LOS DOMINGOS DE UN BURGUÉS EN PARÍS

PREPARATIVOS DE VIAJE

    El señor Patissot, natural y vecino de Paris, cuando hubo probado en el Colegio Enrique IV su desaplicación y sus cortos alcances—como tantos otros—, fué admitido en un Ministerio, y por mediación de una de sus tías, dueña de un estanco, del cual era cliente asiduo un jefe de Negociado.
    Ascendió con suma lentitud, y es posible que a la vejez le sorprendiera la muerte sirviendo una plaza de oficial cuarto, al no habérsele ofrecido favorable y bondadoso el azar, que a veces preside los destinos de los hombres.
    Al presente ha cumplido cincuenta y dos años, a cuya edad proyecta recorrer como viajero curioso los alrededores de París, alejándose de las murallas.
    La historia de su encumbramiento puede ser útil a muchos empleados, como la de sus correrías lo será tal vez a muchos burgueses, que las tomarán por norma de sus excursiones, evitando con su ejemplo ciertas malandanzas, que, por no estar advertido, no pudo prever.
    En mil ochocientos cincuenta y cuatro, el señor Patissot cobraba mil ochocientos francos nada más. Por una desgraciada condición de su naturaleza, fue repulsivo a sus jefes, que le dejaban pudrirse, aguardando eterna y desesperadamente un ascenso: el ideal de todo empleado.
    Era laborioso y puntual, pero nunca supo lucir sus méritos, y, por añadidura, era demasiado altivo, como él decía.
    Su altivez se redujo a no saludar de un modo servil a sus jefes —como lo hacían otros, y a no ser adulador, como lo eran, en su opinión, muchos de sus compañeros—, a los cuales no quería señalar. Su excesiva franqueza molestaba también a las gentes, protestando, al fin y a la postre, como la mayoría, contra los padrinazgos, las injusticias, los favores otorgados a ciertos advenedizos, ajenos a la burocracia. Pero su voz acusadora no repercutía fuera del zaquizamí donde se deshojaba trabajando, según su frase:
    «Me deshojo, por activa y por pasiva, caballero.»
    En primer lugar, como empleado; en segundo, como francés, y en tercero, como un hombre de orden, se asimilaba en principio a todo Gobierno; era fanático del Poder..., excepción hecha del de sus jefes inmediatos.
    Aprovechaba todas las ocasiones para saludar al emperador —teniendo a honra pararse y descubrirse a su paso—, y se sentía orgulloso de acción tan sencilla.
    Como tantos, a fuerza de admirarle, acabó por ser un remedo suyo, afeitándose, peinándose como él, imitando sus gustos y su andar.
    ¡Cuántos hombres, en cada país, resultan la efigie del soberano!
    Es posible que la figura y las facciones de Patissot le asemejaran algo a Napoleón III, y cuando se hubo teñido los bigotes y la perilla, fue su retrato.
    A veces encontraba en la calle a otro caballero, también cuidadosamente semejante al emperador, y sentía un desprecio altivo y celoso.
    Aquel afán de imitación, obsesionándole, era ya su pensamiento único; y oyendo a un ujier de las Tullerías que imitaba la voz del soberano, se propuso hablar en lo sucesivo con ciertas entonaciones y una parsimonia estudiada.
    Llegó a ser, más que un remedo, una copia exacta de la imperial persona: de tal modo, que pudiera prestarse a confusiones, y hasta los jefes murmuraron, pareciéndoles importuno y grosero tan ostentoso alarde. Llegaron los rumores al ministro, y mandó llamar al empleado, para cerciorarse por sus ojos. Al verle, no pudo contener la risa, y repitió varias veces: «¡Tiene gracia! Mucha gracia! » Su regocijo halló eco, y al otro día, el jefe inmediato de Patissot propuso a éste para un ascenso de trescientos francos; y le fue concedido al punto.
    Ya en adelante ascendió con regu1aridad, gracias a sus facultades y a sus talentos de mono.
    Una vaga inquietud, algo semejante a un presentimiento de fortuna poderosa, que se cernía sobre su cabeza, preocupó a sus jefes, los cuales tuvieron con él deferencias y atenciones desacostumbradas.
    Pero la proclamación de la República fue para el imitador imperial un desastre. Se sintió anonadado, sumergido, presa de la más triste adversidad, loco de angustia. Dejó de teñirse, se afeitó completamente y se hizo cortar el pelo al rape, adquiriendo así un aspecto paternal y bondadoso, nada comprometedor.
    Pero sus jefes, resentidos por la influencia que habla ejercido en ellos la perfecta semejanza, y volviéndose republicanos de pronto por instinto de conservación, le postergaron, señudos, oponiéndose a sus gratificaciones y dificultando sus ascensos. También el cambió de ideales políticos. Pero la República no era una persona de carne y hueso a la cual pudiera imitar, y los presidentes no duraban, reemplazándose con rapidez diversas figuras. Patissot era víctima de las más crueles confusiones, del más terrible desaliento, ante la inutilidad manifiesta de su espíritu de imitación, fracasado en una tentativa estéril hacia el último de sus ideales: Thiers.
    Seguro de que necesitaba una exteriorización distinta y nueva de su personalidad, estuvo largo tiempo abstraído en sus investigaciones, y una mañana se presentó en la oficina, llevando en el sombrero un lazo tricolor. Sus compañeros lo miraron con asombro; aquella extravagancia les dio que reír mucho aquel día, y el siguiente, y toda la semana entera, y todo el mes. Patissot era inconmovible, y su grave actitud terminó desconcertándolos. Otra vez inspiró cierta inquietud a los jefes, y se preocuparon de aquella manifestación inesperada. ¿Ocultaría un misterio? ¿Era una inocente muestra de patriotismo? ¿Era un testimonio de afecto a la República? ¿O acaso el secreto distintivo de una congregación poderosa? De ser así, para ostentarlo como lo hacía necesitaba tener la seguridad completa de una protección oculta y formidable. De todos modos, era necesario estar constantemente sobre aviso; la calma imperturbable de aquel hombre, al cual no desconcertaban las burlas, era muy significativa y aumentó las inquietudes y las preocupaciones.
    Volvieron a tratarlo con muchos miramientos, y su extraordinaria impasibilidad le valió un ascenso; el primer día del año mil ochocientos ochenta lo nombraron oficial primero.
    Siempre hizo una vida sedentaria. Solterón recalcitrante, odiaba el barullo y las confusiones, buscando en todas partes el reposo y la comodidad. Pasaba los domingos leyendo novelas de aventuras y trazando primorosas falsillas, que ofrecía después a sus colegas. En sus muchos años de servicio, sólo en tres ocasiones pidió licencia—de ocho días, para mudarse de casa—. Pero, aprovechando las fiestas en que repican gordo, tomaba un tren de recreo que lo condujese a Dieppe o al Havre, para fortalecer su espíritu con el espectáculo imponente del mar.
    Le embotaba un exceso de buen sentido, rayano en estupidez. Vegetaba tranquilo, en una castidad venerable—su naturaleza no era exigente —con economía, con templanza, cuando le turbó de pronto una horrible inquietud.
    En la calle, al anochecer, tuvo un desvanecimiento instantáneo, precursor, a su juicio, de un ataque cerebral. Fue a casa de un médico y obtuvo—mediante cinco francos—el siguiente diagnóstico:
    «Señor X***, cincuenta y dos años, empleado, célibe, temperamento sanguíneo. Propenso a congestionarse. Lociones frías. Alimentación moderada. Mucho ejercicio.
    Montellier D. M. P.»

    Patissot quedó aterrado, y durante un mes, para trabajar en la oficina, se rodeó la cabeza con un paño humedecido. A lo mejor, mientras rasgueaba con pulcritud un oficio, le caía una gruesa gota de agua, obligándole a copiarlo de nuevo. Con mucha frecuencia releía el dictamen facultativo, buscándole una interpretación oculta, con la esperanza de penetrar en lo más hondo el significado verdadero de sus frases y descubrir los ejercicios más oportunos que le permitieran defenderse contra la cruel apoplejía. Consultó a sus compañeros, mostrándoles el funesto diagnóstico. Alguien le aconsejó, como infalible y rápido en sus efectos, el boxeo.
    Inmediatamente indagó dónde había un maestro de ese deporte, y a la primera lección le dieron un puñetazo tan horroroso en las narices, que no le quedaron ganas de repetir aquel ejercicio saludable. Tampoco el juego del bastón le satisfizo: era fatigoso; y la esgrima le produjo una laxitud que no le dejaba dormir por la noche.
    Tuvo una idea luminosa: recorrer a pie los alrededores de París y visitar algunos puntos de la población, que desconocía.
    Necesitaba equiparse bien para sus excursiones domingueras, y reflexionando acerca de los preparativos convenientes, pasó la semana. El treinta y uno de mayo puso en práctica sus propósitos.
    Instruido por la lectura de los prospectos que pobres diablos tuertos o cojos ofrecen, importunando, en cada esquina, visitó algunos almacenes con objeto de curiosearlo todo para saber lo que le convendría luego adquirir.
    En una zapatería norteamericana preguntó si tendrían unas botas recias para excursiones, y el zapatero le hizo ver una especie de aparatos con blindaje de cobre, lo mismo que los buques de guerra, y con tachuelas como rejones, que, al decir del comerciante, hablan sido hechos con piel de bisonte de las montañas Rocosas.
    De tal modo le agradaron, que le dieron tentaciones de comprar dos pares. Con uno tenía suficiente. Y se fue tan satisfecho, llevando su adquisición bajo el brazo que se rendía con aquella carga.
    Adquirió también unos pantalones de faena —como los usan los carpinteros—y unas polainas de lona impermeable que le cubrieran hasta la rodilla.
    Necesitaba inevitablemente una mochila para las provisiones, un anteojo de campaña para reconocer los más apartados lugares y un plano de los que usa el Estado Mayor, con el cual podía ir a donde quisiera sin preguntar a los campesinos y a los caminantes.
    Luego, para sentir menos calor, decidió comprar una de las chaquetas de alpaca muy anunciadas por la casa Raminau, como de primera calidad, por la módica suma de seis francos y medio.
    Se dirigió al Bazar de sastrería, y un buen mozo, de figura distinguida, con los cabellos muy bien peinados, las uñas pulidas y sonrosadas, como las de una señora elegante, sonriendo amablemente, le presentó la prenda que pedía.
    Un tanto receloso, Patissot, se atrevió a decirle:
    —Pero ¿dará buen resultado?
    El comerciante, volviendo la cabeza, con un azoramiento bien fingido, con vacilaciones propias de un hombre que no quiere abusar de la confianza del cliente, dijo, bajando la voz:
    —Naturalmente, señor mío; a usted no se le oculta que por tan ínfimo precio no se puede ofrecer una calidad semejante a... ésta, por ejemplo.
    Y cogió una prenda que, a simple vista, resultaba mejor.
    Después de mirarla detenidamente, Patissot quiso conocer el precio.
    —Doce francos y medio.
    Una verdadera tentación. Pero, antes de resolverse, quiso cerciorarse más, haciendo una pregunta, mientras el buen mozo que le atendía observaba sus vacilaciones:
    —Y ésta, ¿es de buena clase?¿Usted la garantiza?
    —Sí; a garantizo. Es resistente y ligera. Sin embargo, no puede mojarse. ¡Ah¡ Como de buen uso y de mucha duración, lo es; pero ya comprenderá usted que hay géneros y géneros. Para su precio, es inmejorable. Doce francos y medio; una insignificancia. Naturalmente, las de veinticinco francos resultan mejores. Por veinticinco francos puede adquirirse una chaqueta de alpaca magnífica, tan resistente y de tanta duración como un traje de paño. Cuando se moja, basta pasarle una plancha para tenerla flamante otra vez. Su color es permanente; ni el sol ni la humedad lo atacan. Es muy sufrida, muy ligera, y en caso necesario, también abriga.
    Presentaba ha prenda, haciéndola brillar, estrujándola, sacudiéndola, mirando al trasluz; sometía su excelente calidad a toda clase de pruebas, acompañándolas con un discurso incesante y persuasivo; disipaba las dudas al par con el gesto y con la retórica.
    Patissot, absolutamente convencido, se decidió por la chaqueta de veinticinco francos. Eh buen mozo, mientras empaquetaba la compra, seguía perorando aún y repitiendo con énfasis la excelencia de la mercancía. En cuanto Patissot hubo pagado, el comerciante calló, despidiéndole con un correcto saludo y con una sonrisa protectora; no abandonó la puerta viendo alejarse al cliente, quien, a pesar de sus esfuerzos, no podía corresponder a su atención, saludándole, porque llevaba en cada brazo un paquete.
    De regreso en su casa, Patissot se preocupó de fijar su itinerario; luego quiso probarse las botas, cuyos herrajes las hacían resbalar como patines. Se le fue un pie, y cayó, escarmentando para lo sucesivo. Puso entre dos sillas el traje y las polainas, contemplándolo todo gozosamente, y al acostarse, pensaba:
    «¡Cómo no se me habrá ocurrido mucho antes hacer excursiones por la campiña!»

   

