MI TÍO SOSTHENE

A Paul Ginisty.


     Mi tío Sosthene era un librepensador como hay muchos, un librepensador por necedad. Es muy frecuente también ser religioso por la misma causa. Le bastaba con ver a un sacerdote para que le diesen unos furores inconcebibles, le enseñaba el puño, les sacaba los cuernos y tocaba hierro a sus espaldas, lo que indica ya una creencia en el mal de ojo. Ahora bien, cuando se trata de creencias infundadas, o se tienen todas, o no se tiene ninguna. Yo, que también soy librepensador, es decir, un rebelde contra todos los dogmas que ha inventado el miedo a la muerte, no siento cólera contra los templos, aunque sean católicos apostólicos romanos, protestantes, ortodoxos rusos, cismáticos griegos, budistas, judíos o musulmanes. Y además yo tengo una manera de considerarlos y de explicarlos. Un templo es un homenaje a lo desconocido. Cuando más se desarrolle el pensamiento, más disminuye lo desconocido, y desaparecen más los templos. Pero, en lugar de poner en ellos incensarios, yo colocaría telescopios, microscopios y centrales eléctricas ¡Eso es!
     Mi tío y yo diferíamos en casi todas las cuestiones. Él era patriota y yo no lo era, pues el patriotismo es también una religión. Es el germen de las guerras.
     Mi tío era francmasón, y yo considero a los francmasones más necios que a las viejas beatas. Es mi opinión y la sostengo. Para tener una religión, me bastaría con la antigua.
     Esos bobos no hacen más que imitar a los curas. Tienen por símbolo un triángulo en vez de una cruz. Tienen iglesias, a las que llaman logias, con un montón de cultos diversos: el rito escocés, el rito francés, el gran oriente, y una serie de pamplinas para reventar de risa.
     Además, ¿qué es lo que quieren? Socorrerse mutuamente haciéndose cosquillas en la palma de la mano. No veo ningún mal en ello. Han puesto en práctica el precepto cristiano: “Socorreos los unos a los otros.” La única diferencia consiste en el cosquilleo. Pero ¿vale la pena hacer tantas ceremonias para dar cien sueldos a un pobre diablo? Los religiosos, para quienes la limosna y la ayuda son un deber y un oficio, dibujan al frente de sus epístolas tres letras: J. M. J. Los francmasones ponen tres puntos detrás de su nombre. ¡Contrarios, pero compinches!
     —Justamente, nosotros erigimos religión contra religión—solía contestarme mi tío—. Hacemos del libre pensamiento el arma que matará al clericalismo. La francmasonería es la ciudadela donde se enrolan todos los demoledores de divinidades.
     —Pero, querido tío—en el fondo yo quería decir “viejo chocho”, le respondía—, eso es precisamente lo que le reprocho. En lugar de destruir, ustedes organizan la concurrencia; eso hace bajar los precios, pero nada más. Y todavía si ustedes no admitiesen en sus filas más que a librepensadores, lo comprendería; pero aceptan a todo el mundo. Tenéis a católicos en masa, incluso a jefes de partido. Pío noveno fue de los vuestros, antes de ser Papa. Si a una organización que está compuesta de esa manera la llaman ustedes ciudadela del clericalismo, me parece muy débil vuestra ciudadela.
     Entonces mi tío, guiñándome un ojo, añadía:
     —Nuestra verdadera acción, nuestra acción más formidable se realiza en la política. Minamos, de una manera continua y segura, el espíritu monárquico.
     — ¡Ah, sí, ustedes son muy astutos—no pude por menos de estallar esta vez—. Si usted me dice que la francmasonería es una fábrica para las elecciones, estoy de acuerdo; que sirve de máquina para hacer que se vote por los candidatos de todas las tendencias, no lo negaré jamás; que no tiene otra misión más que burlarse del sano pueblo, de reclutarlo para hacerle ir a las urnas igual que se envía a los soldados a la guerra, seré de vuestra opinión que es útil, incluso indispensable para todas las ambiciones políticas, porque transforma a cada uno de sus miembros en agente electoral, exclamaré: “¡ Eso está más claro que el sol!” Pero si usted pretende hacerme creer que sirve para minar el espíritu monárquico me río de usted. ¡ Piense un poco en esa vasta y misteriosa asociación democrática que tiene por gran maestre, en Alemania al príncipe heredero, y en Rusia, al hermano del zar; de la que forman parte el rey Humberto y el príncipe de Gales, y todas las testas coronadas del globo!
      Esta vez mi tío me dijo al oído.
     —Es verdad, pero todos esos príncipes sirven a nuestros proyectos sin darse cuenta.
     —Y recíprocamente ¿no es verdad? y añadí para mí: “¡Qué pila de necios!”
     Y era digno de ver a mi tío cuando ofrecía una cena a un francmasón.
     Primero se encontraban y se tocaban las manos con un aire misterioso completamente cómico, y se los veía entregarse a una serie de presiones secretas. Cuando yo quería enfurecer a mi tío, no tenía más que recordarle que los perros tienen también una manera muy francmasónica de reconocerse
     Después mi tío llevaba a su amigo por los rincones, como para confiarle cosas importantes; y luego, sentados a la mesa uno enfrente del otro, tenían una manera de mirarse, de cruzar sus miradas y de beber echándose un vistazo como diciéndose constantemente: “Somos de los nuestros ¿eh?”
     ¡Y pensar que hay así millones de seres sobre la tierra que se divierten con estos melindres! Antes preferiría ser jesuita.

