OTROS TIEMPOS

Cuando un hidalgo, en el siglo pasado arruinaba con elegancia a su amante, su buena reputación ganaba muchos enteros. Si la amante así tratada, era una gran dama, y si era abandonada tan pronto como su bolsillo se vaciaba de tal forma que era reemplazada por otra que el seductor desvalijaba con la misma soltura y el mismo apetito, éste se convertía en un libertino, un hombre de moda, considerado, deseado, respetado, envidiado, saludado por todo el mundo, y complacido en  todos sus deseos por los poderosos y  las mujeres.
¡Ay! por desgracia, un siglo más tarde, la juventud, influenciada por los colegios, pregonando y practicando una moral muy diferente a la de aquellos ancianos viejos señores, exaltándose en nombre de estrictos principios, se lanza con furor sobre los pocos seres únicos que quedan  en la tradición del pasado, de nuestro gran pasado de aristocrática elegancia, y los arroja al agua para comprobar si nadan.
Y estas supuestas víctimas, estos descendientes de libertinos, aunque no acosados, son unos desgraciados, unos pobres desheredados por la Providencia, sin recursos sobre el pavimento de París, y nacidos con instinto de millonarios,  con necesidades de despilfarrar mal canalizadas por una indolencia natural que les aleja del trabajo.
Ellos hacen el siguiente razonamiento, que parecería justo si nosotros no lo supusiésemos falso, a saber: que existen en el mundo millares de mujeres cuya única profesión consiste en arruinar a los hombres aprovechándose de unos sentimientos malsanos que ellas les inspiran; así pues, que es simplemente razonable retomar de estas mujeres el dinero que ellas han obtenido por tales medios deshonestos, inspirando a su alrededor sentimientos no menos malsanos.
Es el principio de la medicina homeopática aplicada a la moral, lo mal tratado por lo peor; ahora bien, si el método homeopático cura... concluyamos.
El resultado de todo esto es que los adalides de la honestidad han sido vencidos, aprisionados, aplastados, destrozados por la milicia encargada de vigilar por el orden público; que los ahogados eran simples  e inofensivos burgueses que regresaban de su despacho y volvían con sus familias, que los proxenetas, solo se podrán aprovechar del reclamo que les es hecho gratuitamente y que los guardianes de la paz que han hecho su deber serán revocados, y el prefecto de policía que no puede hacer más, sin lugar a dudas, cesado.
Así pues, todo es por el bien en el mejor de los mundos.
Y hete aquí para qué sirven las revueltas por una buena causa, las revoluciones, las exaltaciones y, en general, todos los sentimientos valerosos que arman de abnegación el brazo de los hombres.
Uno es seguramente más honesto en el campo.

La escena que sigue está fielmente narrada. Yo la he visto con mis propios ojos en una sala del juzgado de paz, en Normandía.
El juez, un hombre grueso y asmático, sentado delante de una amplia mesa, flanqueado por su pasante. Está vestido con una chaqueta gris adornada de botones de metal, y habla lentamente expectorando el aire que silva por sus orificios respiratorios como si se hubiera pronunciado una fuga.
Al fondo de la gran sala, unos aldeanos con blusa azul, sentados sobre los bancos, la gorra o el sombrero entre las piernas. Están serios, embrutecidos y maliciosos, y preparan mentalmente argumentos para el asunto. Continuamente escupen al lado de sus pies calzados con un zapato grande como una barca de pescar, y un charco de saliva marca el lugar de cada uno.
En frente del juez, justo del otro lado de la mesa, se encuentran los litigantes cuya causa es apelada.
La pleiteadora es una dama del campo cuya cincuentenaria cara rojiza resplandece bajo un sombrero leguminoso que parece cargado de espárragos en grano, de rábanos y de cebollas enlazadas. Ella es enjuta, aguda, horrible y pretenciosa, con unos guantes de lana; y las cintas de su peinado revolotean alrededor de su cabeza como las banderas de un navío.
El acusado, un grueso mozo de veintiocho años, mofletudo, necio, semeja un monaguillo cebado y obeso demasiado resuelto. Ella y él se lanzan miradas feroces.
Él estaba protegido por su padre, viejo paisano muy parecido a un ratón, y por su joven esposa, roja de ira, pero al mismo tiempo fresca, una mujerona de granja sana y bañada en cosmético, buena carne de reproducción a premiar en un concurso.
Así fueron los hechos. La mujer, viuda de un oficial de sanidad, había seducido al joven paisano y le reservaba para sus placeres. Después  de muchos servicios devueltos por él, le había donado una pequeña granja para reconocer su buena voluntad. Pero el mozo con tal dote, pronto se había casado, abandonando a la vieja que, exasperada, reclamaba su bien: el joven o la granja, a elegir.
El juez muy perplejo acababa de escuchar la queja de la dama. Nadie se reía en el auditorio. La causa era grave y merecía reflexión.
El guarda a su vez, se levantó para responder.
El juez le interrogó.
-¿Qué tiene usted que alegar a esto?
-Ella ma dao esta granja.
-¿Por qué se la ha dado?¿Qué ha hecho usted para merecerla?
Entonces, el guardia, indignado, se puso rojo hasta las orejas.-¿Lo que hice, mi buen seor el jué de paz?¡ ya van quince años que m´ha tratao de rastrero, este veneno, no tengo más que dicir que ya está bien!
Esta vez un murmullo tuvo lugar entre los asistentes, y voces convencidas repetían:
-¡Ah! ¡Sí, ya estaba bien!
Y el padre juzgó llegado el momento de intervenir:
-¿Cré usté que yo habría dado el niño desde su edá de quince si no habría contao con la recompensa?
Entonces la joven a su vez se adelantó bruscamente, exasperada, y levantando la mano hacia la señora impasible y colorada:
-Pero, mírela, señor juez, obsérvela.¡Puede decir que ya basta!
El juez, de hecho, meditó largamente la víspera, consultó a su pasante, comprendió que de hecho, ya estaba bien, y desestimó la queja. Y la asistencia entera aprobó la decisión.

Et nunc erudimini.