    PRIMERA SALIDA

    Patissot estuvo inquieto y sin gusto para el trabajo durante la semana, en la oficina, soñando en la excursión proyectada para el domingo próximo. De pronto, le turbaba un ansia devoradora de vagar por el campo, de recogerse a la sombra de los árboles: la sed infinita de un ideal campestre, que obsesiona en los albores primaverales a los parisienses.
    El sábado se acostó apenas anochecía para levantarse de madrugada el domingo.
    La ventana de su alcoba tomaba luz de un patio estrecho y sombrío, una especie de chimenea por donde continuamente circulaban todas las pestilencias de los hogares humildes. Fijó la mirada en el trozo de cielo que aparecía entre los aleros del tejado. Las golondrinas pasaban y repasaban velozmente, cruzando en sus revoloteos aquel retazo azul, inundado ya por el sol. Patissot imaginaba que desde aquellas alturas las golondrinas podían admirar la campiña, las verdes laderas, los bosques tupidos, un horizonte variado y extenso.
    Le acometió un ansia frenética de perderse a lo lejos entre la frescura del follaje. Se visitió de prisa, calzándose las botas formidables, y se abrochó las polainas, tarea en la cual entretuvo algún tiempo, por falta de costumbre.
    Después de echarse a la espalda la mochila, llena de comestibles y botellas de vino—porque seguramente le abriría el apetito la caminata—, empuñando su cayado, salió a la calle.
    Avanzaba con un paso bien sostenido—el de los cazadores, a su ver—, silbando canciones alegres, que aligeraban su marcha. Los transeuntes, para verlo, se detenían. Le ladró un perro; un cochero le dijo al pasar: «¡Buen viaje!» Todo le importaba un ardite; andando más de prisa cada vez, hacía el molinete con su cayado.
    Despertaba la ciudad alegre y bulliciosa entre la brillantez y los ardores de un claro día primaveral.
    Las fachadas relucían, los canarios trinaban en sus jaulas y una satisfacción expansiva se derramaba por las calles, iluminando los rostros de las gentes, provocando sonrisas, como si la esplendorosa luz del sol sembrara el goce sobre la tierra.
    Se encaminó hacia un embarcadero para tomar el vaporcito que lo dejaría en Saint-Cloud; y entre la sorpresa y el asombro de los transeúntes, atravesó la calle de la Chaussee-d’Antin. en bulevar, la calle Real, comparandose-humorísticamente con el Judio Errante.
    Al pretender andar por las aceras, los herrajes de sus botas resbalaron sobre la pulida superficie granito, y se desplomó pesadamente su pobre humanidad, con gran estrépito dentro de la mochila. Se levantó con ayuda de vecinos, y emprendió su marcha de nuevo, pero más despacio, hasta la orilla del Sena, donde aguardó a que llegase un vaporcito.
    En el horizonte lejano, lo vió aparecer, bajo los puentes, primero diminuto, después agrandándose poco a poco hasta que, a sus ojos, pasando ya del tamaño verdadero, adquirió las proporciones de un buque de alto bordo. Llegó a suponer, agigantando sus ideas, que se disponía a un largo viaje a través del Océano, ansioso de admirar costas ignoradas y costumbres desconocidas.
    Al atracar el vaporcito se apresuró Patissot a embarcarse. Muchas-personas había ya sobre cubierta luciendo sus galas domingueras, trajes vistosos, cintas de vivos colores en los sombreros y rostros acalorados. Patíssot, abriéndose camino hasta llegar a la proa, estuvo en pie queriendo imitar la postura de los marineros, muy despatarrado, para convencer a todos los presentes de que tenía costumbre de navegar. Pero, temeroso de que un vaivén le hiciera perder el equilibrio, se apoyaba con fuerza en el cayado.
    Pasada la estación de Point-du-Jour, ensanchaba el cauce del río, reflejando en la tranquila superficie de las aguas los res plandores del sol; luego de pasar entre dos islas, el vaporcito bordeaba una revuelta de la costa, cuya extensión verde salpicaban muchas casitas blancas. Un aviso advirtió que había llegado a Bas-Meudon, luego a Sévres, al fin a Saint-Cloud, y entonces Patissot puso los pies en tierra.
    Parado en el muelle, desdobló su plano, estudiando la dirección que debía tomar para no equivocarse.
    Pero no era posible una equivocación. Iba derecho hasta La Celle; después le bastaba encaminarse por la izquierda, luego correrse un poco hacia la derecha, y siguiendo ya un camino franco, podía llegar a Versalles y recorrer los jardines, antes de anochecer.
    El camino estaba en cuesta, subiendo siempre, y Patissot, cargado con la mochila, oprimido por las polainas, y arrastrando sus botas, más pesadas que grilletes, iba fatigado. De pronto se detuvo, con visible desaliento. En la precipitación de sus preparativos, había olvidado el anteojo el de campaña.
    Por fin vislumbró el bosque, y, a pesar del espantoso bochorno, a pesar de su cansancio y del sudor abundante que le inundaba la frente, a pesar de lo molesto de sus arreos y de los tirones que le daba la mochila, corría, o más bien trotaba, dirigiéndose ansioso hacia la espesura, brincando con muchas contorsiones y poco avance como un matalón viejo y asmático.
    Al poderse guarecer por fin bajo los árboles y disfrutar la frescura deliciosa de la umbría, sintió un estremecimiento de ternura, contemplando las flores diversas, amarillas, azules, rojas, moradas, unas casi escondidas a ras de tierra, otras meciendo sus corolas en el extremo de un tallo largo y delgado. Insectos de varios colores y de varias formas, abotagados o esbeltos, de contextura extraordinaria, diminutas fieras monstruosas, revoloteaban o hacían ascensiones lentas a lo largo de una hierbecilla que se arqueaba no pudiendo resistir su minúsculo peso. Patissot en aquel instante admiraba sinceramente la Creación; y como estaba fatigado, reflexionó que sería muy oportuno sentarse.
    Decidió comer, no porque le azuzara el apetito, sino por entretenerse, y al abrir la mochila tuvo una decepción inesperada y estupenda. Seguramente cuando al resbalar midió la calle, se había roto una de las botellas, y retenido el liquido por la envoltura impermeable, convirtió durante la caminata en sopas de vino las abundantes provisiones.
    A pesar de todo, comió un pedazo de carne asada—no sin haberla enjugado lo más posible con el pañuelo—, una loncha de jamón, unas cortezas de pan, blanduchas y enrojecidas, rociándolo todo con unos tragos de burdeos agriado, cubierto de una sonrosada espumilla de aspecto desagradable.
    Y cuando hubo descansado largamente, después de consultar de nuevo el plano, se puso en camino.
    Al cabo de mucho andar, se vio en un paraje algo intrincado, en una encrucijada, sin saber hacia qué parte debía dirigirse. Trató de orientarse por la posición del sol, discurriendo mucho, estudiando las múltiples líneas que se cruzaban, figurando en el plano los caminos, y acabó por convencerse de que no sabia por dónde andaba, completamente desorientado.
    Ante sus ojos, se abría un espléndido paseo, cuyo follaje, poco tupido, cernía el sol, besando las margaritas blancas ocultas entre la hierba. El silencio y la calma de aquel interminable camino, sólo eran turbados por el zumbar monótono de un abejorro que le seguía. Ya deteniéndose un instante sobre una flor y avanzando luego, zumbándole al oído al pasar junto a su rostro, para libar más adelante los néctares de otras flores. Parecía de terciopelo pardo con rayas amarillas, aquel abotagado cuerpecillo que dos élitros diminutos arrastraban.
    Patissot contemplaba con interés las evoluciones del insecto, cuando reparó en algo que se removía entre la hierba. De pronto se detuvo y hasta retrocedió algo inquieto; después, observando con muchas precauciones, vio una rana del tamaño de una nuez, que se alejaba del camino, saltando.
    Se inclinó para cogerla y el animalito pudo escapar de sus manos. A gatas la siguió, avanzando suavemente para no asustarla, y sobre sus hombros, la mochila enorme le daba el aspecto de una tortuga monumental.
    Cuando estuvo junto al sitio donde la rana se había parado, tomó sus medidas, y se precipitó con las dos manos por delante, cayó acariciando el césped con las narices, y se incorporó apretando entre sus dedos un puñado de tierra, pero sin haber cogido la rana. La buscó inútilmente: había desaparecido por completo.
    De pronto vio a lo lejos a un hombre y a una mujer que avanzaban apresurados en su dirección, haciéndole señas. La mujer agitaba la sombrilla en el aire, y el hombre, a pesar de ir en mangas de camisa, con el chaqué al brazo, sudaba el infeliz la gota gorda.
    —¡Caballero! ¡Caballero! —voceaba la señora dirigiéndose a Patissot, cada vez más apresurada.
    —¡Señora!—díjo Patissot, enjugándose la frente con el pañuelo.
    —¡Nos hemos perdido! ¡No sabemos por dónde andamos! Nos hemos perdido!
    No atreviéndose Patissot a confesar que se hallaba en el mismo caso, dijo con gravedad suficiente para cubrir su inquietud:
    —Estamos camino de Versalles.
    —¿Cómo es posible? ¿Dice usted camino de Versalles? ¡Y nosotros íbamos a Ruel!—exclamó la señora.
    Se turbó Patissot; pero ya puesto en el trance, hizo de tripas corazón, y replicando con aplomo, dijo:
    —Señora: con el plano del Estado Mayor a la vista, voy a demostrar que nos hallamos camino de Versalles.
    El marido, con aspecto de inmensa desolación, acababa de llegar junto a ellos.
    La mujer, bastante joven, bastante bonita—una morena vivaracha—, se encaró con el infeliz, arrojándole al rostro las palabras:
    —¡Mira, mira lo que hiciste! Ya lo ves: hemos venido a parar a Versalles. Mira el plano del Estado Mayor que nos ofrece con tanta bondad este caballero. Míralo... si sabes; porque ya dudo que seas capaz de comprenderlo. ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Es posible que haya hombres tan estúpidos? Ya te dije que tomáramos el camino de la derecha; pero tú, emperrado en saber siempre más que yo, no quisiste. Ya lo ves; ya ves adónde conducen tus obstinaciones.
    El pobre hombre, anonadado en absoluto, se atrevió apenas a replicar:
    —Pero, hija mía, si tú fuiste quien...
    Ella le interrumpió, sumergiendo al infeliz en un diluvio de palabras, reprochándole toda su vida matrimonial, desde que se casaron hasta la hora presente.
    Dirigiendo miradas lamentables hacia la espesura, como si quisiera penetrar con los ojos en lo más profundo, el hombre lanzaba de cuando en cuando un chillido penetrante, un chillido indescriptible, de tal naturaleza, que no hay en el idioma voces ni acentos para remedarlo; un chillido agudo, que llenaba de inquietud a Patissot, pero que no parecía extrañar a la mujer.
    La cual, de pronto, sonriendo amablemente al empleado, le dijo:
    —Si este caballero es tan amable que acepte nuestra compañía, iremos con él para no extraviarnos de nuevo y exponernos a tener que dormir en el bosque.
    No pudiendo negarse, Patissot hizo un saludo cortés; pero le torturaban horribles dudas. ¿Hacia dónde podía encaminar sus pasos?
    Anduvieron a la ventura. El marido lanzaba de cuando en cuando su estridente chillido. Anochecía.
    El velo de frescura que baja sobre los campos a la hora del crepúsculo, iba extendiéndose lentamente, y una emoción poética, dulce, se mezclaba con el bienestar encantador que se respira entre los árboles al acercarse la noche.
    La mujer, apoyada en el brazo de Patissot, proseguía lanzando sobre la cabeza del pobre marido un chorro de injurias; pero el marido, sin contestarla, sin atenderla tal vez, iba chillando ya desaforadamente.
    Patissot, a cada punto más inquieto, se decidió a preguntarle:
    —¿Qué le sucede?
    Y el infeliz, con lágrimas en los ojos, respondió:
    —¡Se me ha perdido el perro!
    —¡Ah! ¿Traían ustedes un perro?
    —Sí, señor. Un perro que no había salido nunca de las calles de París, que no había visto el campo jamás, y al sentir la frescura de la hierba, se puso tan contento que, después de revolcarse largo rato, echó a correr como un loco. Yo le llamaba, pero todo ha sido inútil. Se internó en el bosque y continuará corriendo ¡hasta que reviente de fatiga y se muera de hambre!
    Lanzó un estrepitoso chillido al acabar la frase.
    La mujer, encogiéndose de hombros como si dejase caer la carga de toda responsabilidad, exclamó:
    — ¡Un hombre tan bestia como tú no debe tener ni perro!
    De pronto, el marido se detuvo, palpándose todos los bolsillos, febrilmente. La mujer lo miraba:
    —¿Qué haces, hombre, qué haces?
    —Al ponerme al brazo el chaqué, no tuve la precaución de sacar la cartera... y la he perdido... con todo el dinero...
    La mujer tembló de cólera: la sofocaba su indignación:
    —¡A buscarla en seguida!, ¡en seguida!
    El infeliz respondió suavemente:
    —A buscarla... Bien... ¿Y dónde nos encontraremos después?
    —¡En Versalles! —dijo Patissot gallardamente.
    Y teniendo alguna referencia, lanzó el nombre de un hotel de Versalles.
    El infeliz comenzó a desandar lo andado; clavaba los ojos en el suelo y repetía con frecuencia el agudo chillido.
    Tardó mucho en desaparecer, y aún se oían sus inimitables llamadas al perro extraviado, cada vez más agudas y más penetrantes a medida que la noche se iba cerrando y su esperanza desfallecía.
    Patissot gozaba de un delicioso bienestar envuelto por la sombra de la noche, y en lo más agreste del bosque, sumergido en languideces crepusculares junto a una mujer que se apoyaba en su brazo.
    Y por vez primera en su vida —falta de todo encanto que no fuera el egoísmo vulgar—presintió el poético abandono y el dulce atractivo que disfrutan un hombre y una mujer entregándose a los goces y a las ternuras que la Naturaleza ofrece.
    Buscando palabras galantes, no supo encontrar ninguna que resultara conveniente y propia de aquella ocasión.
    Llegaron a una carretera que cruzaba con el paseo. A la derecha se veía un grupo de casas.
    Pasaba un hombre. Patissot. resuelto a salir de dudas, le preguntó tímidamente, casi tembloroso:
    —¿Qué pueblo es aquél?
    —Bougival.
    —¡Bougival! ¿Está usted seguro?
    —¡Tan seguro!
    La señora no pudo contener la risa. Pensaba en su marido buscándola en un hotel de Versalles, y el chasco del infeliz la parecía una graciosa burla.
    Comieron a la orilla del río, en un restaurante campestre.
    Ella estuvo encantadora. Refirió historias picarescas para encandilar a su acompañante, y al despedirse le dijo:
    —¡Estoy aviada, sin llevar ni un céntimo sobre mí!
    Patissot, galantemente, sacó el portamonedas, ofreciéndose a darle todo lo que necesitara. Le puso en la mano una monedita de oro, y ella, diciéndole «gracias» bastante formal—y sonriente luego—, haciendo monadas, anudó las bridas del sombrero, quiso ir sola—pues ya estaba en buen camino—y se fue, como un pájaro que abandona la jaula, mientras Patissot, lánguido y triste, sumaba de memoria los gastos de su primera excursión.
    Y al día siguiente, como tuvo mucha jaqueca, no fue a la oficina.

