NUESTROS INGLESES

   
    Un cuadernito yacía en el mullido asiento del vagón. Lo cogí, hojeándolo con cierta curiosidad. Era un Diario de viaje olvidado sin duda por su dueño.
    Copio a continuación las tres últimas páginas.
    *
    1 de febrero
    Mentón, capital de los tísicos; famosa por sus tubérculos pulmonares. En absoluto diferentes del tubérculo llamado patata, que vive y retoña en la tierra para servir de alimento al hombre y engordarlo; esa humana vegetación adquiere desarrollo a expensas de la carne del hombre y, a su vez, alimenta y engrasa la tierra.
    Me dio a conocer semejante definición, muy gráfica y algo científica, un sabio médico del país.
    Busco un hotel. Me indican el Gran Hotel de Rusia, de Inglaterra, de Alemania y de Holanda.
    Rindiendo culto a la inteligencia cosmopolita del fondista, me quedo en aquel hospital que me parece deshabitado, tal vez por sus enormes anchuras.
    Luego doy un vistazo a la habitación, agradable y resguardada por una montaña imponente (véanse las descripciones en las Guías). Tropiezo con personas que tienen semblantes melancólicos, los enfermos, y las acompañan otras personas con semblantes aburridos. Algunos usan aquí tapabocas, (Aviso a los naturalistas que temen su completa desaparición.)
    Las seis. La hora de comer. Ocupa la mesa un salón inmenso en donde podrían acomodarse trescientos huéspedes, pero sólo se sientan veintidós. Llega primero un inglés, larguirucho y afeitado; lleva una levita de mucho vuelo y muy entallada, cuyas mangas oprimen sus brazos esqueléticos, lo mismo que oprime al paraguas la funda. Recuerda el uniforme civil de los antiguos militares, el de los inválidos, la sotana de algunos clérigos y luce por delante una fila de botones, también forrados de paño negro, y tann juntos como un reguero de hormigas. Frente a ellos, una fila de ojales que parecen abrirse con el deseo de abrocharlos, inspiran ideas viciosas.
    El chaleco está cerrado por el mismo sistema. Embutido en sus vestiduras, el inglés no aparenta un carácter alegre. Me saluda, y respondo a su cortesía.
    Entran luego tres damas inglesas: la madre y dos hijas. Toda lucen sobre su cabeza un tocado de huevo batido, lo cual me sorprende. Las hijas y la madre representan la misma edad. Son igualmente descarnadas, huesudas, tiesas, descoloridas. Y asoman unos largos dientes entre los labios para infundir terror a los manjares y a los hombres.
    Llegan más huéspedes, ingleses todos. Uno, solamente uno, es gordo y colorado, con patillas blancas. Todas las mujeres—y son catorce—lucen sobre su cabeza un tocado como de huevo batido. Noto que aquel entremés que se han encasquetado todas, a manera de sombrero, está construido con encajes blancos o tul espumoso; no lo sé a punto fijo. Pero no parece cosa dulce. Todas aquellas mujeres presentan el aspecto de conservas en vinagre, aun cuando cinco son jóvenes y bastante agraciadas, a pesar de sus perfiles rectos y escurridos y su expresión desengañada.
    Recuerdo una estrofa del poeta Bouilhet:

¡Qué importa que tu pecho no tenga exuberancias!
Así hallaré más próximo tu amante corazón.
Tu delgadez informe acorte las distancias
y de tus pobres huesos en el tenue armazón,
me alegra—como un mirlo que sobre un pie dormita
en su jaula encerrado —el amor que me incita.

