¿LOCO?

         
    ¿Estoy loco? ¿O sólo celoso? No lo sé, pero sufro de un modo horrible. He cometido un acto de locura, de locura furiosa, cierto; pero los celos anhelantes, el amor exaltado, traicionado y condenado, el dolor abominable que soporto, ¿no basta todo eso para hacernos cometer crímenes y locuras sin ser realmente criminales de corazón o de cerebro?
    ¡Cuánto he sufrido, sufrido y sufrido de forma continuada, aguda y espantosa! Quise a esa mujer con un arrebato frenético... Y, sin embargo, ¿es cierto? ¿La quise? No, no, no. Ella me poseyó en alma y cuerpo, me invadió, me encadenó. Fui y sigo siendo su cosa, su juguete. Pertenezco a su sonrisa, a su boca, a su mirada, a las líneas de su cuerpo, a la forma de su rostro: jadeo dominado por su apariencia externa; pero a Ella, a la mujer de todo esto, al ser de ese cuerpo, la odio, la desprecio, la execro, siempre la he odiado, despreciado y execrado; porque es pérfida, bestial, inmunda, impura: es la mujer de perdición, el animal sensual y falso que carece de alma, en quien el pensamiento jamás circula como un aire libre y vivificador; es la bestia humana; menos que eso, no es más que un flanco, una maravilla de carne suave y redonda que habita la Infamia.
    Los comienzos de nuestra relación fueron extraños y deliciosos. Entre sus brazos siempre abiertos, yo me agotaba en una furia de insaciable deseo. Como si me diesen sed, sus ojos me hacían abrir la boca. Eran grises al mediodía, se teñían de verde a la caída de la luz, y eran azules con el sol levante. No estoy loco: juro que tenían esos tres colores.
    En los momentos del amor eran azules, como acardenalados, con pupilas enormes y nerviosas. Sus labios, agitados por un temblor, dejaban brotar a veces la punta rosa y mojada de su lengua, que palpitaba como la de un reptil; y sus párpados cargados se alzaban lentamente, descubriendo aquella mirada ardiente y aniquilada que me enloquecía.
    Al estrecharla entre mis brazos, miraba sus ojos y me estremecía, sacudido tanto por la necesidad de matar aquella bestia como por la necesidad de poseerla continuamente.
    Cuando ella caminaba por mi cuarto, el rumor de cada uno de sus pasos provocaba un vuelco en mi corazón; y cuando empezaba a desnudarse y dejaba caer su vestido, al salir, infame y radiante, de las prendas interiores que se amontonaban a su alrededor, sentía a lo largo de mis miembros, a lo largo de los brazos, a lo largo de las piernas y en mi pecho jadeante, un desmayo infinito y cobarde.
    Cierto día me di cuenta de que estaba harta de mi. Lo vi en su mirada al despertar. Inclinado sobre ella, esperaba todas las mañanas esa primera mirada. La esperaba lleno de rabia, de odio, de desprecio hacia aquella bestia dormida cuyo esclavo era. Pero cuando el azul pálido de su pupila, aquel azul líquido como el agua quedaba al descubierto, todavía lánguido, todavía fatigado, todavía enfermo por las caricias recientes, era como una llama rápida que me quemase, exasperando mis ardores. Cuando ese día su párpado se abrió, vi una mirada indiferente y sombría que ya no deseaba nada.
    Lo vi, lo supe, lo sentí, lo comprendí inmediatamente. Todo estaba acabado, acabado para siempre. Y tuve la prueba a cada hora, a cada segundo.
    Cuando la llamaba con mis brazos y mis labios, ella se volvía hacia otra parte, hastiada y murmurando: «¡Déjame!», o bien: «¡Qué odioso eres!», o bien: «¡Por qué nunca podré estar tranquila!»
    Entonces fui celoso, pero celoso como un perro, y taimado, desconfiado, simulador. Sabía que ella no tardaría en volver a empezar, que llegaría otro para reavivar sus sentidos.
    Fui celoso con frenesí; pero no estoy loco; no, desde luego que no.
    Esperé. Sí, la espiaba; ella no me habría engañado, pero continuaba fría, adormecida. A veces decía: «¡Me asquean los hombres!» Y era cierto.
    Entonces tuve celos de ella misma; celos de su indiferencia, celos de la soledad de sus noches, celos de sus gestos, de su pensamiento, que yo siempre sentía infame; celos de todo lo que yo adivinaba. Y cuando algunas veces, al despertar, tenía aquella mirada blanda que seguía en tiempos pasados a nuestras noches ardientes, como si alguna lascivia acosase su alma y removiese sus deseos, yo sentía sofocos de cólera, temblores de indignación, la comezón de estrangularla, de poner mi rodilla sobre su cuerpo y hacerla confesar, mientras le apretaba la garganta, todos los secretos vergonzosos de su corazón.
