PEDRO Y
JUAN
Guy de Maupassant
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PRÓLOGO
No es mi intención abogar a favor de la novelita que sigue. Por el contrario, las ideas que intentaré hacer comprender implicarían más bien la crítica del género llamado de estudio psicológico, estudio que he emprendido en Pedro y Juan.
Voy a ocuparme de la novela en general.
No soy el único a quien los mismo críticos dirigen el mismo reproche cada vez que aparece un nuevo libro.
Entre las frases de elogio, encuentro por lo general la siguiente, debida a las mismas plumas:
“El mayor defecto de esta obra es que, propiamente hablando, no es una novela”.
Ahora bien, podría responderse con el mismo argumento:
“El mayor defecto del escritor que me honra con su juicio es que no es un crítico.”
¿Cuáles son, en efecto, los caracteres esenciales de un crítico?
Es preciso que, sin prejuicio alguno, ni opiniones preconcebidas, sin ideas de escuela, sin compromisos con ningún grupo de artistas, comprenda, distinga y explique las tendencias más opuestas, los temperamentos más contrapuestos y admita las más diversas búsquedas del arte.
Así pues, el crítico que tras Manon Lescout, Pablo y Virginia, Don Quijote, Las amistades peligrosas, Werther, Las afinidades electivas, Clarisse Harlowe, Emile, Candide, Cincq-Mars, René, Los tres mosqueteros, Mauprat, Papá Goriot, La prima Bette, Colomba, El rojo y el negro, Mademoiselle de Maupin, Nuestra Señora de París, Salambó, Madame Bovary, Adolfo, El señor de Camors, L’assomoir, Sapo, etcétera, se atreve a escribir también: “Esto es una novela y aquello no lo es”, me parece que está dotado de una perspicacia que se asemeja mucho a la incompetencia.
Por lo general, este crítico entiende por novela una aventura más o menos verosímil, dispuesta como una obra teatral en tres actos, de los que el primero contiene la exposición, el segundo la acción y el tercero el desenlace.
Este modo de componer es absolutamente admisible, pero a condición de que se acepten todos los demás.
¿Existen reglas para escribir una novela, fuera de las cuales una historia escrita debiera llamarse de otro modo?
Si Don Quijote es una novela, ¿no lo es también El rojo y el negro? Si El Conde de Montecristo es una novela, ¿ no lo es también L’assomoir? ¿Puede establecerse una comparación entre Las afinidades colectivas de Goethe, Los tres mosqueteros de Dumas, Madame Bovary de Flaubert, El Señor de Camor de M.O. Feuillet y Germinal de Zola? ¿Cuál de estas obras es una novela? ¿Cuáles son esas famosas reglas? ¿De donde proceden? ¿Quién las ha establecido? ¿En virtud de qué principio, de qué autoridad y de qué razonamientos?
No obstante, parece ser que esos críticos saben de una manera cierta, indudable, lo que constituye una novela y lo que la distingue de otra que no lo es. Esto, sencillamente, significa que sin ser productores están agrupados en una escuela y rechazan, a la manera de los mismos novelistas, todas las obras concebidas y realizadas fuera de su estética.
En cambio, lo que debería hacer un crítico inteligente es buscar aquello que menos se parece a las novelas ya escritas y estimular todo lo posible a los jóvenes para que emprendan nuevos caminos.
Todos los escritores, Victor Hugo igual que Zola, han reclamado con insistencia el derecho absoluto, derecho indiscutible de componer, es decir, de imaginar u observar de acuerdo con su concepto personal del arte. El talento procede de la originalidad que es una manera especial de pensar, de ver, de comprender y de juzgar.
Así pues, el crítico que pretende definir la novela según la idea que de ella se ha forjado con arreglo a las novelas que prefiere, y establecer ciertas reglas invariables de composición, luchará siempre contra un temperamento de artista que aporte un nuevo procedimiento. Un crítico totalmente merecedor de este nombre debería ser tan sólo un analista exento de tendencias, de preferencias, de pasiones, etcétera, y apreciar tan sólo, al igual que un perito en pintura, el valor artístico del objeto de arte que se le somete. Su comprensión, abierta a todo, debe absorber hasta tal punto su personalidad, que pueda descubrir y alabar incluso los libros que no le satisfacen como hombre, pero que debe comprender como juez.
Pero la mayor parte de los críticos no son, en realidad, más que lectores, y el resultado es que nos censuran casi siempre erróneamente o que nos elogian sin reserva y sin tino.
El lector, que únicamente busca en un libro satisfacer la tendencia natural de su espíritu, pide al escritor que responda a su gusto predominante y califica invariablemente como bien escrita la obra o el párrafo que agrada a su imaginación idealista, alegre, picaresca, triste, soñadora o positiva.
En suma, el público está compuesto por numeroso grupos que nos gritan:
«Consoladme.»
«Distraedme.»
«Entristecedme.»
«Enternecedme.»
«Hacedme soñar.»
«Hacedme reír.»
«Haced que me estremezca.»
«Hacedme llorar.»
«Hacedme pensar.»
Tan sólo algunos espíritus selectos piden al artista:
«Escribid algo bello, en la forma que mejor os cuadre, según vuestro temperamento.»
El artista lo intenta y triunfa o fracasa.
El crítico sólo debe apreciar el resultado con arreglo a la naturaleza del esfuerzo; y no le asiste el derecho a preocuparse de las tendencias.
Esto se ha escrito ya mil veces, pero habrá que seguir repitiéndolo.
Así pues, tras las escuelas literarias que han querido darnos una visión deformada, sobrehumana, poética, enternecedora, encantadora o soberbia de la vida, vino una escuela realista o naturalista que pretendió indicarnos la verdad, nada más que la verdad y toda la verdad.
Es preciso admitir con el mismo interés esas teorías de arte tan diferentes y juzgar las obras que producen únicamente desde el punto de vista de su valor artístico, aceptando a priori las ideas generales que les han dado vida.
Discutir el derecho que asiste a un escritor para hacer una obra poética o realista es quererle forzar a modificar su temperamento, recusar su originalidad y no permitirle utilizar la visión y la inteligencia que le proporcionó la naturaleza.
Echarle en cara que vea las cosas hermosas o feas, pequeñas o épicas, graciosas o siniestras, es como reprocharle estar configurado de tal o cual manera y no tener una visión que concuerde con la nuestra.
Dejémosle en libertad para comprender, observar, concebir como guste, mientras sea un artista. Procuremos exaltarnos poéticamente para juzgar a un idealista y demostrémosle que su sueño es mezquino, trivial, no lo bastante extravagante o magnífico. Pero si juzgamos a un naturalista, indiquémosle en qué difiere la verdad de la vida de la verdad de su libro.
Es evidente que tan distintas escuelas han debido emplear procedimientos de composición totalmente opuestos.
El novelista que transforma la verdad constante, brutal y desagradable, para lograr una aventura excepcional y seductora, debe, sin preocuparse demasiado por la verosimilitud, manejar a su antojo los acontecimientos, prepararlos y arreglarlos para complacer al lector, emocionarle o enternecerle. El plan de su novela no es más que una serie de combinaciones ingeniosas que conducen con habilidad al desenlace. Los incidentes se disponen y dirigen hacia el punto culminante, y el resultado final, que es un acontecimiento capital y decisivo, debe satisfacer todas las curiosidades excitadas al principio, poniendo un limite al interés y acabando de una manera tan completa la historia relatada, que ya no se desee saber qué les ocurrirá en el futuro a los personajes más sobresalientes.
En cambio, el novelista que pretende darnos una imagen exacta de la vida debe evitar cuidadosamente cualquier encadenamiento de hechos que pudiera parecer excepcional. Su finalidad no estriba en contarnos una historia, divertirnos o entristecernos, sino en forzarnos a pensar, a comprender el sentido profundo y oculto de los sucesos. A fuerza de observar y meditar, mira el universo, las cosas, los hechos y los hombres de cierto modo que le es peculiar y que se deriva del conjunto de sus observaciones meditadas. Esta es la visión personal del mundo que intenta comunicarnos reproduciéndola en un libro. Para conmovernos, como le ha conmovido a él mismo el espectáculo de la vida, debe reproducirla ante nuestros ojos con escrupulosa semejanza. Por lo tanto, deberá componer su obra de una matera tan hábil, tan disimulada y en apariencia tan sencilla, que sea imposible adivinar e indicar el plan, descubrir sus intenciones.
En lugar de tramar una aventura y desarrollarla de modo que resulte interesante hasta el desenlace, tomará al personaje en determinado período de sus existencia y lo conducirá, mediante transiciones naturales, hasta el siguiente período. Así dará a conocer cómo se modifican los caracteres bajo la influencia de las circunstancias inmediatas, cómo se desarrollan los sentimientos y las pasiones, cómo se ama, cómo se odia, cómo se combate en todos los medios sociales, cómo luchan los intereses de familia y los intereses políticos.
Por lo tanto, la habilidad de su plan no consistirá en la emoción o el hechizo, en un comienzo atractivo o en una catástrofe emocionante, sino en la hábil agrupación de pequeños hechos constantes, de donde se desprenderá el sentido definitivo de la obra. Si hace caber en trescientas páginas diez años de una vida para demostrarnos cuál ha sido, en medio de todos lo seres que le han rodeado, su significación particular y muy característica, deberá saber eliminar, entre los innumerables y menudos hechos cotidianos, todos los que le resulten inútiles, y destacar de una manera especial todos aquellos que pasarían inadvertidos para observadores poco perspicaces y que proporcionan al libro su interés y su valor de conjunto.
Se comprende que semejante manera de componer, tan diferente del antiguo procedimiento visible a todos los ojos, desconcierte con frecuencia a los críticos, y que éstos no descubran todos los hilos, tan tenues, tan secretos, casi invisibles, empleados por ciertos artistas modernos en lugar de la trama única cuyo nombre era intriga.
En resumidas cuentas, si el novelista de ayer escogía y relataba las crisis de la vida, los estados agudos del alma y del corazón, el actual novelista escribe la historia del corazón, del alma y de la inteligencia en estado normal. Para producir el estado que persigue, es decir, la emoción de la simple realidad, y para hacer resaltar la enseñanza artística que pretende descubrir, o sea la revelación de lo que es verdaderamente a sus ojos el hombre contemporáneo, deberá emplear tan sólo hechos de una verdad irrecusable y constante.
Pero, al situarnos en el mismo punto de vista de esos artistas, debemos discutir e impugnar su teoría, que paree poder resumirse con estas palabras: «Nada más que la verdad y toda la verdad.»
Siendo su propósito hacer resaltar
la filosofía de ciertos hechos constantes y corrientes, deberán modificar con
frecuencia los acontecimientos en provecho de la verosimilitud y en menoscabo
de la verdad, ya que lo verdadero puede,
a veces, no ser verosímil.
El realista, si es un artista, no intentará mostrarnos la fotografía trivial de la vida, sino proporcionarnos una visión más completa, más sorprendente y más cabal que la de la misma realidad.
Contarlo todo resultaría imposible, ya que en ese caso sería menester, por lo menos, un volumen por día a fin de enumerar la multitud de incidentes insignificantes que llenan nuestra existencia.
Se impone, por tanto, una selección, lo cual significa ya una primera vulneración de la teoría de toda la verdad.
Además, la vida está compuesta por cosas totalmente diferentes, las más imprevistas, las más contrarias, las más contrapuestas; es brutal, sin sucesión, sin encadenamiento, repleta de catástrofes inexplicables, ilógicas y contradictorias, que deben clasificarse en el capítulo de los «sucesos corrientes».
He aquí por qué el artista, una vez elegido el tema, tomará tan sólo, de esta vida repleta de contingencias y casualidades, los detalles característicos útiles a su argumento, y rechazará todo lo demás, todo cuanto quede al margen de él.
Vaya un ejemplo entre mil:
Es considerable el número de personas que mueren a diario víctimas de un accidente. Pero ¿podemos nosotros hacer que caiga una teja sobre la cabeza del personaje principal, o arrojarlo bajo las ruedas de un coche, en medio de una frase, con el pretextos de que deben tenerse en cuenta los accidentes?
La vida, también, deja todo en el mismo plano, precipita los acontecimientos y los prolonga indefinidamente. El arte, en cambio, consiste en usar precauciones y preparaciones, en disponer transiciones sabias y disimuladas, en poner tan sólo en evidencia mediante la habilidad de la composición el grado de relieve que convenga, según su importancia, en provocar la profunda sensación de la verdad especial que se pretende demostrar.
Escribir con verdad consiste, pues, en dar la completa ilusión de lo verdadero, siguiendo la lógica ordinaria de los hechos, y no en transcribirlos servilmente en el desorden de su sucesión.
Deduzco de ello que los realistas de talento deberían llamarse con más propiedad ilusionistas.
Por otra parte, ¡que pueril es creer en la realidad, ya que llevamos cada cual la nuestra en nuestro pensamiento y en nuestros órganos! Nuestros ojos, nuestros oídos, nuestro olfato, nuestro gusto, diferentes, crean tantas verdades como hombres hay en la tierra. Y nuestras mentes, que reciben las instrucciones desde esos órganos, impresionados de una manera diversa, comprenden, analizan y juzgan como si cada uno de nosotros perteneciera a otra raza.
Por lo tanto, cada uno de nosotros se forja sencillamente una ilusión del mundo, ilusión poética, sentimental, gozosa, melancólica, impura o lúgubre, según la naturaleza. Y la misión del escritor no es otra sino reproducir con fidelidad esta ilusión mediante todos los procedimientos del arte que haya aprendido y de que pueda disponer.
¡Ilusión de lo bello, que es una convención humana! ¡Ilusión de lo feo, que es una opinión variable! ¡Ilusión de lo verdadero, jamás invariable! ¡Ilusión de lo innoble, que atrae a tantos seres! Los grandes artistas son aquellos que imponen a la humanidad su ilusión particular.
No nos enojemos, pues, contra ninguna teoría, puesto que cada una de ellas es, simplemente, la expresión generalizada de un temperamento que se analiza.
Están dos, sobre todo, que se han discutido con frecuencia, oponiendo la una a la otra en lugar de admitir ambas: la de la novela de análisis puro y la de la novela objetiva. Los partidarios del análisis instan al escritor para que se dedique a indicarles las menores evoluciones de un carácter y los más secretos móviles que determinan nuestras acciones, concediendo al hecho en sí una importancia tan sólo secundaria. Es el punto de llegada, un simple hito, el pretexto de la novela. Según ellos, habría que escribir, por tanto, esas obras precisas y soñadas en las cuales la imaginación se funde con la observación, del mismo modo que un filósofo compone un libro de sicología; exponer las causas tomándolas en sus más lejanos orígenes, explicar todos los porqués de todos los deseos y discernir todas la reacciones del alma actuando bajo el impulso de los intereses, de las pasiones o de los instintos.
Los partidarios de la objetividad (¡desafortunada palabra!), al pretender, en cambio, proporcionarnos la representación exacta de lo que ocurre en la vida, evitan cuidadosamente toda explicación complicada, toda disertación sobre los motivos, y se limitan a presentar ante nuestros ojos los personajes y los acontecimientos.
Opinan que la sicología debe estar oculta en el libro como lo está en realidad bajo los hechos de la existencia.
La novela, concebida de este modo, adquiere interés, movimiento en el relato, color, vida bulliciosa.
Por tanto, en lugar de explicar extensamente el estado de espíritu de un personaje, los escritores objetivos buscan la acción o el gesto que ese estado de ánimo coloca a ese hombre en una situación determinada. Y hacen que se comporte de tal modo, desde el principio al final del libro, que todos sus actos, todos su movimientos, sean el reflejo de su naturaleza íntima, de todos sus pensamientos, de todos sus deseos, de todos sus titubeos. Por lo tanto, ocultan la sicología en lugar de exhibirla; construyen el esqueleto de la obra, del mismo modo que la osamenta invisible es el esqueleto del cuerpo humano. El pintor que realiza nuestro retrato no descubre nuestro esqueleto.
Creo también que la novela así realizada gana en sinceridad. En primer lugar, porque es más verosímil, ya que las personas que vemos actuar en torno nuestro no nos dicen los móviles a los que obedecen.
Luego hay que tener en cuenta que, si bien a fuerza de observar a los hombres podemos determinar su naturaleza con bastante exactitud, a fin de prever su actitud en casi todas las circunstancias, si bien podemos decir con precisión: «Tal hombre, de tal temperamento, hará esto en tal caso», no se sigue de ello que podamos determinar, una a una, todas las secretas evoluciones de un pensamiento, que no es el nuestro, todas las misteriosas solicitaciones de sus instintos, que no son iguales a los nuestros, todas las incitaciones confusas de su naturaleza, cuyos órganos, nervios sangre y carne son diferentes a los nuestros.
Sea cual sea la inteligencia de un hombre débil, afable, sin pasiones, enamorado tan sólo de la ciencia y el trabajo, nunca se podrá abismar de una manera bastante completa en el alma y el cuerpo de un mozo avispado y exuberante, sensual, violento, agitado por todos los deseos e incluso todos lo vicios, para poder comprender e indicar sus impulsos y sus sensaciones más íntimas aun cuando sí puede prever y relatar perfectamente todos los actos de su vida.
En suma, quien hace sicología pura no puede ponerse en el lugar de todos sus personajes en las diferentes situaciones donde los sitúa, ya que le resulta imposible cambiar sus órganos, que son los únicos intermediarios entre la vida exterior y nosotros, que nos imponen sus percepciones, determinan nuestra sensibilidad y crean en nosotros un alma esencialmente diferente de todo lo que nos rodea. Nuestra visión, nuestro conocimiento del mundo, adquirido mediante la ayuda de los sentidos, nuestras ideas sobre la vida, solamente podemos trasladarlo parcialmente a todos los personajes de los que pretendemos descubrir su ser íntimo y desconocido. Por lo tanto, somos siempre nosotros los que nos mostramos en el cuerpo de un rey, de un asesino, de un ladrón o de un hombre honrado, de una cortesana, de una religiosa, de una joven educada o de una verdulera, ya que estamos obligados a plantearnos el problema de este modo: «Si yo fuera rey, asesino, ladrón, ramera, religiosa, joven educada o verdulera, ¿qué es lo que yo pensaría?, ¿qué es lo que yo haría?, ¿cómo me conduciría?» Por consiguiente, sólo diversificamos a nuestros personajes variándoles la edad, el sexo, la situación social y todas las circunstancias de la vida de nuestro yo, al que la naturaleza ha rodeado de una barrera de órganos infranqueables.
La habilidad consiste en no dejar que el lector reconozca ese yo bajo las máscaras que nos sirven para ocultarlo.
Pero si bien, desde el punto de vista de la absoluta exactitud, es discutible el puro análisis psicológico, puede no obstante proporcionarnos obras de arte tan hermosas como los otros métodos de trabajo.
He aquí actualmente a los simbolistas. ¿Por qué no? Su sueño de artistas es respetable; y lo que es particularmente interesante es que proclaman la extrema dificultad del arte.
En efecto, hay que ser muy loco, muy audaz, muy presumido o muy estúpido para continuar escribiendo hoy en día. Tras tantos maestros de tan variadas naturalezas, de inteligencia múltiple, ¿qué queda por hacer que no se haya hecho y qué queda por decir que no se haya dicho? ¿Quién de nosotros puede vanagloriarse de haber escrito una página, una frase, que no encontremos escrita, casi igual, en otra parte? Cuando leemos, nosotros, que estamos saturados de escritura francesa, que tenemos la impresión de que nuestro cuerpo entero está formado por una masa compuesta por palabras, ¿acertamos con un línea, con un pensamiento que no nos sea familiar y del cual no hayamos tenido, por lo menos, un presentimiento confuso?
El hombre que tan sólo se propone divertir a su público con la ayuda de procedimientos ya conocidos, escribe con seguridad, en el candor de su mediocridad, unas obras destinadas a la muchedumbre ignorante y desocupada, Pero aquellos sobre quienes pesan todos los siglos de la literatura francesa pasada, aquellos a quienes nada satisface, a quienes todo disgusta porque sueñan con algo mejor, a quienes todo les parece ya desflorado, a quienes su obra les da siempre la impresión de un trabajo inútil y común, llegan a juzgar arte literario como algo inaferrable, misterioso, que apenas nos revelan unas páginas de los más famosos maestros.
Veinte versos o vente frases, leídos de corrido, nos conmueven como una revelación sorprendente; pero los versos siguientes se parecen a todos los versos, la prosa que luego sigue se parece a todas las prosas.
Los hombres ingeniosos no sufren, sin duda, estas angustias y estos tormentos, porque llevan consigo una irresistible fuerza creadora. No se juzgan a sí mismos. Los demás, nosotros, que somos simples trabajadores conscientes y tenaces, sólo podemos luchar contra el invencible desaliento mediante la continuidad del esfuerzo. Hay dos hombres que con sus enseñanzas, sencillas y luminosas, me han proporcionado esta fuerza de intentarlo siempre todo: Louis Bouilhet y Gustave Flaubert.
Si hablo aquí de ellos y de mí, débese a que sus consejos, resumidos en pocas líneas, serán quizás útiles a algunos jóvenes menos confiados en sí mismos de los que se suele ser de ordinario cuando se inicia la carrera literaria.
Bouilhet, a quien conocí primero, de una manera algo íntima, unos dos años antes de granjearme la amistad de Flaubert, a fuerza de repetirme que cien versos –o quizá menos- bastan para cimentar la reputación de un artista, si esos versos son irreprochables y contienen la esencia del talento y de la originalidad de un hombre incluso de segundo orden, me hizo comprender que el trabajo continuado y el profundo conocimiento del oficio pueden, un día de lucidez, de orden y de arrebato, mediante la feliz conjunción de un argumento que concuerde bien con todas las tendencias de nuestro espíritu, provocar esta aparición de la obra corta, única y tan perfecta como somos capaces de crearla.
Comprendí que los escritores más conocidos nunca han dejado más de un volumen, y que es preciso, ante todo, tener la suerte de encontrar y descubrir, en medio de la multitud de materias que se presentan a nuestra elección, aquella que absorberá todas nuestras facultades, toda nuestra valía, toda nuestra potencia artística.