   
    Dos ingleses, bastante jóvenes, entran, oprimidos por sus levitas eclesiásticas. Son sacerdotes laicos, pastores protestantes, casados y con hijos. Parecen más pulcros, más reverendos y menos amables que nuestros curas. Yo no cambiaría una cuba de éstos por un barril de los otros. Cada cual tiene sus gustos.
    En cuanto se hallan reunidos todos, el pastor de más categoría toma la palabra y pronuncia—en inglés, no en latín—una especie de benedicite, muy largo, que los demás oyen con recogimiento.
    Así, cuando, a pesar mío, hasta mis alimentos quedan consagrados al Dios de Israel y de Albión, comenzamos a comer la sopa.
    Reina en el salón espacioso un silencio solemne, un silencio que no debe de ser lo acostumbrado. Supongo que mi presencia resulta desagradable para la colonia inglesa, entre la cual no se había intercalado hasta entonces ningún intruso, ninguna oveja impura.
    Sobre todo las mujeres, contenidas y tirantes, como si temiesen que se les cayera en el plato su toca de huevo batido, muestran una dificultosa y grave actitud.
    El pastor de más categoría dirige algunas frases a otro pastor que come a su derecha. Como tengo la desgracia de saber inglés, puedo asombrarme al notar que prosiguen una conversación interrumpida, comentando los textos de los profetas.
    Todos atienden y reflexionan cada palabra.
    Y me atiborran—a pesar mío— de sentencias bíblicas.
    «Derramaré agua para que beba el sediento», dijo Isaías.
    Yo, ignorante, no lo sabía; como tampoco tuve, hasta el presente, conocimiento de las verdades que lanzaban Jeremías, Malaquías, Ezequiel, Gagachías y Elías.
    Aquellas verdades penetran en mis oídos y zumban en mi cerebro como abejorros.
    «El que tiene hambre reclama un alimento.»
    «En el aire viven los pájaros, como los peces en el mar.»
    «La higuera produce higos; y la palmera, dátiles.»
    «El hombre que no escucha no aprovechará lo que dice la ciencia.»
    ¡Cuánto más grandioso y más profundo es nuestro Enrique Mannier, que puso en boca de un hombre solo, de su inmortal Proudhon, tal cúmulo de sorprendentes verdades, que no dijeron tantas entre todos los profetas!
    Viendo el mar, exclamó: «Es hermoso el Océano; pero ¡cuánta extensión de tierra perdida para el cultivo! »
    Y formula en breves frases la eterna política del mundo: «Esta espada es el día más hermoso de mi existencia. La consagraré a luchar por el Gobierno que me la ofrece, y sí es necesario, a combatirlo.»
    De hallarme presentado a la sociedad inglesa que me rodea, seguramente algunas frases, elegidas entre las muchas famosas de nuestro profeta francés, hicieran mella.
    Terminada la comida, los huéspedes pasan a otro salón.
    Yo me aíslo, sentándome cómodamente. La tribu evangélica parece conspirar, apiñándose al otro extremo de la estancia inmensa.
    De pronto, una señora se dirige al piano.
    Y reflexiono: « ¡Ah! Un poco de música. ¡Me place!»
    Ocupa la banqueta, levanta la tapa y toda la colonia se arremolina en torno y la envuelve.
    ¿Se disponen a cantar una ópera?
    El pastor de más categoría, convertido en maestro de coros, hace una señal con la mano y un clamor indescriptible y horroroso fluye de todas las gargantas. ¡Entonan su cántico!
    Las mujeres chillan, los hombres mugen, los cristales retiemblan. El perro del hotel, furioso, aúlla en el patio y otro le responde con aullidos feroces desde una ventana.
    Escapo, aturdido, y voy a dar un paseo por las calles. No encontrando casino, teatro ni lugar donde cobijarme, vuelvo al hotel.
    Ellos cantan aún.
    Me acuesto. Siguen cantando. Cantarán hasta medianoche sus preces al Señor, con voces desentonadas y chillonas, las más horribles que oí en mi vida, mientras yo, turbado por el espantoso instinto de imitación, que puede arrastrar a todo un pueblo en una danza macabra, sin querer, improviso, canturreando:

    Compadezco al Señor, poderoso de Albión,
    cuyas glorias berrea la tribu en el salón.
    Si tiene más oído
    que su pueblo rendido;
    si le alegra el talento, la belleza,
    el ingenio, el placer, la gentileza,
    la mímica elegante,
    la música sentida e insinuante...
    Compadezco al señor, poderoso de Albión;
    le compadezco, sí, ¡ de todo corazón’

   
    Y cuando logré, al fin, dormirme, tuve sueños horrorosos. Vi a los profetas, cabalgando sobre los pastores y comiendo huevos batidos en descarnadas calaveras.
    ¡Horrible! ¡Horrible!