EN CASA DE UN AMIGO

    Durante toda la semana, Patissot refirió sus aventuras, describiendo poéticamente los lugares que había recorrido, indignándose al observar el escaso entusiasmo que su narración despertaba entre su auditorio. Únicamente un antiguo empleado taciturno, el señor Boivin, por mote Boileau, escuchaba. muy atentamente. Dicho señor vivía en una casa de las afueras, consagrando sus atenciones a un jardincito; al decir de las gentes, era dichoso en aquel retiro, donde se lograban sus aspiraciones modestas. Después de su primera salida, Patissot apreciaba sus gustos, y la convergencia de sus aspiraciones fue motivo para que intimaran desde luego. El señor Boivín, queriendo cimentar aquella simpatía naciente, le invitó a un almuerzo para el domingo próximo en su casita de Colombes.
    Patissot tomó el tren de las ocho, y después de innumerables pesquisas, descubrió en el centro del pueblo un pasadizo angosto y oscuro, una especie de cloaca inmunda y fangosa entre dos altos muros, y vio en el fondo una puerta desvencijada, con los cuarterones podridos, cerrándose por medio de una cuerda que se arrollaba a dos clavos. Al abrir, se encontró frente a frente con algo que tenia el aspecto de una persona y era sin duda una mujer. Cubría su pecho con una envoltura de trapos sucios, y colgaba de sus caderas una saya hecha jirones; entre sus pelos enmarañados revoloteaban plumas de pichón. Había clavado en el forastero sus ojillos grises, como si quisiera devorarlo. Después de un silencio, le preguntó:
    —¿A quién busca usted?
    —Al señor Boivín.
    —Aquí vive. ¿Y qué le quiere usted al señor Boivín?
    Patissot dudaba, muy turbado.
    —Creo que me aguarda.
    La mujer, tomando una expresión más feroz todavía, repuso:
    —¡Ah! ¿Es usted el amigo que ha de almorzar con nosotros?
    Patissot balbució un «¡si!» tembloroso, y la mujer, torciendo el gesto hacia el interior de la casa, gritó como una furia:
    —¡Boivín! Aquí le tienes.
    El insignificante señor, Boivín apareció en el umbral de una especie de barracón de yeso cubierto de cinc, que, teniendo sólo planta baja, ofrecía el aspecto de un invernadero. El pobre hombre llevaba pantalón de hilo blanco lleno de manchas de café, y cubría su cabeza con un sombrero de paja estropeado y grasiento.
    En cuanto hubo saludado a Patissot quiso llevarlo a lo que llamaba su jardín—situado al extremo de otro pasadizo—lóbrego y de las dimensiones de un pañuelo, rodeado de casas tan altas, que nada más recibía un poco de sol durante un par de horas en el centro del día.
    Matas de pensamientos, de claveles, de alhelíes y algunos rosales agonizaban en el fondo de aquel pozo sin ventilación, sin aire, y abrasado por las reverberaciones de los edificios contiguos.
    —No tengo árboles—decía Boivín—, pero los muros de las casas próximas me dan tanta sombra como un bosque.
    Luego, cogiendo a Patissot por un botón de la levita, le dijo en voz baja:
    —Espero que me haga usted un favor. Ahora ya conoce usted a mi parienta. No es muy agradable ni muy complaciente que digamos. Hoy, para honrar la presencia del forastero, me hizo vestir una ropa más aseada que de costumbre; pero si me mancho, estoy perdido. Espero de usted que me ayude a regar mis plantas.
    Accedió Patissot muy gustoso, y arremangándose la camisa, después de quitarse la levita, se puso a dar a la bomba, que silbaba, resoplaba y roncaba como el pecho de un tísico, dejando correr un hilillo de agua imperceptible apenas. Hicieron falta diez minutos para llenar una regadera. Patissot estaba chorreando; el señor Boivín le guió.
    —Échele a esta planta... un poco más... ¡Ya tiene bastante! A esta otra.
    La regadera, desestañada, se salía, dejando caer sobre las botas de Patissot más agua que sobre las flores; el barro salpicaba su pantalón. Veinte veces llenó la regadera, y otras tantas bañó sus pies y cubrió de sudor su frente haciendo gemir la bomba.
    Cuando paraba, extenuado, el señor Boivín le decía suplicante:
    —Una regadera más, una sola, será lo suficiente.
    Para mostrarle su agradecimiento, le regaló una rosa, pero estaba ya tan abierta, que apenas la hubo puesto en el ojal, se deshojó por completo, dejándole como una condecoración, una especie de perita verde que le sorprendió mucho. No se atrevió a decirle nada, creyéndose obligado mostrarse discreto. Boivín tampoco lo tomó en cuenta, como si no lo hubiese reparado.
    La voz de la señora de la casa resonó como un gruñido:
    —¿Vienen o no vienen? Ya todo está dispuesto.
    Se dirigieron hacia la casilla, temblorosos como dos culpables que temieran recibir un castigo. Si el jardín era sombrío, la casa, por el contrario, recibía un año de sol, no habiendo estufa tan calurosa como sus habitaciones.
    Tres platos con sus respectivos cubiertos de estaño, bastante sucios, se adherían al tablero grasiento de una mesa de pino, en medio de la cual una cazuela de barro contenía filamentos de carne muy hervida, recalentados en agua sucia, donde nadaban algunas patatas.
    Se sentaron. Comieron.
    Un jarro lleno de agua teñida ligeramente con vino, atraía las miradas de Patissot. Boivín le dijo a su mujer, algo turbado:
    —¿No podrías darnos un poco de vino puro, y te lo agradeceríamos?
    Ella le sumergió en una mirada furiosa:
    —Para que os emborrachéis los dos, ¿no es cierto?, y para que luego paséis toda la tarde alborotándome la casa? Ya me guardaré yo bien de que tal suceda.
    Calló. Después del guisado, puso en la mesa unas patatas hervidas, aderezadas con un poco de manteca blanca, y cuando acabaron de comerlas en silencio, exclamó:
    —Ya no hay más. Pueden irse a donde quieran.
    Boivín la contemplaba estupefacto.
    —¿Y el pichón? ¿El pichón que has desplumado por la mañana?
    La mujer se puso en jarras, provocativa y amenazadora:
    —¿Es que no habéis comido —bastante? Que me traigas invitados a casa no es motivo para devorar todo lo que tenemos. Y por la noche ¿qué comería yo, señor mio?
    Los dos hombres se levantaron, y en el umbral de la puerta, el insignificante señor Boivín, por mote Boileau, susurró a la oreja de Patissot:
    —Aguárdeme un instante, y nos largamos.
    Entró en otro cuarto para vestirse, y Patissot oyó desde fuera el siguiente diálogo:
    —Dame un franco; te lo pido por favor.
    —¿Para qué necesitas un franco?
    —Hay circunstancias imprevistas. Nadie sabe lo que puede ocurrir, y en toda ocasión es prudente llevar dinero en el bolsillo.
    La mujer gritó con toda su alma para que se la oyera bien:
    —¡Estás fresco! No te daré nada, nada. Ya que tu amigo almorzó aquí, justo es que pague lo que gastéis ahora, yendo juntos.
    El señor Boivín volvió a reunirse con Patissot, el cual, esforzándose todo lo posible por aparecer fino y amable, se inclinó ante la dueña de la casa, balbuciendo:
    —Señora... Muy agradecido..., nunca olvidaré sus atenciones.
    El1a respondió:
    —Bien. Ahora miren ustedes lo que hacen; porque si me lo trae borracho, tendrá que vérselas conmigo. Ya lo sabe.
    Se fueron.
    llegaron a la orilla del río, frente a una isla cubierta de plátanos. El señor Boivín, lanzando a la corriente una tierna mirada, oprimió el brazo de su amigo, suspirando:
    —Ya sólo faltan ocho días, ocho solamente, señor Patissot.
    —Y ¿para qué faltan solamente ocho días?
    —¡Para que principie la pesca!
    Patissot, al oír esta palabra, sintió una especie de escalofrío semejante al que produce la presencia de una mujer que ha de trastornarnos.
    Le preguntó, interesado:
    —¡Ah! ¿Usted pesca, señor Boivín?
    —¡Si pesco! ¡Naturalmente! La pesca es mi afición favorita.
    Patissot continuó interrogándolo con sumo interés. Boivín enumeraba todas las clases de peces que juguetean bajo aquellas aguas turbias. A Patissot le parecía estarlos viendo. Boivín le describía los anzuelos más convenientes, los cebos más apetecidos, los lugares y las épocas más oportunas para cada especie... Patissot se iba sintiendo ya más pescador que el mismo Boivín. Convinieron en que el domingo siguiente inaugurarían juntos la temporada, para que fuera practicándose Patissot, el cual se felicitaba de haber tropezado con un verdadero maestro.
    Se detuvieron para comer, ante especie de tabuco frecuentado por los marineros y toda la crápula de las cercanías.
    Junto a la puerta, el señor Boivín tuvo la precaución de advertir:
    —No tiene un aspecto muy lucido, pero sirven muy bien.
    Se sentaron a la mesa. En cuanto bebieron el segundo vaso de vino, Patissot comprendió por qué la señora Boivín lo aguaba tanto; el viejo se mareaba. Discurseó, se levantó, quiso hacer habilidades, intervino para poner paz en una riña de borrachos, y hubieran salido malparados él y Patissot sin el amparo del camarero. A la hora del café ya estaba tan borracho que no podía moverse, a pesar de los esfuerzos que había hecho su amigo para que no bebiera. Cuando salieron, Patissot le llevaba de un brazo.
    Avanzaron en la oscuridad, a través de la llanura, y después de mucho divagar se vieron rodeados por un bosque de arbustos que les llegaban a la altura de las narices. Era una viña con estacas para sostener los pámpanos.
    Andaban sin tino, vacilantes, abrumados, dando vueltas en un pequeño circulo, sin hallar salida.
    Al cabo, el insignificante señor Boivín, llamado Boileau, se deslomó, hiriéndose en una mejilla con una estaca, y se quedó en el suelo gritando con toda la fuerza de sus pulmones, con toda la obstinación de su borrachera, mientras Patissot, desconcertado en absoluto, lanzaba estas palabras a los cuatro vientos:
    —¿No hay nadie por aquí? ¿No hay nadie por aquí?
    Al cabo, se acercó un labriego y los acompañó hasta el camino.
    Le aterraba a Patissot llegar a casa de Boivín.
    Se abrió bruscamente la puerta y, semejante a las antiguas furias, apareció la señora Boivín con una vela en la mano.
    Al ver en qué forma llegaba su marido, se lanzó hacia Patissot vociferando:
    —¡Ah canalla! ¡Bien sabía yo que lo emborracharía!
    El infeliz Patissot, con un miedo espantoso, dejó caer a su amigo en el barro de la callejuela, y corriendo cuanto pudo, se encaminó a la estación.

   
PESCADORES DE CAÑA

    La víspera del día fijado paras re echar por vez primera un anzuelo en el río, el señor Patissot compró, mediante ochenta céntimos, un ejemplar del Arte de pescar con caña. En ese libro halló muchas cosas útiles; pero lo que más le agradaba era la forma en que se referían, y aprendió de memoria estos párrafos:

    «En una palabra: ¿Quiere usted, sin preocupaciones, sin documentos y sin reglas, quiere usted salir triunfante y pescar con éxito a la derecha, a la izquierda de frente, descendiendo o remontándose, con apariencia de conquista que no admite dificultad? Pues bien: pesque usted antes de una tormenta, mientras descarga y cuando ha pasado, cuando el cielo se entreabre y aristas de fuego desgarran las nubes, cuando tiembla la tierra, estremecida por los prolongados rugidos del trueno; en tales circunstancias, sea por avidez, sea por terror, todos los peces, agitados y turbulentos, abandonan sus costumbres para lanzarse a una especie de batuda universal.
    »Aprovechando la confusión, ya siga los preceptos que señalan ciertas probabilidades, o ya los olvide, vaya de todos modos a pescar, seguro de obtener un triunfo.»
    Para poder cobrar simultáneamente peces de todos los tamaños, compró tres cañas de las que, divididas en varios fragmentos, que se insertan unos dentro de otros, toman la forma de un bastón. Para los gobios compró anzuelos del número 15, del número 12 para los sargos, y con los del 7 se proponía llenar su cesta de carpas y barbillos. No compró lombrices de agua, seguro de hallarlas en cualquier parte, pero hizo buena provisión de gusanos blancos. Tenía un tarro lleno, y por la tarde, al salir de la oficina, los contemplaba. Los repugnantes animalitos esparcían un hedor asqueroso, removiéndose y caracoleando entre el salvado como lo hacen en la carne podrida. Patissot quería ejercitarse aprendiendo a clavarlos en el anzuelo. Cogió uno con bastante repugnancia, y apenas lo aplicó a la punta acerada y corva, se le reventó, vaciándose por completo. Hizo veinte veces la prueba con igual resultado, y seguramente pasara la noche entretenido en aquella desmañada maniobra si no temiera que se le agotasen las provisiones.
    Tomó el primer tren de la mañana. La estación estaba llena de aficionados provistos de sus cañas de pescar. Unas, como las de Patissot, parecían gruesos bastones, y otras que no se desarmaban, de una sola pieza, se alzaban disminuyendo hacia el extremo superior.
    Todas juntas formaban una especie de bosque de troncos delgados, que se mecían cruzándose y chocando como espadas, sobre un oleaje de sombreros de paja de alas anchurosas.
    El tren se puso en marcha, y las cañas asomadas a las portezuelas y erguidas en las imperiales, le daban el aspecto de una gigantesca oruga que se arrastra sobre la vía.
    Se apearon en Courbervoie tomando por asalto la diligencia de Bezons. Un tropel de pescadores se encaramó apiñado en la Imperial, y como iban las cañas en alto, el coche avanzaba como un enorme puerco espín.
    A lo largo de la carretera se veían constantemente hombres que llevaban la misma dirección, como si formaran una romería interminable hacia una Jerusalén desconocida. Todos iban provistos de cañas, recordando con su aspecto a los viejos peregrinos que regresaban de Palestina, y llevaban todos también un tarro de hojalata pendiente a un costado, traqueteándose con el apresuramiento.
    En Bezons apareció el río. En ambas orillas una doble hilera de hombres enlevitados y otros con rajes de dril o con blusa, de mujeres, niños y hasta jóvenes casaderas, pescaban.
    Patissot se dirigió hacia la presa donde le había citado su amigo Boivín, el cual le recibió con bastante. indiferencia. Acababa de ponerse al habla con un señor grueso, de unos cincuenta aproximadamente, robusto en apariencia, y con el rostro muy tostado por el sol. Entre los tres alquilaron una lancha y fueron a colocarse al pie de la presa, donde acuden los peces atraídos por el agua removida.
    Boivin se preparó con ligereza, y después de lanzar el anzuelo bien preparado, se quedó inmóvil, con la mirada fija en el flotador de corcho, cuyos movimientos absorbían toda su atención. Pero de cuando en cuando sacaba del agua el sedal para lanzarlo un poco más lejos. El señor grueso, cuando hubo sumergido sus anzuelos bien cebados, dejó su caña apoyada en las bordas, y después de llenar su pipa tranquilamente la encendió y, cruzándose de brazos, se distraía viendo correr el agua, sin preocuparse poco ni mucho del flotador. A Patissot se le reventaban todos los gusanos. A los cinco minutos, dirigiéndose a Boivín, le dijo:
    —Señor Boivín, si fuera usted tan amable que me cebara el anzuelo con estos animalitos. Por más que lo procuro, no acierto a enfilarlos.
    Boivín levantó un instante la cabeza, murmurando:
    —Le ruego a usted que no me interrumpa, señor Patissot; no estamos aquí para perder el tiempo.
    A pesar de lo cual, cogiendo el anzuelo que su amigo le ofrecía, lo cebó. Patissot, lanzando el sedal, imitaba como un humilde aprendiz los movimientos del maestro.
    La superficie del agua, removida sin cesar por el sobrante de la presa, ofrecía un apoyo inseguro a la lancha, sacudida por bruscos movimientos y girando como un peón, a pesar de hallarse amarrada en corto. Absorbido por la pesca, sentía Patissot un malestar vago, angustioso, un dolor de cabeza, un desvanecimiento extraño.
    Y mientras el flotador no daba señales de que los peces acudieran al cebo, el señor Boivín, excitado, revelaba su inquietud en gestos agrios y en abatimientos dolorosos; se dolía Patissot de todo, como si se hallara bajo la presión de un desastre; sólo el señor grueso, inmóvil, fumaba la pipa con absoluta indiferencia, con apacible tranquilidad, sin preocuparse de su caña poco ni mucho.
    Al cabo, Patissot, desolado, se inclinó hacia él y con voz doliente le dijo:
    —¿No pican?
    El otro le respondió con mucha naturalidad:
    —¡Rediez!
    Aquella interjección sencilla, que denotaba una entereza de animo prudente, asombró a Patissot.
    —¿Tuvo usted mejor fortuna otras veces?
    —¡Jamás!
    —¿Cómo jamás?
    El señor gordo, lanzando al aire más humo que una chimenea de fábrica, soltó estas frases, que desconcertaron a su compañero:
    —Me fastidiaría mucho que picaran. No vengo en busca de pesca; vengo porque aquí se pasa muy agradablemente la tarde, porque se alborota el agua como en el mar y sacude las barcas. Traigo una caña solamente para no diferenciarme de los otros que vienen a pescar.
    Al señor Patissot, en cambio, lo que menos gracia le hacia era el balanceo; su angustia, vaga en un principio, adquirió, al fin caracteres bien determinados. Positivamente,. como si la barca sufriese los embates de las olas, se había mareado.
    Para librarse del malestar que le amenazaba, propuso volver a la orilla, pero Boivín, furioso contra él, se negó a complacerle y estuvo a punto de abofetearle por su importuna proposición. Afortunadamente para el infeliz empleado, más compasivo el señor gordo, se impuso, y arrimó a la orilla la barca.
    En cuanto las angustias de Patissot desaparecieron, se preocuparon los tres de almorzar.
    Podían elegir entre dos establecimientos.
    Uno reducido, con aspecto de ventorrillo, frecuentado por toda la hez de los pescadores. Otro que se llamaba La Quinta de los Tilos, tenía el aspecto de una residencia familiar y allí se acogían los pescadores más distinguidos, la crema de la caña. Sus dueños, enemigos de nacimiento, se lanzaban miradas terribles, llenas de odio, distanciados por un terreno de bastantes anchuras, donde se alzaba la casita blanca del guarda y del peón de la presa. Los dos representantes de la ley también tenían opiniones contrarias, interesándose uno por el ventorrillo y otro por la quinta. Las constantes disensiones de aquellos tres edificios aislados eran una minúscula reproducción de la historia universal. En todas partes las mismas rivalidades y los mismos desacuerdos.
    Boivín, asiduo del ventorro, en otras ocasiones lo propuso, recomendándolo:
    —Sirven con mucha limpieza y económicamente. Ya lo verán. Sólo me falta, señor Patissot, advertirle que no conseguirá emborracharse como ‘el domingo pasado. Mi mujer está furiosa y ha hecho juramento de no perdonarlo a usted en toda su vida.
    El señor gordo manifestó su resolución de almorzar en La Quinta de los Tilos, un establecimiento, a su juicio, excelente, donde guisaban tan bien como en las mejores fondas de París.
    —Haga usted lo que le plazca—replicó Boivin—; pero yo no renuncio a mis costumbres.
    Y se fue hacia el ventorrillo.
    Patissot, al cual tenía muy descontento, no le siguió, entrando en La Quinta de los Tilos, con el señor gordo.
    Almorzaron tranquilamente, discurrieron acerca de varios asuntos, en absoluta conformidad, convencidos al fin de que simpatizaban.
    *