    ¿Estoy loco? —No.
    Pero una noche la sentí feliz. Sentí que en ella vibraba una pasión nueva. Estaba seguro, seguro sin duda posible. Palpitaba igual que después de mis abrazos: sus ojos llameaban, sus manos estaban calientes, toda su persona vibrante desprendía aquel vapor de amor que había hecho nacer mi locura.
    Simulé no darme cuenta de nada, pero mi vigilancia la envolvía como una red.
    Sin embargo, nada descubrí.
    Esperé una semana, un mes, una estación. Ella se esponjaba en medio de la eclosión de un ardor incomprensible; se aplacaba en la dicha de una caricia imperceptible.
    Y, de golpe, lo adiviné. No estoy loco. Juro que no estoy loco.
    ¿Cómo decirlo? ¿Cómo darlo a entender? ¿Cómo expresar esa cosa abominable e incomprensible?
    Me enteré de la manera siguiente:
    Una tarde, ya lo he dicho, una tarde, cuando volvía de un largo paseo a caballo, se derrumbó frente a mí con los pómulos encendidos, el pecho palpitante, las piernas flojas y los ojos amoratados, en una silla baja. ¡Yo ya la había visto así! ¡Amaba a alguien! No podía equivocarme.
    Entonces, perdiendo la cabeza, para no seguir mirándola me volví hacia la ventana, y vi a un lacayo que llevaba de la brida hacia la cuadra su gran caballo que se encabriaba.
    También ella seguía con la vista el animal enardecido que daba saltos. Luego, cuando desapareció de nuestra vista, ella se durmió de forma repentina.
    Estuve pensando toda la noche; y me pareció que descifraba misterios que nunca había sospechado.
    ¿Quién sondeará nunca las perversiones de la sensualidad de las mujeres? ¿Quién comprenderá sus inverosímiles caprichos y la satisfacción extraña de las más extrañas fantasías?
    Todas las mañanas, nada más apuntar la aurora, ella salía al galope por las llanuras y los bosques; y siempre volvía con las fuerzas agotadas, como tras los frenesíes del amor.
    ¡Yo había comprendido! Ahora estaba celoso del caballo nervioso y galopador; celoso del viento que acariciaba su rostro cuando ella daba una carrera enloquecida; celoso de las hojas que, al pasar, besaban sus orejas; de las gotas de sol que caían sobre su frente a través de las ramas; celoso de la silla que la llevaba y que ella apretaba entre sus muslos.
    Era todo aquello lo que la hacía feliz, lo que la exaltaba, lo que la saciaba, la agotaba y me la devolvía luego insensible y casi desfallecida.
    Decidí vengarme. Fui cariñoso y atento con ella. Le ofrecía mi mano cuando iba a desmontar tras sus desenfrenadas carreras. El animal furioso se lanzaba contra mí; ella le acariciaba su cuello curvo, lo besaba en las ventanas nasales temblorosas sin limpiarse luego los labios; y el perfume de su cuerpo sudoroso, como después de la tibieza del lecho, se mezclaba a mi olfato con el aroma acre y salvaje del animal.
    Aguardé mi día y mi hora. Ella pasaba todas las mañanas por el mismo sendero, por un bosquecillo de abedules que se adentraba hacia la selva.
    Salí antes de amanecer, con una cuerda en la mano y mis pistolas escondidas sobre el pecho, como si fuera a batirme en duelo.
    Corrí hacia el camino que tanto le gustaba; tendí la cuerda entre dos árboles; luego me escondí entre las altas hierbas.
    Había puesto la oreja pegada contra el suelo; oí su galope lejano; luego lo percibí más cerca, bajo las hojas, como al final de una bóveda, llegando al galope. ¡Ay, no me había equivocado, era aquello! Parecía transportada de alegría, con las mejillas encendidas y locura en la mirada; y el movimiento precipitado de la carrera hacía vibrar sus nervios con un goce solitario y furioso.
    El animal tropezó con las dos patas delanteras en mi trampa, y rodó por el suelo con los huesos rotos. A ella la recogí en mis brazos. Soy tan fuerte que puedo cargar con un buey. Luego, cuando la deposité en tierra, me acerqué a Él, que nos miraba; entonces, cuando todavía trataba de morderme, le puse una pistola en la oreja... y lo maté... como a un hombre.
    Pero también yo caí, con el rostro cruzado por dos golpes de fusta; y cuando ella volvía a lanzarse sobre mí, disparé mi otra bala contra su vientre.
    Díganme: ¿estoy loco?