MAHOMED-FRIPOUILLE

  —¿Vamos a tomar café en la terraza?—preguntó el capitán.
  Yo contesté:
  —Como guste.
  Se levantó. La sala estaba ya  bastante oscura, porque sólo recibía luces del patio interior, como todas las casas árabes. Frente a las altas ventanas ojivales, caían frondosas enredaderas, desde la gran terraza donde se pasaban las veladas calurosas del estío. Sólo había ya en la mesa enormes frutas africanas: uvas del tamaño de ciruelas, higos chumbos, peras amarillas, plátanos gordos y dátiles de Zourgourt en una cesta de esparto.
  El negro que nos servia abrió la puerta y subí la escalera, cuyas paredes, pintadas de azul, recibían por una claraboya, la mortecina luz del crepúsculo.
  Respiré con gozo al llegar a la terraza, que lo dominaba todo: Argel, puerto, bahía y costas lejanas.
  La casa, adquirida por el capitán, era una antigua vivienda árabe, situada en el centro del casco antiguo de la ciudad, entre las calles laberínticas donde hormiguea la extraña población de las costas de África.
  Cerca de nosotros, los techos de las casas descendían como escalera de gigantes, hasta los tejados pendientes de la ciudad europea, detrás de los cuales asomaban los mástiles de los navíos anclados y más allá el mar, el ancho mar, azul y tranquilo, bajo un cielo tranquilo y azul.
  Nos tumbamos en unas esterillas, apoyando la cabeza en almohadones, y, mientras, lentamente, sorbíamos el sabroso café de aquella tierra, yo miraba las estrellas que iban apareciendo en la bóveda celeste, cada vez más oscura. Se descubrían poco a poco, lejanas, pálidas, apenas encendidas aun.
  Un aire tibio, ligero, alado, nos acariciaba la piel, trayéndonos algunas veces como un vaho fatigante y caluroso, que hacía pensar en los rigores del Africa, como una palpitación del desierto, que llegase a nosotros por encima de las cumbres del Atlas.
  El capítán, recostado, me decía:
  —¡Qué país! ¡Qué tierra! Qué sabrosa es aquí la vida! ¡En este descanso, hay algo particular y delicioso! ¡Estas noches parecen inspiradoras de dulces ensueños!
  Yo seguía mirando las estrellas con una curiosidad a un tiempo viva y perezosa, con un bienestar adormecido.
  Murmuré:
  —¿Por qué no me cuenta usted algún suceso de su vida en el Sur?
  El capitán Marret era uno de los más antiguos del ejército de África, un hombre de buena fortuna, soldado, ascendido por sus hazañas.
  Gracias a él, a sus conocimiertos, a sus amistades, pude hacer un magnífico viaje por el desierto. Y de vuelta ya, fui a despedirme aquella tarde y a repetirle, antes de volver a Francia, cuánto agradecía sus atenciones.
  El capitán me dijo:
  —¿Qué clase de cosa quiere usted? Me han sucedido tantas en doce años de aventuras, que las confundo y no recuerdo ni una sola.
  Entonces insistí:
  —Dígame usted algo de mujeres árabes.
  Guardó silencio. Tendido, con los brazos puestos de modo que apoyaba en las palmas la nuca, fumaba, y el humo de su cigarro, extendiendo su perfume, subía derecho, como una columna, porque no soplaba ni la brisa más leve.
  De pronto soltó la risa.
  —¡Ah! Voy a referirle un suceso curioso de mis primeros años de servicio en África.
  Teníamos entonces en el ejército de aquí tipos como ahora no se ven y como ya no hay, tipos bastante interesantes para divertir y entretener toda la vida.
  Yo era soldado, un jinete de veinte años, rubio y atrevido, ligero y vigoroso; un verdadero soldado de Argelia. Me habían agregado al destacamento militar de Boghas. Usted conoce a Boghas: le llaman «el balcón del Sur», y ha visto usted desde lo más alto del castillo el principio del país de fuego, desnudo, abrasado, atormentado, pedregoso y rojizo. Es la antesala del desierto, la frontera soberana y ardiente de la inmensa región de las soledades amarillas. Estábamos en Boghas cuarenta espahis, una compañía de alegres, más un escuadrón de cazadores de Africa, y supimos que la tribu de Ouled-Berghi había asesinado a un viajero inglés llegado no se sabe cómo a aquella tierra, porque los ingleses tienen el diablo en el cuerpo.
  Era necesario castigar el crímen cometido en la persona de un europeo; pero el comandante jefe del destacamento dudaba si enviaría o no una columna, pareciéndole que un inglés no era bastante motivo para tanto movimiento. Y mientras hablaba del asunto con el capitán y el teniente, un sargento de espahis, que aguardaba el parte, se ofreció a castigar la tribu si le daban seis hombres.
  Ya sabe usted que en el Sur nuestra gente disfruta de más libertad que en las guarniciones de Francia, y entre el oficial y el soldado existe una especie de compañerismo, que no se halla en el servicio de plaza.
  El capitán se echó a reír:
  —¿Tú solo, valiente?
