MARROCA


    Me has pedido, amigo mío, que te enviara mis impresiones, mis aventuras, y sobre todo mis historias de amor en esta tierra africana que me atraía hace tanto tiempo. Te reías mucho, de antemano, de mis ternuras negras, como las llamabas; y me veías ya regresar seguido por una mujerona de ébano tocada con un pañuelo amarillo y bamboleándose con ropas resplandecientes.
    Ya llegara el turno de las morenazas, sin duda, pues he visto algunas que me han dado ciertas ganas de empaparme en esa tinta; pero he tropezado para mi estreno con algo mejor y singularmente original.
    Me has escrito, en tu última carta:
    «Cuando sé cómo se ama en un país, conozco ese país para describirlo, aun sin haberlo visto nunca.» Pues has de saber que aquí se ama violentamente. Se nota, desde los primeros días, una especie de tembloroso ardor, una agitación, una brusca tensión de los deseos, un nerviosismo que corre por la yema de los dedos, que sobreexcitan hasta exasperarlas nuestras potencias amorosas y todas nuestras facultades de sensación física, desde el simple contacto de las manos hasta esa innombrable necesidad que tantas tonterías nos hace cometer.
    Entendámonos. Yo no sé si lo que vosotros llamáis amor del corazón, amor de las almas, si el idealismo sentimental, el platonismo, a fin de cuentas, puede existir bajo este cielo; e incluso lo dudo. Pero el otro amor, el de los sentidos, que tiene su lado bueno, y muy bueno, es verdaderamente terrible en este clima. El calor, esa constante quemazón del aire que enardece, esas ráfagas sofocantes del Sur, esas oleadas de fuego llegadas del gran desierto, tan próximo, ese pesado siroco, más devastador, más agostador que las llamas, ese perpetuo incendio de un continente entero quemado hasta las piedras por un enorme y devorador sol, abrasan la sangre, enloquecen la carne, embrutecen.
    Pero ya llego a mi historia. No te digo nada de los primeros tiempos de mi estancia en Argelia. Tras haber visitado Bona, Constantina, Biskra y Sétif, vine a Bugía por las gargantas del Chabet y una incomparable ruta entre los bosques de Cabilia, que sigue el mar dominándolo desde doscientos metros, y serpentea según los festones de la alta montaña, hasta este maravilloso golfo de Bugía, tan hermoso como el de Nápoles, como el de Ajaccio y como el de Douarnenez, los más admirables que conozco. Exceptúo de mi comparación esa inverosímil bahía de Porto, ceñida de granito rojo, y poblada por los fantásticos y sangrientos gigantes de piedra llamados las «Calanche» de Piana, en la costa oeste de Córcega.
    De lejos, de muy lejos, antes de rodear la gran cuenca donde duerme el agua pacífica, se divisa Bugía. Está construida en las pronunciadas laderas de un monte muy elevado y coronada por bosques. Es una mancha blanca en esa pendiente verde; diríase la espuma de una cascada que cae hacia el mar.
    En cuanto puse los pies en esta pequeñita y encantadora ciudad, comprendí que me iba a quedar mucho tiempo. Por doquier los ojos abarcan un auténtico círculo de cimas ganchudas, dentadas, picudas, y extrañas, tan cerrado que apenas se descubre el mar abierto, y el golfo parece un lago. El agua azul, de un azul lechoso, es de admirable transparencia; y el cielo de azur, de un azur espeso, como si le hubieran dado dos capas de color, despliega sobre él su sorprendente belleza. Parecen mirarse el uno en el otro y reflejarse mutuamente.
    Bugía es la ciudad de las ruinas. En el muelle, al llegar, se encuentran unos restos magníficos que parecen de ópera. Es la vieja puerta sarracena, invadida por la hiedra. Y en los bosques montuosos que rodean la ciudad, ruinas por todas partes, lienzos de murallas romanas, trozos de monumentos sarracenos, vestigios de construcciones árabes.