    Levantándose de la mesa, empuñaron otra vez las cañas de pescar. Los dos nuevos amigos, departiendo agradablemente a lo largo de la ribera, se detuvieron. bajo el puente del ferrocarril, echando al agua los aparejos sin interrumpir la conversación. Los peces no picaban allí tampoco, pero Patissot ya no se impacientaba.
    Una familia se acercó a ellos. E1 padre, con patillas de magistrado, llevaba una caña larguísima. Tres muchachos de corpulencia y de estaturas distintas, llevaban también aparejos de tamaño distinto, conforme a la edad de cada uno, y la madre, muy rolliza, manejaba, con pulcritud femenina, una preciosa caña con un lazo de color en la empuñadura.
    El caballero saludó, preguntando:
    —¿Es buen sitio éste, señores míos?
    Disponíase Patissot a contestar, cuando el señor gordo anticipó un juicio decisivo:
    —¡Excelente!
    Y la familia, sonriendo, se instaló en torno de los dos pescadores.
    Entonces acosó a Patissot el deseo irresistible de pescar algo, cualquier cosa, un pez como un mosquito, para que aquellas gentes lo admirasen; maniobraba con su aparejo como el mismo Boivín, imitando lo que le vio hacer por la mañana. Dejó que la corriente arrastrara el flotador hasta que la parte del sedal no sumergida tocase a la superficie del agua en toda su extensión. Dando una sacudida, levantaba por el aire los anzuelos; después, haciéndoles describir un semicírculo, los sumergía nuevamente más allá, para ver el flotador de nuevo arrastrado por el agua. Se llegó a imaginar que, adiestrado en aquella maniobra, la realizaba con elegancia, cuando al descubrir el anzuelo una de sus rápidas curvas, lanzado por un tirón rudo, quedó sujeto en algo, a la espalda. Dio Patissot un tirón más fuerte para desengancharlo, y, describiendo una órbita de meteoro, apareció sobre las aguas del río un magnífico sombrero de señora, cubierto de flores y cintas.
    Aterrado, volvió la cabeza, desprendiéndose de sus manos temblorosas la caña, que siguió al sombrero, arrastrados por la corriente del río, y entre tanto, el señor gordo se revolcaba muerto de risa.
    La señora, sorprendida y despeinada, se entregaba a sus propios furores; el marido, terriblemente incomodado, exigió que pagara el sombrero y Patissot pagó triple de lo que valía.
    Luego se alejó la familia reposadamente.
    Patissot, empuñando con insistencia otra de sus cañas, tuvo el cebo en remojo hasta el anochecer. Su compañero dormía tumbado tranquilamente sobre la hierba de la orilla, y hasta las siete no despertó, diciendo al punto:
    —¡Vámonos!
    Entonces Patissot, decidido a recoger sus inútiles trebejos, retiró del agua el sedal dando el tirón de costumbre. Una sorpresa le aguardaba; una sorpresa tan grande que le hizo perder el equilibrio y arrancó a sus fauces un grito desentonado, entusiástico. Balanceó base al extremo del sedal un pez como una sanguijuela. Estaba cogido por el vientre; había tropezado en el anzuelo por casualidad.
    Aquello fue un triunfo, una gloria inesperada. Patissot quiso que se lo frieran para comérselo él solo.
    Durante la comida continuó intimando con el señor gordo, su acompañante. Supo que vivía en Argenteuil, que navegaba por el río, a la vela, desde su juventud. sin fatigarse nunca de semejante diversión, y fue invitado a un almuerzo en casa de su nuevo amigo para el domingo siguiente, quedando proyectada una larga excursión acuática en el esquife Plongeon, propiedad exclusiva de aquel señor gordo.
    Le interesaba de tal modo el diálogo, que llegó a olvidarse de su pesca; pero cuando estaba tomando el café se le vino a la memoria recuerdo tan grato, y exigió que se lo sirvieran inmediatamente.
    Comió el pececillo —del tamaño de una cerilla—con mucha parsimonia, relamiéndose, orgulloso de su fortuna.
    Y por la noche, subido a la imperial del ómnibus, refería sencillamente, a cuantos le prestaban oídos, que había pescado en todo el día catorce libras de peces.

   
DOS HOMBRES CÉLEBRES

    HabÍa prometido el señor Patissot a su nuevo camarada que pasarían juntos el domingo siguiente; pero una circunstancia imprevista desbarató sus proyectos.
    Una tarde, atravesando el bulevar, se encontró a uno de sus primos, al que no veía casi nunca.
    Era un periodista complaciente, amable, bien relacionado, y se le ofreció para darle a conocer un mundo nuevo.
    —Vamos a ver: ¿Qué proyectas para el domingo?
    —Una excursión acuática en Argenteuil.
    —¡Oh! Pasar el día en el río, fatigarse remando, es cosa muy aburrida y, sobre todo, monótona. No; el domingo irás conmigo. Te presentaré a dos hombres eminentes, a dos glorias nacionales; quiero que veas cómo viven los famosos artistas.
    —Voy al campo, no sólo por divertirme, sino por prescripción facultativa.
    —Pues al campo iremos. De paso verás a Meissonier, el ilustre pintor, en su finca de Poissy; luego, andando, llegaremos a Medán, a la casa de Zola. Precisamente necesito hablarle.
    Patissot, radiante de júbilo, aceptó:
    Para presentarse dignamente, se compró una levita nueva; no le parecía correcto visitar a tan eximios personajes llevando un traje deslucido por el uso; le preocupaba mucho el temor de soltar alguna sandez, como lo hacen con frecuencia los que hablan de artes que no practican y que apenas conocen, y no le quedaba ya tiempo suficiente para ilustrarse.
    Comunicó a su primo tales preocupaciones, y el periodista le contestó, riendo grandemente:
    —No te apures; limítate a entusiásticos elogios; nada más que elogios; elogios del principio hasta el fin, cada vez que hables. ¿Conoces los cuadros de Meissonier?
    —Los he visto.
    —Y ¿las novelas de Zola?
    —Las he leído.
    —Pues no hace falta más. De cuando en cuando, citas el titulo de una novela o de un cuadro, y añades a continuación: « ¡Magnifico! ¡ Incomparable! Sobre todo, la ejecución... La manera..., el estilo... ¡Asombroso! » Es un recurso fácil e infalible para salir del paso. Ya sabes que tanto Meissonier como Zola evitan los halagos de su celebridad en vez de apetecerlos; pero las alabanzas gustan siempre a los artistas.
    El domingo por la mañana fueron a Poissy.
    A pocos pasos de la estación, al extremo de la plaza de la iglesia, estaba situada la finca de Meissonier.
    Abriendo una puerta pintada de rojo. entraron en la huerta, y deteniéndose a la sombra de un magnifico emparrado, el periodista preguntó a su primo:
    —¿Cómo te imaginas tú a Meissonier?
    Petlssot, indeciso, callaba; por fin, dijo:
    —Un hombre de poca estatura, pero gallardo, pulcro, elegante.
    —Vas a verlo—repuso el periodista, sonriente.
    Descubrieron a la izquierda un pabellón de original aspecto, y a la derecha. la casa. Era un edificio extraño, con reminiscencias de todo; había en sus apariencias algo de castillo gótico, de morada señorial, de quinta, de cabaña, de palacete, de catedral, de mezquita y de pirámide. Un estilo extraordinariamente complicado, capaz de volver loco a un arquitecto metódico, empeñado en clasificarlo; un estilo monstruo y elegante a la vez, obra del pintor, ejecutada bajo sus órdenes.
    Entraron. La salita estaba llena de baúles. Apareció un hombre rechoncho, vistiendo blusa. Lo más notable de su fisonomía era la barba; una barba de profeta, que le invadía el rostro. abundante, inverosímil, caudalosa como un río, flotante como una cascada.
    Saludó al periodista diciendo:
    —Perdone usted que le reciba de tan mala manera. He llegado anteayer y aún está revuelto y en desorden todo. Hagan el favor de tomar asiento.
    El, periodista continuó en pie, disculpando su prisa con palabras corteses:
    —Admirable maestro: pasando junto a su finca, no supe resistir al deseo de saludarle. Ya satisfecho, me retiro.
    Patissot, azorado, a cada palabra del otro hacía una reverencia, como si se sintiera impulsado por un resorte, y murmuró al fin, balbuciente:
    —¡Preciosa finca!
    El pintor, sintiéndose halagado, sonrió y le propuso recorrerla.
    Primero visitaron un pabelloncito de apariencia feudal—el estudio antiguo del maestro—que se abría sobre una terraza. Luego atravesaron una sala espaciosa, un comedor, un vestíbulo adornado con magnificas obras de arte, deliciosos tapices de Beauvais, Gobelinos y de Flandes.
    La múltiple riqueza ornamental de la fachada, en el interior se convertía en un lujo prodigioso de escaleras. Magnífica escalera principal, escalera de caracol reservada, en una torre; escalera de servicio, en otra; ¡escaleras en todas partes!
    Patissot, curioso, abrió una puerta, retrocediendo al punto, sorprendido. Era una especie de santuario aquel evitable aposento, cuyo nombre pronuncian sólo en inglés las personas distinguidas; un santuario encantador y original, de un gusto exquisito, decorado como una pagoda, cuyo adorno costaría sin duda muchísimas cavilaciones.
    Visitaron luego el jardín, intrincado, variado, tortuoso, donde se alzaban árboles corpulentos, y el periodista, decidido a no ser importuno, agradeciendo al amable maestro sus atenciones, despidiéndose, le obligó a retirarse.
    Al salir, los acompañaba un jardinero. Patissot le preguntó:
    —¿Hace mucho tiempo que pertenece al señor Meissonier esta finca?
    El jardinero respondió:
    —Verá usted: en mil ochocientos cuarenta y seis, adquirió la propiedad; pero la casa...La casa fue derribada y reconstruida cuatro o cinco veces desde entonces... Hay aquí más de dos millones enterrados.
    Y. alejándose. Patissot concedía un inmenso prestigio al artista, no por el mérito de sus obras, por su talento, por su fama universal, sino porque gastaba tanto dínero en un capricho, mientras los burgueses ordinarios, por amontonar dinero, renuncian a todos los goces.
    *
    Después de atravesar, el pueblo de Poissy, tomaron el camino de Medán. a pie.
    La carretera sigue la orilla del río, poblado en aquella parte por islas encantadoras, luego asciende hasta el caserío de Villaines y vuelve a descender penetrando al fin en la tierra que habita el autor de Lourdes, de Roma y de Paris.
    Una iglesia vetusta y linda, entre dos torres, se alzaba a la izquierda.
    Siguieron avanzando, y un campesino les indicó la casa del famoso novelista.
    Antes de llamar observaron el aspecto exterior de la vivienda. Un edificio sólido, muy alto, de construcción reciente, y como los montes de la fábula, parecía que acababa de dar a luz un ratón, una casita blanqueada y agazapada humildemente a sus pies.era la mansión del antiguo proletario. El otro edificio lo mandó construir Emilio Zola.
    Llamaron. Un enorme perro de Terranova comenzó a ladrar con tanta furia que a Patissot le inspiraba el deseo de retroceder y alejarse; pero un criado apaciguó las iras de Bertrand, y se fue luego, llevando al señor de la casa la tarjeta del periodista.
    —Sólo falta que no esté dispuesto a recibirnos — murmuró Patissot—; me fastidiaría de veras haber hecho una caminata inútil.
    Su compañero sonreía.
    —Tranquilízate; si no quisiera recibirnos, tengo un recurso para obligarle.
    Volviendo el criado, les rogó que le siguieran.
    Entraron en el edificio de nueva planta y Patissot. profundamente impresionado, fatigoso. comenzó a subir por una escalera de forma antigua.
    Subiendo y resoplando, Patissot procuraba imaginarse, adivinar la figura de aquel hombre cuya gloria resonaba en todos los ámbitos del mundo, entre los odios exagerados y feroces de ciertas gentes, la indignación fingida o verdadera de las clases conservadoras, el desprecio envidioso de algunos publicistas y las admiraciones frenéticas, la veneración de una inmensa muchedumbre. Y se lo representaba como una especie de gigante barbudo, un coloso de aspecto imponente y terrible, de voz atronadora y modales ariscos.
    Llegaron al segundo piso y se abrió, para dejarles pasar, la puerta de un salón inmenso, inundado en luz por altos ventanales, desde donde se dominaba la extensa llanura.
    Revestían los muros tapices antiguos. Se alzaba, a la izquierda, una chimenea monumental, cuya campana sostenían dos cariátides de piedra y donde hubiera podido arder entero el tronco de una encina centenaria; una mesa monumental, llena de libros, de papeles, de periódicos, ocupaba el centro de aquel salón, tan grandioso, que absorbía las miradas y las atenciones del visitante.
    Después vieron incorporarse a un hombre que se hallaba recostado sobre un diván oriental, donde pudieran dormir cómodamente veinte personas a un tiempo.
    Avanzó hacia ellos, les rogó que tomaran asiento en dos butacas y volvió a su diván, sentándose al estilo turco. A su lado había un libro abierto y su mano derecha jugueteaba con una plegadera de marfil, en cuyo extremo sus fijaba de cuando en cuando uno de sus ojos, guiñando el otro con obstinación de miope.
    Mientras el periodista explicaba el motivo de su visita, y el escritor famoso le oía en silencio, mirándole a ratos atentamente, Patissot, cada vez más azorado, observaba sin cesar al hombre cuya celebridad era tan discutida y notoria.
    Rayaba en los cuarenta, joven aún, de regular estatura, un poco grueso y de bondadosa expresión; su cabeza—muy semejante a las que vemos en las pinturas italianas del siglo XVI—, no siendo hermosa en el sentido plástico de la palabra, ofrecía los caracteres distintivos de inteligencia y energía; el cabello, corto, se erizaba coronando una frente amplia y serena; la nariz, recta, rematada en una superficie plana como en corte brusco, sobre la curvatura del labio superior, cubierto de un bigote bastante poblado; tenía la barba muy espesa y la llevaba muy corta. En su mirada poderosa y firme, resplandecían a veces intenciones irónicas; se adivinaba a través de sus ojos el funcionamiento continuo de su inteligencia, la observación constante de cuanto le rodeaba, el análisis de las personas, de las frases, de los gestos, de las intenciones, penetrando hasta la medula. Su cabeza redonda y firme correspondía bien a su nombre, rápido y corto, formado por dos sílabas compactas y breves como dos vocales, como dos notas.
    Cuando el periodista hubo explicado su proposición, el escritor dijo que no quería comprometerse por de pronto; que tal vez pudiera más adelante; que sus proyectos no estaban aún suficientemente definidos.
    Y calló. Era un modo suave de poner término a la entrevista. Los dos visitantes se pusieron en pie algo desconcertados.
    Pero a Patissot le invadió un deseo irresistible: deseaba que aquel personaje tan celebrado, tan conocido, se dirigiese a él, sólo a él, para pavonearse luego repitiendo a sus compañeros de oficina las palabras del hombre célebre.
    Y, lanzándose, balbució:
    —¡Admiro tanto..., me seducen tanto sus novelas!
    Zola hizo una reverenda, pero no despegó sus labios.
    Patissot, enardecido, temerario ya, insistía:
    —Es para mí una honra inesperada oir en su propio domicilio a una celebridad universal.
    El escritor hizo, ya un poco impaciente, otra reverencia.
    Patissot, casi derrotado, insistiendo aún, al punto de retirarse añadió:
    —¡Qué finca tan hermosa!
    Entonces el orgullo de propietario se hizo sensible al elogio, despertando en el corazón indiferente del novelista, y su mano complaciente abrió una ventana para mostrar la extensión del paisaje. Se descubría desde allí un horizonte desmesurado, en todas direcciones: abarcaba la vista un panorama vastísimo: Triel, Pisse-Fontaine, Chanteloup, las cumbres de Hautrie, el cauce del Sena.
    Los dos visitantes, extasiados, prorrumpían de continuo en sinceras alabanzas. Y su gusto les conquistó la voluntad algo huraña del dueño, abriéndoles de par en par todas las puertas. Vieron hasta la cocina, cuyas paredes y cuyo techo, revestidos con azulejos, eran el asombro de los campesinos.
    —¿Cómo vino usted a parar aquí?—preguntó el periodista.
    Y entonces, el hombre famoso les refirió que buscando un rincón donde guarecerse un verano, encontró la casita blanqueada, que vendían, con un buen terreno, por unos miles de francos, una friolera. Y aprovechando la oportunidad, la compró inmediatamente.
    —Pero el edificio nuevo y todas las mejoras implantadas por usted, ¿le habrán costado mucho?
    El novelista sonrió:
    —¡Bastante me cuestan, bastante!
    Se despidieron.
    Cuando se alejaban, filosofando tranquilamente, le decía a Patíssot el periodista:
    —Cada general tuvo su Waterloo; cada Balzac tuvo su chifladura, y cada hombre célebre que habita en su propiedad, tiene su orgullo de propietario.
    Tomaron el tren en la estación de Villaines, y, sentados en el vagón, Patissot pronunciaba ya los nombres gloriosos del pintor y del novelista como si fueran sus amigos de confianza.
    Hizo todo lo posible para dar a entender que habían almorzado en casa de uno y comido en casa del otro.

