NUESTRAS CARTAS


    Ocho horas de ferrocarril a unos les dan sueÑo y a otros los desvelan. A mí el menor viaje me agita, no permitiéndome dormir a la noche siguiente.
    Las cinco eran cuando llegué a casa de mis amigos Muret de Artús, con objeto de hospedarme unos días en su propiedad de Abelle, una casa preciosa, construida a fines del siglo pasado por uno de sus abuelos y que había pertenecido siempre a la familia. Tiene, por tanto, ese carácter de intimidad propio de los hogares habitados, amueblados y animados por las mismas gentes. Nada varía en ellos, y su espíritu persiste, su fisonomía no cambia; sus tapices no han sido arrancados nunca; fueron rozándose, decolorándose, palideciendo sobre aquellas paredes. No desechan jamás ninguno de los muebles antiguos, que sólo se apartan, de cuando en cuando, haciendo lugar a otro nuevo, el cual se halla como un recién venido entre sus mayores.
    La casa está sobre un ribazo, en el centro de un jardín, cuyo suelo va en declive hasta el río, cruzado en aquella parte por un puente de piedra. Se extienden a la otra orilla los prados, adonde llegan con su calmoso andar vacas gordas y lucidas, cuyos ojos húmedos parecen bañados en el rocío, en la vaguedad suave de la neblina y en la frescura de la verde hierba que pastan.
    Me agrada ese hogar como nos agrada lo que deseamos ardientemente poseer; voy allá todos los años con un gusto indeleble y me despido con tristeza.
    Cuando hube comido en familia, entre mis bondadosos amigos, que me trataban como a un pariente, pregunté a Pablo Muret, mi camarada:
    —¿Qué habitación me reservaste?
    —La de la tía Rosa.
    Poco después, la señora Muret de Artús, a la cual seguían sus tres retoños—dos niñas y un chiquillo travieso—me aposentó en la estancia de la tía Rosa, donde yo no había dormido nunca.
    En cuanto me vi solo examiné las paredes, los muebles, toda la fisonomía del aposento para instalar mi espíritu en él. Había entrado allí pocas veces, y distraído; sólo recordaba el retrato al pastel de la tía Rosa, y no porque me interesara poco ni mucho aquella señora vieja, con su peinado primoroso, pálida y borrosa tras el cristal. Parecía, por su aspecto, una mujer de rígidas costumbres, muy conocedora de máximas de pura moral y de buenas recetas de cocina; una de esas damas respetables que ahuyentan los goces, y son el ángel triste y lacio de las familias provincianas.
    Nunca me hablaron mis amigos de su tía Rosa; ignoraba yo en absoluto su vida y su muerte.
    ¿De qué tiempos era? ¿Cuándo murió? ¿Fue su existencia tranquila o agitada? ¿Llevó al cielo un alma pura de solterona, un alma tranquila de madre de familia, o un alma exaltada por el amor? Y a mi, ¿qué me importaba? El nombre de «tía Rosa» me parecía ridículo, indiferente, ordinario.
    Cogí una vela para contemplar su rostro sereno encerrado a bastante altura, en un marco de talla dorado. Me pareció desapacible, insignificante, hasta un poco antipático, y comencé a curiosear los muebles, que sin duda me agradarían más.
    Eran algunos de la época de Luis XVI, y los más recientes eran de la Revolución y del Directorio. Ni una silla ni un cortinaje de fecha más próxima ocuparon aquel aposento, cuyas maderas, cuyas alfombras, cuyos muebles, cuyas colgaduras conservaban como un suave perfume los recuerdos, como los conservan algunas moradas en donde la vida palpitó amando y sufriendo.
    Me acostó, pero no dormí. Después de una o dos horas de abatimiento, me levanté para escribir algunas cartas.
    Abrí un pequeño escritorio de caoba con incrustaciones de cobre, colocado entre las dos ventanas, creyendo encontrar papel y tinta, pero sólo encontré un portaplumas viejo, algo mordido por la punta. Me disponía a cerrar el mueble, cuando un punto brillante fijó mi atención; era como una cabeza de clavo dorado que sobresalía en el rincón de una tableta. La toqué y me pareció que se meneaba: entonces la agarré entre dos uñas, y al tirón cedió suavemente, saliendo. Era un largo alfiler de oro, caído y oculto en una rendija de la tabla.
    Se me ocurrió de pronto que serviría para oprimir el muelle de algún escondrijo y me puse a buscarlo. Fue tarea larga, y a las dos horas de inútiles tanteos hallé un orificio en el centro de otra rendija, simétricamente al punto donde se hallaba el alfiler. Al clavarlo, saltó una tableta, dejando al descubierto des paquetes de cartas amarillas, atadas con una cinta azul.
    Las leí todas, y copié las dos que ahora reproduzco:

    «Amiga mía: Desea usted que le devuelva sus cartas, y se las devuelvo, pero con un pesar horrible.
    »¿Teme que yo las pierda? Las tengo bajo llave. ¿Que me las roben? No es posible. Las guardo bien. ¡Son mi más preciado tesoro!
    »Su resolución me apena. Me pregunto si habrá sentido usted algún remordimiento; no de haberme querido, porque me quiere todavía, sino de haber fijado en un papel sus frases de amor apasionado, siempre que su corazón, lejos de mi, confiaba sus emociones a la pluma. Cuando amamos, sentimos deseos de confidencia, sentimos ansias de hablar o escribir, y hablamos y escribimos. Las palabras vuelan, las amorosas palabras que son armónica vibración y ternura, fugaces y ardientes, desvanecidas al punto de ser pronunciadas, dejan grato recuerdo en la memoria; pero no podemos verlas, ni acariciarlas, ni besarlas, como vemos y acariciamos lo escrito.
    »Le devuelvo sus cartas, porque usted lo desea; esa devolución me ocasiona un dolor muy grande.
    »Sin duda, su pudor se ha exaltado contra el apasionamiento de palabras imborrables; lamenta usted, alma tímida y sensible, haber escrito a un hombre que le quería, como aún le quiere. Ha recordado usted sus frases emocionadas y se ha dicho: «Lo convertiré todo en ceniza.»
    »Tranquilícese; ahí van esos papeles reveladores de una pasión que desea ocultarse. Adorándola, no sabría dejar de obedecerla. »