    Había alquilado en la ciudad alta una casita moruna. Ya conoces esas moradas, descritas tan a menudo. No tienen ventanas a la calle, pero un patio interior las ilumina de arriba abajo. En el primero hay una gran sala fresca donde se pasan los días, y encima de todo una terraza donde se pasan las noches.
    Me adapté en seguida a las costumbres de los países cálidos, es decir a dormir la siesta después del almuerzo. Es la hora sofocante de África, la hora en que no se respira, la hora en que las calles, las llanuras, las largas carreteras cegadoras están desiertas, en que todos duermen, o al menos intentan dormir, con la menos ropa posible.
    Yo había instalado en mi sala de columnitas de arquitectura árabe un mullido diván, cubierto de tapices de Djebel-Amour. Me tendía en él más o menos en traje de Adán,  pero no podía descansar apenas, torturado por mi continencia.
    ¡Oh!, amigo mío, hay dos suplicios de esta tierra que no te deseo que conozcas: la falta de agua y la falta de mujeres. ¿Cuál es más espantoso? No lo sé. En el desierto, se cometería cualquier infamia por un vaso con agua clara y fría. ¿Qué no se haría en ciertas ciudades del litoral por una guapa moza fresca y sana? ¡Pues las mozas no faltan, en África! Al contrario, abundan; pero, por seguir con mi comparación, son todas tan dañinas y corrompidas como el líquido fangoso de los pozos saharianos.
    Ahora bien, un día, más nervioso que de costumbre, intentaba, aunque en vano, cerrar los ojos. Mis piernas vibraban como si las pincharan por dentro; una angustia inquieta me hacía dar vueltas a cada momento sobre mis tapices. Por fin, sin poder aguantar más, me levanté y salí.
    Era en julio, en una tarde tórrida. En los adoquines de las calles se hubiera podido cocer pan; la camisa, empapada en seguida, se pegaba al cuerpo; y en todo el horizonte flotaba un leve vapor blanco, ese vaho ardiente del siroco, que parece calor palpable.
    Baje hacia el mar; y, bordeando el puerto, empecé a seguir la ribera a lo largo de la linda bahía donde están los baños. La montaña escarpada, cubierta de matorral, de altas plantas aromáticas de aromas poderosos, se redondea en círculo en torno a esta cala donde se bañan, todo a lo largo de la orilla, grandes rocas pardas.
    Nadie fuera; nada se movía; ni un grito de animal, ni un vuelo de pájaro, ni un ruido, ni siquiera un chapoteo, pues hasta el mar inmóvil parecía entumecido por el sol. Pero en el aire quemante creí percibir una especie de zumbido de fuego.
    De repente, tras una de las rocas semiahogadas en la onda silenciosa, adiviné un ligero movimiento y, volviéndome, distinguí, tomando un baño, y creyéndose completamente sola en aquella hora abrasadora, a una chica alta y desnuda, sumergida hasta los senos. Volvía la cabeza hacia el mar abierto, y saltaba suavemente, sin verme.
    Nada más asombroso que este cuadro: aquella hermosa mujer en el agua transparente como el cristal, bajo la luz cegadora. Pues era maravillosamente bella, la mujer, alta, modelada como una estatua.
    Se dio la vuelta, lanzó un grito y, nadando un poco y andando otro poco, se escondió por completo detrás de su roca.
    Como tenía que acabar saliendo, me senté en la orilla y esperé. Entonces mostró muy despacio su cabeza sobrecargada de pelo negro sujeto de cualquier manera. Su boca era ancha, de labios gruesos y prominentes, sus ojos enormes, descarados, y toda su carne un poco tostada por el clima parecía una carne de marfil antiguo, dura y suave, de buena raza, teñida por el sol de los negros.
    Me gritó: «Váyase.» Y su voz llena, un poco fuerte como toda su persona, tenía un acento gutural. No me moví. Agregó: «No está bien que se quede ahí, señor.» Las erres, en su boca, rulaban como carretillas. No me moví de donde estaba. La cabeza desapareció.