Más adelante, Flaubert, a quien veía con frecuencia, me honró con su amistad, Me atreví a someterle algunos ensayos. Los leyó bondadosamente y me respondió: «Ignoro si tendrá usted talento. Lo que me entrega revela cierta inteligencia, pero no olvide usted esto, joven: el talento en frase de Bufón, es tan sólo una larga paciencia. Trabaje»
Trabajé y volví con frecuencia a su casa, dándome cuenta de que le caía en gracia, ya que me llamaba, sonriendo, su discípulo.
Durante siete años escribí versos, cuentos, novelas e incluso un drama abominable. Nada quedó de todo ello. El maestro lo leía todo; luego, el domingo siguiente, mientras almorzaba, desarrollaba sus críticas e infundía en mí, poco a poco, dos o tres principios que son el resumen de sus largas y pacientes enseñanzas: «Si se poseé una originalidad –decía-, es preciso destacarla; si no se posee, es preciso adquirirla.»
«El talento es una larga paciencia»; se trata de observar todo cuanto se pretende expresar, con tiempo suficiente y suficiente atención para descubrir en ello un aspecto que nadie haya observado ni dicho. En todas las cosas existe algo inexplorado, porque estamos acostumbrados a servirnos de nuestros ojos sólo con el recuerdo de lo que pensaron otros antes que nosotros sobre lo que contemplamos. La menor cosa tiene algo desconocido. Encontrémoslo. Para descubrir un fuego que arde y un árbol en una llanura, permanezcamos frente a ese fuego y a ese árbol hasta que no se parezcan, para nosotros, a ningún otro árbol y a ningún otro fuego.
Esta es la manera de llegar a ser original.
Además, tras haber planteado esa verdad de que en el mundo entero no existen dos granos de arena, de moscas, dos manos o dos narices iguales totalmente, me obligaba a expresar, con unas cuantas frases, un ser o un objeto de forma tal a particularizarlo claramente, a distinguirlo de todos los otros seres o de otros objetos de la misma raza y de la misma especie.
«Cuando pasáis –me decía- ante un abacero sentado a la puerta de su tienda, ante un portero que fuma su pipa, ante una parada de coches de alquiler, mostradme a ese abacero y a ese portero, su actitud, toda su apariencia física indicada por medio de la maña de la imagen, toda su naturaleza moral, de manera que no los confunda con ningún otro abacero o ningún otro portero, y hacedme ver, mediante una sola palabra, en qué se diferencia un caballo de coche de punto de los otros cincuenta que le siguen o le preceden.»
He desarrollado en otro lugar sus ideas sobre el estilo. Guardan mucha relación con la teoría de la observación que acabo de exponer.
Sea cual sea lo que queramos decir, existe una sola palabra para expresarlo, un verbo para animarlo y un adjetivo para calificarlo. Por lo tanto, es preciso buscar, hasta descubrirlos, esa palabra, ese verbo y ese adjetivo, y no contentarse nunca con algo aproximado, no recurrir jamás a supercherías, aunque sean afortunadas, a equilibrios lingüísticos para evitar la dificultad.
Se pueden traducir e indicar las
cosas más sutiles aplicando este verso de Boileau:
Mostró el poder de una palabra colocada en su lugar.
No es en absoluto necesario
recurrir al vocabulario extravagante, complicado, numeroso e ininteligible que
se nos impone hoy día, bajo el nombre de escritura artística, para fijar todos
los matices del pensamiento; sino que deben distinguirse con extrema lucidez
todas las modificaciones del valor de una palabra según el lugar que ocupa.
Utilicemos menos nombres, verbos y adjetivos de un sentido casi incomprensible
y más frases diferentes, diversamente construidas, ingeniosamente cortadas, repletas
de sonoridades y ritmos sabios. Esforcémonos en ser unos excelentes estilistas
en lugar de coleccionistas de palabras raras.
En efecto, es más difícil manejar la frase a nuestro antojo, lograr que lo diga todo, incluso aquello que no expresa, llenarla de sobreentendidos, de secretas intenciones no formuladas, que inventar nuevas expresiones o buscar, en lo más profundo de antiguos y desconocidos libros, todas aquellas cuyo uso y significado se ha ido perdiendo y que son, para nosotros, como expresiones muertas.
Por otra parte, la lengua francesa es un agua pura que los escritores amanerados no han logrado ni lograrán jamás enturbiar. Cada siglo ha echado en esa límpida corriente sus modas, sus arcaísmos pretenciosos y sus preciosismos, sin que prevalezca ninguno de esos inútiles intentos, de esos esfuerzos impotentes. La naturaleza propia a esta lengua consiste en ser clara, lógica y nerviosa. No se debe debilitar, oscurecer o corromper.
Los que hoy día construyen imágenes sin prestar atención a los términos abstractos, los que hacen caer el granizo o la lluvia sobre la «limpieza» de los cristales, pueden también lanzar piedras a la sencillez de sus colegas. Acaso los alcancen, porque poseen un cuerpo, pero jamás alcanzarán a la sencillez, porque carece de él.
GUY DE MAUPASSANT
PEDRO Y JUAN
I
—¡Basta! — exclamó de pronto el
viejo Roland, que desde hacía un cuarto de hora permanecía inmóvil, con los
ojos fijos en el agua, y levantando de vez en cuando de un tirón, con un ligero
movimiento, su caña de pescar sumergida en el mar.
Madame Roland, adormilada en la popa
del barco junto a madame Rosémilly, invitada a esa partida de pesca, se
despertó y volvió la cabeza hacia su marido:
—¡Bueno! ¿Qué tal te va, Jerónimo?
El buen hombre respondió gruñendo:
—Ya no pican... Desde el mediodía no
he pescado nada. Deberíamos pescar los hombres solos; las mujeres hacen que
embarquemos demasiado tarde.
Sus dos hijos, Pedro y Juan, que se
encontraban uno a babor y el otro a estribor, con el sedal arrollado en el
índice, se echaron a reír al mismo tiempo, y Juan dijo:
—Papá, no eres muy galante con
nuestra invitada.
Monsieur Roland se excusó, confuso:
—Le ruego me perdone, madame
Rosémilly; yo soy así. Invito a las damas porque me gusta su compañía y luego,
en cuanto siento el agua bajo mis pies, solamente pienso en la pesca.
Madame Roland, la cual, ya
totalmente despierta, miraba con aire enternecido el ancho horizonte de
acantilados, murmuro:
—No obstante, has logrado una buena
pesca.
Su marido movió la cabeza para
negarlo mientras miraba complacido el cesto, donde el pescado capturado por
los tres hombres palpitaba todavía vagamente, con un suave rumor de escamas viscosas
y aletazos impotentes, con ansias de respirar en el aire mortífero.
El viejo Roland colocó su cesta
entre las rodillas, la inclinó e hizo rodar hasta el borde la masa plateada de
los peces para ver los del fondo, y entonces se acentuó la palpitación, la
agonía, y del fondo repleto de la cesta subió el fuerte olor de sus cuerpos, un
sano olor a marea y algas.
El viejo pescador aspiró con
fruición, igual que se aspiran las rosas, y declaró:
—¡Cáspita!, éstos son frescos.
Luego prosiguió:
—¿Cuántos has pescado tú, doctor?
Su hijo mayor, Pedro, un hombre de
treinta años, de patillas negras cortadas como las de los magistrados, bigote y
mentón afeitados, respondió:
—¡Oh!, poca cosa: tres o cuatro. Se
volvió el padre hacia el pequeño.
—¿Y tú, Juan?
Juan, un muchachote rubio, muy
barbudo, mucho más joven que su hermano, sonrió y murmuró:
—Más o menos como Pedro: cuatro o
cinco.
Decían cada vez la misma mentira,
que encantaba al viejo Roland.
Tras enrollar su sedal en el tolete
de un remo, cruzó los brazos y advirtió:
—Nunca más intentaré pescar por la
tarde. Pasadas las diez se acabó, ya no pican; los muy bribones hacen la siesta
al sol.
El buen hombre contemplaba el mar en
torno suyo con aire satisfecho de propietario.
Era un antiguo joyero parisiense al
que un amor inmoderado por la navegación y la pesca indujo a abandonar el
negocio en cuanto su posición fue lo bastante desahogada para permitirle vivir
de sus rentas.
Se retiró a El Havre, compró una
barca y se convirtió en marinero de afición. Sus dos hijos, Pedro y Juan,
permanecieron en París para proseguir sus estudios, y de vez en cuando iban de
vacaciones y compartían la afición de su padre.
Al salir del colegio, el
primogénito, Pedro, cinco años mayor que Juan, sintió sucesivamente vocación
por diversas profesiones y ensayó, una tras otra, como media docena; pero,
asqueado pronto de cada una, se lanzaba sin tregua en pos de nuevas ilusiones.
La última que le tentó fue la
medicina, y se aplicó al trabajo con tanto ahínco, que acababa de obtener su
doctorado en poco tiempo, gracias a los exámenes extraordinarios que le
concedió el ministro. Era exaltado, inteligente, voluble y tenaz, atiborrado de
utopías y de ideas filosóficas.
Juan, tan rubio como moreno era su
hermano, tan tranquilo como apasionado era su hermano, tan dulce como rencoroso
era su hermano, cursó tranquilamente su carrera de derecho y acaba de obtener
el diploma al tiempo que Juan recibía el de médico.
Ambos se tomaban un descanso junto a
su familia y ambos tenían el proyecto de establecerse en El Havre si lograban
hacerlo en condiciones satisfactorias.
Pero una imprecisa envidia, una de
esas envidias sosegada que aumentan de un modo casi invisible entre hermanos o
entre hermanas hasta la madurez y que estallan con ocasión de una boda o de un
suceso feliz que favorece a uno de ellos, los mantenía vigilantes dentro de una
fraterna e inofensiva enemistad. Desde luego, se querían, pero recelaban uno
del otro. Pedro, que al nacer Juan contaba cinco años, miró con hostilidad de
animalejo mimado a ese otro animalito que apareció de pronto en brazos de su
padre y su madre, y que era tan amado y tan acariciado por ellos.
Juan había sido desde su infancia un
modelo de dulzura, bondad y de carácter invariable. Pedro estaba cansado de oír
continuamente a ese muchachote gordinflón cuya dulzura le parecía debilidad, la
bondad simpleza y el afecto ofuscación. Sus padres, gente práctica que soñaba
para sus hijos una situación de honorable medianía, le reprochaban sus
indecisiones, sus entusiasmos, sus intentos malogrados, todos sus arranques
impotentes hacia un ideas generosas y unas profesiones brillantes.
Desde que llegó a ser un hombre, ya
no le decían: «Observa a Juan e imítalo», pero cada vez que oía repetir: «Juan
ha hecho esto, Juan ha hecho lo otro», comprendía perfectamente el sentido y la
alusión ocultos en esas palabras.
Su madre, mujer de orden, una
burguesa ahorradora y un poco sentimental, apaciguaba continuamente las
pequeñas rivalidad que a diario se originaban entre sus dos hijos debidas a las
pequeñeces que surgen en la vida común. Por otra parte, turbaba en aquel
momento su sosiego un ligero acontecimiento y temía una complicación, ya que
durante el invierno, mientras sus hijos terminaban sus estudios especiales,
conoció a una vecina, madame Rosémilly, viuda de un capitán de la marina mercante,
muerto dos años antes en un naufragio. La joven viuda, jovencísima, veintitrés
años, mujer juiciosa que conocía la vida por instinto, como un animal libre,
como si hubiera visto, sufrido, comprendido y pesado todos los acontecimientos
posibles, que todo lo juzgaba con espíritu sano, estricto y benévolo, había
tomado la costumbre de ir a bordar y charlar un rato, por la noche, a casa de
esos amables vecinos que le ofrecían una taza de té.
El viejo Roland, a quien su manía de
pose marinera aguijoneaba sin tregua, interrogaba a su nueva amiga sobre el
difunto capitán, y ella le hablaba y refería sus viajes, sus antiguos relatos,
sin engorro, como mujer razonable y resignada que ama la vida y respeta la
muerte.
Al regresar los dos hijos y
encontrar a esa bella viuda instalada en su casa, empezaron al acto a
cortejarla, no tanto por el deseo de agradarle como por desbancarse mutuamente.
Su madre, prudente y práctica,
esperaba con ansia que uno de los dos triunfaría, ya que la joven era rica,
pero hubiera deseado que el éxito de uno no apenara al otro.
Madame Rosémilly era rubia, de ojos
azules, y una corona de cabellos traviesos que revoloteaban a la más ligera
brisa le daba un aspecto atrevidillo, intrépido y batallador que no concordaba
en absoluto con su inteligente y metódica prudencia.
Parecía preferir a Juan, inclinada
hacia él por una similitud de naturaleza. Por otra parte, esta preferencia sólo
se advertía en un casi imperceptible cambio en el tono de voz y en la mirada, y
también en el hecho de que algunas veces le pedía su opinión.
Parecía adivinar que la opinión de
Juan reforzaría la suya propia, mientras que disentía totalmente de las
opiniones de Pedro. Cuando hablaba de las ideas del doctor, políticas,
artísticas, filosóficas o morales, decía de vez en cuando: «Sus pamplinas.» Entonces
él le dirigía una fría mirada de magistrado que instruye el proceso de las
mujeres, de todas las mujeres, esos pobres seres.
Antes del regreso de sus hijos, el
viejo Roland nunca la invitó a sus partidas de pesca, a las cuales no le
acompañaba tampoco su mujer, porque le gustaba embarcarse antes del amanecer
con el capitán Beausire, marino jubilado al que había conocido en el puerto y
que se convirtió en su amigo íntimo, y con el viejo marinero Papagris, apodado
Jean-Bart y encargado de la custodia del barco.
Ahora bien, una tarde de la semana
precedente en que había almorzado con ellos, madame Rosémilly dijo: « ¡Debe de
ser divertido ir de pesca! » Halagado en su pasión el antiguo joyero, e
impelido por el deseo de comunicarla, de conquistar prosélitos, exclamó:
— ¿Quiere usted venir?
—¡Claro que sí!
—¿El martes próximo?
—De acuerdo: el martes próximo.
—¿Es usted capaz de salir a las
cinco de la mañana?
Lanzó un grito de sorpresa:
—¡Ah, no! ¡No faltaba más!
El se sintió contrariado, pasmado y
dudó de pronto de aquella vocación. No obstante, preguntó:
—¿A qué hora podría usted salir?
—Pues... a las nueve.
—¿Antes no?
—No, antes no; ya es bastante
temprano.
El buen hombre titubeaba. Seguro que
no pescarían nada, ya que, si el sol calienta, el pez no muerde; pero los dos
hermanos se apresuraron a disponer la partidas, a organizarlo y concertarlo
todo inmediatamente.
Así pues, el martes siguiente
Observaba ahora el botín pescado, su
botín, con una alegría vibrante; luego levantó los ojos al cielo y vio que el
sol ya declinaba.
—¿Qué, muchachos? ¿Y si
regresáramos?
Ambos tiraron de los sedales, los
arrollaron, clavaron los anzuelos en los corchos una vez los hubieron limpiado
y esperaron.
Roland se había puesto en pie para
inspeccionar el horizonte al estilo de un capitán:
—Ha amainado el viento — dijo —;
vamos a cenar, muchachos.
Y de pronto, apuntando con el brazo
extendido hacia el Norte, añadió:
—Caramba!, el buque de Southampson.
Sobre el mar en calma, tenso, como
una tela azul, inmenso, reluciente, con reflejos
de oro y fuego, se alzaba a lo lejos, en la dirección indicada, una nube
negruzca. Y debajo se percibía el navío, que parecía muy pequeño debido a la
distancia.
Hacia el Sur se veían también otras
numerosas humaredas, en dirección todas ellas al muelle de El Havre, del que
apenas se distinguían la línea blanca de los muelles y el faro, erguido como un
cuerno en la extremidad.
Roland preguntó:
—¿No es hoy cuando debe llegar el Normandía?
Juan respondió:
—Sí, papá.
—Pásame el catalejo; creo que el
buque está allá abajo.
Desplegó el padre el tubo de cobre,
lo ajustó a su ojo, buscó el punto de mira y de pronto, encantado por haber
acertado, dijo:
—Sí, sí, es el Normandía; reconozco sus dos chimeneas. ¿Quiere usted mirar, madame
Rosémilly?
Tomó ella el objeto y lo dirigió
hacia el lejano trasatlántico, sin lograr sin duda localizarlo, ya que no
distinguía nada, sólo el mar azul, aureolado por un círculo de color, un arco
iris redondo, y luego unas cosas extrañas, una especie de eclipses que la mareaban.
Al devolver el catalejo, dijo:
—Nunca supe manejar este
instrumento. Incluso indignaba por ello a mi marido, que durante horas y horas
observaba desde la ventana el paso de los barcos.
El viejo Roland, molesto, prosiguió:
—Se debe sin duda a algún defecto de
su vista, ya que mi catalejo es excelente.
Luego se lo ofreció a su esposa:
—¿Quieres mirar?
—No, gracias; ya sé que es inútil.
Madame Roland, una mujer de cuarenta
y ocho años que no los representaba, parecía gozar más que nadie de ese paseo y
del final del día.
Sus cabellos, castaños, apenas
empezaban a encanecer. Su aspecto era tranquilo y razonable, y daba gusto ver
su aire sosegado. Según decía su hijo Pedro, daba importancia al dinero, lo
cual no le impedía disfrutar el encanto del ensueño. Le agradaba leer novelas y
poesías, no por su mérito artístico, sino por los sentimientos melancólicos y
tiernos que despertaban en ella. Un verso, a veces insignificante, con
frecuencia sin mérito alguno, hacía vibrar su cuerdecita — como decía ella — y
le daba la sensación de un misterioso deseo casi realizado. La satisfacían esas
ligeras emociones que turbaban un poco su alma, tan bien gobernada, por lo
demás, como un libro de contabilidad.
Desde que llegaron a El Havre
engordaba a ojos vistas, lo que desarrollaba su talle, antaño flexible y
esbelto.
Aquella salida al mar la había
cautivado. Su marido, sin ser brutal, la trataba con despego, del mismo modo
que tratan sin cólera los déspotas de poca monta, para quienes mandar equivale
a renegar. Se contenía ante los extraños, pero en familia se abandonaba a su
genio, tomando un aspecto feroz a pesar de que temía a todo el mundo.
Ella, por horror al escándalo, a las
escenas y las explicaciones inútiles, cedía siempre y nunca pedía nada; por
este motivo, hacía tiempo que no se atrevía a pedir a Roland que la llevara de
paseo por el mar, razón por la cual ahora aprovechaba gozosamente esta
circunstancia y saboreaba el raro y nuevo placer.
Desde que embarcaron se abandonó por
entero, en cuerpo y alma, a ese dulce deslizarse sobre el agua. No pensaba en
nada, no divagaba entre recuerdos ni entre esperanzas; le parecía que su
corazón flotaba, como su cuerpo, sobre algo delicado, fluido, delicioso, que la
acunaba y la embriagaba.
Cuando el padre ordenó el regreso
diciendo: « ¡Vamos a remar! », sonrió al contemplar cómo sus hijos se
despojaban de las chaquetas y arrollaban las mangas de la camisa sobre sus
brazos desnudos.
Pedro, que se hallaba más cerca de
las dos mujeres, tomó el remo de estribor, y Juan el remo de babor, aguardando
a que el patrón gritara: « ¡Adelante! », ya que éste tenía empeño en que se
ejecutaran las maniobras reglamentariamente.
Juntos dejaron caer los remos con un
mismo impulso; luego se echaron hacia atrás tirando con todas sus fuerzas y se
entabló una lucha para demostrar su vigor. Habían zarpado por la mañana, a la
vela, lentamente, pero la brisa había cedido y el orgullo varonil de ambos
hermanos se despertó de pronto ante la perspectiva de medir sus fuerzas.
Cuando iban a pasear solos con su
padre, remaban sin que nadie llevara el timón, ya que Roland preparaba los
sedales sin dejar de vigilar la ruta, que dirigía con un gesto o una palabra:
«Juan, afloja. Pedro, aprieta.» O bien decía: «Vaya el “uno”. Vaya el “dos”. Un
poco de esfuerzo.» El que había aflojado remaba más fuerte y el otro remaba con
más calma, y el barco tomaba así de nuevo la dirección debida.
Hoy iban a hacer gala de sus bíceps.
Los brazos de Pedro eran velludos, un poco flacos, pero nerviosos; los de Juan,
gruesos y blancos, algo sonrosados, con una musculatura que se contraía bajo la
piel.
Al principio, la ventaja era de
Pedro. Con los dientes apretados, la frente ceñuda, las piernas tensas, las
manos crispadas sobre el remo, lo hacía actuar en toda su longitud a cada uno
de sus esfuerzos; y
Finalmente el patrón ordenó: «
¡Alto! » Los dos remos se levantaron juntos y Juan, por orden de su padre,
remó él solo unos instantes. Pero a partir de aquel momento continuó llevando
ventaja; se animaba, se enardecía, mientras que Pedro, jadeante, agotado por
una crisis de vigor, perdía las fuerzas y el aliento. Cuatro veces
consecutivas mandó Roland alzar los remos para permitir que el primogénito
recobrara el aliento y se enderezara la barca, que se iba al garete. El doctor,
con la frente sudorosa, las mejillas pálidas, humillado y rabioso, balbuceaba:
—No sé lo que me ocurre, siento un
espasmo en el corazón. Empecé muy bien y he perdido las fuerzas.
Le preguntó Juan:
—¿Quieres que coja yo los dos remos?
—No, gracias; ya me pasara.
La madre, molesta, decía:
—Vamos, Pedro, ¿a qué conduce
esforzarte de ese modo? Ya no eres un chiquillo.
Pero él alzaba los hombros y volvía
a remar.
Madame Rosémilly parecía no ver ni
comprender, ni oír nada. Su rubia cabecita se inclinaba hacia atrás a cada
movimiento del barco y sus finos cabellos revoloteaban sobre sus sienes.
El viejo Roland exclamó:
—Mirad, el Príncipe Alberto nos alcanza.
Y todos volvieron los ojos.
Alargado, de poca altura, con sus dos chimeneas inclinadas hacia atrás y sus
dos tambores amarillos, redondos cómo mejillas, el barco de Southampton llegaba
a toda marcha, cargado de pasajeros y sombrillas abiertas. Sus ruedas, rápidas
y ruidosas, golpeaban el agua, que caía de nuevo convertida en espuma y le daba
el aire de un correo apresurado; y la proa cortaba el mar levantando dos olas
finas y transparentes que se deslizaban a lo largo de los bordes.
