LOS VEINTICINCO FRANCOS DE LA SUPERIORA

 
    —Sí, señor; era graciosísimo el tío Pavilly, con aquellas piernas largas que parecían las de una araña, su cuerpo menudo, sus brazos kilométricos y su cabeza puntiaguda, coronada por un ramillete de pelo rojo en la cúspide del cráneo.
    Era un payaso, un payaso campesino, espontáneo, que había nacido para la broma, para hacer reír, para representar papeles, sencillos desde luego, porque era hijo de un labrador y él mismo lo era, y si leía le costaba su trabajo. Sí, señor; Dios lo había creado para divertir a los demás, a los pobres diablos del campo, que no disponen de teatros ni de festejos. Y los divertía a conciencia. Siempre había quien pagaba su ronda en el café, para tenerlo a su lado, y él bebía como un valiente, entre risas y cuchufletas, gastando bromas a todo el mundo, pero sin ofender a nadie y haciendo que todos se retorciesen de risa a su alrededor.
    Tan gracioso era que, a pesar de su fealdad, ni siquiera las mozas se le resistían, a fuerza de hacerlas reír. Entre broma y broma él las llevaba detrás de un muro, o a una cerca, o las metía en el establo, y una vez allí las cosquilleaba y las apremiaba con dicharachos tan cómicos, que las chicas tenían que apretarse los costados mientras rechazaban sus intentos. Entonces se ponía a dar zapatetas, hacia como si fuese a ahorcarse y ellas se doblaban de risa hasta saltárseles las lágrimas; él acechaba el momento propicio para voltearlas, y lo haría con tal oportunidad, que no se le escapaba una; ni siquiera las que habían empezado desafiándolo, por pura diversión.
    Resultó, pues, que a fines de julio se contrató para la siega en casa de maese Le Harivau, cerca e Rouville. Día y noche, por espacio de tres semanas enteras, hizo las delicias de los segadores y segadoras con sus bufonadas. Se exhibía durante el día en la llanura, entre las gavillas, con un sombrero de paja que le tapaba su rojo tupé, recogiendo la dorada mies con sus larguísimos brazos y atándola en haces; se detenía de pronto, y dibujaba un gesto extravagante que despertaba por todo el campo la risa de los trabajadores, que no le perdían nunca de vista. Durante la noche se escabullía como un reptil por la paja de los graneros en que dormían las mujeres, y sus manos merodeaban, levantando gritos, armando tumultos. Llovían sobre él golpes de zuecos, y él entonces escapaba a cuatro patas, semejante a un mono de caricatura entre los estallidos de regocijo de todo el pajar.
    Conducido por un mozo de blusa, que llevaba en la gorra una escarapela, avanzaba el último día por la blanca carretera, al paso lento de seis caballos tordos, el carro de los segadores, engalanado con cintas, acompañado de música de gaitas, rebosante de gritos, cantos, alegría y borracheras. Pavilly, en medio de las mujeres que se revolcaban de risa, bailaba un paso de sátiro ebrio, que contemplaban con la boca abierta desde los taludes de las granjas los muchachitos inexpertos y los campesinos, atónitos de ver la inverosímil estructura de aquel cuerpo.
    Cuando llegaban a la barrera de entrada de la granja de maese Le Harivau, dio de improviso un salto, levantando al mismo tiempo los brazos; pero al caer fue a dar en un borde de aquella larga carreta, salió volteado por encima, cayó sobre la rueda y de allí rebotó a la carretera.
    Sus compañeros se abalanzaron para socorrerlo. Estaba inmóvil, con un ojo cerrado y el otro entreabierto, lívido del susto, en el suelo a todo lo largo de sus larguísimos miembros.
    Cuando le tocaron la pierna derecha se puso a dar grandes gritos, y al intentar ponerlo en pie se desplomó.
    —Mucho me temo que se haya roto una pata—dijo uno de los hombres.
    En efecto, se había partido una pierna.
    Maese Le Harivau hizo que lo tendiesen encima de una mesa y un hombre a caballo salió para Rouville en busca del médico, que llegó una hora después.
    El granjero se mostró muy espléndido y anunció que pagaría los gastos de Pavilly en el hospital. El médico se lo llevó, pues, en su coche, y lo dejó en un dormitorio enjalbegado, donde le fue reducida la fractura.