    Transcurrieron diez minutos; y el pelo, luego la frente, luego los ojos volvieron a mostrarse con lentitud y prudencia, como hacen los niños cuando juegan al escondite para observar al que los busca.
    Esta vez tenía una pinta furiosa; gritó: «Va a hacer que me ponga enferma. No me marcharé mientras esté usted ahí.» Entonces me levanté y me fui, aunque no sin volverme con frecuencia. Cuando consideró que yo estaba bastante lejos, salió del agua medio agachada, dándome la espalda, y desapareció en un hueco de la roca, tras una falda colgada en la entrada.
    Volví al día siguiente. Estaba otra vez bañándose, pero vestida con un bañador enterizo. Se echó a reír mostrándome sus dientes brillantes.
    Ocho días después, éramos amigos. Otros ocho días, y lo fuimos aún mas.
    Se llamaba Marroca, un mote, sin duda, y pronunciaba esa palabra como si contuviera quince erres. Hija de colonos españoles, se había casado con un francés llamado Pontabéze. Su marido era funcionario del Estado. Nunca supe con exactitud cuáles eran sus funciones. Comprobé que estaba muy ocupado, y no pregunté más.
    Entonces, cambiando la hora de su baño, ella vino todos los días después del almuerzo a dormir la siesta en mi casa. ¡Qué siesta! ¡Si a eso se le llama descansar!
    Era realmente una chica admirable, de un tipo un poco brutal, pero soberbio. Sus ojos parecían siempre brillantes de pasión; su boca entreabierta, sus dientes puntiagudos, su misma sonrisa tenían algo de ferozmente sensual; y sus extraños senos, alargados y erguidos, agudos, como peras de carne, elásticos como si encerrasen muelles de acero, le daban a su cuerpo un algo de animal, la convertían en una especie de ser inferior y magnífico, de criatura destinada al amor desordenado, y despertaban en mí la idea de las obscenas divinidades antiguas cuyas libres ternuras se desplegaban en medio de hierbas y hojas.
    Nunca mujer alguna llevó en sus entrañas deseos más insaciables. Sus sañudos ardores y sus brazos clamorosos, con rechinar de dientes, convulsiones y mordiscos, iban seguidos casi al punto por adormilamientos tan profundos como la muerte. Pero se despertaba bruscamente en mis brazos, dispuesta a nuevos abrazos, con la garganta henchida de besos.
    Su alma, por lo demás, era tan simple como dos y dos son cuatro, y una sonora risa suplía su pensamiento.
    Orgullosa por instinto de su belleza, la horrorizaban los velos, incluso los más ligeros; y circulaba por mi casa, corría, brincaba con un impudor inconsciente y atrevido. Cuando estaba al fin ahíta de amor, agotada por los gritos y el movimiento, dormía a mí lado en el diván, con un sueño profundo y apacible; mientras, el calor abrumador hacía despuntar sobre su piel morena minúsculas gotas de sudor, desprendía de ella, de sus brazos alzados sobre la cabeza, de todos sus repliegues secretos, ese olor salvaje que agrada a los machos.
    A veces volvía por la noche, pues su marido estaba de servicio no sé dónde. Nos tumbábamos entonces en la terraza, apenas envueltos en finos y flotantes tejidos orientales.
    Cuando la gran luna iluminante de los países cálidos se desplegaba de lleno en el cielo, alumbrando la ciudad y el golfo con su marco redondeado de montañas, distinguíamos entonces en todas las demás terrazas como un ejército de silenciosos fantasmas tumbados que a veces se levantaban, cambiaban de sitio y volvían a acostarse bajo la tibieza lánguida del cielo aplacado.
    A pesar de la claridad de esas noches africanas, Marroca se empeñaba en quedarse desnuda también bajo los claros rayos de la luna; no le preocupaban nada todos los que podían vernos, y a menudo lanzaba por la noche, pese a mis temores y mis ruegos, largos gritos vibrantes, que hacían aullar a lo lejos a los perros.