Cuando
Se veían otros buques que se dirigían
todos, desde diversos puntos del horizonte, hacia el muelle recogido y blanco,
que los engullía uno tras otro como una gigantesca boca. Las barcas de pesca y
los grandes veleros de mástiles ligeros que se deslizaban sobre el cielo,
arrastrados por imperceptibles remolcadores, llegaban todos, rápidos o lentos,
hacia ese ogro devorador que, de vez en cuando, como si estuviera harto,
arrojaba hacia el mar abierto otra flota de paquebotes, bricks, goletas y buques de tres palos parecido a un enmarañado bosque.
Los vapores, presurosos, huían por la derecha, por la izquierda, sobre el
vientre liso del Océano, mientras los buques de vela, abandonados por las
ligeras embarcaciones que los habían sirgado, permanecían inmóviles, mientras
se arropaban desde la gavia hasta el juanete, de lona blanca o pardusca, que el
sol poniente aureolaba de rosa.
Madame Roland murmuró entornando los
ojos:
— ¡Dios mío, qué hermoso es el mar!
Madame Rosémilly respondió, con un
prolongado suspiro en el que no había tristeza alguna:
—Sí, pero hace mucho daño algunas
veces.
Roland exclamó:
— ¡Miren! El Normandía aparece allí, a la entrada. ¡Qué grande!, ¿no es cierto?
Luego describió la costa que tenían
enfrente, lejos, muy lejos, al otro lado de la desembocadura del Sena —
desembocadura que mide veinte kilómetros, recalcó Roland —. Señaló Villerville,
Trouville, Houlgate, la ría de Caen, Luc, Arromanches y las rocas de Calvados,
que hacen la navegación peligrosa hasta Cherburgo. Luego habló de los bancos de
arena del Sena, que se desplazan a cada marea y engañan incluso a los pilotos
de Quileboeuf si éstos no recorren a diario el canal. Hizo notar que El Havre
separaba la alta y la baja Normandía. En la baja Normandía, la costa llana
desciende hasta el mar convertida en pastos, praderas y cultivos. La costa de
la alta Normandía es, en cambio, escarpada; un extenso acantilado cortado,
dentado, soberbio, que forma hasta Dunquerque una inmensa llanura blanca y
alberga en cada escotadura una aldea o un puerto: Etretat, Fécamp, Saint-Valéry,
Le Tréport, Dieppe, etcétera.
Las dos mujeres no le escuchaban,
adormecidas por el bienestar, emocionadas por la visión de ese Océano cubierto
de buques que corrían como animales en torno a su cubil; y callaban bajo el
peso de ese ancho horizonte de aire y agua, reducidas al silencio por esa
puesta de sol sedante y magnífica. Sólo Roland hablaba sin parar; era de esas
personas a quienes nada desconcierta. Las mujeres, más nerviosas, notan a
veces, sin comprender la razón, que el ruido de una voz inútil resulta
irritante como una grosería.
Pedro y Juan, recobrada la calma,
remaban lentamente.
Cuando arribó al muelle, el marinero
Papagris, que la esperaba, dio la mano a las señoras para ayudarlas a bajar; y
se dirigieron a la ciudad. Una plácida y numerosa muchedumbre, que a diario se
dirige a los muelles a la hora de pleamar, regresaba a su vez.
Madame Roland y madame Rosémilly
iban delante, seguidas por los tres hombres. Al subir por la calle de París, se
detenían a veces ante un almacén de modas o de orfebrería para contemplar un
sombrero o unas alhajas; tras cambiar impresiones, proseguían su camino.
Ante la
plaza de
—¿Quiere usted comer con nosotros,
con toda confianza, para terminar juntos el día? — preguntó madame Roland a
madame Rosémilly.
—Con mucho gusto; acepto también con
toda confianza. Sería triste para mí regresar sola a casa esta tarde.
Pedro, que había oído y a quien la
indiferencia de la joven empezaba a molestar, murmuró: «Bueno, ahora se nos
incrusta la viuda.» Estas palabras, que nada decían — desde pocos días antes la
llamaba «la viuda» —, molestaba a Juan por la entonación, que le parecía
perversa y ofensiva.
Los tres hombres no pronunciaron una
sola palabra hasta pisar el umbral de su casa. Era una casa angosta, compuesta
por bajo y dos pisitos, en la calle Belle-Normande. La sirvienta, Josefina, una
zagala de diecinueve años que ostentaba hasta el extremo el aire aturdido y
brutal de los campesinos, acudió a abrir y subió detrás de sus señores hasta el
salón, en el primer piso; después dijo:
—Ha venido un señor tres veces.
El viejo Roland, que nunca la
hablaba sin gruñir y maldecir, exclamó:
—¿Quién es el que ha venido,
demonios?
—Un señor de parte del notario.
—¿De qué notario?
—Pues del notario señor Canu.
—¿Y qué es lo que ha dicho ese señor?
—Que el señor Canu vendría
personalmente esta tarde.
El señor Lecanu era el notario y
también un poco el amigo del viejo Roland, de cuyos asuntos se ocupaba. Para
que hubiese anunciado su visita aquella misma tarde, era preciso que se tratara
de algo importante; y los cuatro Roland se miraron, turbados por aquella
noticia, como les ocurre a todas las personas de modesta posición en cuanto
interviene un notario, el cual despierta en ellos numerosas ideas de contratos,
herencias, procesos, cosas deseables o temibles. Tras algunos segundos de
silencio, murmuró el padre:
—¿qué se deberá esta visita?
Madame Rosémilly se echó a reír:
—Estoy segura de que se trata de una
herencia.
Pero no esperaban la muerte de nadie
que pudiera legarle algo.
Madame Roland, dotada de una memoria
excelente para los parentescos, empezó a pensar en todas las alianzas, tanto
por parte de su marido como por la suya, a remontar las filiaciones y seguir
las ramas de los parentescos.
Sin ni siquiera quitarse el
sombrero, preguntaba:
—Dime, papá —llamaba a su marido
«papá», en casa, y algunas veces «señor Roland», ante extraños —, dime:
¿recuerdas con quién contrajo matrimonio en segundas nupcias José Lebru?
—Sí, con una Dumenil, la hija del
negociante en papel.
—¿Tuvieron hijos?
—Ya lo creo; por lo menos, cuatro o
cinco.
—No; entonces, no hay que esperar
por este lado.
Se animaba imaginando, se aferraba a
la esperanza de un poco de desahogo caído del cielo. Pero Pedro, que amaba
mucho a su madre, sabía que era un tanto soñadora y temía una desilusión, un
ligero disgusto en caso de que la noticia fuera triste en lugar de agradable,
la interrumpió:
—No te embales, mamá; ya no hay tíos
de América. Creo más bien que se trata de un matrimonio para Juan.
A todos sorprendió aquella idea y a Juan
le molestó un poco que su hermano hubiera dicho tal cosa delante de madame
Rosémilly.
—¿Por qué habría de tratarse de mí y
no de tí? La suposición es muy discutible. Tú eres el mayor; por lo tanto,
habrían pensado en ti en primer lugar. Y, además, yo no
quiero casarme.
Pedro dijo irónicamente:
—¿Estás enamorado?
El otro, enojado, respondió:
—¿Tengo que estar enamorado para
decir que no quiero casarme todavía?
—¡Ah, bueno! Este «todavía» lo
aclara todo: esperas.
—Sí quieres, supón que aguardo.
Pero el viejo Roland, que había
estado escuchando y reflexionando, encontró de pronto la solución más
verosímil:
—¡Demonio! Somos unos tontos al
devanarnos los sesos. El señor Lecanu es amigo nuestro, sabe que Pedro busca un
consultorio médico y Juan un piso para su bufete de abogado, y habrá
encontrado algo para uno de vosotros.
Era algo tan sencillo y probable,
que todos estuvieron de acuerdo.
—La mesa está servida — dijo la
sirvienta.
Y todos marcharon a sus respectivas
habitaciones para lavarse las manos antes de sentarse a la mesa.
Diez minutos después se encontraban
comiendo en el reducido comedor de la planta baja.
Al principio casi no hablaron; pero
al cabo de algunos minutos Roland volvió a manifestar su sorpresa por aquella
visita del notario.
—En definitiva, ¿por qué no ha
escrito, por qué ha enviado tres veces al pasante y por qué viene él
personalmente?
A Pedro le parecía todo muy natural:
—Necesita, sin duda, una respuesta
inmediata; y quizá debe comunicarnos cláusulas confidenciales que prefiere no
escribir.
Pero continuaban preocupados y algo
molestos los cuatro por haber invitado a esa forastera, la cual cohibiría su
discusión y las resoluciones que hubiera que tomar.
Acababan de subir a la sala cuando
llegó el notario. Roland le salió al encuentro.
—Buenos días, mi querido amigo.
Madame Rosémilly se puso en pie:
—Me marcho, me siento muy cansada.
Por educación intentaron retenerla,
pero ella no consintió y se fue sin que ninguno de los tres hombres la
acompañara, como de costumbre.
Madame Roland se esmeró con el
recién llegado:
—¿Una taza de café?
—No, gracias; me levanto de la mesa.
—¿Una taza de té, entonces?
—No se la rechazo, pero un poco más
tarde; antes hemos de tratar de
negocios.
En el profundo silencio que siguió a
esas palabras, sólo se oía el rítmico movimiento del péndulo y, en el piso de
encima, el ruido del entrechocar de las cacerolas que lavaba la boba sirvienta,
demasiado boba incluso para escuchar detrás de las puertas.
El notario prosiguió:
—¿Conocieron ustedes en París a un
tal Maréchal, Leon Maréchal?
Monsieur y Madame Roland
prorrumpieron en la misma exclamación:
—¡Claro que sí!
—¿Se trataba de un amigo suyo?
Roland dijo:
—El mejor de todos, señor; un
parisiense empedernido que no abandonaba el bulevar. Es jefe de sección en Hacienda.
No le he vuelto a ver desde que abandoné la capital, y, además, dejamos de
escribirnos. Ya sabe usted que ocurre cuando se vive lejos...
El notario añadió con tono grave:
—Monsieur Maréchal ha fallecido.
Ambos esposos se quedaron
sorprendidos y mostraron esa expresión de tristeza, verdadera o simulada, pero
rápida, con que se acogen estas noticias.
—Mi colega de París acaba de
comunicarme la principal cláusula de su testamento, por la cual declara a su
hijo Juan, monsieur Juan Roland, heredero universal.
Fue tan grande el asombro, que no
supieron qué decir.
Madame Roland, dominando su emoción,
fue la primera en hablar:
—Dios mío, el pobre León... Nuestro
pobre amigo... Dios mío, Dios mío...,¡ muerto!
Asomaron unas lágrimas a sus ojos,
esas silenciosas lágrimas femeninas, gotas de pesar salidas del alma, que se
deslizan por las mejillas y parecen tan dolorosas a pesar de ser tan inequívocas.
El viejo Roland pensaba menos en la
tristeza de aquella pérdida que en la esperanza anunciada. Sin embargo, no se
atrevía a preguntar en seguida por las cláusulas de aquel testamento y sobre la
cifra de la fortuna; y, a fin de llegar a lo verdaderamente interesante para
él, preguntó:
—¿De qué ha muerto ese pobre
Maréchal?
Monsieur Lecanu lo ignoraba
totalmente.
—Solamente sé — dijo — que, habiendo
muerto sin herederos directos, deja toda su fortuna, unos veinte mil francos
de renta en obligaciones al tres por ciento, a su segundo hijo, al cual vio
nacer y crecer y que juzgó digno de ese legado. En el caso de que su hijo Juan
no aceptara la herencia, ésta pasaría a los niños de
El viejo Roland ya no pudo dominar
su alegría y exclamó:
—¡Caramba! Fue una buena idea. De no
haber tenido yo descendencia, tampoco hubiera olvidado a ese buen amigo.
El notario sonreía.
—He tenido mucho gusto en darle yo
mismo la noticia. Siempre es agradable dar buenas noticias.
No se le ocurrió ni por un momento
que esta buena noticia era la muerte de un amigo, del mejor amigo del viejo
Roland, quien había olvidado, también de pronto, aquella intimidad encarecida
poco antes sin convicción.
Sólo madame Roland y sus hijos
conservaban su aspecto entristecido. Ella continuaba llorando, enjugándose los
ojos con el pañuelo, que apoyaba luego en los labios para contener un profundo
suspiro.
El doctor murmuró:
—Era una excelente persona, muy
afectuoso. Con frecuencia nos invitaba a comer a mi hermano y a mí.
Juan, con los ojos muy abiertos y
brillantes, acariciaba su hermosa y rubia barba con un gesto acostumbrado y
deslizaba la mano derecha hasta los últimos pelos como para alargarla y
afilarla.
Por dos veces abrió los labios para
pronunciar alguna frase apropiada y tras mucho buscar sólo se le ocurrieron
estas palabras:
—Me quería mucho, en efecto; siempre
que iba a verle me besaba.
Pero el pensamiento del padre
galopaba; galopaba en torno a la herencia anunciada, ya adquirida, a ese dinero
oculto tras la puerta y que entraría luego, mañana, tras unas palabras de
aceptación.
Preguntó:
—¿No habrá dificultades
probables?... ¿Pleitos?... ¿ Impugnaciones?...
Monsieur Lecanu parecía estar
tranquilo:
—No, mi colega de París me indica
que la situación es clarísima. Únicamente necesitamos la aceptación de su hijo
Juan.
Entonces, perfectamente... ¿Y la
fortuna no tiene complicaciones?
—¡En absoluto!
—¿ Se han cumplido todas las
formalidades?
—Todas.
De pronto, el antiguo joyero sintió
un poco de vergüenza, una vergüenza indeterminada, instintiva y pasajera, por
su preocupación en informarse, y prosiguió:
—Ya comprenderá que, si le pido
inmediatamente todos estos datos, es para evitar a mi hijo disgustos que quizá
no prevea. A veces existen deudas o una situación dificultosa, ¿ qué sé yo?, y
se mete uno en un laberinto sin salida. Es verdad que no soy yo quien hereda, pero pienso en el
pequeño antes que nada. En la familia llamaban siempre a Juan «el pequeño», a
pesar de que era más robusto que Pedro.
De pronto madame Roland pareció
despertar de un sueño, recordar algo lejano, casi olvidado, que había oído
tiempo atrás, de lo cual, por lo demás, no estaba segura, y balbuceó:
—¿Dice usted que nuestro pobre
Maréchal ha dejado su fortuna a mi pequeño Juan?
—Sí, madame.
Añadió entonces sencillamente:
—Me alegra mucho, ya que esto prueba
que nos quería.
Roland se había puesto en pie:
—¿Quiere usted que mi hijo firme en
seguida la aceptación?
—No... no..., monsieur Roland.
Mañana por la mañana en mi despacho, a las dos, si le parece bien.
—Sí, sí, perfectamente.
Entonces madame Roland, que también
se había levantado sonreía después de haber llorado, avanzó hacia el notario,
apoyó su mano en el respaldo de su sillón y, mirándolo enternecida como una madre agradecida, le dijo:
—¿Y esa taza de té, monsieur Lecanu?
—Ahora se la acepto con gusto,
madame.
Llamaron a la sirvienta que trajo
también pastas secas en unas cajas
de latón, esas insípidas y vidriosas pastas inglesas que parecen elaboradas
para que las piquen los loros y colocadas en cajas metálicas
soldadas como para dar la vuelta al mundo. Fue luego a buscar
unas servilletas grises, plegadas a cuadros esas servilleta para el té
que nunca se lavan en las casas sencillas Volvió por tercera vez, con el
azucarero y la tazas, y luego salió de nuevo para calentar el
agua. Entonces esperaron.
Nadie hablaba; tenían demasiadas
cosas en qué pensar y nada que decir. Únicamente madame Roland profería frases
triviales. Relató la partida de pesca e hizo el elogio de
—Deliciosa, deliciosa — repetía el
notario.
Roland, recostado en
el mármol de la chimenea como durante el invierno, cuando está encendida,
con las manos en los bolsillos y los labios traviesos como a punto de silbar,
no lograba estarse quieto, torturado por el imperioso deseo de dar rienda
suelta a su alegría.
Los dos hermanos sentados en dos
butacas iguales y con las piernas cruzadas del mismo modo, a derecha e
izquierda del velador central miraban fijamente delante de ellos en actitudes
parecidas, aunque con expresiones diferentes.
Apareció por fin el té. El notario lo tomó,
echó azúcar y bebió el contenido de su taza después de haber desmenuzado dentro
una galleta demasiado dura para morderla; luego se levanto,
estrechó las manos y salió.
Roland repetía:
—Conforme. mañana en su despacho y a
las dos.
Juan no había dicho ni una palabra.
Una vez hubo salido, continuó el silencio
y luego el viejo Roland fue a dar unas palmadas en los hombros de su hijo menor, al tiempo que exclamaba:
—¡Bueno, hombre!, ¿no me abrazas?
Sonrió Juan y abrazó a su padre
diciendo:
—No lo creía imprescindible
Pero el buen hombre no podía
resistir su alegría. Andaba, tamborileaba sobre los muebles con sus
torpes dedos, giraba sobre sus talones y repetía:
—¡Qué Suerte! ¡Qué suerte! ¡Esto sí
que es tener suerte!
Pedro preguntó.
—¿Le habían tratado íntimamente
tiempo atrás a ese Maréchal?
—¡Cómo!, pasaba siempre la velada en
casa; y debes recordar que los días de asueto iba a recogerte al colegio y
volvía a acompañarte después de comer.
Ahora que recuerdo, precisamente, el día en que nació Juan, fue él quien
llamó al médico. Había almorzado en casa cuando se sintió indispuesta tu madre.
Comprendimos en seguida de qué se trataba y salió corriendo. Era tanta su
prisa, que cogió mi sombrero en lugar del suyo. Lo recuerdo porque después nos
reímos mucho. Incluso es probable que recordara este detalle en el momento de
morir; y como no tenía ningún heredero, pensó: «Vaya, puesto que contribuí
al nacimiento de ese pequeño voy a dejarle mi fortuna.»
Madame Roland sentada en una
mecedora, parecía abismada en sus recuerdos. Murmuró como si pensara en voz alta:
—Era un buen amigo, abnegado y fiel, un hombre raro para los tiempos que
corremos.
Juan se había levantado.
—Me voy a dar un paseo — dijo.
Su padre extrañado quiso retenerle
ya que tenían que hablar, hacer proyectos y tomar resoluciones. Pero el joven
se obstinó pretextando una cita. Por otra parte, tendrían mucho tiempo para
entenderse antes de entrar en posesión de la herencia.
Y salió, ya
que deseaba estar solo para reflexionar. Pedro dijo a su vez que también salía,
y lo hizo después de su hermano, al cabo de unos minutos.
Cuando se encontró solo con su
esposa, el viejo Roland la tomó
en sus brazos, la besó diez veces en cada mejilla y, para responder al reproche que le había dirigido con
frecuencia, dijo:
—¿Ves, querida, como no me hubiera
servido de nada permanecer más tiempo en París, agotarme para los hijos en
lugar de venir aquí a recuperar la salud, puesto que nos cae la fortuna del
cielo?
Ella se había puesto seria.
—Cae del cielo para Juan —dijo
—, pero ¿y Pedro?
—¡Oh!, Pedro es doctor, ganará
dinero!... Y, además, su hermano le ayudará.
—No, no aceptaría. Aparte de que esta herencia es de Juan, sólo de
Juan. Pedro queda pospuesto.
El buen hombre se quedó
perplejo.
—Podemos mejorarlo en
nuestro testamento.
—No; tampoco es justo
eso.
—¡Ah, bueno! ¿Qué quieres que haga, entonces? Siempre piensas en cosas desagradables
para estropear mis satisfacciones. ¡Ea!, voy a acostarme. Buenas noches. Pero,
aunque digas lo que te parezca, ¡vaya suerte!
Se fue encantado, a
pesar de todo, y sin una palabra de sentimiento por el amigo fallecido tan
generosamente.
Madame Roland se sumió
de nuevo en sus pensamientos ante la lámpara humeante.
II
Una vez fuera, Pedro se dirigió
hacia la calle de París, la calle Principal de El Havre, luminosa, animada,
ruidosa. El aire algo fresco del mar le acariciaba la cara y él caminaba con
lentitud, con el bastón bajo el brazo y las manos cruzadas a la espalda.
Se sentía incómodo, agobiado,
descontento, como cuando se ha recibido una mala noticia. No le afligía ningún
pensamiento preciso y no hubiera sabido decir de dónde procedían
ese agobio del alma y ese
embotamiento del cuerpo. Algo le dolía sin saber qué; sentía un desasosiego,
como una herida oculta que no se localiza pero molesta, fatiga, entristece,
irrita; un sufrimiento desconocido y ligero, algo así como una sombra de
aflicción.
Una vez hubo llegado a la plaza del
Teatro, se sintió atraído por las luces del café Tortoni, y se dirigió lentamente hacia la fachada iluminada; pero en el
momento de entrar pensó que encontraría amigos y conocidos, personas con las que se vería obligado a charlar, y sintió una repentina repugnancia hacia esa frívola camaradería en torno a
las tazas y las copas medio vacías. Retrocedió entonces y volvió hacia la calle
principal que conducía al puerto.
«¿Adónde iré?», se preguntaba
buscando un Jugar que le gustara, que se acomodara con su estado de espíritu.
No encontraba ninguno, ya que le irritaba sentirse solo y no hubiera querido
encontrar a nadie.
Al llegar al muelle principal, dudó
de nuevo y luego se dirigió hacia la escollera; había escogido la soledad.
Rozó un banco en el rompeolas y se
sentó, cansado ya de andar y asqueado de su paseo incluso antes de
haberlo llevado a cabo.
Se preguntó: «¿Qué me ocurre esta
noche?» Y se puso a buscar entre sus recuerdos qué contrariedad pudo atraparle,
como se interroga a un enfermo para encontrar la causa de la fiebre.
Como tenía un carácter excitable y
al mismo tiempo reflexivo, se dejaba llevar por el arrebato y luego razonaba y
aprobada o condenaba sus arranques; pero el primer impulso era, en definitiva,
el más fuerte, y en él el hombre sensible dominaba siempre al hombre
inteligente.