    PREPARATIVOS DE FIESTA

    El momento se aproxima; en las calles ya se nota el rebullir de las gentes, un estremecimiento parecido al de la superficie de los mares cuando se prepara la tempestad.
    Las tiendas, empavesadas y floridas con banderolas, revisten sus fachadas con los alegres colores nacionales.
    Poco a poco se exaltan los corazones. No se habla de otra cosa en todo el día. Las gentes cambian sus impresiones.
    —¡Qué fiesta, pero que fiesta, señores míos!
    —¿No sabe usted la noticia? Todos los reyes vendrán de incógnito, en traje de levita, para verlo.
    —Aseguran que llegó ya el emperador de Rusia, y dicen que proyecta recorrer todo Paris con el príncipe de Gales.
    —¡Vaya una fiesta! ¡Qué fíesta, pero qué fiesta!
    —Sí, una señora fiesta; lo que Patissot, burgués de París, llama «una señora fiesta».
    Un pretexto para que una heterogénea muchedumbre recorra, durante quince días, las calles de la ciudad, luciendo todas las horripilantes y emperifolladas fisonomías; un oleaje de sudorosos cuerpos donde se apiñan, estrujándose, la bruja engalanada con cintajos tricolores, gimiendo en las apreturas porque ha engordado excesivamente detrás del mostrador; el empleado raquítico y anguloso que remolca exánime a su mujer y a su criatura; el obrero que lleva sentado sobre sus hombros a su hijo; el provinciano, que de todo se asombra, poniendo cara de imbécil estupefacto; el mozo de cochera que huele a cuadra, y los extranjeros vestidos con gusto extravagante; las inglesas como jirafas, el aguador con el traje de los domingos y la falange numerosa de modestos burgueses, rentistas inofensivos que se divierten con todo.
    Achuchones, tropiezos, molestias, apreturas, polvo y sudor, gritos desentonados, blanduras de carne humana, exterminio de los callos a fuerza de pisotones, ausencia de todo raciocinio, perfumes apestosos, hedores, forcejeos inútiles, alientos putrefactos; ¡ofrecedle al señor Patissot, burgués de Paris, todas las alegrías que puedan cautivan su corazón! Hace sus preparativos desde que leyó en una esquina el bando del Alcalde:

    «Apelo a vuestro patriotismo, y .no dudo que rivalizaréis, dando a la fiesta el esplendor que merece tan fausto acontecimiento. Poned colgaduras e Iluminaciones; reunid, entre los vecinos, la mayor cantidad posible para que ofrezcan vuestras casas, vuestra calle, un aspecto sorprendente; más artístico, más deslumbrante que las casas y las calles contiguas.»

    Tal era la prosa de aquel documento. Convencido, entusiasmado Patissot, se preocupó de concebir un proyecto llamativo, de combinar un aspecto artístico para su vivienda.
    Se le ofrecía un grave inconveniente. La única ventana de su habitación recibía luces de un patio, de un patio lóbrego, estrecho, profundo, donde solamente los gatos y las ratas hubieran podido admirar sus iluminaciones.
    Necesitaba un hueco sobre la calle. Y se lo proporcionó. En el piso principal de la casa vivía un señorón acaudalado, noble, realista, cuyo cochero, reaccionario también, habitaba en el sexto piso, una guardilla al exterior. El viejo empleado supuso que toda conciencia se vende, si el precio acomoda, y ofreció diez francos al hombre de la fusta para que le cediera su habitación desde mediodía hasta las doce de la noche.
    El ofrecimiento fue aceptado.
    Faltaba sólo preparara el adorno, la ornamentación.
    Tres banderas y cuatro farolillos japoneses, ¿bastarían para dar al ventano del tabuco apariencias artísticas? ¿Bastarían para expresar toda su exaltación patriótica? No; ¡seguramente, no! Pero, a pesar de sus desvelos y de sus investigaciones constantes, al señor Patissot no se le ocurría otra cosa.
    Quiso aconsejarse de sus vecinos, a quienes la duda extrañaba; interrogó a sus compañeros de oficina... Todo el mundo había comprado farolillos y banderolas, añadiendo, como gala de día, colgaduras tricolores.
    Patissot, obstinado, no cesaba en busca de una idea original. Frecuentó los cafés, queriendo sonsacar los proyectos y las ideas de los parroquianos, pero no tenían imaginación. Una mañana se encaramó a la imperial de un ómnibus. Junto a él, un señor de aspecto respetable chupaba tranquilamente un puro; algo más allá, un obrero llenaba su pipa en la palma de la mano; dos golfos bromeaban detrás del cochero, y algunos empleados de varias categorías iban a cumplir sus obligaciones, mediante quince céntimos.
    Asomando al quicio de las tiendas se amontonaba la percalina tricolor, que abrillantaban los oblicuos rayos del sol naciente.
    Patissot, dirigiéndose al caballero del puro, insinuo:
    —¡Serán unos hermosos festejos!
    El caballero le miró de través y se limitó a mascullar, con tono agrío:
    —Me importa un bledo.
    —¿No le interesa una manifestación patriótica tan sonada? —preguntó Patissot, asombrado.
    El caballero del puro, meneando la cabeza desdeñosamente, insistió:
    —¡Me parecen dignos de lástima los que se apasionan con tales festejos! ¿Qué festejan? ¿A quién festejan? ¿Al Gobierno?... Señor mío: no tengo por qué festejarle; pero si yo no conozco al Gobierno...
    Patissot, que por su condición de oficinista era un esqueje del Gobierno, se sintió molestado por aquella salida, y quiso dar a su respuesta la mayor solemnidad posible:
    —Señor mio: el Gobierno es la República.
    El otro se inmutó, y metiendo las manos en los bolsillos, dijo tranquilamente:
    —¡Ah! ¿Si? No me opongo. Que sea la República, si a usted le place; pero, de todos modos, me importa un bledo. Yo no sabría respetar un Gobierno que no conozco; necesito conocer al Gobierno para respetarlo. Respeté a Carlos Diez, porque le conocí; respeté a Luis Felipe, conociéndole,; conocí a Napoleón Tercero, y lo respeté. Pero no he visto jamás-a la República.
    Patissot, en actitud grave y digna replicó:
    —Está representada por el Presidente.
    Con un gruñido, el otro insistió:
    —¡He de verlo!
    Patissot entonces se encogió de hombros:
    —Cualquiera puede verlo; no lo guardan bajo llave ni escondido en un armarlo.
    De pronto, el caballero del puro se indignó:
    —¡Pues repito y auguro que no es posible verlo! Muchas veces lo intenté, inútilmente. De nada me .sirvió acechar en torno del Eliseo que, según dicen, habita. Me aseguraron que jugaba a carambolas en un café, y estuve días enteros en el café, sin que nunca se presentara. Leí que asistiría en carruaje a las carreras, y no asistió. Harto, al fin, renuncié a verlo. Ni siquiera he visto a Gambetta. y no me tropiezo nunca ni con un diputado.
    Se animaba.
    —Un Gobierno. señor mío, debe presentarse al público, procurando que lo conozcan. ¿Es posible gobernar de otro modo? ¿Tiene otra razón de ser? El pueblo necesita estar enterado. A tal hora de tal día el Gobierno pasará por tal calle. Así puede salirle al paso todo el mundo.
    Patissot meditaba, tranquilo esas argumentaciones:
    —Mejor sería conocer a los gobernantes.
    El caballero del puro se dulcificó:
    —¿Sabe usted cómo imagino yo los festejos? Pues bien, señor mio: construiría unos coches dorados, como las carrozas de gala de los reyes, que recorrieran la población llevando al Presidente, a los ministros, diputados y senadores, durante diez o doce horas. De esta manera, todos conoceríamos al Gobierno.
    Uno de los golfos que iban detrás del cochero, lanzó esta pregunta:
    —Y ¿por qué no llevar también los gigantones y la tarasca?
    Semejante ocurrencia hizo reír a todos los viajeros.
    Patissot, haciéndose cargo de esta objeción inesperada. murmuró:
    —Pasearlos por las calles, como usted dice, parecería cosa de Carnaval.
    Convencido el caballero del puro, Inmediatamente rectificó su idea:
    —También podían estar en un sitio visible donde los viéramos y no los zarandeáramos; encima del Arco de Triunfo de la Estrella, por ejemplo. Desfilaría por allí todo el vecindario. Esto me parece más oportuno, y seria de mucho efecto.
    El golfo volvió a meter baza:
    —Los veríamos... con telescopio.
    El caballero del puro continuó sin hacer caso:
    —¡Lo mismo que la distribución de banderas! Habría que buscar un pretexto, un simulacro de batalla; y luego se ofrecerían las banderas como premio por el triunfo. Yo tuve una idea, y se la escribí al ministro; pero no me .ha contestado. Puesto que se ha elegido la fecha del asalto a la Bastilla, sería oportuno representar al vivo aquel suceso. Una Bastilla de cartón, montada por un escenógrafo, y ocultando entre sus muros la columna de Julio. El ejército al asalto, lo cual fuera un hermoso espectáculo y al mismo tiempo una enseñanza: «Las ropas destruyendo los baluartes de la tiranía.» Después, el incendio; y ardería de verdad la Bastilla de cartón, destruyéndose y apareciendo entre las llamas la columna de Julio, con el genio de la Libertad sobre aquélla, cual el símbolo de las ideas libertadoras.
    Todos oían con atención y juzgaban la idea excelente.
    Un anciano dijo:
    —Es una ocurrencia famosa, caballero, y que prueba su patriotismo, al par que su imaginación. Lástima que no se decidiese a no realizarla el Gobierno.
    Un joven declaró que los actores más famosos deberían recitar por las calles las poesías patrióticas de Barbier, para imbuir al pueblo simultáneamente ideas de arte y de libertad.
    Cada proyecto nuevo excitaba el entusiasmo. Todos querían hablar, se exaltaban los cerebros. Se cruzaron con un piano de manubrio que tocaba La Marsellesa; el obrero entonó una estrofa: le hicieron coro. El ritmo del canto popular animó al cochero y éste a los caballos que galopaban furiosamente.
    Patissot vociferaba como energúmeno, golpeándose las rodillas con las palmas de las manos, y los viajeros que iban apiñados en el interior se intranquilizaban, ensordecidos por aquel estruendo tempestuoso que había estallado sobre sus cabezas.
    Callaron al fin, y Patissot, creyendo en las iniciativas del caballero del puro, le consultó sobre los preparativos que tenía proyectados:
    —Colgaduras y banderas, me parecen imprescindibles; pero me gustaría otra cosa de más lucimiento, algo de novedad.
    El caballero del puro reflexionó largamente, pero sin ocurrírsele nada.
    Por eso, Patissot tuvo que limitarse a una colgadura, tres banderolas y cuatro farolillos japoneses.

