mártires, el veinte de julio de mil ochocientos setenta y seis.”
Y los dos hombres se miraron a los ojos, el empleado loco de sorpresa, el orfebre, oliéndose un robo.
Este prosiguió: “¿Quiere usted dejarme este objeto durante veinticuatro horas solamente? Le daré un recibo.”
El señor Lantin balbució: “Claro que sí”. Y salió doblando el papel, que se metió en el bolsillo.
Después cruzó la calle, subió por ella, advirtió que se equivocaba de camino, volvió a bajar hasta las Tullerías, pasó el Sena, reconoció de nuevo su error, regresó a los Campos Eliseos sin una idea clara en la cabeza. Se esforzaba por razonar, por comprender. Su mujer no había podido comprar un objeto de semejante valor. –No, desde luego. – Pero, entonces, ¿era un regalo? ¡Un regalo! Un regalo, ¿de quién? ¿Por qué?
Se había parado, y permanecía de pie en medio de la avenida. Lo rozó una horrible duda. -¿Ella?- Pero entonces, ¡todas las otras joyas eran también regalos! Le pareció que la tierra se movía; que un árbol, delante de él, se desplomaba; extendió los brazos y cayó al suelo, privado del conocimiento.
Recobró el sentido en una farmacia adonde los transeúntes lo habían llevado. Se hizo acompañar a su casa, y se encerró.
Lloró enloquecido hasta la noche, mordiendo un pañuelo para no gritar. Después se metió en cama abrumado de fatiga, y durmió con un pesado sueño.
Un rayo de sol lo despertó, y se levantó lentamente, para ir a su ministerio. Era duro trabajar después de semejante conmoción. Reflexionó entonces que podía disculparse con su jefe, y le escribió. Luego pensó que tenía que  volver por la joyería, y enrojeció de vergüenza. Se quedó un buen rato reflexionando. Sin embargo, no podía dejar el collar en la tienda de aquel hombre. Se vistió y salió.
Hacía buen tiempo, el cielo azul se extendía sobre la ciudad, que parecía sonreír. Unos ociosos caminaban sin rumbo, con las manos en los bolsillos.
Lantin se dijo, al verlos pasar: “¡Qué feliz es uno cuando tiene fortuna! Con dinero, uno puede sacudirse hasta las penas, va a donde quiere, viaja, se distrae. ¡Ah, si yo fuera rico!”
Se dio cuenta de que tenía hambre, pues no había comido desde la antevíspera. Pero sus bolsillos estaban vacíos, y se acordó del collar. ¡Dieciocho mil francos! ¡Bonita suma!
Se dirigió a la rue de la Paix y empezó a pasear de arriba abajo por la acera, frente a la tienda. ¡Dieciocho mil francos! Veinte veces estuvo a punto de entrar, pero la vergüenza lo detenía siempre.
Tenía hambre, no obstante, mucha hambre, y ni un céntimo. Se decidió bruscamente, cruzó corriendo la calle, para no dar tiempo de reflexionar, y se precipitó en la joyería.
Tan pronto como lo vio el comerciante se mostró solícito, le ofreció una silla con sonriente cortesía. Llegaron los propios dependientes, los cuales miraban hacia Lantin con regocijo en los ojos y en los labios.
El joyero declaró: “Me he informado, caballero, y si usted sigue en la misma disposición, estoy dispuesto a pagarle la suma que le propuse.”
El empleado murmuró: “Claro que sí”.
El orfebre sacó de un cajón dieciocho billetes grandes, los contó, se los tendió a Lantin, quien firmó un pequeño recibo y se metió con manos temblonas el dinero en el bolsillo.
Después, cuando iba a salir, se volvió hacia el comerciante, que seguía sonriendo y, bajando la vista: “Tengo..., tengo otras joyas... que provienen... de la misma herencia. ¿Le convendría comprármelas también?”
El comerciante se inclinó: “Claro que sí, caballero.”  Uno de los dependientes salió para reírse a sus anchas; otros se sonaba con fuerza.
Lantin, impasible, rojo y grave, anunció: “Vendré a traérselas.”
Y cogió un simón para ir a buscar las alhajas.
Cuando volvió a la joyería, una hora después, todavía no había almorzado. Se pusieron a examinar los objetos pieza por pieza, valorando cada uno. Casi todos procedían de la casa.
Lantin, ahora, discutía las estimaciones, se enfadaba, exigía que le enseñasen los libros de ventas, y hablaba cada vez más alto a medida que se elevaba la suma.
Los gruesos brillantes de las orejas valían veinte mil francos; las pulseras, treinta y cinco mil; los broches, anillos y medallones, dieciséis mil; un aderezo de esmeraldas y zafiros, catorce mil; un solitario colgado de una cadena de oro formando collar, cuarenta mil; el total alcanzaba la cifra de ciento noventa y seis mil francos.
El comerciante declaró con burlona bonachonería: “Esto proviene de una persona que metía todos sus ahorros en joyas.”
Lantin pronunció gravemente: “Es una manera como otra cualquiera de invertir el dinero.” Y se marchó tras haber decidido con el comprador que al día siguiente se celebraría un peritaje.
Cuando se encontró en la calle, miró la comuna Vendôme con ganas de trepar por ella, como si hubiera sido un palo de cucaña. Se sentía ligero, tanto como para jugar a piola con la estatua del emperador encaramada allá arriba en el cielo.
Fue a almorzar a Voisin y bebió vino de veinte francos la botella.
Después cogió un simón y dio una vuelta por el Bosque. Miraba los carruajes con cierto desprecio, oprimido por el deseo de gritar a los transeúntes: “También yo soy rico. ¡Tengo doscientos mil francos!”
El recuerdo de su  ministerio volvió a él. Mandó que lo llevaran allá, entró resueltamente en  el despacho de su jefe y anunció: “Vengo a presentar mi dimisión, señor. He recibido una herencia de trescientos mil francos.” Fue a estrechar las manos de sus ex colegas y les confió sus proyectos de una nueva existencia; después cenó en el Café Inglés.
Al encontrarse al lado de un señor que le pareció distinguido, no pudo resistir el prurito de confiarle, con cierta coquetería, que acababa de heredar cuatrocientos mil francos.
Por primera vez en su vida no se aburrió en el teatro y pasó la noche con fulanas.
Seis meses después volvía a casarse. Su segunda mujer era muy honesta, pero de carácter difícil. Le hizo sufrir mucho.