    Así que se dio cuenta de que no moriría de aquélla y que lo iban a cuidar, a curar y a tratarlo con todo regalo, sin tener que trabajar, con sólo estar tumbado de espaldas y entre sábanas, sintió Pavilly que se apoderaba de él una alegría desbordante y se echó a reír con una risa muda y continua, que ponía al descubierto su dentadura podrida.
    En cuanto veía acercarse a su cama una monja, le hacía mil carantoñas alegres, guiñaba los ojos, torcía la boca, movía la nariz, que la tenia muy larga y con la que hacía a voluntad toda clase de contorsiones. Sus compañeros de dormitorio no podían contener la risa, por muy enfermos que estuviesen, y la hermana superiora solía acercarse con frecuencia a la cama de Pavilly para pasar un cuarto de hora entretenido. Inventaba para ella las más graciosas bufonadas, bromas inéditas, y como llevaba dentro de sí mismo el germen de todos los histrionismos, se hacía el devoto para complacerla, y hablaba del buen Padre Celestial con la seriedad de un hombre que sabe que hay momentos en la vida que no son risa.
    Se le ocurrió un día cantar canciones. La superiora quedó encantada y desde entonces volvió con más frecuencia; para sacar partido de aquella voz, le trajo un libro de himnos. Como ya empezaba a poder moverse, Pavilly solía sentarse en la cama y entonaba con voz de falsete las alabanzas del Altísimo, de María y del Espíritu Santo, mientras la buenaza y voluminosa hermana, a la derecha al pie de su cama, llevaba el compás con un dedo, enseñándole la música. Así que estuvo en disposición de caminar, le ofreció la superiora si quería quedarse algún tiempo más para cantar los oficios en la capilla, ayudando también a misa y haciendo las demás funciones del sacristán. Aceptó. Cojeando, vestido con sobrepelliz blanca, se le vió durante un mes entero entonar responsos y salmos con tan graciosos movimientos de cabeza, que aumentó la concurrencia de fieles y éstos hacían el vacío a la parroquia para acudir a las vísperas del hospital.
    Pero, como todo tiene un fin en este mundo, no hubo más remedio que despedirlo, así que estuvo completamente curado. La superiora le hizo un regalo veinticinco francos, en señal de agradecimiento.
    Al verse Pavilly en la calle con aquel dinero en el bolsillo, se puso a pensar en lo que haría. ¿Regresar al pueblo? No sin antes haber echado un trago, desde luego, cosa que no había podido hacer en mucho tiempo. Entró, pues, en un café. Nunca acostumbraba ir a la ciudad arriba de una o dos veces al año; de una de esas visitas especialmente, conservaba un  recuerdo confuso y embriagador de orgía. Pidió una copa de aguardiente, que se echó al cuerpo de un trago, para engrasar la tubería, y luego otra, para poder tomarle el gusto.
    En cuanto sintió en el paladar y en la lengua el sabor del aguardiente, de muchos grados y cargado de especias, se despertó en él con mayor viveza, después de periodo tan largo de sobriedad, el gusto y el ansia del alcohol que acaricia, que cosquillea, aromatiza y abrasa la boca. Comprendió que iba a beberse toda la botella, y preguntó su precio, para que le saliese más barata que al detalle. Le dijeron que tres francos, y los pagó; después de esto procedió a emborracharse con toda tranquilidad.
    Es preciso decir que lo hacía con método, pues quería mantenerse lo bastante despierto para gozar de otros placeres. Cuando ya estaba al borde de responder al saludo de las chimeneas, se levantó y salió con paso inseguro, llevando la botella debajo del brazo, rumbo a una casa pública.
    Su trabajo le costó, pero dio al fin con ella, después de haber preguntado la dirección a un carretero, que no la sabia; a un cartero, que se la dio equivocada;  a un panadero, que empezó a soltar palabrotas y lo trató de viejo cochino, y, ya por último, a un militar, que le acompañó galantemente hasta la casa y le aconsejó que fuese con la Reina.