  —Sí, mi capitán; solo con seis hombres, y si usted quiere, traeré toda la tribu prisionera.
  El comandante, muy aventurero, le cogió la palabra.
  —Mañana temprano saldrás con los seis hombres que tú elijas, y si no cumples tu promesa, ¡pobre de ti!
  El sargento sonreía:
  —Nada tema usted, mi comandante. Los prisioneros llegarán aquí el miércoles por la mañana.
  El sargento Mahomed-Fripouille, como le llamaban, era un hombre muy extraordinario, un turco, un verdadero turco, entrado al servicio de Francia después de una vida muy accidentada y no muy transparente, sin duda. Había recorrido a Grecia, el Asia Menor, Egipto y Palestina, y debió de dejar alguna memoria de sus excesos en todas partes. Era jaranero, feroz, atrevido, alegre, con esa pasividad propia de los orientales. Era fornido y alto, ligero como un mono, y montaba a caballo maravillosamente. Sus bigotes, inverosímiles por lo gruesos y largos, despertaban siempre en mí una idea confusa de luna creciente y de cimitarra. Odiaba mucho a los árabes, con aborrecimiento exasperado, y los trataba con una crueldad solapada y espantosa, inventando sin cesar engaños nuevos, perfidias calculadas y terribles.
  Además, tenía una fuerza increíble y una inverosímil audacia.
  El comandante le dijo:
  —Ya puedes elegir tus hombres.
  Mahomed me distinguió como uno de los seis. Confiaba en mí aquel valiente, y yo se lo agradecía, estimando aquella distinción tanto como estimé la cruz de honor más adelante. Al despuntar el día salimos los siete; nadie más que los siete. Mis compañeros eran de esos perdidos que después de merodear y vagabundear por todos los países acaban alistándose para una expedición cualquiera. En nuestro ejército de Africa entonces abundaban esos calaveras, excelentes soldados, pero crapulosos.
  Mahomed nos había dado a cada uno diez pedazos de cuerda, como de un metro. A mí, por ser el más joven, me cargó además con una cuerda entera de cien metros. Como le preguntáramos , qué se proponía con tanta cuerda, respondió:
  —Es para pescar árabes.
  Y guiñaba los ojos maliciosamente, con un guiño especial que aprendió de un viejo parisiense y cazador en Africa.
  Avanzaba delante de su tropa, luciendo sobre su cabeza un turbante rojo que llevaba siempre en campaña, y sonreía satisfecho bajo sus magníficos bigotes.
  Era hermoso, verdaderamente, aquel enorme turco, grueso, con un desarrollo de gigante y su expresión tranquila. Montaba un caballo blanco, de no mucha talla, pero muy fuerte, y el caballero parecía diez veces mayor que su cabalgadura. Ibamos entrando en una cañada, estéril, pedregosa y amarilla, que abría paso al valle del Chelif; hablábamos de nuestra expedición. Mis camaradas tenían todos los acentos conocidos: uno era español; dos, griegos; otro, americano, y tres, franceses. Mahomed-Fripouille tartajeaba de un modo inconcebible.
  El sol, el terrible sol, el sol del Sur, que no se conoce a la otra orilla del Mediterráneo, nos abrasaba las espaldas. Andábamos reposadamente, como se hace siempre allí.
  En todo el día, no hallamos ni un árbol ni un árabe.
  Habíamos comido a las doce, junto a una fuente, pan y cordero asado que llevábamos en las mochilas, y a los veinte minutos emprendimos de nuevo la marcha.
  Serian las seis de la tarde, cuando al fin, después de hacer un largo rodeo, a que nos obligó nuestro jefe, descubrimos, detrás de un collado, una tribu acampada. Las tiendas negruchas, bajas, salpicaban la tierra amarilla, semejantes a setas monstruosas del desierto, crecidas al pie del collado rojo, abrasado por el sol.
  Eran los que buscábamos. A poca distancia, junto a una llanura de esparto verde oscuro, los caballos pastaban.
  Mahomed ordenó:
  —¡Al galope!
  Y llegamos, como un huracán, al centro del campamento.
  Las mujeres, aterradas, cubiertas de jirones blancos, pendientes de su cintura, entraban de prisa en las tiendas, trotando y encorvándose, aullando como bestias cazadas en lazo. Los hombres, al contrario, aparecían por todas partes dispuestos a defenderse.
  Fuimos derechos hacia la tienda mayor, la del jefe de la tribu.
  No desenvainamos y seguimos a Mahomed, que galopaba de un modo singular. Se mantenía inmóvil sobre la silla, mientras el caballo se agitaba furiosamente. Y la tranquila postura del caballero y sus largos bigotes contrastaban con la viveza del animal.
  El jefe indígena salió de su tienda cuando nos detuvimos.
  Era un moro alto y delgado, con los ojos muy brillantes, la frente muy curva y las cejas arqueadas.
  Preguntó en árabe:
  —¿Qué buscáis?
  Mahomed le respondió en el mismo idioma:
  —¿Eres tú quien ha matado a un viajero inglés?
  El moro dijo con voz potente:
  —No debo sufrir de ti un interrogatorio.