    2 de febrero.
    En cuanto despierto, pregunto al fondista si aquellos bárbaros invasores de su hotel repiten a diario su espantosa diversión.
    Y me responde, sonriente.
    —No, caballero. Ayer era domingo, y el domingo, ya lo sabe usted, lo dedican a sagradas ceremonias.
    Entonces improviso:

    Nada es sagrado para un pastor;
     ni mi descanso reparador,
    ni mi comida, ni mis oídos
    que aturde ¡bárbaro! con sus berridos.
    Como repitan—lo sabe bien—
    me voy en busca del primer tren.

    Algo sorprendido, el fondista me prometió indicarles mis quejas.
    De día, he dado un agradable paseo por la montaña.
    Por la noche, al sentarme a la mesa, soy testigo del propio benedicite. Luego vamos al salón. ¿Qué harán esta noche? Durante una hora..., nada.
    Y, de pronto, la misma señora que ayer acompañó los cánticos, se dirige al piano, lo abre—tiemblo de horror—y toca... ¡un vals!
    Las jóvenes bailan.
    El pastor de más categoría lleva el compás, golpeándose un muslo con la mano; tiene la costumbre de llevar el compás en las ceremonias. Los caballeros invitan a las damas y los huevos batidos comienzan a girar; giran, giran, giran, como si alguien continuara batiéndolos.
    ¡Vaya! ¡Eso me gusta! Después del vals, un rigodón, una polca.
    No habiendo sido presentado, mi papel se reduce a observar desde mi rincón.

    9 de febrero.

    Otro agradable paseo al vetusto Castellar, admirable ruina que aún guarda entre sus restos informes algún vestigio de su grandeza.
    Nada tan hermoso como las crestas graníticas de un castillo roquero, asomado entre las nieves de los Alpes (véanse las Guias). Un panorama delicioso.
    Durante la comida, ya que nadie puede presentarme, me presento yo mismo a la señora que se sienta junto a mi:  desparpajo francés. Ella no se digna contestarme: corrección británica.
    Por la noche, baile de ingleses.

   
    4 de febrero.

    Excursión a Mónaco (véanse la Guias).
    Por la noche, baile de ingleses. Lo presencio desde mi rincón, a distancia, como un apestado.
    5 de febrero.

    Excursión a San Remo (véanse las Guías).
    Por la noche, baile de ingleses. Continúa mi cuarentena.

   
    6 de febrero.

    Excursión a Niza (véanse las Guías).
    Por la noche, baile de ingleses. Desde la mesa me voy a la cama.

    7 de febrero.

    Excursión a Cannes (véanse las Guías).
    Por la noche, baile de ingleses. Tomo un té, refugiado en mi rincón.

    8 de febrero.