    *

    «Amigo mío: No me comprendió usted, ni supo adivinar. No me arrepiento ni me arrepentiré nunca de haber escrito que le quiero, y seguiré diciéndoselo en mis cartas; pero, en cuanto las haya leído, me las devolverá usted.
    »El motivo de mi exigencia nada tiene de fantástico: es una precaución. Mi cariño es culpable; tengo miedo, todo me asusta. De usted no desconfío; pero a veces la casualidad nos hace traición. Y no quiero que trascienda mi falta; debe morir conmigo.
    ¡Morir! La muerte nos acecha. Un accidente imprevisto, una caída de caballo, un lance, una enfermedad repentina, un vuelco del coche; la muerte nos acecha en todas partes, a todas horas; vivimos de milagro. Y, si guardase usted mis cartas, la muerte de usted me ocasionaría, con el dolor más grande, la vergüenza más deshonrosa.
    »¿Qué dirían su hermana, su hermano, su cuñada cuando encontrasen mis cartas?
    »¿Supone usted que me quieren bien?. Yo lo dudo. Y, además, aun cuando me adoraran, ¿es posible que, hallándose un secreto entre dos mujeres y un hombre, y siendo, por añadidura, secreto de amor, no se divulgue?
    »Sin duda no han de serle gratas mis reflexiones. Le recuerdo que ha de morir, y pongo en duda la discreción de su familia. Pero ¿no hemos de morir los dos? Y como es inevitable que uno sea el primero, no es ocioso prever los peligros que pudieran ocasionársele al otro.
    »Yo guardaré sus cartas junto a las mías, en el escondrijo de mi escritorio. Se las enseñaré cuando venga, metidas en la misma caja, como dos enamorados en un mismo sepulcro, rebosantes de amor.
    »Podría decirme usted que, si yo muero antes, mi marido encontrará las cartas.
    »No lo temo. Por de pronto, él ignora que mi escritorio tenga un escondrijo; y aunque lo sospechase, no lo buscaría, y si lo buscase y lo encontrara..., tampoco lo temo.
    »¿No le han preocupado a usted nunca las cartas amorosas que dejan al morir las mujeres?
    »A mí sí me han preocupado mucho, y las reflexiones que me ha sugerido semejante preocupación me decidieron a pedirle mis cartas.
    »Nunca, nunca una mujer quema ni rompe las cartas de amor. Toda nuestra vida, toda nuestra esperanza, todas nuestras ilusiones y los más dulces ensueños de la existencia femenina se reducen a querer y a que nos quieran.
    »Las cartas de amor nos acarician con dulces palabras; son reliquias; las mujeres gustan de los templos, y prefieren aquellos cuyos altares ocupan, donde reciben las adoraciones del hombre. Las cartas de amor son ejecutorias de belleza, de gracia y de atractivo; son el orgullo secreto de las mujeres, el tesoro de su alma. No, no; en ningún caso destruye una mujer esos ocultos y deliciosos archivos de su vida.
    »Pero nosotras morimos, como muere todo el mundo; y entonces... alguien encuentra esas cartas! ¿Quién? El marido; y ¿qué hace? Nada; las quema.
    »¡Oh! He pensado mucho en esto, mucho, mucho. Todos los días mueren mujeres que han sido amadas; los vestigios y las pruebas de su desliz caen en las manos del marido, y nunca se produce un escándalo ni se provoca un lance por esta causa.
    »Tal es el corazón del hombre. Se venga, se bate con quien le deshonra, mientras ella vive; jamás cuando ella muere. ¿Por qué?... Sí, ¿por qué? Lo ignoro. Pero es indudable que las pruebas halladas entre los papeles de una muerta son cenizas, olvido, perdón; y el marido continúa estrechando la mano del amante, muy satisfecho de haber sido él quien hallase las cartas, porque así pudo cuidadosamente destruirlas.
    ¡Oh! Cuántos conozco, entre mis amigos, que han debido de quemar un paquete de cartas, que fingen ignorar el pasado, y que se habrían batido como tigres. hallando las pruebas poco antes, cuando la mujer vivía. Pero ha muerto, y todo cambia; todo, hasta el honor. La tumba purifica; no llegan tan lejos los disgustos matrimoniales. Vea usted cómo yo puedo guardar impunemente nuestras cartas, que serían para los dos, en manos de usted, un peligro.
    »Atrévase a decir que me falta razón.
    »Adiós. Mil besos.
    Rosa. »
    *

    Miré al retrato de la tía Rosa. contemplando su rostro arrugado, grave, un poco malévolo, y me hizo pensar en todas las almas femeninas que apenas conocemos, creyéndolas muy diferentes de lo que son en realidad, sin comprender su astucia instintiva y suave, su inocente doblez; y un verso del poeta Vigny acudió a mi memoria:

    Toujours ce compagnon don le Coeur n’est pas sur (1)

   
    (1) Siempre ese compañero cuyo corazón no es seguro.