Buscaba, por tanto, de dónde
procedía ese nerviosismo, esa necesidad de movimiento sin apetecerle nada, ese
deseo de encontrar alguien para no estar de acuerdo con él, y también esa repugnancia
hacia las personas que podría ver y hacia las cosas que podría decirles.
Y se formuló esta pregunta: «¿Será
la herencia de Juan?»
Sí; después de todo, era posible.
Cuando el notario anunció la noticia, sintió como su corazón latía con fuerza.
Cierto, no siempre uno es dueño de sí mismo, y se sufren emociones espontáneas
y persistentes contra las que se lucha inútilmente.
Se puso a reflexionar profundamente
en este problema psicológico de la impresión producida por un hecho sobre el
ser instintivo, la cual crea en él una corriente de ideas y sensaciones
dolorosas o alegres contrarias a las que desea, redama y juzga buenas y sanas
el ser pensante, que ha logrado superarse mediante el cultivo de la
inteligencia.
Intentaba comprender el estado de
espíritu del hijo que hereda una gran fortuna gracias a la cual disfrutará
muchos placeres deseados desde hace tiempo y prohibidos por la avaricia de un
padre al que, no obstante, se ama y se llora.
Su puso en pie y prosiguió andando
hacia el final de la escollera. Se sentía mejor así, contento de haber
comprendido, de haber sorprendido su propio yo, de haber descubierto al ser
íntimo que está en nosotros.
«Por lo tanto, me he sentido celoso
de Juan — pensó —. Esto es, verdaderamente, bastante ruin. Ahora estoy seguro
de ello, puesto que lo primero en que he pensado ha sido en su boda con madame
de Rosémilly. No obstante, yo no amo a esa pava razonable, capaz de hacer
renegar del buen sentido y de la prudencia. Así pues, se trata de una envidia
sin fundamento, la esencia misma de la envidia, la envidia a secas. Es preciso
atender a eso.»
Llegaba ante el mástil de señales
que indica la altura del agua en el puerto y encendió un fósforo para leer la
lista de los buques señalados en alta mar y que debían entrar durante la
próxima marea. Se esperaban buques del Brasil, de
« ¡Qué estupidez! — pensó —; sin embargo, el pueblo turco es un
pueblo marinero.»
Tras haber dado algunos pasos se
detuvo para contemplar la rada. A la derecha, encima del Sainte-Adresse, los
dos faros eléctricos del cabo de
Luego, en el agua profunda, en el
agua sin límites, más oscura que el cielo, parecían verse, acá y allá, unas
estrellas. Centelleaban en la bruma nocturna, pequeñas, cercanas o lejanas,
blancas, verdes o rojas. Casi todas estaban inmóviles, aunque algunas parecían
correr; eran los focos de los buques anclados, en espera de la próxima marca, o
buques que navegaban en busca de un lugar para echar el anda.
Justo en aquel momento se alzó la
luna detrás de la ciudad; parecía un faro enorme y divino encendido en el
firmamento para guiar la flota infinita de las verdaderas estrellas.
Pedro murmuró, casi en voz alta:
«Tanta maravilla y nos irritamos por cuatro cuartos.»
De pronto, muy cerca de él, en el
ancho y oscuro cauce abierto entre los muelles, se deslizó una sombra, una
gran sombra fantástica. Al inclinarse sobre el muro de piedra, vio una barca
de pesca que regresaba sin ni un rumor de voces, ni un susurro de agua, sin un
roce de remos, suavemente empujada por su alta vela parda, que recibía la brisa
de alta mar.
Pensó: «Si pudiera vivir ahí, quizá recobraría la tranquilidad.» Luego,
tras avanzar unos pasos, vio a un hombre sentado en el extremo del espigón.
¿ Un soñador, un enamorado un sabio,
un hombre feliz o un hombre triste? ¿ Quién era? Se aproximó, curioso, con el
fin de ver el semblante de aquel solitario y reconoció a su hermano.
—¡Ah!, ¿eres tú, Juan?
—¿ Hombre, Pedro!, ¿qué has venido a hacer aquí?
—Estoy tomando el aire.
¿Y tú?
Juan se echó a reír:
—Lo mismo te digo.
Pedro se sentó al lado de su
hermano.
—¿Qué? Es fantástico, ¿no?
—Pues sí.
Por el tono de la voz, comprendió
que Juan no había mirado nada; prosiguió:
—Cuando vengo aquí, siento unos
deseos irresistibles de huir, de irme con todos los barcos hacia el Norte o
hacia el Sur. Piensa que aquellos pequeños focos llegan de todas las partes del
mundo, ¡de los países en que crecen grandes flores y hermosas jóvenes, pálidas
o cobrizas, países donde se encuentra
pájaros-mosca, elefantes, leones libres, reyes negros; de todos los países que
son para nosotros como cuentos de hadas... Para nosotros, que ya no creemos en
Se calló de pronto, pensando que su
hermano disponía ahora de ese dinero y que, libre de toda preocupación, libre del
trabajo cotidiano, libre sin obstáculos, feliz, gozoso, podía irse a donde se
le antojara, hacia las rubias suecas o las morenas muchachas de
Después le atravesó uno de esos
pensamientos involuntarios tan frecuentes en él, tan bruscos, tan rápidos, que
no podía preverlos ni detenerlos, ni modificarlos, y que parecían proceder de
una segunda alma independiente y violenta: «¡Bah!, es muy necio y se casará
con la pequeña Rosémilly.»
Se había incorporado.
—Te dejo soñar en el porvenir; yo
necesito nadar.
Estrechó la mano de su hermano y
prosiguió con acento cordial:
—Bueno, Juan, ya eres rico. Estoy
satisfecho de haberte encontrado solo esta noche, para poder decirte cuánto me
alegro, cuánto te felicito y cuánto te quiero.
Juan, amable y tierno por
naturaleza, balbuceaba emocionado:
—Gracias.., gracias... querido
Pedro, gracias.
Y Pedro se alejó con su lento paso,
el bastón bajo el brazo y las manos cruzadas en la espalda.
Una vez llegado a la ciudad, se
preguntó de nuevo qué haría, descontento por aquel paseo frustrado, por haberse
visto privado de contemplar el mar debido a la presencia de su hermano
Tuvo una inspiración: «Iré a beber
un vasito de licor en casa del viejo Marowsko»; y volvió a subir hacia el
barrio de lngouville.
Había conocido al viejo Marowsko en
los hospitales de París. Se trataba de un viejo polaco, refugiado político
según se decía, que tuvo allí terribles contratiempos y que vino a Francia para
ejercer, una vez revalidados sus estudios, el oficio de farmacéutico. No se
sabía nada de su pasado, razón por la cual corrieron rumores entre los
internos, los externos, y luego entre los vecinos. Esta reputación de temible
conspirador, de regicida, de patriota dispuesto a todo que se había salvado
por milagro de la muerte, sedujo la imaginación aventurera de Pedro Roland, por
lo que éste se había convertido en el amigo del viejo polaco sin que, por otra
parte, le explicara el viejo nada en absoluto de su vida pasada.
Gracias a las gestiones del joven
doctor, el buen hombre se trasladó a El Havre contando con la numerosa
clientela que el nuevo doctor le proporcionaría.
Entre tanto vivía pobremente en su
modesta farmacia, vendiendo medicamentos a los modestos burgueses y a los
obreros del barrio.
Pedro iba a visitarle con frecuencia
después de comer y charlaban durante una hora, ya que le agradaban el apacible
trato y la ingeniosa conversación de Marowsko, cuyos largos silencios creía
respondían a profundos pensamientos.
Sobre el mostrador cargado de
frascos lucía tan sólo, por economía, un mechero de gas. Detrás del
mostrador, sentado en una silla con las piernas cruzadas, un hombre viejo y
calvo, de nariz de pájaro prolongada en una frente calva, lo cual le
proporcionaba un aire triste de cacatúa, dormía profundamente con la barba
hundida en el pecho.
Se despertó al oír el timbre, se
puso en pie y, al reconocer al doctor, le salió al encuentro tendiéndole las
manos.
Su negra levita, salpicada de
manchas de ácidos y jarabes, demasiado grande para su cuerpo delgado y pequeño,
tenía el aspecto de una sotana vieja; y el hombre hablaba con un marcado
acento polaco que daba una entonación infantil a su voz endeble, un ceceo y
unas entonaciones de niño que empieza a balbucear.
Se sentó Pedro y le preguntó Marowsko:
— ¿Qué hay de nuevo, querido doctor?
—Nada. Lo mismo de siempre.
—No parece estar muy satisfecho esta
noche.
—No suelo estarlo nunca.
—Vamos, vamos, hay que sacudirse el
malhumor. ¿Quiere usted un vasito de licor?
—Sí, con mucho gusto.
—Entonces le daré a probar un nuevo
preparado. Desde hace dos meses intentaba realizar algo con la grosella. Hasta
ahora sólo se había hecho jarabe... Pues bien, lo he conseguido... Un buen
licor, muy bueno, exquisito.
Se dirigió hacia el armario,
radiante de gozo, lo abrió y escogió un frasco. Se movía y andaba con gestos
breves, nunca completos; nunca alargaba totalmente el brazo ni estiraba
totalmente las piernas, ni realizaba un movimiento entero y definitivo. Sus
ideas parecían semejantes a sus actos; las indicaba, las prometía, las
esbozaba, las sugería, pero no las enunciaba.
Su mayor preocupación en la vida
parecía ser, por otra parte, la preparación de jarabes y licores. «Con un buen
licor o un buen jarabe se gana una fortuna», decía con frecuencia.
Había inventado centenares de
preparados azucarados sin lograr acreditar uno solo. Pedro afirmaba que
Marowsko le recordaba a Mazar.
Sacó dos vasitos de la trastienda y
los colocó en la tabla donde manipulaba sus preparados; luego ambos examinaron
el color del líquido poniendo los vasos a la altura del mechero.
—Bonito rubí — exclamó Pedro.
—¿Verdad que sí?
La vieja cabeza de loro del polaco
parecía embelesada.
El doctor cató, saboreó, reflexionó,
volvió a catar, reflexionó otra vez y emitió su veredicto:
—Muy bueno, buenísimo, y de un sabor
totalmente nuevo. ¡Querido amigo, esto es un hallazgo!
— ¡Ah!, estoy contentísimo, de verdad.
Entonces Marowsko pidió consejo para
bautizar el nuevo licor; quería llamarlo «esencia de grosella», o bien
«grosella fina», «groselia» o quizá «groselina».
Pedro no aprobaba ninguno de
aquellos nombres.
Al viejo se le ocurrió una idea:
—Me parece muy acertado lo que dijo
usted antes: «Delicioso rubí.»
El doctor discutió todavía el valor
de ese nombre, pese a ser idea suya, y aconsejó simplemente «groselleta», que
pareció admirable a Marowsko. Luego quedaron silenciosos y permanecieron
sentados unos minutos sin pronunciar palabra, bajo el único mechero de gas.
Por fin Pedro dijo, casi a pesar suyo:
—¿Sabe usted? Nos ha ocurrido algo
bastante sorprendente esta tarde. Un amigo de mi padre, al morir, ha dejado
toda su fortuna a mi hermano.
Parecía que el farmacéutico no
comprendía de momento, pero después de pensar un rato creyó que el doctor
heredaba la mitad. Cuando Pedro se lo hubo explicado, pareció sorprendido y molesto;
y, para expresar su disgusto, repitió varias veces:
—No hará buena impresión.
Pedro, que volvía a sentirse
nervioso, quiso que Marowsko le explicara el sentido de esta frase. ¿Por qué no
haría buena impresión? ¿ Qué mala impresión podía hacer el que su hermano
heredara una fortuna de un amigo de la familia? Pero el boticario,
circunspecto, se limitó a añadir:
—En estos casos se divide la
herencia entre los dos; le digo que no hará buena impresión.
El doctor, impaciente, se marchó
hacia su casa y se acostó. Durante algún tiempo oyó como Juan andaba sin hacer
ruido en la habitación de al lado; luego se durmió después de beber dos vasos
de agua.
III
El doctor se despertó al día
siguiente con la firme resolución de ganar dinero. Varias veces se había
determinado a ello sin llegar a realizar su propósito. Cada vez que intentó una
nueva carrera, la esperanza de hacerse rápidamente rico sostenía sus esfuerzos
y su confianza, hasta tropezar con el primer obstáculo, con el primer fracaso,
que le dirigía hacia un nuevo camino.
Meditaba, hundido en su cama, entre
el suave calor de las sábanas. ¡Cuántos médicos se hicieron millonarios en poco
tiempo! Bastaba un poco de habilidad, ya que en el transcurso de sus estudios
pudo apreciar a los profesores más
célebres y los juzgaba unos
asnos. Desde luego, valía tanto como
ellos o más. Si por cualquier
medio lograba captarse la clientela elegante
y rica de El Havre, podría ganar cien mil francos al año fácilmente. Y
calculaba de una manera precisa las ganancias seguras. Saldría por la mañana a
visitar a sus enfermos. Pensando en un promedio, más bien bajo, de diez
diarios, a veinte francos cada uno, sumaban setenta y dos mil francos, incluso
setenta y cinco mil, ya que la cifra de diez enfermos estaba por debajo de la
realidad. Por la tarde recibiría en su consultorio otro promedio de diez
clientes a diez francos, o sea treinta y seis mil francos. Eso hacía, en cifras
redondas, ciento veinte mil francos. A los clientes antiguos y a los amigos
les cobraría diez francos si los visitaba a domicilio y cinco si acudían
a su consultorio, lo que rebajaría algo el total, que se compensaría con las
consultas con otros médicos y los pequeños beneficios propios de la profesión.
Nada más fácil con una propaganda
hábil y unos sueltos en el «Figaro», donde se publicaría que los médicos
parisienses se interesaban por las sorprendentes curaciones realizadas por el
joven y modesto médico de El Havre. Y sería más rico que su hermano, más rico y
célebre, y se sentiría satisfecho de sí mismo, ya que debería su fortuna a él
solo. Se mostraría generoso con sus ancianos padres, orgullosos con razón de su
fama. No se casaría, ya que no quería complicarse la existencia con una mujer
única y molesta, pero contaría con amantes entre sus más bellas clientes.
Se sintió tan seguro de su éxito,
que saltó de la cama como para cogerlo inmediatamente y se vistió para
dirigirse a la ciudad en busca del apartamento conveniente.
Entonces, mientras recorría las
calles, pensó cuán fútiles son los motivos que determinan nuestras acciones.
Tres semanas antes debió tomar esta resolución que de pronto surgía en él
debido sin duda alguna a la herencia de su hermano.
Se detenía ante las puertas de donde
colgaba el anuncio de un «bello» o «rico» apartamento para alquilar, ya que las
indicaciones donde no constaba un adjetivo le dejaban indiferente. Visitaba
con altivos modales esos apartamentos, medía la altura de los techos, dibujaba
en un cuaderno el plano del piso, las comunicaciones, la disposición de las
salidas, decía que era doctor y que contaba con numerosa clientela. Era preciso
que la escalera fuese ancha y bien conservada; además, no podía aceptar más
arriba de un primer piso.
Después de haber anotado seis o
siete direcciones y redactado rápidamente doscientos informes, regresó a su
casa para almorzar con un cuarto de hora de retraso.
Desde el vestíbulo oyó ruido de
platos. No le habían esperado. ¿Por qué? En su casa no eran nunca tan
puntuales. Se sintió ofendido, descontento, ya que era algo susceptible. En
cuanto entró, le dijo Roland:
— ¡Vamos,
Pedro, apresúrate! Sabes que a las dos nos espera el notario. No es el día
apropiado para retrasarse.
El doctor se sentó sin responder
después de haber besado a su madre y estrechado la mano de su padre y de su
hermano. Luego se sirvió la chuleta reservada para él. Estaba fría y seca, lo
cual le hizo suponer que le habían guardado la peor. Pensó que podían haberla
dejado en el horno hasta su llegada, en lugar de perder la cabeza hasta el
punto de olvidar totalmente al otro hijo, al mayor. La conversación,
interrumpida al entrar él, se reanudó en él punto en que la habían dejado:
—En tu caso — decía a Juan madame Roland —, he aquí lo que haría en seguida: Me
instalaría lujosamente a fin de llamar la atención, frecuentaría la sociedad,
montaría a caballo y escogería uno o dos pleitos interesantes a fin de
ganarlos y situarme ventajosamente en el Palacio de Justicia. Querría ser una
especie de abogado que ejerce sólo por gusto y es muy solicitado. Gracias a
Dios, no necesitas ganarte la vida, y si ejerces una profesión es para no
olvidar lo que aprendiste y no estarte con los brazos cruzados.
El viejo Roland, mientras mondaba
una pera, dijo:
— ¡Caramba!, si yo estuviera en tu
lugar compraría un hermoso barco, un balandro con el que me atrevería a ir
hasta el Senegal.
Pedro dio también su parecer. La
fortuna no era lo que acreditaba la valía moral e intelectual de un hombre.
Para los mediocres era tan sólo causa de relajación, mientras que representaba
una poderosa palanca en manos de los fuertes. Por otra parte, éstos escaseaban.
Si Juan era verdaderamente un hombre superior, ahora que se hallaba a cubierto
de las necesidades, era el momento de demostrarlo. Pero debería trabajar cien
veces más de lo que hubiera hecho en otras circunstancias. No se trataba de
pleitear en favor o en contra de la viuda o el huérfano y de embolsarse unos
escudos por todo proceso ganado o perdido, sino de llegar a ser un eminente
jurisconsulto, una lumbrera del foro.
Y añadió a guisa de conclusión:
—Si yo tuviera dinero, ¡no
destriparía pocos cadáveres!
El viejo Roland se alzó de hombros:
— ¡Bueno, bueno! Lo más prudente en
la vida es vivir tranquilo. No somos bestias de carga, sino hombres. Cuando se
nace pobre es menester trabajar; pues bien, ¡qué remedio, se trabaja! ; pero
cuando se dispone de rentas, entonces, ¡qué caramba!, habría que ser bobo para
trabajar hasta reventar.
Pedro respondió con altivez:
—¡Nuestros puntos de vista son
distintos! Yo solamente respeto el mundo el saber y la inteligencia; todo lo
demás es despreciable.
Madame Roland se esforzaba siempre
en suavizar los roces entre el padre y el hijo; desvió la conversación y habló
de un asesinato que se había cometido la semana anterior en Bolbec-Nointot.
Las mentes estuvieron de pronto ocupadas por las circunstancias que rodeaban el
hecho y atraídas por el horror interesante, por el misterio atrayente de los
crímenes, los cuales, incluso cuando son vulgares, vergonzosos y repugnantes,
ejercen una extraña y general fascinación sobre la curiosidad humana.
No obstante, de vez en cuando el
viejo Roland consultaba su reloj.
—Vamos — dijo —, es hora de ponernos
en camino.
Pedro rezongó:
—Todavía no es hora; realmente, no
era necesario hacerme comer una chuleta fría.
—¿Vienes a la notaría? — preguntó la
madre.
—¿Yo? No. ¿ Para qué? Mi presencia
es totalmente inútil.
Juan permanecía en silencio como si
no se tratara de un asunto que le atañera. Cuando se habló del asesinato de
Bolbec, opinó como jurista y desarrolló algunas ideas sobre los crímenes y los
criminales. Ahora callaba de nuevo, pero el brillo de sus ojos, el color
arrebolado de sus mejillas y hasta el brillo de su barba parecían proclamar su
felicidad.
Cuando se hubo ido la familia, al
encontrarse Pedro otra vez solo, reanudó sus investigaciones de la mañana a
través de los pisos por alquilar. Tras dos o tres horas de subir y bajar escaleras,
descubrió al fin, en el bulevar Francisco I, algo adecuado: un amplio
entresuelo con dos puertas que daban a dos calles diferentes, una galería
acristalada donde los enfermos, en espera de que les llegara el turno, podrían
pasearse en medio de las flores, y un delicioso comedor en forma de rotonda con
vistas al mar.
Pero al ir a alquilarlo le detuvo el
precio de tres mil francos, ya que tenía que pagar por anticipado el primer
plazo y no llevaba dinero encima.
La pequeña fortuna que había
ahorrado su padre ascendía apenas a ocho mil francos de renta, y Pedro se
reprochaba haber agobiado a sus padres con los gastos provocados por sus largas
indecisiones en la elección de una carrera, sus intentos siempre abandonados y
sus estudios reanudados constantemente. Se despidió prometiendo una respuesta
antes de dos días; y se le ocurrió pedir a su hermano el primer trimestre, o
incluso un semestre, o sea mil quinientos francos, en cuanto entrara en
posesión de su fortuna.
«Será un préstamo de algunos meses —
pensaba —. Quizá se lo devuelva antes de fin de año. Además, se trata de una
cosa muy sencilla y estará contento de ayudarme.»
Como aún no eran las cuatro y no
tenía nada que hacer, absolutamente nada, se fue a sentar en un banco del
parque; y permaneció mucho tiempo en él sin pensar en nada, con los ojos fijos
en el suelo, abrumado por un hastío que derivaba en angustia.
No obstante, todos los días
anteriores, desde su regreso a la casa paterna, había vivido así sin sentir tan
cruelmente el vacío de la existencia y de su inacción. ¿Cómo había pasado el
tiempo desde la mañana a la noche?
Había callejeado por la escollera,
vagado por los cafés, por las calles, en la farmacia Marowsko, por todas
partes. Y he aquí que, de repente, aquella vida, soportada hasta aquel momento,
se le hacía odiosa, intolerable. De haber llevado algún dinero, hubiera alquilado
un coche para dar un largo paseo por el campo, a lo largo de las zanjas de las
granjas, sombreadas por las hayas y los olmos; pero se veía obligado a tener en
cuenta el precio de un vaso de cerveza o de un sello, y esas fantasías no le
estaban permitidas. Pensó de pronto en lo duro que resulta, a los treinta años
y pico, verse reducido a pedir a su madre, ruborizándose, una moneda de vez en
cuando; y murmuró, rascando el suelo con la contera de su bastón: «¡Ah!, si
tuviera dinero... »
Y el pensamiento de la herencia de
su hermano volvió a herirle como una picadura de avispa; pero intentó zafarse
de él, ya que no quería dejarse ir por la pendiente de los celos.
A su alrededor jugaban unos niños
entre el polvo del camino. Eran rubios, de largos cabellos, y con aire muy
serio formaban montañitas de arena que deshacían luego de un puntapié.