    Aunque apenas eran las doce del día, entró Pavilly en aquel lugar de delicias, donde lo recibió una criada que quería darle con la puerta en las narices. Pero le hizo reír con una carantoña, le enseñó tres francos, tarifa normal de los servicios en aquel lugar, y fue tras ella, no sin fatigas, por una escalera muy oscura que conducía al primer piso. Una vez que lo metieron en un dormitorio, reclamó la presencia de la Reina, y mientras llegaba echó un trago más, bebiendo de la botella misma.
     Se abrió la puerta y se presentó una mujer. Era grande, gordinflona, coloradota, enorme. De un vistazo certero, un vistazo de mujer que conoce el paño, miró con  desdén al borracho, que se había dejado caer en una silla, y le  dijo:
     —¿No te da vergüenza de venir a semejante hora?
     Pavilly balbució:
     —Vergüenza, ¿de qué, princesa?
     —De molestar a una señora sin darle siquiera tiempo de comer la sopa.
     El esbozó una risa.
     —La que es valiente no tiene horas.
     —Y para coger una merluza como la que tú traes tampoco hay horas, cuba vieja.
    Pavilly se molestó.
     —En primer lugar, no soy una cuba, y en segundo lugar no traigo una merluza.
     —¿Que no estás borracho?
     —Que no estoy borracho.
     —¡No está borracho ¡ Si ni siquiera puedes tenerte en pie!
     Ella le miraba con la ira y la rabia de una pupila que piensa en que sus compañeras están comiendo.
     El se irguió:
     —¿Yo? ¿Yo? Para que veas, te voy a bailar una polca.
     Y para dar una demostración de resistencia se subió a la silla, hizo una pirueta y saltó encima de la cama, dejando en ella las horribles marcas de sus zapatos enfangados.
    —¡Ah cerdo¡—gritó la mujer.
    Se abalanzó hacia él y le asestó un puñetazo en el vientre, un puñetazo tal, que Pavilly perdió el equilibrio, hizo balancín en el pie de la cama, dio una vuelta completa, fue a caer sobre la cómoda, arrastró la palangana y la jarra del agua y se desplomó dando alaridos.
    Tan terrible fue el estruendo y tan desgarradores los alaridos, que acudió toda la casa, el amo, el ama, la criada y el personal.
    El amo se apresuró a levantar al hombre; pero, así que lo puso en pie, el campesino perdió otra vez el equilibrio, y rompió a vociferar gritando que se había roto la otra pierna, la sana, la sana.
    Y era verdad. Fueron corriendo en busca de un médico, y acudió precisamente el que había curado a Pavilly en casa de maese Harivau.
    —Pero ¿cómo? ¿Otra vez?
    —Si, señor.
    —¿Qué le pasa?
    —Que ahora se me ha roto la otra, señor.
    —¿Quién se la ha roto?
    —Una mujerzuela.
    Todos estaban atentos a lo que hablaba. Las pupilas en traje de aseo, con las bocas todavía grasientas de la comida que tuvieron que interrumpir, el ama furiosa, el amo inquieto.
    —Este va a ser un asunto desagradable—dijo el médico—. Ya saben ustedes que el Ayuntamiento los tiene entre ojos. Lo mejor seria buscar la manera de que no trascendiese la cosa.
    —Y ¿cómo?—preguntó el amo.
    —Tal vez conviniese enviar a este hombre al hospital, de donde acaba de salir, dicho sea de paso, pagando su estancia allí.
    El amo contestó:
    —Por mi parte, prefiero eso a andar con líos.
    Y así fue como Pavilly volvía media hora más tarde al hospital, del que había salido una hora antes.
    La superiora alzó los brazos, afligida, porque lo apreciaba de veras, aunque también sonriente, porque no le disgustaba volver a verlo.
    —Pero ¿qué le ha pasado, buen hombre?
    —La otra pierna que se me ha roto, mi señora y bondadosa hermana.
    —¿Otra vez se ha subido usted a una carreta de paja, viejo bromista?
    Pavilly, confuso y cazurro, balbució:
    —No, no...; esta vez no ha sido eso...; esta vez no... No tuve yo la culpa, no la tuve... Era de paja, pero no era una carreta, sino un jergón.
    La superiora no consiguió sacarle más, y no se enteró nunca de que la culpa de aquella recaída la tenían sus veinticinco francos.