    Domingo. Ha llegado la hora de mi desquite. Nos veremos. Afectan el recogimiento propio del día sagrado, preparándose a cantar como energúmenos.
    Pero antes de la comida, me deslizo hasta el salón, cierro el piano y me guardo la llave. Después le digo al camarero que se halla de servicio en el despacho:
    —Si los ingleses piden la llave del piano, dígales que yo la he cogido, que se dirijan a mí.
    Durante la comida tratan varios puntos de la Biblia que se prestan a dudas, comentan los textos, aclaran las genealogías de los personajes bíblicos.
    Luego van al salón. Se acercan al piano. ¡Estupor! Se consultan. La tribu parece aterrada. Los huevos batidos se agitan como si quisieran volar. Después, el pastor de más categoría se aparta del grupo, sale del salón; al poco rato entra de nuevo. Discuten. Me observan con ojos indignados, y, al fin, los tres pastores avanzan hacia mí, en orden, alineados, como una embajada. En su actitud hay algo de imponente.
     Saludan. Me levanto. El de más categoría me dirige la palabra ceremoniosamente:
     —Señor, me dicen que tiene usted la llave del piano. Las señoras desean abrirlo para entonar el cántico.
     Respondo:
     —Señor clérigo, me lastima no complacer a las señoras, cuyo deseo parece justo; pero usted es un hombre religioso y comprenderá que, siéndolo yo también, mis doctrinas, más intransigentes que las de usted, sin duda, me obligan a evitar la profanación que ustedes proyectan. Yo no puedo admitir, caballeros, que se valgan, para entonar cánticos al Señor, del instrumento que durante seis días ha servido para que se divirtieran bailando las muchachas. Nosotros no damos bailes públicos en las iglesias, ni tocamos valses ni rigodones en los órganos.  El uso que ustedes hacen del piano me indigna y me subleva. Pueden participar a las señoras mis opiniones y mi resolución.
    Los tres pastores, confusos, se retiran. Las señoras los oyen estupefactas. Y se deciden a entonar su cántico sin acompañamiento.

    9 de febrero.

    El fondista me advierte que busque hotel, no pudiendo alojarme ya en el suyo. Los ingleses le han exigido que me arroje de su casa.
    Los tres pastores atisban, deseosos de verme salir para no volver. Salgo a su encuentro, y, después de saludarlos, digo:
    —Caballeros, parece que han estudiado ustedes a fondo la Sagrada Escritura. Yo también domino algo la exégesis bíblica. Y quisiera someter al juicio de ustedes una preocupación que turba mi conciencia de católico. El incesto es considerado como abominable, ¿no es así? Pero la Biblia nos refiere un caso abrumador para la fe. Lot, al huir de Sodoma, fue seducido por sus dos hijas, y perdió a su mujer, convertida en estatua de sal. De aquel doble y horrible incesto, nacieron Ammón y Moab, fundadores de pueblos poderosos: los ammonitas y los moabitas. Esto no lo ignoran ustedes. Y tampoco ignoran que Rut, la segadora que despertó al dormido Booz, haciéndole padre, fue uña moabita. ¿No dice Victor Hugo:

    Rut, una moabita, se tiende vacilante
     de Booz a los pies, cautelosa y desnuda
    y  aguarda que un rayo de gloria la sacuda
    cuando el hombre despierte luminoso y triunfante

    El rayo de gloria que sacudió el desnudo cuerpo de Rut, fue causa la que naciera Obed, abuelo de David. y Nuestro Señor Jesucristo, ¿no es descendiente del rey David?
    Los tres pastores, en silencio, se miran consternados.
    Y prosigo:
    —Me dirán ustedes que hablo de la genealogía de José, esposo legitimo, pero inútil, de Maria, madre de Jesús. Como José no contribuyó poco ni mucho al nacimiento de su hijo, aun siendo su origen incestuoso, el incesto no mancha la cuna del Niño Dios. ¿Eh? Conformes. Pero he de hacer dos advertencias: una, que José y Maria, siendo primos, debieron de emanar de la misma procedencia; otra, que resulta escandaloso hacernos leer diez páginas genealógicas para despedirnos con salida inconcebible. Nos quedamos ciegos aprendiendo que A engendró a B, el cual engendró a C, el cual engendró a D, el cual engendró a E, quien engendró a F, y cuando ya estamos locos de seguir línea por línea tan aplastante serie de engendros, llegamos al último, que no engendró nada. Eso puede llamarse, caballeros, el colmo de la burla.
    Bruscamente, los tres pastores me vuelven la espalda en silencio, escapando.
    A las dos tomo el tren de Niza.»

    ***

    El diario no continúa. Y aun cuando esas notas revelan poca delicadeza en su autor, conceptos vulgares y sobrada grosería, las publico suponiendo que puedan servir a muchos viajeros para librarse o apartarse de los invasores ingleses.
    Debo añadir que también se refugian con frecuencia en Francia ingleses agradables y correctos. Algunos conozco. Pero, en general distan mucho de ser así los que frecuentan los balnearios.