* * *


     Pues bien, había en nuestra ciudad un viejo jesuita que era la oveja negra de mi tío Sosthene. Cada vez que se lo encontraba, o simplemente con que lo viese desde lejos, refunfuñaba:
     — ¡Vaya crápula! —y después cogiéndome por un brazo, me confiaba al oído—: Ya verás cómo ese miserable me causará algún daño tarde o temprano. Lo presiento.
     Mi tío decía la verdad Y he aquí cómo se produjo el hecho por culpa mía.
     Se avecinaba la semana santa. Entonces a mi tío se le ocurrió organizar una cena con carne para el viernes, pero una verdadera cena, con embuchado y morcilla. Me resistí todo lo que me fue posible.
     —Yo comeré carne como siempre ese día—le decía—, pero completamente solo, y en mi casa. Es absurda su manifestación. ¿Por qué manifestarse?.Es que os molesta que haya gente que no coma carne?
     Pero mi tío no cejó. Invitó a tres amigos al primer restaurante de la ciudad y, como era él quien pagaba, no rehusé tampoco manifestarme.
     Desde las cuatro, ocupábamos una mesa en el sitio más a la vista del Café Penélope, el más frecuentado; y mi tío Sosthene, en voz alta, decía su menú.
     A las seis nos sentamos a la mesa, y a las diez estábamos comiendo aún, y nos bebimos los cinco dieciocho botellas de buen vino, más cuatro botellas de champaña. Entonces mi tío propuso lo que llamaba la “ronda del arzobispo”. Colocaba delante de él seis vasos en fila, seis vasitos que se llenaban de licores diferentes; después había que vaciarlos uno tras otro mientras uno de los asistentes contaba hasta veinte. Era una cosa estúpida; pero mi tío lo encontraba muy “de circunstancias”.
     A las once, estaba borracho como un chantre. Hubo que llevarlo en un coche a casa, y meterlo en la cama; y ya se podía prever que su manifestación anticlerical iba a terminar en un espantosa indigestión.
     Cuando regresaba a mi alojamiento, medio achispado, pero con una embriaguez alegre, me cruzó por la mente una idea maquiavélica y que satisfacía todos mis instintos de escepticismo.
     Me ajusté la corbata, adopté un aire de desesperación, y me fui a llamar como un loco a la puerta del viejo jesuita. Era sordo, y me hizo esperar. Pero como sacudí toda la casa a puntapiés, se asomó por fin a la ventana, en gorro de dormir, y preguntó:
     —¿Qué me quieres?
     —¡Aprisa, aprisa, mi reverendo padre—grité—ábrame! ¡Un enfermo gravísimo reclama su santo ministerio!
     El buen hombre se puso inmediatamente un pantalón y bajó sin sotana. Le conté con voz jadeante que mi tío, el librepensador había sentido de repente un malestar terrible que hacía presumir una enfermedad muy grave, y que había cogido tan gran miedo a morirse, que deseaba verle, hablar con él, escuchar sus consejos, conocer mejor las creencias, acercarse a la iglesia y sin duda confesarse, y después comulgar, para dar en paz consigo mismo el temible paso.
     Y añadí en tono discutidor:
     —Él lo desea; en fin, si eso no le hace bien, tampoco le sentará mal.
     El viejo jesuita, asustado y todo tembloroso, me dijo:
     —Espérame un momento, hijo mío, ahora voy.
     Pero yo añadí:
     —Perdón, mi reverendo padre, pero no le puedo acompañar, mis convicciones no me lo permiten. Incluso me había negado a venir a buscarle a usted; además, le ruego que no confiese que me ha visto, sino que diga que una especie de revelación le ha avisado de la enfermedad de mi tío.
     El buen hombre consintió en todo, y se fue, con paso rápido, a llamar a la puerta de mi tío Sosthene. La sirvienta, que estaba cuidando al enfermo, abrió la puerta; y vi desaparecer la negra sotana en aquella fortaleza del libre pensamiento.
     Me oculté bajo un portal cercano para esperar los acontecimientos. Aunque mi tío hubiese importunado al jesuita, yo sabía que era incapaz de levantar la mano a nadie, y me preguntaba con una alegría delirante qué inverosímil escena se iba a representar ante estos dos antagonistas,  qué lucha, qué explicación, qué estupefacción qué enredo y qué desenlace tendría esta situación sin salida, que la indignación de mi tío haría más trágica aún.
     Me reía a solas hasta desternillarme de risa; y me decía a media voz: “¡Huy, qué broma más buena, qué broma más buena!”
     Sin embargo, hacía frío, y me di cuenta de que el jesuita tardaba mucho. Pensaba: “Se están despachando bien.”