   

   
    UNA HISTORIA TRISTE

    Para descansar de las fatigas ocasionadas por los festejos, el señor Patissot ideó pasar el domingo siguiente, reposado, tranquilo, en algún lugar apacible, donde sus ojos se pudieran recrear con el espectáculo de la Naturaleza.
    Deseoso de hallarse frente a un panorama vastísimo, eligió la terraza de Saint-Germain. Hasta después de almorzar no se puso en marcha, y, cuando hubo hecho una visita—de cumplido—al Museo prehistórico, sin comprender ni agradarle nada, solamente para tranquilizar su conciencia, se quedó muy admirado ante aquel anchuroso paseo desde donde descubren a distancia París y cercanías, las llanuras los bosques, los pueblecitos y hasta lejanas ciudades toda la extensión cortada por las azules y numerosas ondulaciones del río encantador y suave que atraviesa y fecunda el. corazón de Francia: el Sena.
    En las violáceas y borrosas lejanías, a distancias incalculables, se veían diminutos poblados, como blanquecinas calvas luciendo sobre las verdes laderas.
    Y, reflexionando que allí, en aquellos hogares apenas perceptibles, hombres como él vivían, padecían y trabajaban, concibió, por vez primera la miserable condición del mundo, estrecha cárcel.
    Perdidos en el espacio, a distancia infinita, otros universos incubarían acaso razas más poderosas e inteligentes que nuestra raza; y los veíamos lucir como farolitos en la noche, sin comprender su inmensidad...
    Se le desvaneció la vista, vagando en la extensión abrumadora, sin limites, y se borraron de su mente aquellas reflexiones que le aguaban el meollo.
    Recorriendo con pausado andar la terraza, de un extremo a otro, iba encorvándose, como si le abatiera el peso de sus filosofías.
    Se sentó en un banco, donde se hallaba sentado ya otro caballero; tenía éste ambas manos cruzadas sobre el puño del bastón y apoyaba la barba sobre las manos, en actitud cavilosa y reflexiva.
    Pero como Patissot era un hombre incapaz de permanecer cuatro segundos junto a un semejante sin dirigirle alguna pregunta, después de contemplar a su vecino, carraspeó, insinuándose con estas palabras:
    —¿Podría usted indicarme, caballero, si no lo ignora como yo, cómo se llama aquel pueblecito?
    El caballero, meditabundo, levantando tristemente la cabeza, le respondió con un tono, de voz muy apagada:
    —Sartrouville.
    Y no dijo más. Patissot, contemplando la inmensa perspectiva del paisaje, sombreado por añosos y gigantescos árboles, mientras respiraba las brisas aromosas del bosque, rejuvenecido por los efluvios primaverales de la campiña, con los ojos encandilados y la boca sonriente, murmuró:
    —La espesura del boscaje ofrecerá escondrijos deleitosos para. los enamorados.
    El caballero, taciturno, dijo entonces, con dolorosa expresión:
    —Si yo me sintiera enamorado, me suicidaría inmediatamente.
    Patissot, que profesaba otras opiniones acerca del asunto, protestó:
    —Supongo que habla usted por hablar. ¿Qué motivos tiene para decir eso?
    —¿Motivos? ¡Apenas me costó caro! ¡Cualquier día me pescan otra vez!
    El oficinista, prometiéndose una historia interesante, hizo un gesto que demostraba su mucha satisfacción, al decir:
    —¡Naturalmente! Haría usted locuras, y las locuras cuestan siempre caras.
    El otro suspiró, lleno de melancolía:
    —No, señor; no hice locuras; pero las circunstancias me fueron adversas; no hubo más, se lo aseguro.
    Patissot, obstinándose, y temeroso de perder aquel regalo de su curiosidad, insistió:
    —No todos los hombres podemos vivir como los clérigos: no es natural ni conveniente; la Naturaleza también nos impone su condición.
    El otro, alzando los ojos al cielo, con tono plañidero, afirmó:
    —Dice usted mucha verdad, señor mío, y si los clérigos fuesen hombres como los demás, no tuviera yo que dolerme de mis desdichas. Soy enemigo acérrimo del celibato eclesiástico, y tengo mis razones; vaya, sí, señor, tengo mis razones.
    Patissot, cada vez más interesado, balbució:
    —¿Consideraría indiscreto preguntarle...?
    —Nada: le contaré puntualmente la historia, para que pueda medir todo el alcance de mi desventura. Yo nací normando, señor mío. Era mi padre molinero en Darnetal, cerca de Ruán, y al morir nos dejó a mi hermano y a mí, bastante niños aún, al amparo de nuestro tío, un sacerdote viejo, que nos educó, enviándonos luego a París en busca de una manera de vivir honrosa. Mi hermano tenía veinte años; yo, veintidós. Nos instalamos, por economía, en el mismo aposento, y vivíamos tranquilamente, cuando se ofreció la triste aventura que voy a referirle:
    Cierta noche, de regreso hacia mi casa, encontré a una mujer, cuya presencia me agradó muchísimo.
    Lo reunía todo, todo lo que yo deseaba, caballero; buenas carnes, y apariencias de bondad y sencillez. No me atreví a decirle ni una palabra; pero la miré de un modo significativo. A la noche siguiente, como yo era tímido, cuando la vi pasar tampoco supe abordarla; pero la saludé respetuoso, descubriéndome, y ella respondió con una sonrisa complaciente. Al otro día ya me atreví a detenerla y hablarle.
    Se llamaba Victoria, y trabajaba de costurera en un taller de confecciones. Al punto comprendí que aquella mujer me había enamorado.
    Y le dije:
    —Señorita: me será muy doloroso continuar viviendo lejos de usted.
    Ella bajó los ojos, en silencio. Entonces le cogí una mano, y aquella mano que yo cogí oprimió suavemente la mía. Fué un apasionamiento loco, señor mío; un entusiasmo delirante; pero como  yo vivía con mi hermano, de momento no supe qué hacer.
    Llegué a casa decidido a contárselo todo, y él se anticipó, refiriéndome una historia parecida: también estaba enamorado. Convinimos en separamos, en tomar otro alojamiento para él, sin hablarle a nuestro tío de la separación. Y el tío continuó dirigiendo a mi casa la correspondencia.
    Todo fue a pedir de boca, y a los ocho días Victoria se instaló en mi casa, decididos ambos a vivir maritalmente Mi hermano llevó también a su amiga, y cenamos los cuatro alegremente. Cuando se fueron, Victoria me hizo dichoso... Y después nos dormimos.
    Un violento campanillazo nos despertó. Miré la hora: eran las tres de la madrugada. Me puse los pantalones de prisa, y acercándome a la puerta, pensé: «No auguro cosa buena. ¿Quién puede llamar tan a destiempo?»
    ¡Mi tío! Mi tío el cura; mi tío, con su maleta, diciéndome:
    —Yo soy, muchacho, yo soy. Vengo a pasar algunos días en París con vosotros y he querido sorprenderos. El señor obispo me ha dado una licencia.
    Me abrazó, me besó, entró y cerró la puerta. Yo estaba más muerto que vivo; pero al verle dispuesto a entrar en mi alcoba, le detuve, saltándole al cuello y gritando:
    —No, por ahí, no; por aquí, por aquí.
    Le conduje al comedor. ¿Ha visto usted a un hombre más comprometido que yo en aquellas circunstancias? ¿Cómo hallar una solución? El me dijo:
    —¿Y tu hermano? ¿Duerme? Voy a despertarle.
    Entonces se me ocurrió una mentira:
    —No está en casa. Un trabajo extraordinario y urgente le ha obligado a pasar la noche de hoy en la tienda.  Mi tío se frotaba las manos de gusto, satisfecho:
    —¡Ah! Caramba, caramba. ¿De manera que trabajáis de lo lindo?
    Tuve una idea luminosa:
    —Tendrá usted ganas de tomar algo... Después de un viaje... ¿Verdad?
    Le agradó el ofrecimiento:
    —Efectivamente, no me disgustaría tomar un bocado.
    Me precipité hacia el armario, donde quedaban aún sobras de la comida. Mi tío era hombre de buen diente, capaz de pasarse doce horas comiendo. Le presenté primero unos filetes de vaca, sin otra idea que ganar tiempo, seguro de que le agradaban muy poco.
     Pero. suponiendo tal vez que no habia otra cosa, tranquilamente apechugó con ello. Cuando comprendí que ya no tomaría más, le puse delante los restos de un pollo, media empanada, muy apetitosa, de jamón y ternera, patatas cocidas y aliñadas, una fuente de crema, y vino: todo lo que yo me había reservado para el día siguiente. ¡Oh señor mío! Pero qué manera de tragar!... Y entre bocado y bocado, murmuraba:
    —¡Chico! Tienes buena despensa...
    Yo hacía todo lo posible para obligarle a comer, para que no abandonara la mesa; y él se dejaba obsequiar sin resistencia ni desmayo. (Decían de mí tío en el pueblo que se hubiera comido un buey.)
    A las cinco de la madrugada ya había devorado todo. Yo estaba en ascuas. Entretuvimos aún más de una hora con el café y el chupeteo de licores. Pero, al cabo, se levantó, y dijo:
    —Enséñame tu casa.
    Yo estaba desesperado; le seguí, casi dispuesto a tirarme por una ventana... Entrando en la alcoba, desvanecido, me prometía un dichoso azar, una fortuna imprevista, y mi corazón palpitaba confiado, imbuido por, no sé qué ilusoria esperanza.
    Victoria, después de levantarme yo, había cerrado las colgaduras de la cama. ¡Si el viejo sacerdote no fuese curioso, y pasara sin tocarlas! ... ¡Ah señor mio!
    Acercándose con la bujía en la mano, ¡zas!, de una sacudida las abrió. Habíamos quitado la colcha, y ella se había tapado hasta la cabeza con la sábana; pero se dibujaban, caballero, se dibujaban sus exuberantes curvas.
    Temblé como un accidentado, se me hizo un nudo en la garganta. Mi tío se inclinó hacia mí, sofocando su risa, y al verle aquella cara tan risueña, estuve a puntó de dar un salto hasta el techo; mi asombro no tenía límites.
    El viejo cura me dijo en voz baja:
    —¡Hola! ¡Hola! ¡Qué bromista eres! Me largaste un embuste; no quisiste despertar a tu hermano. Ahora verás de qué manera le despierto yo.
    Y vi cómo se alzaba su dura mano de campesino; la vi caer y rebotar sobre la curva más redonda y saliente... Resonó un ¡ay! lastimoso. y se agitó la sábana como la superficie de un mar alborotado. Apareció, al fin, Victoria, incorporándose, con los ojos encendidos como dos faroles, mirando retroceder a mi tío, que se apartaba, horrorizado, con la boca de par en par, ahogándose.. Caballero: el susto le había cortado la respiración.
    Completamente desesperado aturdido, escapé, corrí... Estuve seis días vagabundo y sin atreverme a entrar en casa. Cuando a fuerza de reflexiones, un poco sereno y animoso, me decidí a volver, ni estaba ya el tío ni supe de Victoria...
    Patissot, muerto de risa, balbucía:
    —¡Lo creo!
    Y el otro permanecía silencioso. Pero al cabo de algunos momentos, prosiguió:
    —Aquella desdicha fue causa de que mi tío me desheredase, creyendo que aprovechaba yo las ausencias de mi hermano para correr aventuras.
    No volví- a saber de Victoria; el tío no admitió explicaciones; toda la familia se puso de su parte; ni siquiera mi hermano quiso mitigar mi desgracia, y hasta después de la muerte de mi tío, cuya  herencia fue sólo para él, me trata con desprecio, como a un miserable calavera. Sin embargo, puedo jurar que desde aquella noche nunca, nunca, nunca he tenido el menor desliz amoroso.
    Hay situaciones que no se olvidan...
    —Y ¿por qué frecuenta usted este sitió?—preguntó Patissot, con sumo interés.
    Y el otro, cuando hubo abarcado el horizonte con una escrutadora mirada, como si temiese que alguien le oyera, murmuró aterrado y dolorido:
    —¡Huyo de las mujeres caballero!

    INTENTO AMOROSO

    Muchos poetas se imaginan que la mujer es el principal ornamento de la vida, y, sin duda por esta razón, la comparan a todo lo florido y perfumado, llamando a nuestra imprescindible compañera, rosa, lirio, clavel, etc., etc.
    El ansia de ternura y sentimentalismo que se apodera de nosotros al atardecer, cuando el velo de la noche principia lánguidamente a flotar sobre los horizontes lejanos. y cuando todos los aromas y el vaho de la tierra nos embriagan, se traduce de ordinario en impropias manifestaciones líricas.. Y el señor Patissot, como todos los mortales, también sintió ansias devoradoras de ternura, de caricias prodigadas .y recibidas en las revueltas de los senderos, a los oblicuos rayos del sol, con las manos de una mujer entre sus manos.
    Entreviendo el amor como un deleite sin limites, en sus horas de, fantasía y ensueños delirantes, consagraba su agradecimiento al Creador, que puso tales encantos en las caricias humanas. Pero no sabia dónde hallar la compañera indispensable. Aconsejado por un amigo, se fue a un café concert. Allí había muchas, y para todos los gustos; faltaba sólo elegir. Pero se encontraba algo cohibido para decidirse, porque las ansias de su corazón eran sobre todo arrebatos poéticos, y la poesía no era, sin duda, la preocupación de tales hembras con los ojos cercados, y que sonreían de una manera perturbadora, luciendo la blancura de sus dientes. Al cabo, se decidió por una joven debutante, de aspecto pobre y tímido, cuya mirada triste—síntoma de una enfermiza naturaleza—no estaba en absoluto exenta de poesía melancólica.
    La citó para el día siguiente, a las nueve de la mañana, en la estación de Saint-Lazare.
    Ella no fue, pero tuvo la delicadeza de hacer que fuera en su lugar una de sus amigas.
    Era una moza rubicunda, vestida patrióticamente con un traje tricolor, y llevaba un sombrero-túnel desmesurado, en el cual ocupaba la cabeza el centro. Se quedó Patissot un poco desconcertado, pero aceptó la sustituta. Y tomaron billetes para MaisonsLaffitte, acudiendo al anuncio de las regatas y de unas grandes fiestas venecianas.
    En cuanto subieron al vagón—ocupado ya por dos caballeros respetables y tres señoras, que debérian de ser, por lo menos, marquesas, a juzgar por su empaque— la moza rubicunda, que dijo llamarse Octavia, le instruyó a Patissot, con entonaciones de loro, de su mucha bondad y sencillez, sus aficiones campestres y del goce que sentía correteando por praderas, donde se cogen florecillas y se comen fiambres; y cuando, con una risa tan aguda que hacia estremecer los cristales, a punto de quebrarlos, le llamaba familiarmente a su compañero: «Chacho mío.»
    Se avergonzaba Patissot, al cual obligaba mucho a ser decoroso y reservado su posición oficial. Pero afortunadamente, Octavia se contuvo, y miraba de reojo a sus compañeras de viaje acometida por el deseo—que sienten con frecuencia las infelices pecadoras— trabar conversación con las mujeres respetables. A los cinco minutos, creyó haber discurrido pretexto, y sacando un número del Gil Blas, que llevaba en su blusa, lo presentó finamente a una las viajeras, ofreciéndoselo con mucha cortesía. La señora, estupefacta, se negó a tomarlo, con un gesto duro. Entonces la moza rubicunda, un tanto herida en su amor propio, comenzó a disparar insinuaciones y frases de doble sentido, hablando en alta voz, para que se oyera bien, de las mujeres que presumen, que se dan tono, y valen menos que las otras.
    De cuando en cuando soltaba una expresión malsonante, que hacía el efecto de una bomba estallando entre la dignidad glacial de los viajeros.
    Al fin llegaron. Patissot, al apearse del tren, quiso dirigirse inmediatamente hacia lo más agreste del parque, suponiendo que la soledad poética del bosque apaciguaría la iracunda exaltación de su compañera, suavizándola.
    Pero la exaltó en sentido contrario. Al verse a la sombra de las ramas, al pisar la hierba, se puso a cantar desaforadamente pasajes de ópera, archivados en su cabeza de chorlito; trinando, pasaba del Roberto a Dinorah y retorcía las frases apasionadas con voz estridente, acentuando mucho la nota sentimental.
    De pronto, sintiendo apetito, propuso que fueran a almorzar. Patissot, en espera de las ternuras y de las caricias ansiadas, quiso retenerla. Octavia se disparó:
    —Supongo que no me has traído para matarme de hambre y aburrirme, ¿verdad?
    Se dirigieron hacia la fonda Le Petit-Havre, muy cerca del sitio donde debían verificarse las regatas.
    Octavia encargó un almuerzo interminable, una serie de platos que no acababa nunca. Y mientras preparaban todo aquello—suficiente para un batallón—hizo que la llevasen una lata de sardinas.
    Con tal furia se arrojó sobre los pescaditos en aceite, que parecía dispuesta a devorar hasta el envase; pero en cuanto hubo comido un par de sardinas, advirtió que ya estaba satisfecha, que no probaría ni un bocado más y que sólo deseaba ir a ver los preparativos de las regatas.
    Patissot, alterado y sintiendo un hambre canina, se opuso a levantarse de la mesa con el almuerzo encargado y sin almorzar. Ella se fue, diciendo que a los postres la esperara; y el oficinista comió solitario, silencioso, preocupándose inútilmente de su pasado ensueño amoroso, cuya realización era muy difícil teniendo que vencer las impetuosidades y las indiferencias de aquella hembra rebelde.
    La moza no volvía, y Patissot, aburrido ya de tan larga espera, se decidió a salir en su busca.
    Octavia se había incorporado a un grupo de amigos, bateleros de afición, que iban casi desnudos y, sofocados, encendidos, gesticulaban junto a la casa del constructor de botes Fournaire, discutiendo acaloradamente las condiciones del concurso.
    Dos caballeros de apariencia respetable—sin duda jueces de las regatas—los oían con agrado.
    Al ver llegar a Patissot, la moza, que se apoyaba en el brazo robusto y negro de un amigo—de un joven que tendría sin duda más desarrollado el bíceps que las circunvoluciones cerebrales—, acercando sus labios a la oreja de su acompañante, pronunció algunas palabras.
    El batelero se limitó a responder:
    —Comprendido.
    Y Octavia corrió hacia el oficinista, risueña, con la mirada retozona, casi amante.
    —Quisiera dar un paseo en lancha por el rio—insinuó.
    Muy satisfecho al verla tan amable y asequible, Patissot accedió inmediatamente al nuevo capricho y fue a tomar un bote.
    Pero la moza se negó obstinadamente a ir hacia donde se corrían las regatas, a pesar del empeño de Patissot.
    —Me agrada más un sitio solitario, quiero estar sola contigo, ¡mi vida!
    Un estremecimiento sacudió todas las fibras del empleado. Se quitó la levita y se puso a remar con alma.
    Un molino vetusto, cuyas ruedas carcomidas ya no hundían sus paletas en el agua, cubría con-sus dos arcos un estrecho brazo del río. Atravesaron lentamente y descubrieron al otro lado un retiro apacible y encantador, a la sombra de árboles que unían sus copas formando una especie de bóveda.
    Aquel estrecho brazo de agua, revolviéndose, formaba curvas y recodos infinitos y ofrecía sin cesar horizontes nuevos, anchas praderas a un lado, y al otro una colina cubierta de jardines y casas de recreo. Pasaron frente a un balneario casi escondido en la enramada, un delicioso escondrijo campestre, donde algunos caballeros muy enguantados, junto a varias señoras primorosamente acicaladas, ofrecían todo el ridículo encogimiento de los elegantes en el campo.
    La -moza lanzó un grito de alegría:
    —¡Nos bañaremos! ¡Ahí nos bañaremos después!
    Más adelante quiso hacer alto en una especie de bahía.
    —Ven, acércate, chacho mio; acércate mucho a mi.
    Echándole al cuello los brazos, apoyó la cabeza en un hombro de Patissot, balbuciendo:
    —¡Qué gusto! ¡Qué bien estoy así! ¡Qué alegría siento! ¡Qué deliciosa es el agua!
    Patissot se hallaba por completo sumergido en un baño de felicidad, y radiante de gozo, pensaba con lástima en los bateleros idiotas, que, incapaces de sentir el encanto, la frescura penetrante de los remansos a la sombra de los árboles, van siempre sofocados y sudorosos, embrutecidos por el esfuerzo que realizan, desde la barraca donde almuerzan a la barraca donde comen.
    Tan deliciosa placidez le adormeció; y al despertar... estaba solo. Llamó a su compañera; nadie le respondía. Inquieto, azorado, se encaramó a lo más alto de una roca para descubrir un buen trozo del rió, queriendo investigar, temeroso de una desdicha.
    Y, a lo lejos, dirigiéndose hacia él, descubrió .un esquife diminuto, que cuatro remeros agitados y enrojecidos hacían avanzar como una flecha.
    Luego vio a una mujer que manejaba el timón...
    ¡Cielos!... Parecía... ¡Ella!.
    Octavia iba cantando una barcarola con voz desafinada y al compás de los remos. Al pasar cerca de Patissot, interrumpió su copla, y tirándole un beso, le gritó:
    —¡Que te diviertas, mamarracho!