Pedro se encontraba en uno de esos
días abrumadores en que uno escruta los rincones más ocultos del alma y sacude
todos sus repliegues.
«Nuestros trabajos se parecen a los
de los chiquillos», pensó. Se preguntó luego si no sería lo más oportuno
engendrar a dos o tres de esos seres inútiles y mirarlos crecer con gozo y
curiosidad. Y por un momento pensó en el matrimonio. Al no estar solo, ya no se
encuentra uno tan desorientado. Por lo menos, se siente cómo alguien se mueve
cerca de uno en las horas de turbación e incertidumbre; ya es algo decir «tú»
a una mujer cuando se sufre.
Y se puso a pensar en las mujeres.
Las conocía muy poco, ya que en el
barrio latino sólo tuvo amores que duraron quince días, rotos al terminarse el
dinero del mes y renovados o reemplazados al mes siguiente. No obstante, debían
existir criaturas muy buenas, muy dulces y tranquilizadoras. ¿No había sido su
madre la razón y el encanto del hogar paterno? ¡Cuánto hubiera deseado conocer
a una mujer, a una verdadera mujer!
De pronto se puso en pie resuelto a
visitar a madame Rosémilly.
Luego volvió a sentarse bruscamente.
Esa no le agradaba. ¿ Por qué? Tenía demasiado sentido común vulgar y ordinario.
Y, además, ¿no parecía preferir a Juan? Sin confesárselo, esta preferencia
tenía mucho que ver en la poca estimación que sentía por la inteligencia de la
viuda, ya que, aunque amaba a su hermano, no podía abstenerse de juzgarlo un
poco mediocre y considerarse superior.
No obstante, no iba a permanecer
allí hasta la noche, y lo mismo que la tarde anterior se preguntó con ansia: «
¿Qué hacer? »
Sentía en el alma una necesidad de
ternura, de que le besaran y consolaran. ¿ Consolarle de qué? No hubiera sabido
decirlo, pero se hallaba en una de esas horas de relajación y abandono en que
la presencia de una mujer, las caricias de una mujer, el roce de una mano, de
un vestido, una dulce mirada negra o azul, parecen indispensables,
inmediatamente, a nuestro coraron.
Acudió a su mente el recuerdo de una
joven camarera a la que acompañó una noche a su casa y a la que volvió a ver de
vez en cuando.
Se levantó otra vez para ir a beber
un vaso de cerveza con aquella muchacha. ¿Qué le diría? ¿Qué le diría ella?
Nada, sin duda. ¿Qué importaba? Cogería sus manos unos segundos. A ella parecía
gustarle. ¿Por qué no se veían, entonces, más a menudo?
La encontró adormilada en una silla
en la sala de la cervecería. Tres bebedores fumaban en pipa con los codos
apoyados en las mesas de encina, mientras la cajera leía una novela y el dueño,
en mangas de camisa, dormía a pierna suelta en una banqueta.
En cuanto le vio, la muchacha se
puso en pie rápidamente y le dijo, mientras salía a su encuentro:
—Buenos días. ¿Cómo está usted?
—Regular. ¿Y tú?
—Yo, muy bien. ¿Cómo es que no le
veo nunca?
—Dispongo de muy poco tiempo.
¿Sabes?, soy médico.
—¡Vaya!, nunca me lo había dicho. De
haberlo sabido, le habría consultado la semana pasada, ya que me encontré mal.
¿Qué va usted a tomar?
—Una cerveza. ¿Y tú?
—Puesto que tú la pagas, también una
cerveza.
Y continuó tuteándolo como si el
invitarla a aquella consumición fuese un permiso tácito. Entonces, sentados
frente a frente, se pusieron a charlar. De vez en cuando ella le cogía la mano
con esa familiaridad condescendiente de las que venden sus caricias, y
mirándolo con ojos insinuantes le dijo:
—¿Por qué no vienes más a menudo? Me
gustas mucho, querido.
Pero a él ya le disgustaba; la veía
estúpida, vulgar, oliendo a populacho. «Las mujeres — pensaba — deberían
aparecérsenos en un ensueño o en una aureola de lujo que poetizara su
vulgaridad.»
Ella le preguntó:
—El otro día te vi pasar con un buen
mozo rubio y de barba muy poblada. ¿Era tu hermano?
—Sí, es mi hermano.
—Es guapísimo el muchacho.
—¿Te lo parece?
—¡Pues claro! Y tiene el aspecto de
ser hombre de buen humor.
¿Qué extraña necesidad le impulsó de
pronto a contar a esa camarera la herencia de Juan? ¿ Por qué esa idea, que
rechazaba cuando se encontraba solo, que apartaba por temor a la turbación en
que sumía su alma, acudió a sus labios en aquel momento, y por qué la dejó manar como si sintiera la necesidad de vaciar de nuevo
ante alguien su corazón repleto de amargura?
Cruzando las piernas, dijo:
— ¡Vaya suerte la de mi hermano!
Acaba de heredar veinte mil francos de renta.
Ella arqueó las cejas sobre sus
ojos, azules y codiciosos:
—¡Oh! ¿Quién se los ha dejado?, ¿su
abuela o su tía?
—No; un antiguo amigo de mis padres.
—¿Sólo un amigo? ¡No es posible! ¿Y
a ti no te ha dejado nada?
—No; yo casi no le conocía.
Reflexionó ella durante unos
instantes y dijo luego, con una sonrisa maliciosa:
—¡Vaya suerte la de tu hermano al
tener esa clase de amigos! Claro, no me sorprende que se te parezca tan poco.
Sintió ganas de abofetearla sin
saber exactamente por qué, y preguntó irritado:
—¿Qué quieres decir con eso?
Contestó dando a su rostro una
expresión boba e ingenua:
—Nada. Quiero decir que tiene más
suerte que tú.
El echó un franco sobre la mesa y
salió.
Iba repitiéndose aquella frase: «No
me sorprende que se te parezca tan poco.»
¿Qué había pensado, qué había
sobreentendido con aquellas palabras? Desde luego, ocultaban una malicia, una
perversidad, una infamia. Sí, aquella moza debió de creer que Juan era hijo de
Maréchal.
La emoción que le produjo esta
sospecha respecto a su madre fue tan violenta, que se detuvo y buscó un lugar
donde sentarse.
Frente a él vio otro café, entró,
cogió una silla y, cuando el camarero se presentó, le pidió una cerveza.
Sentía latir su corazón y estremecían
su piel unos escalofríos. De pronto recordó lo que había dicho Marowsko el día
anterior: «No hará buena impresión.» ¿Pensó quizá lo mismo que aquella bribona?
Con la cabeza inclinada hacia el
vaso, miraba la espuma blanca crepitar y fundirse, y se preguntaba: «¿Es
posible que crean algo semejante?»
Los motivos que darían lugar a esa
odiosa duda se le aparecían ahora uno tras otro, datos, evidentes,
exasperantes. Que un solterón sin herederos deje su fortuna a los dos hijos de
un amigo es una cosa muy sencilla y natural, pero que la deje a uno solo de
esos hijos es cosa que sorprenderá a todo el mundo; la gente hará correr el
chisme y acabarán riéndose. ¿Cómo es que no lo había previsto? ¿Y cómo no lo
pensó su padre? ¿Y cómo no lo adivinó su madre? Les había cegado el dinero
inesperado y ni siquiera les rozó esta idea. Además, ¿cómo era posible que esas
honradas personas sospecharan semejante ignominia?
Pero el público, el vecino, el
tendero, todos los que los conocían, ¿no repetirían esta infamia, se recrearían,
se alegrarían, se reirían de su padre y despreciarían a su madre?
Y La observación que hizo la
camarera de la cervecería de que Juan era rubio y él moreno, de que no se
parecían ni en la figura ni en el modo de andar, ni en la apostura, ni en la
inteligencia, saltaba a los ojos de todos. Cuando se hablara de un hijo Roland,
preguntarían: «¿Cuál de ellos, el verdadero o el falso? »
Se levantó decidido a advertir a su
hermano, a ponerlo en guardia contra ese tremendo peligro que
amenazaba el honor de su madre. Pero ¿cómo reaccionaría Juan? Seguramente, lo
más sencillo sería renunciar a la herencia, que entonces iría a parar a manos
de los pobres, y explicar solamente, a los amigos y conocidos informados de
ese legado, que el testamento contenía cláusulas y condiciones inaceptables
que hubieran convertido a Juan no en un heredero, sino en depositario.
Mientras se dirigía hacia su casa
pensó que debía hablar a solas con su hermano a fin de no tratar ante sus
padres de este asunto.
Desde la puerta percibió voces y
risas en el salón, y al entrar oyó a madame Rosémilly y al capitán Beausire,
invitados a comer por su padre a fin de celebrar el feliz acontecimiento.
Habían preparado vermut y ajenjo
para abrir el apetito, lo cual los puso de buen humor. El capitán Beausire, un
hombrecillo rechoncho a fuerza de rodar en el mar y cuyas ideas parecían también redondas como los guijarros de las playas, y que reía a carcajadas,
juzgaba que la vida es una cosa excelente y debía aprovecharse todo.
Brindaba con el viejo Roland
mientras Juan ofrecía a las señoras otros vasos llenos.
Madame Rosémilly renunciaba, cuando
el capitán Beausire, que había conocido a su esposo, exclamó:
—Vamos, vamos, señora, bis repetita placent, como decimos en
parnés, lo que significa: «Dos vermuts no hacen nunca daño.» ¿Ve usted?, yo,
que ya no navego, cada día antes de comer me meto en el cuerpo dos o tres
balanceos artificiales. Añado un cabeceo después del café, lo que alborota el
mar por la tarde. Pero nunca llego hasta la tempestad; nunca, nunca, ya que
temo las avenas.
Roland, a quien el marino halagaba
su manía náutica, se reía con todas sus fuerzas, con el semblante arrebolado y
los ojos encendidos por el ajenjo. Lucía un enorme vientre de tendero donde
parecía refugiarse el resto de su cuerpo, uno de esos vientres blandos propios
de las personas sedentarias que carecen de muslos, pecho, brazos y cuello,
porque el fondo de su asiento amontonó toda la materia en el mismo lugar.
Beausire, en cambio, a pesar de ser
rechoncho y bajo, parecía estar lleno como un huevo y duro como una bala.
Madame Roland no había bebido aún su
primer vaso, y radiante de gozo, brillándole la mirada, contemplaba a su hijo
Juan.
En él había estallado la alegría.
Era asunto concluido, asunto firmado, y disponía de veinte mil francos de
renta. Por la forma de reír y de hablar, con voz más sonora, el modo de mirar a
la gente, por sus modales, más desenvueltos, por su aplomo, visible, se notaba
en él la seguridad que proporciona el dinero.
Anunciaron la comida y, cuando el
viejo Roland se dirigía a ofrecer el brazo a madame Rosémilly, su esposa dijo:
—No, no, padre; hoy todo es para
Juan.
La mesa brillaba con un lujo
inusitado: ante el plato de Juan, que se sentaba en el sitio del padre, se
alzaba como una cúpula empavesada, un enorme ramo de flores repleto de cintas
de seda, un verdadero ramo de ceremonia, rodeado por cuatro fruteros, uno de
los cuales contenía una pirámide de magníficos melocotones, el segundo un
monumental pastel relleno de nata batida y cubierto de campanitas de caramelo,
una catedral de bizcocho, el tercero rajas de plátano bañadas en almíbar, y el
cuarto el esplendor de unos racimos de uva negra procedente de los países
cálidos.
—¡Demonio! — dijo Pedro al sentarse
—, celebramos el advenimiento de Juan el Rico.
Después de la sopa sirvieron vino de
Madeira; y ya todos hablaban al mismo tiempo. Beausire contaba una comida
celebrada en Santo Domingo, en la que fue invitado de un general negro. El
viejo Roland le escuchaba intentando deslizar entre las frases del relato otra
comida ofrecida por uno de sus amigos en Meudon, a consecuencia de la cual
todos estuvieron enfermos quince días. Madame Rosémilly, Juan y su madre
proyectaban una excursión y un almuerzo a Saint-Jouin y se prometían un placer
infinito; y Pedro sentía no haber comido solo en un figón junto al mar para
evitar todo ese barullo, esas risas y esa alegría que le ponían nervioso.
Discurría cómo se las arreglaría
ahora para exponer a su hermano sus temores y hacerle renunciar a la fortuna ya
aceptada de la que ya disfrutaba y se embriagaba por anticipado. Sería muy duro
para él, pero era preciso hacerlo; no podía titubear estando amenazada la
reputación de su madre.
La aparición de una enorme lubina
despertó en Roland recuerdos de sus pesquerías. Beausire relató algunas
sorprendentes en el Gabón, en Santa María de Madagascar y, sobre todo, en la
costas chinas y japonesas, donde los peces tienen formas extraña como sus
habitantes. Describía el aspecto de aquellos peces, sus grandes ojos dorados,
sus vientres azules o rojos, sus aletas extrañas parecidas a abanicos, su cola
en forma de media luna; y su mímica era tan graciosa, que se les saltaban a
todos las lágrimas a fuerza de reír al escucharle.
Tan sólo Pedro parecía incrédulo y
murmuraba:
—Tienen razón los que dicen que los
normandos son los gascones del Norte.
Después del pescado sirvieron un
pastel relleno de carne, luego un pollo asado, judías verdes y un pastel de
alondras de Pithivier. La sirvienta de madame Rosémilly ayudaba a servir; y la
alegría iba en aumento con el número de vasos de vino. Cuando se descorchó la
primera botella de champaña, el viejo Roland, muy excitado, imitó con la boca
el ruido de esta detonación y luego dijo:
—Prefiero esto a un pistoletazo.
Pedro, cada vez más molesto,
respondió irónicamente:
—Sin embargo, esto es quizá más
peligroso para ti.
Roland, a punto de beber, dejó el
vaso sobre la mesa y preguntó:
—¿A qué viene eso?
Hacia tiempo que se quejaba de su
salud; sentía pesadez, vértigos y un malestar constante e inexplicable.
Prosiguió el doctor:
—Pues porque la baja de la pistola
puede muy bien pasarte por el lado, mientras que el vaso de vino va
directamente a tus intestinos.
—¿Y qué?
—Pues que te quema el estómago,
ataca el sistema nervioso, dificulta la circulación y prepara la apoplejía que
amenaza todos los hombres de tu temperamento.
La creciente embriaguez del antiguo
joyero se disipó de pronto; y miraba a su hijo Pedro de hito en hito,
inquieto, intentando saber si no estaba burlándose de él.
Pero Beausire exclamó:
—¡Esos malditos médicos! Siempre con
la misma cantinela: no comáis, no bebáis, no améis, no bailéis. Todo eso es
dañino para la salud. ¡Pues bien! yo, señor mío, he practicado todo eso en
todas las partes del mundo, dondequiera que pude, y lo más que pude, y no por
ello me encuentro peor.
—En primer lugar, capitán, usted es
más fuerte que mi padre; y, además, todos los calaveras hablan como usted hasta
el día en qué... Y no están a tiempo de volver para decirle al médico prudente:
tenía usted razón, doctor.» Cuando veo hacer a mi padre lo más peligroso para
él, es muy natural que se lo advierta. De no obrar así, no seria un buen hijo.
Madame Roland, desolada, intervino a
su vez:
—Vamos, Pedro, ¿qué te ocurre?
Piensa en lo importante que es esta fiesta para él y para nosotros. Vas a
estropearle el día y apenarnos a todos. Por una vez no le hará daño. Te estás
portando muy poco amablemente.
El se alzó de hombros y murmuro:
—Que haga lo que quiera. Ya le he
avisado.
Pero el viejo Roland no bebía.
Contemplaba su vaso, su vaso lleno de vino luminoso y transparente, cuyo
espíritu ligero y embriagador se escapaba en forma de pequeñas burbujas que
subían presurosas desde el fondo e iban a evaporarse en la superficie. Las
miraba con la temerosa desconfianza del zorro que tropieza con una gallina
muerta y presiente una trampa.
Luego preguntó dubitativo:
—¿Crees que me harían mucho daño?
Pedro sintió remordimientos y se
reprochó hacer sufrir a los demás debido a su mal humor.
—No, por una vez puedes bebértelo;
pero no abuses ni adquieras la costumbre.
Entonces el viejo Roland levantó el
vaso sin decidirse todavía a llevárselo a los labios. Lo contempló
dolorosamente, con ansia y temor luego lo olió, lo cató, lo bebió a sorbos,
saboreándolo, con el corazón rebosante de angustia, fragilidad y avidez; luego
sintió remordimiento, una vez hubo apurado la última gota.
De pronto Pedro tropezó con la
mirada de madame Rosémilly, fija en él, clara y azul, penetrante y dura. Y
sintió, cayó en la cuenta, adivinó el pensamiento que animaba aquella mirada,
el pensamiento irritado de aquella mujercita de espíritu recto y sencillo, ya
que aquella mirada decía: «Tienes celos, y esto es vergonzoso.»
Bajó la cabeza y volvió a comer.
No tenía apetito, todo lo encontraba
insípido; sentía un irresistible deseo de marcharse, de no encontrarse ya
entre aquella gente, de no oírlos hablar, bromear y reír.
Sin embargo, el viejo Roland, un
poco mareado por los vapores del vino, olvidaba los consejos de su hijo y miraba
tiernamente, por el rabillo del ojo, una botella de champaña casi llena todavía
junto a su plato. No se atrevía a tocarla por temor a otra repulsa y meditaba
qué astucia le permitiría apoderarse de la botella sin que Pedro se diera
cuenta. Se le ocurrió una estratagema sencillísima: cogió la botella con toda
naturalidad y, sujetándola por la base, alargó el brazo a través de la mesa
para llenar en primer lugar el vaso del doctor, que estaba vacío; luego fue
llenando los demás y cuando llegó al suyo empezó a hablar a gritos y, si cayó
algo en su vaso, se hubiera jurado que era inadvertidamente. Por lo demás,
nadie se fijó ni prestó atención.
Pedro bebía mucho sin darse cuenta.
Nervioso y molesto, se servía continuamente y se llevaba a los labios, con un
gesto instintivo, el vaso de cristal alargado, por donde se veían ascender las
burbujas en el líquido vivo y transparente. Lo sorbía entonces lentamente para
sentir en la boca ese cosquilleo azucarado del gas que se evaporaba en la
lengua.
Poco a poco se apoderó de su cuerpo
un grato calorcillo. Salía del estómago, que parecía ser el hogar, subía hasta
el pecho, invadía los miembros y se desparramaba por todo su cuerpo como una
ola tibia y bienhechora que llevaba el placer consigo. Se sentía mejor, menos
impaciente, no tan descontento; y se iba debilitando su resolución de hablar
con su hermano aquella noche, no porque pensara en renunciar, sino para no
turbar tan pronto el bienestar que sentía.
Beausire se puso en pie para
brindar. Después de saludar, dijo:
—Encantadoras damas y señores, nos
hemos reunido para celebrar un acontecimiento afortunado que ha recaído en uno
de nuestros amigos. Antes decían que la fortuna era ciega; creo que era
sencillamente miope o maliciosa y que ahora acaba de agenciarse un excelente
catalejo que le ha permitido divisar en el puerto de El Havre al hijo de
nuestro buen camarada Roland, capitán de
Se oyeron unos bravos subrayados por
aplausos y Roland se puso en pie para responder. Tras haber carraspeado, porque
sentía la garganta seca y la lengua algo pesada, balbuceó:
—Gracias capitán, gracias en mi
nombre y en el de mi hijo. Nunca olvidaré su comportamiento en estas
circunstancias. Bebo a su salud.
No sabiendo ya qué añadir, se sentó
con los ojos y la nariz llenos de lágrimas.
Juan, sonriente, tomó la palabra:
—Yo soy quien debe agradecer a los
abnegados amigos, a los excelentes amigos — miraba a madame Rosémilly — que hoy
me dan esta conmovedora prueba de su afecto. Pero no quiero demostrarles mi
gratitud con palabras. Se lo probaré mañana, en todos los instantes de mi vida,
siempre, ya que nuestra amistad no es de las que se olvidan.
Su madre, muy emocionada, murmuró:
—Muy bien hablado, hijo mío.
Beausire exclamó:
—Madame Rosémilly, hable usted en
nombre del bello sexo.
Ella levantó su vaso y, con lindo
tono, velado por una sombra de tristeza, dijo:
—Yo bebo por la santa memoria del
señor Maréchal. Siguieron unos instantes de calma, de recogimiento decoroso,
como después de una oración, y Beausire, que sabía redondear una situación con
una galantería, hizo observar:
—Sólo las mujeres son capaces de
pensar estas delicadezas.
Luego, volviéndose hacia el viejo
Roland, añadió:
—¿Quién era ese Maréchal? ¿Los unía
con él una amistad muy íntima?
El viejo, a quien la bebida había
enternecido, se echó a llorar y dijo con voz entrecortada:
—Un hermano... ¿Sabe usted?... Una
persona como no se encuentran... Siempre íbamos juntos..., cenaba en casa todos
los días... y nos invitaba al teatro... Sólo le digo eso... eso... Un amigo, un
verdadero.., verdadero amigo... ¿No es verdad, Luisa?
Su mujer respondió sencillamente:
—Sí, era un amigo fiel.
Pedro miraba a su padre y a su
madre, pero, como la conversación versó luego sobre otras cosas, empezó de
nuevo a beber.
Conservó un vago recuerdo del final
de aquella noche. Tomaron café, bebieron licores, se rió mucho y se bromeó.
Luego se acostó, hacia medianoche, con la mente confusa y la cabeza pesada. Y
durmió como un bruto hasta las nueve del siguiente día.
IV
Aquel sueño, empapado en champaña y chartreuse, sin duda le tranquilizó y
calmó, ya que se despertó predispuesto a la benevolencia. Midió, pesó y
resumió, mientras se vestía, sus emociones de la víspera, buscando poner en
evidencia con toda claridad y totalmente las causas reales, secretas, las
causas personales al mismo tiempo que las causas exteriores.