    Una noche que yo dormitaba, bajo el ancho firmamento embadurnado de estrellas, vino a arrodillarse en mi alfombra y, acercando a mi boca sus grandes labios prominentes, me dijo:
    «Tienes que venir a dormir a mi casa.»
    Yo no comprendía. « ¿A tu casa? ¿Cómo?
    —Sí, cuando mi marido se marche, tú vendrás a dormir en su sitio.»
    No pude dejar de reírme.
    « ¿Y para qué, si tú vienes aquí? »
    Prosiguió, hablándome en la boca, echándome su aliento cálido al fondo de la garganta, mojando mi bigote con su soplo: «Es para tener un recuerdo.» Y la erre de recuerdo se arrastró un buen rato con un estruendo de torrente sobre rocas.
    Yo no acababa de coger su idea. Me pasó los brazos por el cuello. «Cuando ya no estés allí, pensaré en ti. Y cuando bese a mi marido, me parecerá que eres tu.»
    Y las erres adquirían en su voz fragores de truenos familiares.
    Murmuré, enternecido y divertidísimo:
    «Estás loca. Prefiero quedarme en casa.»
    En efecto, no siento la menor afición a las citas bajo un techo conyugal; son ratoneras en las que siempre han cogido a los imbéciles. Pero me rogó, me suplicó, y hasta lloró, añadiendo: «Ya verás cómo te querré.» Te querrrré resonaba a la manera de un redoble de tambor tocando a la carga.
    Su deseo me parecía tan singular que no me lo explicaba; después, pensando sobre él, creí desentrañar cierto odio profundo a su marido, una de esas secretas venganzas de mujer que engaña con deleite al hombre aborrecido, y encima quiere engañarlo en su casa, en sus muebles, entre sus sábanas.
    Le dije: «¿Tu marido es muy malo contigo?»
    Puso cara de enfadada: «Oh, no, muy bueno.»
    —Pero tú no lo quieres, ¿no?
    Me clavó sus grandes ojos asombrados.
    «Sí, lo quiero mucho, al contrario, mucho, mucho, pero no tanto como a ti, corazón mío.»
    No entendía ya nada, y mientras trataba de adivinar, ella oprimió mi boca con una de esas caricias cuyo poder conocía, y luego murmuró: «¿Vendrás, dime?»
    Yo me resistía, sin embargo. Entonces ella se vistió en seguida y se marchó.
    Estuvo ocho días sin aparecer. El noveno día, se detuvo muy seria en el umbral de mi cuarto y preguntó:
    « ¿Vendrás a dorrmirr esta noche a mi casa? Si no vienes, me marrcho.»
    Ocho días son muchos, amigo mío, y, en África, esos ocho días valían por un mes. Grité: «Sí», y abrí los brazos. Se arrojó en ellos.
    Me esperé, por la noche, en una calle vecina, y me guié.
    Vivían cerca del puerto, en una casita baja. Crucé primero una cocina donde el matrimonio hacía las comidas, y penetré en el dormitorio encalado, limpio, con fotografías de parientes en las paredes y flores de papel en fanales. Marroca parecía loca de alegría; saltaba, repetía: «Por fin en nuestra casa, por fin en tu casa.»
    Actué, en efecto, como si estuviera en mi casa.
    Estaba un poco molesto, lo confieso, e incluso inquieto. Como dudaba, en aquella casa desconocida, en desprenderme de cierta prenda sin la cual un hombre sorprendido resulta tan torpe como ridículo, e incapaz de toda acción, ella me la arrancó a la fuerza y se la llevó a la habitación contigua, con toda mi otra ropa.
    Recobré por fin mi confianza y se lo probé por todos los medios, hasta tal punto que al cabo de dos horas no pensábamos aún en descansar, cuando nos hicieron estremecernos unos violentos golpes asestados contra la puerta; y una voz fuerte de hombre gritó: «Marroca, soy yo.»
    Ella dio un salto: «¡Mi marido! Rápido, métete debajo de la cama.» Busqué enloquecido mi pantalón, pero ella me empujó, jadeante: «Hale, hale.»