     Pasó una hora y sin aparecer; y así se pasaron tres horas sin que el reverendo padre saliese. ¿Qué había sucedido? ¿ Se habría muerto mi tío de susto al verle? ¿O acaso habría matado al de la sotana? ¿O se habrían comido el uno al otro? Esta última suposición me pareció poco verosímil, pues me parecía que mi tío era incapaz en ese momento de absorber un gramo más de comida. Y amaneció.
     Inquieto, y no atreviéndome a entrar a mi vez, me acordé de que un amigo mío vivía justamente enfrente de mi tío. Fui a su casa, le conté el asunto, que le causó un gran asombro y le hizo reír mucho, y me embosqué en su ventana.
     A las nueve, mi amigo ocupó mi puesto. Estábamos desmesuradamente confusos.
     A las seis de la tarde, el jesuita salió con aire pacífico y satisfecho, y le vimos alejarse muy tranquilo.
     Algo avergonzado y tímido, llamé a la puerta de mi tío. Apareció la sirvienta; no me atrevía a preguntarle, y subí sin decir nada.
     Mi tío Sosthene, pálido, descompuesto y abatido, con la mirada apagada y los brazos inertes, yacía en su cama. En una de las colgaduras estaba clavada con un alfiler una pequeña imagen piadosa.
     Había aún un fuerte olor a indigestión en la habitación.
     —¿Qué hay, tío? ¿Está usted acostado? ¿Es que no va bien eso?—le dije.
     — ¡Ay, hijo mío, he estado muy malo, he estado a punto de morirme!—respondió con voz abatida.
     —¿Cómo ha sido eso, tío?
     —No lo sé; es muy asombroso. Pero lo más extraño es que el padre jesuita que acaba de salir de aquí, ya sabes, ese buen hombre que no podía soportar, ha tenido una revelación de mi estado y ha venido a verme.
     Me dieron unas ganas espantosas de echarme a reír.
     —¿Sí? ¿De verdad?
     —Sí, ha venido. Ha oído una voz que le decía que se levantase y que viniese, porque me iba a morir. Es una revelación.
     Hice como que estornudaba para no estallar, y me dieron ganas de revolcarme por el suelo de risa.
     Al cabo de un minuto, adopté un aire indignado, a pesar de mis impulsos de alegría:
     —¿Y usted lo ha recibido, tío, usted, un librepensador, un francmasón? ¿Y no lo ha echado a la calle?
     Mi tío pareció confuso, y balbució:
     —Pero escucha, ¡ha sido tan asombroso, tan providencial! Y además me ha hablado de mi padre, conoció a mi padre hace tiempo.
     —¿A su padre, tío?
     —Sí, parece que conoció a mi padre.
      —Pero eso no es una razón para recibir a un jesuita.
     —Lo sé, ¡pero yo estaba tan enfermo, tan enfermo! Y me ha cuidado con una gran abnegación toda la noche. Lo ha hecho perfectamente Esas gentes son un poco médicos.
     — ¡Ah, le ha cuidado toda la noche! Pero usted me ha dicho antes que había salido hacía poco de aquí...
     —Sí, es verdad. Pero como se ha portado tan excelentemente conmigo, le he invitado a comer. Ha comido en una mesita, junto a mi cama, mientras yo tomaba una taza de té.
     —¿Y... ha comido carne?
     Mi tío se ofendió, como si yo acabase de decir una cosa muy inconveniente; y luego añadió:
     —No te burles, Gaston; hay bromas que están fuera de lugar. Ese hombre ha sido en esta ocasión más afectuoso conmigo que ningún pariente; comprendo que se respeten sus convicciones.
     Esta vez me aterré. Sin embargo, contesté:
     —Muy bien, tío. Y después de comer, ¿qué han hecho ustedes?
     —Hemos jugado una partida de bésigue; luego ha rezado el rosario, mientras yo leía un librito que traía consigo, y que no está mal escrito del todo.
     — ¿Un libro piadoso, tío?
     —Sí y no, o más bien no, es la historia de sus misiones en el África central. Es más bien un libro de viajes y de aventuras. Es muy hermoso lo que esos hombres hacen por esas tierras.
     Comencé a pensar que esto iba por mal camino. Me levanté:
     —Vamos, tío, adiós; veo que va usted a abandonar la francmasonería por la religión. Es usted un renegado.
     Se quedó entonces un poco confuso y murmuró:
     —Pero la religión es una especie de francmasonería.
     —¿Cuándo vuelve su jesuita?—le pregunté.
     —Yo... yo no sé, acaso mañana..., aunque no es seguro—balbució mi tío.
     Y me fui, completamente asombrado.

     ¡Me ha salido el tiro por la culata con mi broma! Mi tío se convirtió radicalmente. Eso poco me importaba. Clerical o francmasón, para mí es lo mismo; pero lo peor es que acaba de testar, sí, de testar y de desheredarme, señor, a favor del padre jesuita.