Verdaderamente, era posible que la
camarera de la cervecería hubiera tenido un mal pensamiento, un pensamiento de
auténtica prostituta, al enterarse de que uno solo de los hijos Roland heredaba
de un desconocido; pero esas criaturas ¿no conciben siempre sospechas
parecidas, sin el menor motivo, contra todas las mujeres honradas? ¿No se les
oye, siempre que hablan, injurian, difaman, calumnian a toda mujer que
adivinan irreprochable? Cada vez que en su presencia se nombra a una persona
intachable, se enfadan como si las ultrajaran y chillan: «¡Ah!, ¿sabes que las
conozco muy bien a tus mujeres casadas? ¡Valiente porquería! Tienen más amantes
que nosotras, pero lo ocultan porque son hipócritas. ¡Sí, sí! ¡Valiente
porquería! »
En cualquier otra ocasión no
hubiera, desde luego, comprendido ni siquiera supuesto como posibles unas
insinuaciones de esta naturaleza respecto a su pobre madre, tan buena, tan
sencilla, tan digna. Pero sentía que su alma se hallaba turbada por la levadura
de los celos que fermentaba en él. Su mente sobreexcitada, al acecho, por
decirlo de algún modo, a pesar suyo, de cuanto podía molestar a su hermano,
hizo quizá que viera, en las palabras de la camarera, unas odiosas intenciones
de que carecían. Podía ser que su imaginación, esta imaginación a la que no
podía frenar, que continuamente se rebelaba contra su voluntad, se lanzara
libre, osada, provocadora y disimulada en el universo infinito de las ideas y
le presentara a veces algunas de ella inconfesables, vergonzosas, que escondía
en el fondo de su alma, en esos repliegues insondables, como objetos robados;
quizás esta imaginación, sólo ella, había creado e inventado esa terrible duda.
Seguro que su corazón, su propio corazón, tenía secretos para él; y ese corazón
herido había encontrado en aquella abominable duda un medio para privar a su
hermano de esa herencia que envidiaba. Ahora dudaba de sí mismo, interrogando
su conciencia como los creyentes, interrogando todos los misterios de su
pensamiento.
Cierto que madame Rosémilly, aunque
de inteligencia limitada poseía el tacto, el olfato y el sentido sutil de las
mujeres. Ahora bien, no se le ocurrió aquella idea, puesto que bebió con
absoluta sencillez por la santa memoria del difunto Maréchal. Ella no lo
hubiera hecho de haber concebido la menor sospecha. Ahora ya no dudaba de que
su involuntario mal humor por la fortuna heredada por su hermano y seguramente
también su religioso amor hacia su madre exaltaron sus escrúpulos, escrúpulos
piadosos y respetables, pero exagerados.
Al formular esta conclusión, se
sintió contento como cuando se ha realizado una buena acción, y resolvió
mostrarse amable con todo el mundo, empezando por su padre, cuyas manías, necias
afirmaciones, vulgares opiniones y mediocridad, harto visibles, siempre le
irritaban.
Llegó a la hora en punto de la
comida y divirtió a toda la familia con su ingenio y buen humor.
Su madre, encantada, le decía:
—Querido Pedro, no tienes idea de lo
divertido e ingenioso que eres cuando te lo propones.
Y él hablaba y hacía reír a todo el
mundo con sus ocurrencias y la ingeniosa forma de caricaturizar a sus amigos.
Beausire le sirvió de blanco, y también un poco madame Rosémilly, pero de una
manera discreta, sin malicia. Y mientras miraba a su hermano pensaba: «Pero
¡defiéndete, bobo! ; por muy rico que seas, te aventajaré siempre que lo
desee.»
Mientras tomaban café, dijo a su
padre:
—¿Sales hoy con
—No, muchacho.
—¿Puedo llevármela con Jean-Bart?
—Naturalmente, cuando quieras.
Se compró un buen puro en el primer
estanco que encontró y fue hacia el puerto caminando alegremente.
Observaba el cielo luminoso, claro,
de un azul suave, fresco y como lavado por la brisa del mar.
El marinero Papagris, apodado
Jean-Bart, dormitaba al fondo de la barca, que debía tener siempre dispuesta
para salir al mediodía, cuando no iban de pesca por la mañana.
Pedro gritó:
—« ¡Es nuestra, patrón! »
Bajó la escalera de hierro del
muelle y saltó dentro de la embarcación.
—¿Qué viento sopla? — preguntó.
—Continúa el viento alto, señor. En
alta mar sopla buena brisa.
—Entonces, compadre, adelante.
Izaron la mesana, levaron el ancla y
el barco, libre, fue deslizándose suavemente hacia el muelle sobre el agua
tranquila del puerto. El débil soplo de aire procedente de las calles tropezaba
en la parte superior de las velas con tanta suavidad, que no se notaba, y
Cuando salieron al mar abierto, al
alcanzar la punta norte del puerto que los protegía, la brisa, más fresca, se
deslizó por el semblante y las manos del doctor como una caricia algo fría,
penetró en sus pulmones, que la recibieron con un prolongado suspiro para
sorberla, y al hinchar la vela pardusca hizo indinar
De pronto, Jean-Bart izó el foque,
cuyo triángulo, hinchado por el viento, parecía un ala; luego alcanzó la popa
en dos zancadas y desató el contrafoque amarrado a su mástil.
Entonces, sobre el lado de la barca,
que se había recostado bruscamente y avanzaba ahora a toda velocidad, se
originó un ruido suave y vivo de agua que espumea y huye.
La proa abría el mar como la reja de
un arado atolondrado y la ola que levantaba, ligera y blanca de espuma, se
hinchaba y deshacía como se deshace, oscura y amazacotada, la tierra labrada
del campo.
Cada vez que chocaban contra una de
las olas, pequeñas pero seguidas, una sacudida agitaba a
Durante tres horas, Pedro,
tranquilo, calmado y contento, vagabundeó sobre el agua ruidosa, gobernando
como si se tratara de una bestia alada, rápida y dócil, aquel objeto de madera
y lona que iba y venía a su antojo, bajo la presión de sus dedos.
Soñaba, como se sueña montado a
caballo o sobre el puente de un buque, pensando en su porvenir, que sería
brillante, y en la dulzura de vivir con inteligencia. Mañana mismo pediría a su
hermano que le prestara tres meses mil quinientos francos, a fin de instalarse
en seguida en el hermoso apartamento del bulevar Francisco I.
El marinero dijo de pronto:
—Ahí está la bruma, señor; es
preciso regresar.
Alzó los ojos y observó hacia el
norte una sombra gris, profunda y ligera que encapotaba el cielo y cubría el
mar, corneada hacia ellos como una nube caída de lo alto.
Viró de borda y, con el viento por
la espalda, se dirigió hacia el puerto seguido por la bruma rápida que le
alcanzaba. Cuando alcanzó
Pedro, con los pies y las manos
helados, regresó rápidamente y se tendió en la cama para dormitar hasta la hora
de comer. Cuando apareció en el comedor, su madre estaba diciendo a Juan:
—La galería será maravillosa.
Colocaremos flores, ya verás. Me encargaré de que las renueven. Cuando des
alguna fiesta, el aspecto será maravilloso.
—¿De qué estáis hablando? — preguntó
el doctor.
—De un departamento encantador que
acabo de alquilar par tu hermano. Un hallazgo: un entresuelo que da a dos
calles. Tiene dos salones, una galería acristalada y un pequeño comedor en
forma de rotonda, muy a propósito para un muchacho.
—¿Dónde está situado? — preguntó.
—En el bulevar Francisco I.
Ya no quedaba duda. Se sentó tan
exasperado, que sentía deseos de gritar: «Esto es ya demasiado. ¡Todo,
absolutamente todo para él! »
Su madre, radiante, continuaba
hablando:
—Y figúrate que lo he obtenido por
dos mil ochocientos francos. Me pedían tres mil, pero he logrado doscientos
francos de rebaja a condición de firmar un contrato por tres, seis o nueve
anos. Tu hermano se encontrará allí perfectamente. Basta un piso elegante para
que un abogado haga fortuna. Esto atrae a la clientela, la retiene, le inspira
respeto y le hace comprender que un hombre instalado de ese modo hace pagar
caros sus consejos.
Calló por unos instantes y luego
prosiguió:
—Seria necesario encontrar algo
parecido para ti, mucho más modesto, ya que no tienes
dinero, pero elegante de todos modos. Te aseguro que eso te ayudaría mucho.
Pedro respondió desdeñosamente:
—¡Oh, yo alcanzaré fama con el trabajo y la ciencia!
Su madre insistió:
—Desde luego, pero te aseguro que un
piso instalado te ayudaría mucho.
Mediada la comida, preguntó de
pronto:
—¿Cómo conocisteis a ese Maréchal?
El viejo Roland levantó la cabeza e
intentó recordar:
—Espera, no recuerdo exactamente.
¡Ha pasado tanto tiempo! ¡Ah, sí!, ya recuerdo. Fue tu madre quien lo
conoció en la tienda, ¿no es verdad, Luisa? Había ido a encargar algo y luego
volvió con frecuencia. Lo conocimos como cliente antes de conocerle como amigo.
Pedro, que comía frijoles y los
pinchaba con el tenedor uno a uno como si los ensartara, prosiguió:
—¿En qué época lo conocisteis?
Roland volvió a meditar, pero al no
recordarlo recurrió a su esposa:
—¿Recuerdas en qué año, Luisa? Tú
tienes buena memoria y no debes de haberlo olvidado. Veamos, era en... en...
¿en el año cincuenta y cinco o cincuenta y seis?... Haz memoria; debes de
saberlo mejor que yo.
Ella reflexionó un rato, en efecto,
y luego dijo con voz segura y tranquila:
—Fue el año cincuenta y ocho,
querido. Pedro tenía entonces tres años. Estoy segura de no equivocarme, ya que
fue el año en que tuvo la escarlatina, y Maréchal, al que aún conocíamos poco,
nos prestó su ayuda.
Roland exclamó:
—Cierto, cierto, se portó
admirablemente. Como tu madre estaba tan fatigada y yo tenía trabajo en la
tienda, iba a la farmacia a buscar tus medicinas. Verdaderamente, era un hombre
de gran corazón. Y, cuando sanaste, no puedes hacerte idea de lo contento que
estaba y de como te besaba. A partir de aquel momento nos convertimos en amigos
íntimos.
Un pensamiento brusco, violento
penetró en el alma de Pedro como una bala que perfora y desgarra: «Puesto que
me conoció primero, me demostró tanto cariño y abnegación, puesto que me amaba
y besaba tanto, puesto que fui yo el motivo de su gran amistad con mis padres,
¿por qué dejó toda su fortuna a mi hermano y nada a mí?»
No hizo más preguntas y permaneció
preocupado y más absorto que soñador, con una nueva inquietud, indecisa
todavía, germen secreto de un nuevo desasosiego.
Salió temprano y volvió
a callejear. Las calles estaban invadidas por la niebla, que tornaba la noche
pesada, opaca y nauseabunda. Se hubiera dicho una humareda pestilente caída
sobre la tierra.
Se la veía deslizar por
los mecheros a gas, que parecía apagar por momentos. El empedrado de las calles
se volvía resbaladizo como en las noches de helada y todos los hedores parecían
salir del interior de las casas, pestilencias de las bodegas, de las letrinas,
de las cocinas modestas, para mezclarse con el repulsivo hedor de aquella bruma
errante.
Pedro, con el cuello
hundido y las manos en los bolsillos, no queriendo permanecer fuera con aquel
frío, se dirigió a casa de Marowsko.
Bajo el mechero de gas
que lucía para él, el viejo farmacéutico dormía como de costumbre. Al
reconocer a Pedro, al que amaba con el amor de un perro fiel, sacudió su
modorra, fue a buscar dos vasos y trajo la «groselleta».
—¿Y qué? — preguntó el
doctor —, ¿cómo va ese licor?
El polaco respondió que
los cuatro cafés principales de la ciudad consentían en lanzarlo y que el
«Faro de
Tras un largo silencio,
Marowsko preguntó si Juan había entrado en posesión de su fortuna; luego le
dirigió dos o tres preguntas vagas acerca del asunto. Su afecto suspicaz por
Pedro se rebelaba contra esa preferencia. Y a Pedro le parecía oírle pensar,
adivinaba, comprendía, leía en sus ojos desviados, en el tono inseguro de su
voz, las frases que le acudían a los labios y que no pronunciaba, que jamás
pronunciaría, él, tan prudente, tan tímido, tan cauteloso.
Ahora ya no le cabía
duda de que el viejo pensaba: «No debió usted permitir que aceptara esa
herencia, que dará motivo a que hablen mal de su madre.» Incluso creía quizá
que Juan era hijo de Maréchal.
¡Seguro que lo creía!
¿Cómo no iba a creerlo, si parecía tan verosímil, probable y evidente? Además,
él mismo, Pedro, el hijo, ¿no hacía, tres días que estaba luchando con todas
sus fuerzas, con todas las sutilezas del corazón, para engañar su razón y desvanecer
esa terrible sospecha?
Y de pronto sintió otra
vez la necesidad de estar solo para pensar, para discutir consigo mismo, para
encarar con valentía y sin escrúpulos, sin debilidad, esa cosa posible y
monstruosa que había entrado en sí mismo con tal fuerza, que se puso en pie sin
ni siquiera beberse el vaso de «groselleta»; estrechó la mano al farmacéutico y
se sumió de nuevo en la bruma de la calle.
Se preguntaba: « ¿Por
qué dejó Maréchal toda su fortuna a Juan?»
Ahora ya no eran los celos lo que le
obligaba a preguntárselo. Ya no era esa envidia algo rastrera y natural que
sabía estaba oculta dentro de él y que hacía tres días combatía, sino el terror
de algo espantoso, el terror de creer él mismo que Juan, su hermano, era hijo
de aquel hombre.
No, no lo creía; ni siquiera podía
formularse esta pregunta criminal. No obstante, era preciso que aquella
sospecha tan leve, tan inverosímil fuera rechazada totalmente y para siempre.
Necesitaba saber, tener la certeza; necesitaba estar totalmente seguro, ya que
su madre era lo único que amaba en el mundo.
Y solo, vagando por la noche, se
disponía a investigar en sus recuerdos, en su razón, de una manera tan
minuciosa que surgiera de ella, la verdad resplandeciente. Después daría el
asunto por terminado y no pensaría más en él, nunca más. Se iría a dormir.
Pensaba: «Veamos, examinemos los
hechos; luego recordaré todo cuanto sé de él, de su comportamiento con mi
hermano y conmigo, indagaré todas las causas que pudieron motivar esta diferencia...
¿Vio nacer a Juan? Desde luego, pero ya me conocía. De haber amado a mi madre
con un amor silencioso y secreto, es a mí a quien hubiera preferido, porque
gracias a mí, gracias a mi escarlatina, llegó a ser el amigo íntimo de mis
padres. Por lo tanto, lógicamente, debió preferirme, sentir por mí una ternura
más viva, a menos que al ver crecer a mi hermano sintiera hacia él una
atracción, una predilección instintiva.»
Se puso entonces a buscar en su
memoria, con una tensión desesperada de su pensamiento, con toda su potencia
intelectual, todo cuanto le ayudara a reconstruir, ver, reconocer y penetrar en
el hombre, ese hombre que había pasado junto a él, indiferente a su afecto,
durante todos sus años en París.
Pero cayó en la cuenta de que la
caminata, el ligero movimiento de sus pasos, turbaba un poco sus ideas,
estorbaba su seguridad, debilitaba su importancia, oscurecía su memoria.
Para echar esa aguda mirada sobre el
pasado y los acontecimientos desconocidos, mirada a la que nada debía escapar,
necesitaba estar quieto, en un lugar amplio y vacío. Y decidió ir a sentarse
en el muelle, como la noche anterior.
Al aproximarse al puerto, oyó a lo
lejos del mar abierto un quejido lamentable y siniestro, parecido al mugido de
un toro, pero más prolongado y más potente. Era el silbido de una sirena, el
grito de los buques perdidos entre la bruma.
Sintió un escalofrío recorrerle el
cuerpo y crisparle el corazón, de tal modo repercutió en su alma y en sus
nervios aquel grito de angustia, que creía haber lanzado él mismo. Gimió luego
otra voz semejante, algo más lejos; después, muy cerca, les respondió la sirena
del puerto, lanzando un clamor estridente.
Pedro llegó al muelle rápidamente,
sin pensar ya en nada, satisfecho de penetrar en aquellas tinieblas lúgubres y
rugientes.
Una vez se hubo sentado en el
extremo del rompeolas, cerró los ojos para no ver los focos eléctricos, velados
por la bruma, que hacían el puerto accesible de noche, ni la luz roja del faro
sobre el muelle Sur, pese a que apenas lucía. Luego, poniéndose de lado, apoyó
los codos en la piedra y ocultó su cara entre las manos.
Su pensamiento, aunque no
pronunciara el nombre, repetía, como para llamarle y provocar su espectro, el
nombre de «Maréchal... Maréchal». Y en la oscuridad de sus párpados cerrados lo
vio de pronto tal como lo había conocido. Era un hombre de sesenta años que
lucía una barba blanca terminada en punta y unas cejas muy espesas también
totalmente blancas. No era alto ni bajo y su aspecto era afable; los ojos,
grises y dulces, el gesto, modesto; el aspecto, de buena persona, sencillo y
tierno. A ellos les llamaba «mis queridos niños», y nunca pareció preferir uno
al otro, y los invitaba a comer juntos.
Y Pedro, con la tenacidad del perro
que sigue una pista que se ha esfumado, se puso a buscar las frases, los
gestos, las entonaciones y las miradas de aquel hombre desaparecido de la tierra.
Poco a poco lo iba reconstruyendo por entero, en su piso de la calle Tronchet,
cuando los sentaba a la mesa a su hermano y a él.
Los atendían dos sirvientas,
ancianas las dos, que se habían acostumbrado, sin duda desde hacía ya tiempo, a
llamarlos «señorito Pedro» y «señorito Juan».
Maréhal tendía sus dos manos a los
jóvenes, la derecha a uno y la izquierda al otro, sin hacer distinciones.
—Buenos días, hijos míos, ¿tenéis
noticias de vuestros padres? A mí nunca me escriben.
Hablaban despacito y familiarmente
de cosas corrientes. Nada de particular había en la charla de aquel hombre,
sino mucha amenidad, seducción y gracia. Desde luego, era para ellos un buen
amigo, uno de esos en los que no se piensa demasiado porque los sabemos fieles.
Ahora afluían los recuerdos en la
mente de Pedro. Al verle preocupado algunas veces y adivinando su pobreza de
estudiante, Maréchal le había ofrecido y prestado dinero espontáneamente, quizá
algunos centenares de francos, que ambos habían olvidado y que nunca devolvió.
Por lo tanto, aquel hombre le tenía afecto, se interesaba por él, puesto que le
preocupaban sus necesidades. Entonces... entonces, ¿por qué dejó toda su
fortuna a Juan? No, nunca estuvo más afectuoso, por lo menos de una manera
visible, con el pequeño que con el mayor, nunca se preocupó más de uno que de
otro ni estuvo menos cariñoso con éste que con aquél. Entonces... entonces...,
¿tuvo alguna razón poderosa y secreta para dárselo todo a Juan, todo, y nada a
Pedro?
Cuanto más lo pensaba, cuanto más
revivía los últimos años transcurridos, más inverosímil e increíble juzgaba el
doctor esta diferencia establecida entre ellos.
Y un agudo dolor, una angustia
inexplicable oprimía su pecho y hacía latir su corazón; parecía como si sus
resortes se hubiesen roto y circulara la sangre a chorros, libremente,
sacudiéndolo con un traqueteo tumultuoso.
Entonces, a media voz, como se habla
cuando se tiene una pasadilla, murmuró: «Necesito saber. ¡ Dios mío, necesito
saber! »
Buscaba ahora más atrás, en tiempos
más lejanos, cuando sus padres vivían en París. Pero los semblantes se le
desdibujaban, lo cual enredaba sus recuerdos. Se encarnizaba, sobre todo, por
recordar a Maréchal con cabellos... ¿ Rubios, castaños o negros? No lo
lograba, ya que la última figura de aquel hombre, figura de hombre. anciano,
había borrado las demás. No obstante, recordaba que era más delgado, que sus
manos eran suaves y que a menudo llevaba flores, ya que su padre repetía con
frecuencia: «¡Otra vez un ramo! Esto es una locura, amigo mío; ¡se arruinara
usted comprando rosas! »
Maréchal respondía: «No se preocupe,
me encanta traer flores. »
Y de pronto recordó la entonación de
su madre, de su madre, que sonreía y decía: «Gracias, amigo mío.» Por lo tanto,
debió de pronunciarlas con frecuencia, para que le quedasen grabadas de este
modo en su memoria.
Así que Maréchal llevaba flores; él,
el hombre rico, el cliente, obsequiaba con flores a la esposa de aquel modesto
joyero. ¿Estuvo enamorado? ¿Cómo se hubiera convertido en amigo de aquellos tenderos,
de no haberla amado? Era un hombre instruido, de aguda inteligencia. ¡Cuántas
veces habló con él de poetas y poesía! No apreciaba a los escritores como
artistas, sino como burgués que se conmueve. El doctor se había reído a veces
de esos sentimentalismos, que juzgaba algo ridículos. Ahora comprendía que
aquel hombre, sentimental, no pudo ser nunca el amigo de su padre, de su padre
tan positivo, tan rastrero, tan vulgar, para el que la palabra «poesía»
significaba estupidez.
Por lo tanto, ese Maréchal, joven,
libre, rico, propenso a todas las ternuras, entró un día por casualidad en una
tienda, quizá porque se había dado cuenta de que la tendera era bonita. Compro,
volvió otro día, entabló conversación, familiarizándose a medida que
transcurrían los días, y pagó mediante frecuentes compras el derecho a sentarse
a la mesa de aquella casa, de sonreír a la joven y estrechar la mano del
marido.
Y luego, después... después... ¡Oh,
Dios mío! ... Después ¿qué?...
Amó y acarició al primer hijo, el
hijo del joyero, hasta que nació el otro; luego permaneció impenetrable hasta
la muerte, una vez cerrada su tumba, descompuesta su carne, borrado su nombre
de entre los vivos, todo su ser desapareció para siempre, sin tener nada que
arreglar ni nada qué temer y ocultar, puesto que había entregado toda su
fortuna al hijo segundo... ¿Por qué?.. Aquel hombre era inteligente..., por lo
que tuvo que comprender y prever que con ello iba a hacer suponer casi
infaliblemente que aquel hijo era suyo. Entonces, ¿ deshonraba a una mujer? ¿Y
cómo hubiera hecho semejante cosa de no ser Juan hijo suyo?