    UN BANQUETE Y ALGUNAS IDEAS

    Con motivo de los festejos patrióticos, el señor Perdrix (Antonio), jefe del Negociado a que Patlssot correspondía. fue agraciado con el titulo de caballero de la Legión de Honor. Llevaba treinta años de servicios con las formas de gobiernos anteriores y diez de sumisión a la República.
    Sus subordinados—aun cuando protestaban contra aquella recompensa, deseosos de otra más ventajosa para todos—creyeron conveniente regalarle las insignias, con diamantes al carbono; y el nuevo caballero, para corresponder a la finura, les ofreció una comida. Esta se celebró el domingo inmediato, en su residencia de Asniéres.
    La casa, decorada conforme al estilo moruno, tenía el aspecto de un café-concert; pero su emplazamiento realzaba su valor, porque la vía férrea, cortando el jardín en toda su extensión, pasaba a veinte metros de la puerta. En el centro del obligatorio ruedo de césped, aparecía el imprescindible estanque de cemento romano, con los inevitables peces de colores, y un surtidor, semejante a una jeringa, reflejaba de cuando en cuando microscópicos arcos iris que maravillaban a los visitantes.
    El abastecimiento de aquel irrigador era motivo de muchas cavilaciones para el señor Perdrix, que se levantaba con frecuencia muy de madrugada para llenar el depósito. Le daba a la bomba con enseñamiento, en mangas de camisa, con el abultado vientre rebosante, fuera del pantalón, para tener el gusto, al regresar de la oficina, de abrir las llaves y suponer que un fresco apacible inundaba el jardín. El día del banquete oficinesco, todos los invitados, uno tras otro, a medida que llegaban, sentían el mismo asombro y las propias admiraciones al considerar el delicioso emplazamiento de la finca. Y cada vez que un tren se aproximaba, el señor de aquellos dominios predecía su ruta y el término de su viaje: Saint-Germain, El Havré, Cherbourg, Dieppe.
    Para divertirse, todos hacían señas y dirigían saludos a los víajeros asomados a las ventanillas. Era una broma de buen género y que a nadie podía molestar.
    Se hallaba reunido en la mansión del jefe, señor Perdrix, todo el personal de su Negociado.
    El señor Capitaine, jefe segundo.
    El señor Patissot, oficial primero.
    Los señores de Sombreterre y Vallin, mozalbetes elegantes que frecuentaban la oficina lo menos posible, oficiales terceros.
    El señor Lade, famoso entre sus camaradas, por sus teorías disolventes, oficial cuarto.
    El señor Boivín, auxiliar.
    Daban asunto a muchas discusiones las ocurrencias del señor Lade. Unos le creían revolucionario y otros fantaseador. Pero todos se hallaban conformes en juzgarle inoportuno. Flaco, de poca estatura, con los ojos encendidos y la melena gris, era ya viejo y había despreciado siempre las funciones administrativas.
    Muy aficionado a manejar toda clase de libros, cuya lectura devoraba, y hombre de carácter indómito, en rebeldía constante, apóstol de la verdad y enemigo de las preocupaciones arraigadas, tenía una manera clara y paradójica de presentar sus argumentos, qué desconcertaban de pronto a los imbéciles engreídos y a los desengañados ignorantes.
    «Es un viejo loco», decían algunos.
    «Un demoledor», afirmaban otros.
    Y su poca fortuna, su mala carrera, servían de argumento contra el infeliz, a los advenedizos de pocos alcances.
    La independencia de su criterio y la desenvoltura de sus juicios, le hacían temible, y sus colegas, horrorizados, extrañaban que no se le hubiese dejado cesante cien veces.
    Al sentarse a la mesa, el señor Perdrix pronunció algunas frases, muy oportunas, agradeciendo a sus «colaboradores» el interés y la simpatía que le demostraban, y prometiéndoles ayuda, tanto más eficaz cuanto mayor fuera su encumbramiento; rematando con una loa elocuente a los gobernantes que premian el mérito, buscándolo y ensalzándolo entre los humildes.
    El señor Capitaine, jefe segundo, tomó la palabra en nombre de los demás, felicitando, congratulándose, y saludó, exaltó, cantó alabanzas de todos. Ambos discursos fueron recibidos con aplausos entusiásticos. En seguida comenzaron a comer seriamente.
    Aun cuando la conversación languidecía, falta de asuntos interesantes, fue todo bien hasta los postres. Pero, tomando el café, se desencadenó de pronto la elocuencia demoledora del señor Lade.
    Hablaron de amor—naturalmente—y un soplo de caballeresco romanticismo estremeció, exaltándolos, aquellos corazones de oficinistas. Alabaron la hermosura femenina, las excelencias de la mujer, la delicadeza de su alma, su aptitud para sentir lo exquisito, su facilidad para comprender lo intrincado, su intuición juiciosa y su encantadora delicadeza.
    El señor Lade protestó, rechazando con mucha energía el calificativo de «bello sexo» que se aplica—indebidamente, según su opinión—a las mujeres, y para replicar a las protestas indignadas y ruidosas de sus compañeros, citó algunas autoridades:
    —Schopenhauer, caballeros, Schopenhauer; el gran filósofo alemán venerado en Alemania, dice: «Hace falta que la inteligencia del hombre se halle por completo embotada, ciega de amor, tras suponer «bello» a un sexo de menguado cuerpo, estrecha espalda, salientes caderas y piernas torcídas. Toda la belleza de la mujer, se reduce al instinto del amor. En vez de llamarlo bello, el sexo femenino se ha debido llamar antiestético. Las mujeres desconocen el sentimiento y la inteligencia de la música, tanto como el sentimiento y la inteligencia de la poesía y de las artes plásticas; todo es en ellas arte de imitación, pretexto, prurito, afectación explotada por el aseo de agradar.»
    —El hombre que ha dicho eso, es un imbécil—afirmó el señor Sombreterre.
    Sonriendo, el señor Lade, continuó:
    —El juicio que merecieron a Rousseau, no es más favorable; vedlo, señores: «Las mujeres, en general, desconocen las artes, no tienen apego a lo artístico y carecen de inteligencia.»
    El señor de Sombreterre, haciendo un gesto desdeñoso, exclamó:
    —Rousseau era tan estúpido como el otro; no prueba usted nada.
    El señor Lade sonreía y prosiguió:
    —Lord Byron, amante de las mujeres, las trata mucho peor: «Es justo que se las alimente y las vista bien; pero no debieran intervenir en negocios de los hombres; que se las instruya en religión, pero no en política ni en el arte, que no entienden; para su capacidad, bastan devocionarios y libros de cocina.» Eso dijo el famoso poeta, que las amaba. Y, ciertamente, la experiencia apoya sus reflexiones. Todas las mujeres aprenden música y pintura, y entre todas no han hecho un buen cuadro ni una ópera. ¿Por qué, señores? Porque las mujeres forman el sexus sequior, el sexo secundario en todos conceptos, auxiliar solamente del otro.
    El señor Patissot, exaltándose, dijo:
    —¿Y Jorge Sand, caballero?
    —Excepcional, en absoluto excepcional; no es un ejemplo, es un caso único. Veamos ahora las opiniones de un gran filósofo inglés, Herbert Spencer, el cual dice: «Cada sexo, bajo la influencia de estímulos determinados, puede manifestar facultades reservadas generalmente al otro. Así, para citar sólo una experiencia extraordinaria, con una excitación especial, se puede conseguir que los pechos de un hombre produzcan leche. Se dio el caso, en tiempos de ruda escasez, de salvar por semejante procedimiento a una criatura huérfana de madre. Sin embargo, no incluiremos en los atributos del macho atender a la lactancia de sus hijos. De igual modo la inteligencia de la mujer, que puede proporcionar en ciertas ocasiones frutos muy bien sazonados, no se toma en cuenta, como factor social, cuando se define la naturaleza femenina...»
    El señor Patissot, herido por estas frases en todas las fibras de su corazón caballeresco, respondió:
    —Usted, caballero, ha debido renunciar sus derechos de ciudadano francés. La galantería francesa es una de las formas del patriotismo.
    El señor Lade aprovechó la oportunidad para decir:
    —El patriotismo no es cosa indispensable. Yo tengo el menor posible.
    Un escalofrío corrió entre los comensales, mientras el señor Lade proseguía tranquilamente:
    —¿Consideráis que la guerra es una monstruosidad, y la costumbre de hacer matanzas de hombres, conservada por todos los pueblos, un estado permanente de salvajismo? Teniendo un solo bien efectivo, la vida, ¿consideráis odioso que los gobiernos, en lugar de proteger la existencia de los ciudadanos, la sacrifiquen obstinadamente? Lo condenáis como yo lo condeno, ¿verdad? Pues bien: si la guerra es algo abominable y odiosa, ¿qué será el patriotismo que provoca y protege la guerra contra la piedad y la razón de los hombres? Cuando un ladrón asesina, su crimen tiene por objeto el robo. ¿Pero qué objeto se propone un soldado al ensartar con la bayoneta o abrir el cráneo de un tiro a otro soldado?
    Corrió en torno de la mesa un malestar, una inquietud ostensible.
    Uno dijo:
    —Hay cosas que pueden pensarse, pero no decirse.
    Patissot añadió:
    —Todos los razonamientos van a estrellarse contra los principios respetados por las gentes honradas.
    —¿Cuáles?—preguntó el señor Lade.
    Y el señor Patissot, dando a sus palabras un tono solemne, dijo:
    —La moral, caballero.
    El señor Lade, radiante de gozo por el giro que tomaba la polémica, insistió:
    —Un ejemplo, uno solo; permítanme citar un solo ejemplo. ¿Qué opinión les merece un hombre que vive a expensas del cariño de una mujer, un chulo?
    Esta pregunta hizo deplorable impresión.
    —Les parece asqueroso, ¿verdad? Lo comprendo! Pues bien: hace un siglo, nada más un siglo, que un caballero muy preciado y sutil en asuntos de honor, estando en relaciones amorosas con una dama noble y rica, no se avergonzaba de vivir a sus expensas ni de sacarle todo el dinero posible; al contrario, era para él un orgullo y nadie lo suponía un exceso deshonroso. Queda probado que los principios de moral cambian con las épocas, y por tanto...
    Visiblemente contrariado el señor Perdrix, le interrumpió:
    —Toda la sociedad necesita, para existir, una base, reglas de conducta, principios. Vea usted en política, por ejemplo: el señor Sombreterre, legitimista; el señor Vallin, orleanista; el señor Patissot y yo, republicanos: opiniones bien distintas; pero como cada uno atiende a la propia con arreglo a sus principios, todos nos entendemos perfectamente.
    Al oir esto el señor Lade, advirtió:
    —Caballero: también yo tengo mis principios arraigados.
    Patissot, levantando la cabeza desdeñoso, dijo fríamente:
    —Me agradaría conocerlos.
    El señor Lade no se hizo rogar mucho.
    —Ahí van, señores. Primer principio: el Gobierno en manos de un hombre solo es una monstruosidad. Segundo principio: restringir el sufragio es una injusticia. Tercer principio: el sufragio universal es una estupidez. Voy a demostrarlo todo. En efecto: entregar millones de hombres, entre los cuales habrá inteligencias privilegiadas, artistas y sabios, a la voluntad, al capricho de uno que puede sacrificarlo todo en un momento de alegría, de locura, de odio; a uno, árbitro de malgastar las riquezas ganadas por todos y de comprometer millares de vidas en un combate... No es preciso discurrir mucho para ver en esto una intolerable aberración. Y admitiendo que los pueblos deban gobernarse por si mismos., también es una injusticia notoria excluir a una parte de los ciudadanos con un pretexto cualquiera. Esto es claro; no admite duda. Queda el sufragio universal; a nadie se le quitan derechos, todos los ciudadanos los disfrutan. Sabido es que los hombres de genio escasean, ¿verdad? Vamos a corrernos un poco, a suponer que actualmente hay cinco en Francia. Supongamos también que hay cien hombres de talento excepcional, mil entre varias clases de talentos; y diez mil superiores al vulgo, por su cultura, por algo que los distinga. Tenemos un Estado Mayor de once mil ciento cinco individuos, a los cuales acompaña un ejército de medianías y sigue una muchedumbre de imbéciles. Como el número de medianías y de imbéciles (casi toda la Humanidad) es aplastante. resulta un absurdo que puedan elegir un Gobierno inteligente. Razonando con lógica, me vería precisado a considerar el sufragio universal como el único principio admisible.., si no fuera inaplicable. Que a la formación del Gobierno concurran todas las fuerzas vivas de un país, que se hallen representados en el Gobierno todos los intereses, que sean atendidos todos los derechos; es un ideal, sólo un ideal; porque la única fuerza que se puede medir, el número, es precisamente lo más torpe y lo más inútil. Yendo cada hombre al sufragio con un voto, los ignorantes derrotarán a los inteligentes. Para que un sufragio fuera expresión de la verdad, cada hombre debería tener cierto número de votos proporcional a sus facultades. Cuando el voto de un artista valiera como el de cien traperos, y el de un agricultor ilustrado como el de mil destripaterrones equilibrándose las fuerzas, podría obtenerse una digna representación nacional. Pero a eso no puede llegarse. Termino, formulando mis conclusiones: antes, el hombre sin oficio ni beneficio se hacia fotógrafo; ahora se hace diputado. En tales circunstancias, el poder incapaz y desmayado, será impotente para todo; ni pena ni gloria. En cambio, un rey absoluto, si es torpe, daña; pero si es  inteligente, hace bien. Lo difícil es que sea inteligente. De tal modo estimo las tres formas de gobierno intentadas que..,me declaro anarquista, es decir, partidario de la menor autoridad posible, enemigo irreconciliable del poder, que siempre y en todas formas resulta odioso.
    En torno de la mesa se alzaban clamores indignados; todos una voz, republicanos, legitimistas y orleanistas, protestaban. Sbre todo, el señor Patissot. furioso, encendido, lanzó a la cara del refractario este apóstrofe:
    —¡No tiene usted creencia ninguna!
    Y el otro respondió tan fresco:
    —Ninguna.
    La cólera de todos se manifestó ruidosamente y al señor Lade le fue imposible continuar.
    El señor Perdrix, revestido con su carácter de jefe, puso término a la discusión.
    —¡Basta. caballeros, basta! Cada cual. tiene sus opiniones, y nadie puede admitir las ajenas a menoscabo de las propias.
    Pareció muy atinado el juicio; pero el señor Lade, impertérrito quiso dar la nota final:
    —Mi ley única, se compendia a una frase: No quieras para otro lo que no quieras para ti. A ver quién es capaz de rebatirla.
    Nadie le contestó; pero, hablando entre dientes de dos en dos, algunos afirmaban:
    —Este hombre discurre. A veces da en el clavo. Merecería que lo ascendieran y lo trasladasen...  a una casa de locos.