    Me tumbé de bruces y me deslicé sin murmurar bajo aquella cama, sobre la cual me encontraba tan bien.
    Entonces ella pasó a la cocina. La oí abrir un armario, cerrarlo, después regresó trayendo un objeto que no distinguí, pero que dejó vivamente en alguna parte; y, como su marido perdía la paciencia, le respondió con una voz fuerte y tranquila: «No encuentrrro las cerrillas»; y después, de pronto: «Aquí están; ya te abrrro.» Y abrió.
    El hombre entró. No vi sino sus pies, unos pies enormes. Si el resto era proporcionado, debía de ser un coloso.
    Oi besos, una palmada sobre la carne desnuda, una risa; después él dijo, con acento marsellés: «Se me olvidó el monedero, tuve que volver. Y, lo que es tú, parece que dormías a gusto.» Fue hacia la cómoda, buscó un buen rato lo que necesitaba; después, como Marroca se había tumbado en la cama como si estuviera abrumada de cansancio, regresó hacia ella, y sin duda trató de acariciarla pues ella le lanzó, con frases irritadas, una metralla de erres furiosas.
    Los pies estaban tan cerca de mí que me daban unas ganas locas, estúpidas, inexplicables, de tocarlos suavemente. Me contuve.
    Como sus proyectos no tenían éxito, el se amoscó. «Eres muy mala hoy», dijo. Pero se resignó. «Adiós, pequeña.» Sonó un nuevo beso; después los grandes pies se dieron la vuelta, me mostraron sus clavos al alejarse, pasaron a la habitación contigua; y la puerta de la calle volvió a cerrarse.
    ¡Estaba salvado!
    Salí lentamente de mi retiro, humilde y lastimoso, y mientras Marroca, que seguía desnuda, bailaba una giga a mi alrededor riendo a carcajadas y aplaudiendo, me deje caer pesadamente en una silla. Pero me levanté de un salto: una cosa fría yacía debajo, y como no estaba más vestido que mi cómplice, su contacto me había sobrecogido. Me di la vuelta.
    Acababa de sentarme sobre una pequeña hacha de cortar astillas, afilada como un cuchillo. ¿Cómo había llegado a aquel lugar? No la había visto al entrar.
    Marroca, al ver mi sobresalto, se ahogaba de gozo, lanzaba gritos, tosía, con las dos manos sobre el vientre.
    Esa alegría me parecía desplazada, inconveniente. Nos habíamos jugado estúpidamente la vida; aún me corrían escalofríos por la espalda, y aquellas risas locas me herían un poco.
    «¿Y si tu marido me hubiera visto?», le pregunté.
    Respondió: «No había peligro.
    —¿Cómo? No había peligro. ¡Es el colmo! Le bastaba con haberse bajado para encontrarme.»
    Ya no se reía; se limitaba a sonreír, mirándome con sus grandes ojos inmóviles, en los que germinaban nuevos deseos.
    «No se habría bajado.»
    Yo insistí: «¡No me digas! Con que se le hubiera caído el sombrero, habría tenido que recogerlo, y entonces... ¡Bueno estaba yo con el traje que llevo! »
    Puso sobre mis hombros sus brazos redondos y vigorosos y bajando el tono, como si me hubiera dicho: «Te adorro», murmuró: «Entonces, no se habría vuelto a levantar.»
    Yo no entendía nada:
    «¿Y eso por qué?»
    Guiñó un ojo con malicia, alargó la mano hacia la silla donde yo acababa de sentarme; y su dedo extendido, el pliegue de su mejilla, sus labios entreabiertos, sus dientes puntiagudos, claros y feroces, todo eso me mostraba la pequeña hacha de cortar astillas, cuyo afilado corte relucía.
    Hizo ademán de cogerla; después, atrayéndome hacia sí con el brazo izquierdo, pegando su cadera a la mía, ¡con el brazo derecho esbozó el movimiento que decapita a un hombre de rodillas!...
    Ahí tienes, querido mío, ¡cómo se entienden aquí los deberes conyugales, el amor y la hospitalidad!