Y de pronto un recuerdo
exacto y terrible cruzó la memoria de Pedro. Maréchal había sido rubio, rubio
como Juan. Ahora recordaba un retrato en miniatura que había visto tiempo atrás
en París, sobre la chimenea de su salón, y que ahora había desaparecido. ¿Dónde
estaba? ¡Perdido o escondido! ¡Oh!, si pudiera verlo aunque sólo fuera unos
segundos. Quizá su madre lo había guardado en el cajón secreto donde se
guardan las reliquias de amor.
Ante este pensamiento,
fue tan desgarradora su angustia, que lanzó un gemido, uno de esos quejidos que
arranca a la garganta un dolor insoportable. Y de pronto, como si le hubiera
oído, como si le hubiera comprendido y le respondiera, la sirena del muelle
rugió muy cerca de donde estaba. Su clamor de monstruo sobrenatural, más
retumbante que el trueno, un rugido formidable y salvaje hecho para dominar
las voces del viento y las olas, se propagó a través de las tinieblas sobre el
mar invisible oculto bajo la bruma.
Entonces, a través de la
bruma, próximos o lejanos, se alzaron en la noche otros gritos semejantes. Eran
espantosos aquellos clamores lanzados por los grandes buques ciegos.
Después se hizo de nuevo
el silencio.
Pedro había abierto los
ojos y miraba a su alrededor, sorprendido de encontrarse allí, tras despertar
de su pesadilla.
«Estoy loco — pensó —;
sospecho de mi madre.» Y una racha de amor y ternura, de arrepentimiento,
de plegaria y desolación, anegó su corazón. ¡Su madre! Conociéndola como la
conocía, ¿cómo pudo sospechar? ¿Acaso el alma y la vida de aquella mujer
sencilla, casta y leal, no eran más claras que el agua? ¿Después de verla y
conocerla, cómo no juzgarla irreprochable? ¡Y era él, su hijo, el que había
dudado de ella! ¡Oh!, si hubiese podido tenerla entre sus brazos en aquel
momento, ¡cómo la hubiese besado, acariciado; cómo se hubiera arrodillado ante
ella para pedirle perdón!
¿Era posible que
engañara a su marido?... Su marido.., el padre... Cierto que era un buen hombre
honrado e íntegro en los negocios, pero su espíritu no franqueó jamás el
horizonte de su tienda. ¿Cómo era posible que aquella mujer que había sido muy
hermosa (lo sabía y saltaba a la vista), dotada de un alma delicada, afectuosa
y tierna, hubiese aceptado como prometido y como marido a un hombre tan
distinto a ella?
¿A qué indagar? Se casó,
como se casan las jóvenes, con un hombre con porvenir a quien presentan los
padres. Se instalaron en seguida en su almacén de la calle Montmartre; y la
joven, dirigiendo en el mostrador, animada por el espíritu del nuevo hogar por
ese sentido sutil y sagrado del interés común que sustituye al amor e incluso
al afecto en la mayoría de los matrimonios comerciantes de París, se había
puesto al trabajo con toda su inteligencia activa y aguda, para lograr la
prosperidad del negocio. Y así transcurrió su vida, uniforme, tranquila,
honesta y sin ternura...
¿Sin ternura?... ¿Era
posible que una mujer dejara de amar. Una mujer joven, bonita, que vivía en
París, que leía libros, aplaudía a unas actrices que morían de pasión en la
escena, ¿podía pasar la adolescencia y llegar a la vejez sin sentir jamás
herido el corazón? De otra mujer no lo creería; ¿por qué, pues, lo creería de
su madre?
¡Seguro que pudo amar
como otra cualquiera! ¿Por qué había de ser distinta a pesar de ser su madre?
Ella había sido joven,
con todos los desfallecimientos poéticos que turban el corazón de los seres
jóvenes. Encerrada, prisionera en la tienda junto a un marido vulgar y que sólo
hablaba de negocios, debió de soñar con claros de luna, viajes, besos robados
en las noches oscuras. Y luego, un día, entró un hombre como lo enamorados en
las novelas y habló como hablan éstos.
Y ella se enamoró. ¿Por
qué no? ¡Era su madre! ¿Y en qué? ¿El hecho de ser su madre debía hacer que él
fuese ciego y estúpido hasta el punto de negar la evidencia?
¿Accedió ella? ... Pues
sí, naturalmente, ya que aquel hombre no tuvo ninguna otra amante; claro que
sí, puesto que permaneció fiel a la mujer ausente y envejecida; naturalmente,
puesto que dejó toda su fortuna al hijo, ¡a su hijo!
Se incorporó Pedro tan
frenético y furioso, que hubiera deseado matar a alguien. Su brazo, extendido,
su mano, totalmente abierta sentían deseos de golpear, de matar, de
estrangular. ¿ A quién? ¡A todos, a su padre, a su hermano, al muerto, a su
madre!
Se dispuso a regresar.
¿Qué haría?
Al pasar ante una torre
de señales, el estridente sonido de la sirena le dio en el rostro. Fue tan
violenta su sorpresa, que estuvo a punto de caerse y retrocedió hasta el muro
de piedra. Se sentó en él, agotadas sus fuerzas, destrozado por esa conmoción.
El primer vapor que
respondió parecía estar muy cerca; se encontraba en la embocadura del puerto,
ya que la marea era alta.
Se volvió Pedro y vio su
luz roja, empañada por la bruma. Luego, bajo la difusa claridad de los focos
eléctricos del puerto se dibujó una amplia sombra negra entre los dos muelles.
Tras él, la voz enronquecida del vigilante, voz de antiguo capitán jubilado,
gritó:
—¿El nombre del buque?
Y de entre la bruma surgió la voz
del piloto en pie sobre el puente, voz también ronca:
—Santa Lucía.
—¿País?
—Italia.
—¿Puerto?
—Nápoles.
Y Pedro creyó ver ante sus ojos
turbados el penacho de fuego del Vesubio, mientras al pie del volcán
revoloteaban unas lucecitas en los bosquecillos de naranjos de Sorrento o
Castellamare. ¡Cuántas veces había soñado con esos nombres familiares como si
conociera los paisajes! ¡Oh!, si hubiera podido marcharse en seguida a
cualquier lugar y no volver jamás, no escribir jamás, para que no supieran
nunca su paradero. Pero no, era preciso regresar a la casa paterna y acostarse
en su cama.
No regresaría ahora, sino que
esperaría a que amaneciera. Le agradaba el silbido de las sirenas. Se puso en
pie y echó a andar como un oficial que está de servicio en el puente.
Detrás del primero se aproximaba
otro buque, enorme y misterioso. Era un barco inglés que regresaba de las
Indias.
Vio como llegaban otros que iban
saliendo de la impenetrable oscuridad. Luego, como sea que la bruma y la humedad
se hacían intolerables, Pedro se puso en camino hacia la ciudad. Tenía tanto
frío, que entró en un café de marineros para beberse un grog; y cuando el aguardiente, salpicado de pimienta y caliente, le
hubo abrasado el paladar y la garganta, sintió que le renacía la esperanza.
¿Quizá se había equivocado? ¡Conocía
tan bien sus desatinadas cavilaciones! Sin duda, se había engañado. Acumuló las
pruebas del mismo modo que se instruye un proceso contra un inocente, fácil
siempre de condenar cuando existe el empeño de considerarle culpable. Cuando
hubiera dormido, pensaría de otro modo.
Regresó entonces con la intención de
acostarse y, a fuerza de voluntad, logró conciliar el sueño.
V
Pero no consiguió
mantenerse aletargado más allá de un par de horas, en un semisueño agitado.
Cuando se despertó, en la oscuridad del dormitorio, caliente y cerrado, volvió
a sentir, incluso antes de que se le aclarasen las ideas, esa dolorosa
opresión, malestar del alma que deja impresa en nosotros la tristeza con que
nos dormimos. Parece como si el infortunio, cuyo choque nos rozó la víspera, se
haya deslizado durante nuestro descanso en nuestra misma carne, magullándola y
fatigándola como la fiebre. De pronto volvió a recordar y se sentó en el lecho.
Recordó, lentamente, todos
los razonamientos que le habían torturado el corazón en el muelle, mientras
silbaban las sirenas. Cuanto más lo pensaba, menos dudas tenía. Se sentía
arrastrado por su lógica como por una mano que atrae y estrangula hacia la
intolerable certeza.
Sentía sed, tenía calor
y su corazón latía apresurado. Se levantó para abrir la ventana y, una vez en
pie, le llegó a través de la pared un ligero ruido.
Juan dormía tranquilo y
roncaba suavemente. ¡El, dormía¡ Dormía sin haber presentido nada, sin haber
adivinado! Un hombre que había conocido a su madre le dejaba su fortuna y él lo
consideraba la cosa más natural del mundo.
Dormía rico y satisfecho
sin saber que a su hermano le ahogaban el sufrimiento y la angustia. Y sintió
una ráfaga de cólera contra aquel roncador despreocupado y satisfecho.
El día anterior hubiera
llamado a su puerta, hubiera entrado sentándose junto a la cama, le habría
explicado, en el azoramiento de su repentino despertar: «Juan, no debes aceptar
ese legado que el día de mañana podría dar lugar a sospechar de nuestra madre y
deshonrarla.»
Pero hoy ya no podía hablar, no
podía decir a Juan que no eran hijos del mismo padre. Ahora era necesario
guardar, enterrar en su corazón esa vergüenza descubierta por él, ocultar a
todos la mancilla que había adivinado y que nadie debía saber, ni siquiera su
hermano, sobre todo su hermano.
Ya no pensaba ahora en el vano
respeto de la opinión pública. Hubiera querido que todo el mundo acusara a su
madre, con tal de que él, él solo, supiera que era inocente. ¿Cómo podría soportar
vivir junto a ella siempre y creer al mirarla que había engendrado a su
hermano por el cariño de un amante?
Sin embargo, ella se mostraba
tranquila y serena, segura de sí misma. ¿Era posible que una mujer como ella,
de alma tan pura y corazón tan honrado, pudiera caer arrastrada por la pasión,
sin que más adelante nada trasluciera ningún remordimiento, ningún recuerdo de
su conciencia turbada?
¡Ah, los remordimientos, los
remordimientos! Sin duda la torturaron al principio y luego fueron esfumándose
como se esfuma todo. Seguro que lloró su falta y poco a poco llegó casi a
olvidarla. ¿Acaso no disponen todas las mujeres, ¡todas!, de esa prodigiosa
facultad de olvidar que apenas les permite reconocer, después de algunos años,
al hombre a quien entregaron a besar su boca y todo su ser? El beso hiere como
el rayo, el amor pasa como la tormenta, pero luego la vida se calma, como el
cielo, y prosigue como antes. ¿ Se recuerda una nube?
Pedro no podía permanecer más en su
cuarto. Aquella casa, la casa de su padre, le aplastaba. Sentía el peso del
tejado sobre su cabeza y sentía que le asfixiaban las paredes. Y, como se
abrasara de sed, encendió una vela para dirigirse a la cocina a beber un vaso
de agua fresca.
Descendió los dos pisos y, al volver
a subir con el jarro lleno, se sentó en camisa en un escalón por donde
circulaba una corriente de aire y bebió directamente del jarro ansiosamente,
como un corredor extenuado.
Cuando dejó de moverse, le
enterneció el silencio de aquella morada; luego fue distinguiendo uno a uno los
menores ruidos. Primero, el tic-tac del reloj, que parecía aumentar de segundo
en segundo. Después volvió a oír un ronquido, un ronquido de persona vieja,
corto, fatigoso y duro; el ronquido de su padre, sin duda alguna. De pronto le
crispó la idea, como si acabara de surgir en su pensamiento, de que aquellos
dos hombres que roncaban en aquella misma casa, padre e hijo, no tenían lazo
familiar alguno que los uniese y lo ignoraban. Se trataban cariñosamente, se
besaban, se alegraban y enternecían juntos por las mismas razones como si la
misma sangre corriera por sus venas. Y, no obstante dos personas nacidas en las
dos extremidades del mundo no podían ser más extrañas una de otra que ese padre
y ese hijo. Creían que se amaban porque entre ellos se deslizó una mentira. Una
mentira creaba ese amor paterno y ese amor filial; una mentira imposible de
descubrir y que nadie sabría jamás salvo él, el verdadero hijo.
¿Y si, no obstante, se equivocara?
¿Cómo saberlo? ¡ Si existiera una semejanza, aunque fuese insignificante, entre
su padre y Juan, una de esas misteriosas semejanzas que se transmiten a los más
lejanos descendientes, probando que toda una raza desciende directamente del
mismo beso! Le hubiera bastado con tan poco a él, médico, para reconocerlo: la
forma de la mandíbula, la curva de la nariz, la separación de los ojos, la
calidad de los dientes o los cabellos; menos aún, un gesto, una costumbre, una
manera de ser, una afición heredada, una señal cualquiera y muy característica
para un ojo experimentado.
Buscaba sin recordar nada, nada en
absoluto. El caso es que antes no había observado esto detenidamente, puesto
que no tenía motivo alguno para descubrir esos imperceptibles indicios.
Se puso en pie para dirigirse a su habitación
y empezó a subir la escalera con pasos lentos, sin dejar de meditar. Al pasar
ante la puerta de su hermano, se detuvo de pronto, con la mano tendida para
abrirla. Le asaltó un deseo imperioso de ver a Juan en seguida, de mirarlo
durante un buen rato, de sorprenderlo durante el sueño, cuando las facciones en
reposo, los rasgos distendidos y tranquilos dejan el rostro al desnudo, libre
de los artificios de la vida. De este modo sorprendería el secreto de su
semblante dormido y, si existía alguna semejanza, no se le escaparía.
Peno, si Juan despertaba, ¿qué le
diría? ¿Cómo explicarle esa visita?
Permanecía en pie, con los dedos crispados en la cerradura y buscando una razón, un pretexto.
De pronto recordó que ocho días
antes había prestado a su hermano un frasco de láudano para calmar un dolor de
muelas. No podía extrañarle que aquella noche le doliera a él y fuese a reclamarle
la droga. Se decidió a entrar, pero furtivamente, como un ladrón.
Juan, con la boca entreabierta,
dormía con un sueño animal y profundo. Su barba y sus cabellos, rubios, ponían
una nota dorada sobre las blancas sábanas. No se despertó, pero dejó de roncar.
Pedro, indinado hacia él, le
contemplaba ávidamente. No, aquel joven no se parecía a Roland. Y por segunda
vez recordó el pequeño retrato desaparecido de Maréchal. Era preciso encontrarlo.
Al verlo, quizá ya no dudara.
Se removió su hermano, probablemente
molesto por su presencia o por el reflejo de la bujía al penetrar en sus
párpados. Entonces el doctor retrocedió andando de puntillas, se dirigió hacia
la puerta, que cerró suavemente, y luego volvió a su habitación, pero no se
acostó.
Transcurrió mucho tiempo antes que
amaneciera. Sonaban las horas, una tras otra, en el reloj del comedor, con un
sonido profundo y grave, como si aquel pequeño instrumento de relojería se
hubiera tragado una campana de la catedral. Resonaban las horas a través de las
paredes y las puertas, en la escalera vacía, e iban a morir al fondo de las
habitaciones en los inertes oídos de los durmientes. Pedro andaba arribe y
abajo de la habitación, desde su cama hasta la ventana. ¿Qué haría? Se sentía
demasiado trastornado para pasar aquel día en familia. Quería estar otra vez
solo, por lo menos hasta el siguiente día, para reflexionar, calmarse, fortificarse
para la vida diaria que sería preciso reemprender.
¡ Bueno! Iría a Trouville a
contemplar la muchedumbre en la playa. Esto le distraería, pensaría en otras
cosas y le daría tiempo para prepararse a la horrible circunstancia que había
descubierto.
En cuanto amaneció, se lavó y
vistió, la bruma se había disipado, el día era espléndido y, como sea que el
barco de Trouville no zarpaba hasta las nueve, pensó que se vería obligado a
besar a su madre antes de partir.
Esperó la hora en que solía
levantarse cada día y luego bajó. Su corazón latía con tal violencia, que al
llegar ante la puerta se detuvo para respirar. Su mano, asida al picaporte,
lánguida y temblorosa, era casi incapaz del pequeño esfuerzo que suponía dar
vuelta a la empuñadura. llamó. Su madre preguntó:
—¿Quién es?
—Soy yo, Pedro.
—¿Qué quieres?
—Decirte adiós, ya que voy a pasar
el día a Trouville con unos amigos.
—Todavía estoy acostada.
—Bueno, entonces no te molestes. Nos
veremos esta noche cuando regrese.
Pensó que podría marcharse sin
verla, sin poner en sus mejillas ese beso traidor que le sublevaba sólo al
pensarlo. Pero ella respondió:
—Un momento, ya te abro. Espera que
me haya vuelto a acostar.
Oyó las pisadas de los pies desnudos
sobre el suelo y luego el ruido del pestillo al deslizarse. Ella le dijo:
—Entra.
Entró. Estaba sentada en la cama
mientras que junto a ella, Roland, con un pañuelo liado a la cabeza, continuaba
durmiendo. Nada le despertaba mientras no le zarandeaban hasta molerle los
brazos. Los días de pesca, era la sirvienta la que le despertaba a la hora
señalada por el marinero Papagris, quien le sacaba del invencible letargo.
Pedro miraba a su madre mientras se
acercaba a ella, y le pareció de pronto que nunca la había visto antes.
Le presentó las mejillas y después
de besarla se sentó en una silla baja.
—¿Fue ayer cuando decidiste la
excursión? — le preguntó.
—Sí — dijo él — ayer noche.
—¿Vendrás a almorzar?
—Todavía no lo sé. En todo caso, no
me esperéis.
La contemplaba con estupefacta
curiosidad. ¡Aquella mujer era su madre! Aquella figura, que veía desde su
infancia, desde que empezó a distinguir, aquella sonrisa, aquella voz tan
conciliadora y familiar, le parecían de pronto nuevas y distintas de lo que
hasta entonces habían sido para él. Comprendía que la amaba, pero nunca la
había observado. No obstante, era ella y no ignoraba nada de los detalles más
insignificantes de su semblante, pero esos pequeños detalles los observaba
claramente por vez primera. Su ansiosa atención, escudriñando aquella cabeza
querida, se la mostraba diferente, con una fisonomía que no había descubierto
nunca.
Se levantó para partir y luego,
cediendo de pronto al invencible deseo de saber que tanto le atormentaba desde
el día anterior preguntó:
—Dime: he creído recordar que en
nuestro salón de París había un pequeño retrato de Maréchal, ¿es así?
Dudó la mujer unos segundos, o por
lo menos creyó él que dudaba, y luego dijo:
—Pues sí.
—¿Y qué ha ocurrido con ese retrato?
Hubiera podido responder más aprisa
de como lo hizo.
—Ese retrato... Espera..., no me
acuerdo exactamente... Quizás esté en mi secrétaire.
—¿Serías tan amable de buscarlo?
—Sí, ya lo buscaré. ¿Para qué lo
quieres?
—¡Oh!, no es para mí. He pensado que
sería natural regalarlo a Juan y que le agradaría a mi hermano.
—Tienes razón, es una buena idea. En
cuanto me levante lo buscaré.
Pedro salió.
Era un día hermoso, sin un soplo de
aire. Los transeúntes parecían satisfechos; los comerciantes iban a sus
negocios, los empleados, a sus oficinas, las jóvenes, al taller. Algunos,
animados por la belleza del día, canturreaban andando.
Los pasajeros subían ya a bordo del
barco para ir a Trouville. Pedro se sentó detrás de todo, en un banco de
madera.
Se preguntaba: «¿La ha inquietado mi pregunta sobre
el retrato o solamente la ha sorprendido? ¿Lo ha extraviado o bien lo ha
ocultado? Sabe dónde está o no lo sabe?
Y, si lo ha escondido, ¿por qué motivo?»
Y su pensamiento, fijo en la misma
idea, iba de deducción en deducción. Por fin concluyó:
El retrato, retrato de amigo,
retrato de amante, permaneció a la vista en el salón hasta el día en que la
mujer, en que la madre, se dio cuenta antes que nadie de que aquel retrato se
parecía a su hijo. Hacía ya tiempo, sin duda, que acechaba esta semejanza;
luego, al descubrirla, al verla nacer, comprendiendo que todos podrían darse
cuenta un día u otro, retiró el retrato una noche y lo ocultó por no atreverse
a destruirlo.
Y Pedro se acordaba ahora
perfectamente de que aquella miniatura había desaparecido mucho tiempo antes de
marcharse de París. Le parecía que había desaparecido cuando la barba de Juan
empezó a crecer, lo que le daba un parecido con el joven rubio que sonreía en
el cuadro.
El movimiento del barco al partir
dispersó sus pensamientos. Entonces se levantó y contempló el mar.
Al salir del muelle, el barco giró a
la izquierda y, resollando, jadeando y estremeciéndose, se dirigió hacia la
lejana costa que se divisaba en la bruma matinal. De vez en cuando, la vela
rojiza de una barcaza de pesca, inmóvil en el mar tranquilo, semejaba una gran
roca que saliera del agua. Y el Sena, que desciende de Ruán, parecía un ancho
brazo de mar que separara dos tierras vecinas.
En menos de una hora llegaron al
puerto de Trouville y, como era la hora del baño, Pedro bajó hacia la playa.
Desde lejos, parecía un jardín
repleto de hermosas flores, la gran duna de arena dorada, desde el muelle hasta
las Rocas negras, las sombrillas de todos los colores, los sombreros de todas
las formas, los vestidos de todos los tonos, agrupados ante las cabinas,
alineados a lo largo de la orilla o dispersos acá y allá, semejaban
verdaderamente enormes ramos en una desmesurada pradera. Y el ruido confuso,
cercano y lejano de las voces que se desgranaban en el aire ligero, las
llamadas, los gritos de los chiquillos a los que bañaban, las risas cristalinas
de las mujeres, formaban un incesante rumor, continuo y dulce, mezclado a la
insensible brisa y que se aspiraba con ella.
Pedro paseaba por entre aquellas
gentes más perdido, más separado de ellos, más aislado, más sumido en su angustioso
pensamiento, que si le hubieran echado al mar desde el puente de un barco, a
cien leguas del muelle. Los rozaba, los oía, sin escuchar algunas frases; y
veía, sin mirar, cómo los hombres hablaban a las mujeres y cómo las mujeres
sonreían a los hombres.