  Zumbaba, preparándose la tormenta. Los moros acudían de todas partes, nos rodeaban, oprimiéndonos, encerrándonos en su círculo, vociferando.
  Parecían feroces aves de rapiña, con su nariz encorvada, su rostro descarnado, sus alquiceles agitados por sus movimientos.
  Mahomed sonreía, con el turbante ladeado y los ojos encendidos; en sus mejillas carnosas y arrugadas palpitaba un goce interior.
  Gritó, con voz atronadora, dominando los clamores:
  —¡La muerte, al que da la muerte!
  Y apuntó su revólver hacia el rostro del jefe de la tribu. A través del humo, vi salir del cráneo del moro la sangre y el cerebro enrojecido. Cayó abriendo los brazos, como alas, porque levantaron su flotante albornoz.
  De pronto, creí que habla llegado nuestra última hora. Tal era el tumulto que nos envolvía.
  Mahomed había desenvainado; nosotros lo hicimos también. Gritó, apartando con un molinete a los que tenía más cerca:
  —La vida para los que se rindan; la muerte para los otros.
  Y cogiendo con su hercúlea mano al más próximo, lo echó sobre la silla y le ató los brazos por detrás, vociferando:
  —Haced lo que yo hago y matad a los que se resistan.
  En cinco minutos habíamos amarrado más de veinte moros. Luego perseguimos a los que huían, y logramos alcanzar a unos treinta.
  Por toda la llanura se veían motas blancas, alejándose. Las mujeres llevaban a sus hijos, lanzando clamores agudos. Los perros amarillos, semejantes a los chacales, se acercaban ladrando y enseñando los dientes.
  Mahomed, que parecía loco de placer, saltó del caballo, cogiendo en seguida la cuerda larga que yo llevé:
  —Atención, muchachos; apeaos dos.
  Entonces hizo una cosa terrible y divertida: una sarta de prisioneros o, más bien, una sarta de ahorcados. Ató un extremo de la cuerda larga en los brazos del primer cautivo, luego se la pasó por el cuello con una lazada corrediza y fue sujetándolos así uno a uno; primero a los brazos, después al cuello. Nuestros cincuenta prisioneros se hallaron pronto atados en tal forma, que a cualquier movimiento que hiciese alguno se ahogaba. Cualquier movimiento de los brazos apretaba el nudo en el cuello. Se veían obligados a caminar acompasadamente, sin desviarse en modo alguno, so pena de caer como liebres en el lazo.
  Cuando estuvo terminada esa extraña tarea, Mahomed dijo:
  —Esto es la cadena árabe. Ahora sujete uno con el pie la punta delantera de la cuerda y otro la de atrás. Y esto basta para que nadie se mueva.
  Lo hicimos como decía, y la rastra de blancos alquiceles quedó inmóvil, como petrificada.
  —Y ahora, comamos—dijo el sargento.
  Encendimos lumbre y asamos un cordero.
  Luego comimos también dátiles que había en las tiendas, bebimos leche y recogimos algunas joyas de plata olvidadas por los fugitivos.
  Terminábamos tranquilamente nuestra comida, cuando apareció sobre un collado próximo una muchedumbre singular. Eran las mujeres que habían huido; sólo se veían mujeres. Y se acercaban corriendo. Se lo hice notar a Mahomed-Fripouille.
  Sonrió, diciendo:
  —¡Es el postre!
  —¡Sí! ¡El postre!
  Llegaron; galopaban furiosamente y nos asediaban; iban armadas con alfanjes y cuchillos, picas de las tiendas y cacerolas de hierro.
  Mahomed gritó:
  —¡A caballo!
  ¡Ya era tiempo!
  El ataque fue terrible. Volvían para rescatar a los prisioneros cortando la cuerda. El sargento comprendió el peligro y, furiosamente, gritó:
  —¡A sablazo limpio!
  Y como nadie le obedeciera, quedando inmóviles, turbados ante aquella invasión extraña, resistiéndonos a matar mujeres, él solo se lanzó hacia la turba femenina.
  Y dió una carga, manejando el sable como un endemoniado, con tal furia y tal presteza, que a cada instante se veía rodar por el suelo un bulto blanco.
  Estuvo de tal modo terrible, que las mujeres, acobardadas, huyeron más de prisa que atacaron, dejando una docena de muertos y heridos, cuya sangre salpicaba las vestiduras.
  Y Mahomed, agitado, se acercó a nosotros repitiendo:
  —Retirémonos, retirémonos; volverán pronto.
  Y nos fuimos conduciendo a nuestros prisioneros, rígidos, porque temían estrangularse.
  A la mañana siguiente, daban las doce cuando llegamos a Boghas con nuestra sarta de moros. Se habían ahogado seis por el camino. Y muchas veces había sido necesario aflojar algunas lazadas que se corrían. El menor movimiento desacompasado amenazaba de muerte a una docena de cautivos.
  El capitán cayó. Yo no hice ningún comentario. Meditando acerca de un país en donde podían suceder tales cosas, miraba al cielo azul oscuro, en cuya inmensidad lucían ya infinitas estrellas.