   
    SESION PÚBLICA

    A uno y otro lado de una puerta, sobre la cual decía un letrero «Sala de baile», dos carteles rojos anunciaban, el domingo, cosa muy distinta de un recreo juvenil.
    Cuando Iba de paseo tranquilamente hacia la estación, después de almorzar, el señor Patissot, atraído por la nota deslumbrante de aquellas dos tiras de papel, se detuvo y leyó:

    ASOCIACIÓN GENERAL
    INTERNACONAL PARA LA
    REIVINDICACIÓN DE LOS
    DERECHOS DE LA MUJER
    COMITÉ CENTRAL
    SOLEMNE SESIÓN PÚBLICA

    bajo la presidencia de la librepensadora ZoÉ Lamour, y de la ciudadana nihilista rusa Eva.Schoruin, con el concurso de -una comisión de ciudadanas, representantes del Circulo Independiente del Pensamiento Libre, y de un grupo de ciudadanos adheridos.

    La ciudadana Cesarina Brau y el ciudadano Sapiencia Cornut—que acaba
    de cumplir una condena—harán uso de la palabra.

    Precio: UN FRANCO la entrada.

    *
    Una señora de cierta edad, con gafas, gravemente apostada junto a una mesa cubierta con un tapete, recibía el dinero.
    Patissot entró.
    En la sala, ya casi llena, se sentía un cierto hedor, como de perro mojado, que despiden las ropas de las solteronas, y reminiscencias de los perfumes canallescos e incitantes usados por las mozas que asisten de ordinario a los bailes públicos.
    Buscando cuidadosamente, halló el oficinista un asiento vacío en segunda fila, entre un señor viejo, condecorado, y una joven obrera de mirada vivaz y con los mofletes jaspeados.
    La mesa estaba ya constituida. La ciudadana Zoé Lamour, una maciza y hermosa morena, lucía sobre su pelo negro flores rojas, compartiendo la presidencia con una rubia insignificante, la ciudadana Eva Schourin, nihilista rusa.
    Más abajo, la ilustre ciudadana Cesarina Brau, apodada Vuelca-hombres, una moza, estaba junto al ciudadano Sapiencia Cornut —que acababa de cumplir una condena—un viejo fornido, con largas crines y aspecto feroz, cuyos ojos iban de uno a otro extremo de la sala, como los de un gato frente a una pajarera.
    A la derecha, una comisión de antiguas ciudadanas, ignorantes de la dicha matrimonial, consumidas en -el celibato forzoso, exaltadas por una espera interminable, se hallaban frente a frente de un grupo de ciudadanos reformadores de la Humanidad, colocado a la izquierda. Estos no se habían recortado jamás las barbas ni el cabello, para indicar, sin duda, lo infinito de sus aspiraciones.
    El público era muy vario.
    Las mujeres, en su mayoría, pertenecían a la raza de porteras y vendedoras. Abundaba el tipo de la solterona inconsolable, destacando su enjuta palidez entre los rostros colorados y robustos de las burguesas. Tres colegiales, que fueron allí sólo para ver mujeres, cuchicheaban en un rincón. Algunas familias habían entrado por curiosidad.
    En primera fila, un negro, con traje de hilo crudo, un negro rizado, magnífico, miraba obstinadamente a la presidencia, riendo, con la boca extendida de oreja a oreja, y con su risa constante y silenciosa, lucía sus dientes blancos y brillantes. Reía, sin ruido, sin agitación, como un hombre y satisfecho, encantado. ¿A qué fué? Se ignora. ¿Creyó tal vez que aquello era un teatro? Tal vez su inteligencia oscura, bajo su agreste cabellera negra, meditó: «Es graciosa, muy graciosa esta farsa. En el Ecuador no se divierte la gente como aquí.»
    La ciudadana Zoé Lamour abrió la sesión pronunciando un discursito. Recordó la esclavitud constante de las mujeres desde los orígenes de la Humanidad, su destino siempre oscuro y heroico. La comparó al pueblo antiguo, al pueblo que sufría la opresión de reyes y aristocracia, llamándola eterna mártir, porque no hay un hombre que no sea un amo; y en un arranque lírico, exclamó:
    —El pueblo tuvo su noventa y  tres; que la mujer tenga también el suyo; el hombre oprimído, trama la Revolución, el cautivo rompe su cadena, el esclavo conquista su libertad. ¿Por qué no imita la mujer el ejemplo de su tirano? ¡Rebelémonos también! ¡Rompamos las duras cadenas del matrimonio y de la servidumbre! ¡A la conquista de nuestros derehos! ¡A la revolución! ¡Un movimiento general se impone!
    Al terminar hubo aplausos tempestuosos. El negro, delirante de alegría, perdió la serenidad de su goce tranquilo y dio tales cabezadas, hizo tales contorsiones, que su frente golpeaba en sus rodillas. La ciudadana nihilista rusa, Eva Schourin, se puso en pie, y dijo con voz penetrante y destemplada:
    —Soy rusa. Enarbolé una bandera de rebeldía; esta mano abofeteó a los opresores de mi patria, os declaro aquí, mujeres francesas, que bajo todos los climas, en todas las tierras, me hallo preparada siempre a combatir contra la tiranía del hombre, a vengar el sacrificio de la mujer, odiosamente oprimida.
    Estalló un tumulto de aprobación, y el ciudadano Sapiencia Cornut, levantándose, acarició con su mano vengadora sus barbas amarillas.
    Desde aquel momento la ceremonia tomó un carácter verdaderamente internacional.
    Una tras otra se levantaron las ciudadanas representantes de todas las naciones. Habló primero una alemana, obesa, con una vegetación craniana semejante al cáñamo sin cardar, y dijo confusamente:
    —Quisiera poder experimentar todo el goce que ha experimentado Alemania cuando ha sentido el rudo movimiento de las mujeres francesas. Nuestros pechos—y golpeaba el suyo—se han estremecido, y nuestra, nuestro... No sé como expresarme; pero siempre nos tendréis como vosotras.
    Una italiana, una española, una sueca, dijeron algo parecido con palabras incoherentes; y al fin. una inglesa desmesurada, cuyos dientes eran semejantes a herramientas de jardinería, dijo:
    —He corrido a traeros las adhesiones de la libre Inglaterra, que admira y aplaude vuestro heroico intento de rebeldía y emancipación. ¡Hip! ¡Hip! ¡Hurra!
    El negro dio tales gritos de loco entusiasmo, hizo tales contorsiones pataleando sobre los respaldos de las butacas y golpeándose los muslos con las manos furiosamente, que dos comisarios de la sesión tuvieron que intervenir para calmarle.
    —¡Histéricas! ¡Todo histerismo!—balbució el viejo que se hallaba sentado junto a Patissot.
    Patissot, creyendo que había motivo para pegar la hebra, preguntó:
    —¿Qué dice usted?
    El viejo repuso:
    —Nada; fue una exclamación, caballero. Estas mujeres que se reúnen aquí son histéricas.
    Patissot. agradablemente sorprendido, insistió:
    —¿Las conoce usted?
    —¡Algo! Zoé Lamour estuvo en un convento, de novicia. Y va una. Eva Schourin fue perseguida como incendiaria y los médicos forenses la declararon loca. Y van dos. Cesarina Brau es una intrigantuela que se propone dar que decir y darse a conocer. Allí veo tres más, que yo he asistido en mi Clínica. En cuanto a las desesperadas solteronas que nos rodean, y son aquí mayoría, no hay que decir.
    Hubo siseos precursores de un silencio profundo. El ciudadano Sapiencia Cornut—que acababa de cumplir una condena—se levantó. paseando por la sala sus ojos feroces. Luego, con voz cavernosa y terrible, dijo:
    —Hay palabras poderosas como leyes naturales, resplandecientes como el sol, resonantes como el trueno: ¡Libertad! ¡Igualdad! ¡Fraternidad! Esas palabras sirven a los pueblos de bandera. A su sombra los hombres combatimos las tiranías. Ahora, mujeres, debéis imitarnos, y esgrimiendo esas palabras, correr a la conquista de la independencia. Sed libres; libres en el amor, en el hogar, en la patria. Haceos iguales a nosotros en la familia, iguales en sociedad; sobre todo, iguales en los asuntos po1iticos y ante la ley. ¡Fraternidad! Sed nuestras hermanas, las confidentes de nuestros proyectos grandiosos, nuestras compañeras valerosas. Haced lo posible para que se os considere como a media Humanidad, y no como a una parte inferior y mezquina de la Humanidad.
    Por ese camino, se metió luego en la política trascendental, desarrollando planes vastos como el mundo, hablando del alma de las sociedades y prediciendo la República universal, cimentada en tres columnas inconmovibles. Libertad, Igualdad, Fraternidad.
    Cuando terminó, el entusiasmo hizo estremecer el edificio. El señor Patissot, se dirigió al viejo para decirle:
    —Debe de ser algo loco.
    El viejo contestó:
    —Nada. Como ése, hay millones de ciudadanos en todo el mundo. No están locos. Están instruidos.
    Patissot no comprendía bien.
    —¿Instruidos?
    —La instrucción popular es la causa. En cuanto saben leer y escribir, la estupidez latente los invade.
    —¿Usted supone, caballero, que la instrucción?...
    —Verá lo que me propuse decir ¿Tiene usted un reloj? ¡Pues bien:  rómpale una pieza y llévelo al ciudadano Cornut para que se lo componga. El ciudadano Cornut le dirá que no es relojero. Pero, si algo se rompe o se descentra en la máquina social, mucho más complicada que la del reloj, el ciudadano Cornut y otros muchos ciudadanos que no son relojeros ni tienen oficio, se consideran aptos para echarle un remiendo Y hacer de pronto la compostura. Creo, señor mio, que aún carecemos de una clase directora, formada por hombres capaces de manejar el poder, hombres instruidos por otros hombres que supieran manejarlo. Hace falta un colegio de gobernantes, como hay un colegio militar y un colegio de medicina...
    Otra vez los siseos impusieron silencio.
    Un joven de apariencia melancólica ocupó la tribuna, y dijo:
    —Señoras: He pedido la palabra para combatir vuestras teorías. —Reclamar para la mujer derechos civiles iguales a los hombres, me parece lo mismo que poner término a toda la influencia femenina. El aspecto de la mujer acredita que no vino al mundo para realizar rudos trabajos físicos ni prolongados esfuerzos intelectuales. Su misión es otra, no menos interesante: poetiza la existencia. El atractivo de su gracia, la tentación de sus ojos, el encanto de su sonrisa, bastan para dominar al hombre, dueño del mundo. Todo es del hombre, y el hombre, por vosotras apasionado, es vuestro ¿De qué os quejéis? Desde un principio la mujer fue soberana y dominadora. En todo interviene. Para ella se hace todo: en ella se cifran los triunfos y las hazañas. Pero, en cuanto seáis política y civilmente iguales al hombre, os mirará. como a un rival, deshaciéndose de pronto el encanto que ahora constituye vuestro poder. Y como somos indudablemente más vigorosos, mejor dotados para toda clase de luchas y estudios, vuestra inferioridad ha de convertiros entonces en verdaderas oprimidas. Ahora, tenéis la mejor parte; sois el ensueño, la ilusión, el encanto, la recompensa. No seáis ambiciosas en vuestro daño. Además: nada conseguiríais.»
    Le interrumpieron silbidos feroces.
    El viejo le dijo a Patissot, levantándose para irse:
    —Un poco, romántico es el mozo, pero discurre bien. ¿Quiere usted que salgamos a tomar un vaso de cerveza?
    —Con mucho gusto.
    Y salieron, mientras la ciudadana Cesarina Brau iniciaba una réplica terrible.