Pero de pronto, como si despertase,
los vio claramente, y sintió un repentino odio contra ellos, ya que parecían
dichosos y contentos.
Pasaba ahora rozando los grupos,
girando en torno a ellos, presa de nuevos pensamientos. Todos
aquellos vestidos multicolores que cubrían la arena como floridos ramilletes,
aquellas preciosas telas, aquellas sombrillas vistosas, la gracia ficticia de
los talles aprisionados, todos esos inventos ingeniosos de la moda, desde los
calzados delicados hasta. los sombreros extravagantes, la seducción del gesto,
de la voz y de la sonrisa, en fin, la coquetería ostentada en la playa, le
parecían de pronto como una inmensa floración de perversidad, femenina. Todas
aquellas mujeres acicaladas querían gustar, seducir y tentar a alguien. Se
habían embellecido para los hombres, para todos los hombres, excepto para el
esposo, al que ya no necesitaban conquistar. Se habían embellecido para el
amante de hoy y el amante de mañana, para el desconocido con que se cruzaban,
observado, esperado quiza.
Y a aquellos hombres sentados junto
a ellas, los ojos junto a los ojos, las bocas próximas cuando hablaban, los
cautivaban y los deseaban, los cazaban como a una presa ágil e huidiza, pese a
que parecía tan cercana y fácil. Por lo tanto, aquella amplia playa era tan
sólo un mercado de amor donde unas se vendían y las otras se entregaban; unas
traficaban con sus caricias y otras solamente las prometían. Todas aquellas
mujeres pensaban lo mismo: ofrecer y hacer desear su cuerpo, ya sea entregado,
ya vendido, ya prometido a otros hombres. Y pensó que en todo el mundo ocurría
lo mismo.
Su madre procedió como las otras,
¡eso era todo! ¿Como las otras? ¡No!, habían excepciones, y muchas, ¡muchas!
Las que veía a su alrededor, ricas, locas, en busca de amores, pertenecían en
suma a la galantería elegante y mundana o bien a la galantería tasada, ya que
en las playas, holladas por una legión de ociosas, no se tropezaba con la
multitud de mujeres honradas encerradas en sus casas y dedicadas a sus
familias.
Subía la marea, empujando poco a
poco hacia la ciudad las primeras filas de bañistas. Se veía cómo los grupos se
incorporaban apresuradamente y huían, llevando consigo sus asientos, ante la
ola que avanzaba festoneada por un ligero encaje de espuma. Las casetas con
ruedas, tiradas por un caballo, regresaban también; y sobre los tablones que
bordean la playa de un extremo al otro se veía ahora una afluencia continua,
densa y lenta de muchedumbre elegante formando dos corrientes opuestas que se
codeaban y mezclaban. Pedro, nervioso, exasperado por ese roce, huyó y se
internó en la ciudad, deteniéndose para almorzar en una modesta taberna cercana
al campo.
Una vez hubo bebido el café, se
acomodó sobre dos sillas ante la puerta y, como no había dormido mucho aquella
noche, se quedó amodorrado a la sombra de un tilo.
Después de unas horas de reposo, se
dio cuenta de que era hora de regresar y se puso en camino, molesto por unas
agujetas debidas a su postura mientras dormía. Ahora tenía prisa por regresar:
quería saber si su madre había encontrado el retrato de Maréchal. ¿Sería ella
quien iniciaría la conversación o se vería obligado a pedírselo otra vez? Si
esperaba que se lo pidiera otra vez, seria señal indudable de que existía una
razón secreta para no exhibir el retrato.
Pero cuando se encontró en su cuarto
dudó antes de bajar para la comida. Sufría demasiado. Su exasperado corazón no
tuvo tiempo de calmarse. No obstante, se decidió y llegó al comedor en el
momento en que se sentaban a la mesa.
Un gozoso aspecto animaba todos los
semblantes.
—¿Qué — preguntaba Roland —, habéis
hecho muchas compras? No quiero ver nada hasta que todo esté listo.
Su mujer respondió:
—Pues claro que adelanta, pero es
preciso reflexionar antes, para no cometer errores. La cuestión del mobiliario
nos preocupa mucho.
Pasó el día con Juan visitando
tiendas de tapicería y almacenes de muebles. Deseaba telas ricas, algo
ostentosas, que llamaran la atención. En cambio, su hijo deseaba cosas
sencillas y distinguidas. Entonces, con las muestras a la vista, cada uno
repetía sus argumentos. Pretendía ella que el cliente, el que pleitea, necesita
sentirse impresionado, que al entrar en la sala de espera debe sentir la
emoción de la riqueza.
Juan, en cambio, que deseaba hacerse
sólo con la clientela elegante y opulenta, deseaba conquistar a los espíritus
selectos con su gusto modesto y certero.
Terminada la sopa, se reprodujo la
discusión, que había durado todo el día.
Roland carecía de opinión. Repetía:
—No quiero oír hablar de nada. Iré
cuando todo esté a punto.
Madame Roland apeló al juicio de su
hijo mayor:
—Veamos, Pedro, ¿tú que opinas?
Tenía los nervios tan excitados, que
estuvo a punto de soltar una blasfemia. No obstante, con tono seco en que
vibraba su irritación, respondió:
—Estoy totalmente de acuerdo con la
opinión de Juan. Me gusta la sencillez, la cual, cuando se trata de gustos,
puede compararse con la rectitud cuando se trata de caracteres.
Repuso su madre:
—Piensa que vivimos en una ciudad de
comerciantes donde el buen gusto no señorea.
Pedro respondió:
—¿Y eso qué importa? ¿Es una razón
para imitar a los tontos? Si mis compatriotas son estúpidos o deshonestos,
¿debo seguir su ejemplo? Una mujer no cometerá una falta porque sus vecinas
tengan un amante.
Juan se echó a reir:
—Te sirves de unas comparaciones,
para argumentar, que parecen máximas de un moralista.
Pedro no contestó. Su madre y su
hermano se volvieron a enzarzar en su conversación sobre telas y muebles.
Los miraba como había mirado a su
madre aquella mañana antes de salir hacia Trouville; los miraba como un extraño
que observa, y le parecía que, efectivamente, acababa de entrar en una familia
desconocida.
Sobre todo, su padre era extraño a
sus ojos y a su pensamiento. Aquel hombre gordo y fofo, feliz y estúpido, era
su padre. No, no, Juan no se le parecía en absoluto.
¡Su familia! Hacía dos días que una
mano desconocida y maléfica, la mano de un muerto, había arrancado y roto uno a
uno todos los lazos que le unían a esos cuatro seres. Todo había terminado. Sin
madre, ya que no podría amarla en adelante al no poderla venerar con ese
respeto total, tierno y piadoso que necesita el corazón de un hijo; sin
hermano, ya que era hijo de un extraño; solamente le quedaba el padre, ese
hombre gordo al que no amaba a pesar suyo.
Y de pronto dijo:
—Di, mamá: ¿encontraste aquel
retrato?
Ella hizo un movimiento de sorpresa.
—¿Qué retrato?
—El retrato de Maréchal.
—No... Es decir, sí... No lo he
encontrado, pero me parece -que sé donde está.
—¿El qué? — preguntó Roland.
Pedro le explicó:
—Un retrato pequeño de Maréchal que
teníamos en el piso de París. Pensé que a Juan le agradaría tenerlo.
Roland exclamó:
—Claro, claro, me acuerdo
perfectamente; lo vi la semana pasada. Tu madre lo sacó del secrétaire mientras ordenaba unos
papeles. Fue el jueves o el viernes. ¿No te acuerdas, Luisa? Me estaba
afeitando cuando lo sacaste de un cajón y lo colocaste junto a ti,
encima de una silla, entre un montón de cartas de las que quemaste la
mitad. ¿No es curioso que apareciera ese retrato dos o tres días antes de
heredar Juan? Si creyera en presentimientos, diría que ése fue uno.
Madame Roland respondió
tranquilamente:
—Sí, ya sé dónde está; luego iré a
buscarlo.
¡Por lo tanto, ella había mentido!
Mintió al responder aquella mañana a su hijo, que le preguntaba dónde estaba la
miniatura: «No lo sé exactamente... Quizás esté en mi secrétaire.»
Lo había visto, tocado, manoseado
unos días antes; luego lo volvió a esconder en el cajón del secrétaire junto con unas cartas, cartas
de Maréchal.
Pedro observaba a su madre, que le
había mentido. La miraba con la exasperada cólera de un hijo engañado al que se
roba un afecto sagrado y con los celos de un hombre cegado que finalmente
descubre una traición vergonzosa. De haber sido el marido de esa mujer, él, su
hijo, la hubiera asido por las muñecas, por los hombros o por los cabellos y la
hubiera tirado al suelo, golpeado, herido, aplastado. Pero no podía decir nada,
ni hacer nada, ni demostrar nada, ni revelar nada. Era su hijo y nada tenía que
vengar, puesto que a él no le había engañado.
¡Pero sí! le había engañado en su
ternura, burlado en su piadoso respeto. Tenía la obligación de ser para él
irreprochable, como la tienen todas las madres para con sus hijos. Si el furor
que le sublevaba llegaba casi a ser odio, era porque la sentía más criminal
hacia él que hacia su propio padre.
El amor entre el padre y la madre es
un pacto voluntario en el que aquel que falla es solamente culpable de
perfidia; pero cuando la mujer se ha convertido en madre su deber se
acrecienta, puesto que la naturaleza le confía una raza. Si entonces sucumbe,
es cobarde, indigna e infame.
—¡Qué caramba! — dijo de pronto
Roland estirando las piernas bajo la mesa, como cada noche, para sorber poco a
poco su copita de grosella —. No está mal vivir sin trabajar cuando se tiene un
mediano pasar. Espero que Juan nos ofrecerá algún que otro banquete; poco
importa si me cuesta alguna indigestión.
Luego, volviendo la cabeza, dijo a
su esposa:
—Anda, ve a buscar ese retrato,
querida, ahora que has acabado de cenar. También a mí me gustará volver a
verlo.
Ella se levantó, tomó una vela y
salió. Luego, después de una ausencia que se le antojó a Pedro interminable,
pese a que no duró más allá de tres minutos, entró madame Roland sonriendo y
sosteniendo por una anilla un cuadro dorado de forma antigua.
—Aquí está — dijo —, lo he
encontrado casi en seguida.
El doctor fue el primero en extender
la mano. Cogió el retrato y con el brazo estirado se puso a observarlo. luego,
dándose cuenta de que su madre le miraba, levantó lentamente los ojos hacia su
hermano para comparar. Dejándose llevar de su genio, estuvo a punto de decir:
«Fijaos, se parece a Juan.» Si no se atrevió a pronunciar estas espantosas
palabras, manifestó en cambio su pensamiento por la manera de comparar las facciones
pintadas.
Desde luego, tenían ciertos signos
comunes: el mismo mentón y la misma frente, pero nada lo bastante acentuado que
permitiera decir: «He aquí el padre y he aquí el hijo.» Era más bien un aire de
familia, un parentesco de fisonomías que alienta la misma sangre. Más decisivo
todavía para Pedro que esta semejanza de las fisonomías, fue el hecho de que se
levantara su madre y, dándoles la espalda, aparentara guardar en un estante,
con excesiva lentitud, el azúcar y la grosella.
Ella había comprendido que Pedro
sabía o, por lo menos, sospechaba.
—Déjame ver eso — decía Roland.
Pedro tendió la miniatura y su padre
se aproximó la vela para ver mejor; luego murmuró con voz conmovida:
—¡Pobre muchacho! Así era cuando le
conocimos. ¡Cómo pasan los años! En aquella época era un guapo mozo y de
modales muy distinguidos, ¿no es verdad, Luisa?
Al no responder su esposa,
prosiguió:
—¡Y de carácter tan alegre! Nunca le
vi de mal humor. En fin, todo terminó, sólo queda la fortuna que legó a Juan.
Podemos jurar que se mostró un buen amigo hasta el fin. Ni siquiera al morir
nos olvidó.
Juan tendió a su vez la mano para
coger el retrato. Lo contempló unos instantes y dijo luego con pesar:
—No lo reconozco en absoluto. Sólo
lo recuerdo con cabellos blancos.
Y devolvió la miniatura a su madre.
Ella lo miró un instante con una mirada recelosa y dijo luego con voz natural:
—Ahora, Juan, te pertenece a ti,
puesto que eres su heredero. Lo colocaremos en tu casa.
Y al entrar en el salón puso la
miniatura encima de la chimenea, junto al reloj, en el sitio que había ocupado
antes.
Roland llenaba su pipa. Pedro y Juan
encendieron cigarrillos. Tenían la costumbre de fumar, uno andando de arriba
abajo a través de la habitación y el otro sentado, hundido en un sillón y con
las piernas cruzadas. El padre se sentaba a horcajadas en una silla y escupía
desde lejos hacia la chimenea.
Madame Roland, sentada en una silla
baja, junto a una mesa que sostenía una lámpara, hacía punto o marcaba ropa.
Aquella noche empezaba una tapicería
destinada a la habitación de Juan. Era un trabajo difícil y complicado, cuyo
principio requería toda su atención. No obstante, de vez en cuando sus ojos,
que contaban los puntos, se alzaban y daban una ojeada rápida y furtiva al
pequeño retrato del muerto apoyado contra el reloj. Y el doctor, que atravesaba
el salón en cuatro o cinco zancadas, con las manos a la espalda y el cigarrillo
en los labios, sorprendía cada vez las miradas de su madre.
Se hubiera dicho que se espiaban,
que acababa de declararse una lucha entre ellos; y un doloroso malestar, un
malestar insoportable, crispaba el corazón de Pedro. Torturado y, no obstante,
satisfecho, se decía para sus adentros: « ¡Cómo debe sufrir en estos momentos
si sabe que lo he adivinado! » Y cada vez que se dirigía hacia la chimenea se
detenía unos segundos para contemplar el rubio semblante de Maréchal, para
demostrar claramente que una idea fija le obsesionaba. Y aquel pequeño retrato,
menor que la palma de una mano, parecía una persona viva, malvada, temible, que
de pronto hubiera entrado en aquella casa y aquella familia.
De repente sonó. la campana de la
puerta. Madame Roland, siempre tan serena, tuvo un sobresalto que reveló al
doctor la excitación de sus nervios.
Luego dijo: «Debe de ser madame
Rosémilly.» Y su ansiosa mirada se dirigió otra vez hacia la chimenea.
Pedro comprendió, o creyó
comprender, su terror y su angustia. La mirada de las mujeres es penetrante, su
espíritu ágil y su pensamiento receloso. Cuando la que iba a entrar viera
aquella miniatura desconocida, quizá advirtiera a primera vista la semejanza
entre aquel rostro y el de Juan. Entonces sabría y lo comprendería todo. Sintió
miedo, un miedo brusco y terrible de que esta vergüenza se descubriera, por lo
que, girándose en el momento en que se abría la puerta, cogió el retrato y lo
deslizó bajo el reloj sin que ni su hermano ni su padre lo advirtieran.
Al cruzar de nuevo la mirada con su
madre, le pareció que sus ojos estaban inquietos, turbados y huraños.
—Buenos días — dijo madame Rosémilly
—, vengo a tomar una taza de té en su compañía.
Y, mientras
la rodeaban para informarse de su salud, Pedro desapareció por la puerta, que
había quedado abierta.
Cuando advirtieron que se había ausentado, quedaron extrañados. Juan, molesto por causa de la viuda, temiendo que lo tomara como un desaire, murmuro:
—¡Qué arisco!
Madame Roland respondió:
—No se lo tomen en cuenta. No se
encuentra muy bien y está cansado de su excursión a Trouville.
—No importa — repuso Roland —, esto
no es una razón para irse como un salvaje.
Madame Rosémilly quiso arreglarlo:
—En absoluto, en absoluto. Se ha
despedido a la inglesa: es costumbre en sociedad cuando uno se retira temprano.
—¡Oh! — respondió Juan —, en
sociedad es posible, pero no se trata a la familia a la inglesa, y mi hermano
viene haciéndolo desde hace unos días.
VI
Nada de particular ocurrió en casa
de Roland durante una o dos semanas. El padre pescaba, Juan montaba el piso con
la ayuda de su madre y Pedro, muy triste, sólo aparecía a las horas de comer.
Le preguntó ún día su padre:
—¿Por qué demonios nos pones esta
cara de enterrador? No es la primera vez que lo noto.
Y el doctor respondió:
—Es que siento angustiosamente el
peso de la vida.
El buen hombre no entendió nada y
repuso con aire desolado:
—Estó es ya demasiado. Desde que
tuvimos la suerte de que nos cayera esa herencia, todo el mundo parece sentirse
desgraciado. Parece como si nos hubiera ocurrido un accidente, como si
lloráramos a alguien.
—En efecto, lloro a alguien — dijo Pedro.
—¿Tú? ¿ Se puede saber a quién?
—¡Oh!, alguien a quien tú
no conocías y al que amaba mucho.
Roland pensó que se trataba de un
amorío, de una persona frívola a quien su hijo cortejaba, y preguntó:
—¿Una mujer, sin duda?
—Sí, una mujer.
—¿Ha muerto?
—No, peor: deshonrada.
—¡Ah!
Aunque le sorprendía aquella
imprevista confidencia en presencia de su mujer y el tono especial de su hijo,
el viejo no insistió, ya que estimaba que estas cosas no deben tratarse ante
otras personas.
Madame Roland parecía no haber oído;
tenía el aspecto encontrarse bien y estaba muy pálida. En varias ocasiones su
marido, sorprendido al verla sentarse como si se desplomara en el asiento, o al
oírla resoplar como si no pudiera respirar, le había dicho:
—Luisa, no tienes buen aspecto;
seguramente te cansas demasiado con el asunto de la instalación del piso de
Juan. ¡ Descansa, caramba! El muchacho no tiene prisa, puesto que es rico.
Ella movía la cabeza sin responder.
Aquel día estaba tan pálida, que
Roland se lo hizo notar otra vez.
—Vamos — dijo —, no te encuentras
bien, querida; debes cuidarte.
Luego, volviéndose hacia su hijo,
añadió:
—Puedes ver que tu madre no está
buena. ¿ Ya la has examinado?
Pedro respondió:
—No, no me había dado cuenta.
Roland entonces se enfadó:
—Pero salta a la vista, ¡caramba!
¿De qué te sirve ser doctor, si ni siquiera te das cuenta de que tu madre se
siente indispuesta? Pero mírala, mírala. ¡Vaya!, podríamos reventar sin que
este médico lo advirtiera.
Madame Roland se puso a jadear y
palideció de tal modo, que su marido exclamó:
—¡Se va a desmayar!
—No, no... No es nada... Ya se me
pasará, no es nada. Pedro se acercó y, mirándola fijamente, dijo:
—Dime: ¿qué te pasa?
Ella repetía precipitadamente y con
voz apagada:
—No me pasa nada... Te lo
aseguro..., nada.
Roland había salido en busca de
vinagre; volvió a entrar entregó la botella a su hijo.
—Toma..., vamos, tranquilízala al
menos. ¿Ya le has auscultado el corazón?
Cuando Pedro se inclinaba para
tomarle el pulso, ella retiró mano con un gesto tan brusco, que tropezó con la
silla de al lado.
—Vamos, deja que te cuiden, ya que
no te encuentras bien.
Entonces se incorporó y tendió el
brazo. La piel le ardía y los latidos de la sangre eran tumultuosos y
desiguales. El murmuró:
—En efecto, es bastante serio. Tiene
que tomar calmantes. Voy a escribir la receta.
Y mientras escribía, inclinado sobre
el papel, un ligero ruido de suspiros ahogados le obligó a volver la cabeza.
Ella lloraba con la cara entre las
manos.
Roland, atolondrado, preguntaba:
—Luisa, Luisa, ¿qué te ocurre?, ¿pero
qué te ocurre?
Ella no respondía y daba señales de
sentirse torturada por una terrible y profunda pena.
Su marido quiso cogerle las manos
para apartárselas del rostro. Se resistió, repitiendo:
—No, no, no.
El se volvió hacia su hijo:
—¿Qué le ocurre? Nunca la he visto de
ese modo.
—No es nada — dijo Pedro —; una ligera crisis nerviosa.
Y le parecía que se sentía aliviado
al verla torturada, como si aquel dolor aligerara su resentimiento, disminuyera
la deuda de oprobio que había contraído su madre. La contemplaba como un juez
satisfecho de su labor.
Pero de pronto se puso en pie,
corrió hacia la puerta con tal impulso que no pudieron preverlo ni evitarlo, y
corrió a encerrarse en su habitación.
Roland y el doctor permanecieron frente a frente.
—¿Eres capaz de entender qué es lo
que ocurre?
—Sí — respondió Pedro —; proviene de un pequeño malestar
nervioso que se manifiesta con frecuencia a la edad de mamá. Es probable que
vuelva a tener otras crisis parecidas.
En efecto, sufrió otras casi a
diario y parecía que Pedro las provocara con una palabra, como si poseyera el
secreto de su dolencia extraña y desconocida. Espiaba en sus facciones las
intermitencias de tranquilidad y, mediante tretas dignas de un torturador,
despertaba con una sola palabra el dolor un momento adormecido.
¡Y él sufría tanto como ella! Sufría
terriblemente de no amarla, de no respetarla, de torturarla. Cuando había
hurgado en la llaga sanguinolenta que él había abierto en ese corazón de mujer
y de madre, cuando la sentía desgraciada y desesperada, se iba solo, por la
ciudad, tan atenazado por el remordimiento, tan dolorido por la piedad que ella
le inspiraba, tan desolado por haberla torturado con su desprecio filial, que
sentía la tentación de tirarse al mar, de ahogarse para que terminara todo
aquello.
¡Oh, cómo hubiera querido
perdonarla! Pero no podía, era incapaz de olvidar. ¡Si tan sólo pudiera no
hacerla sufrir! ; pero no podía,
porque él mismo padecía. Volvía a casa, a las horas de comer, rebosando tiernas
resoluciones y luego, en cuanto la veía, en cuanto veía sus ojos, antes tan
puros y firmes y ahora yacentes, temerosos, extraviados, la hería a pesar suyo
sin poder reprimir la pérfida frase que le subía a los labios.
El infame secreto, que sólo ellos
conocían, le aguijoneaba contra su madre. Era como un veneno que circulara por
sus venas que le hacía sentir el deseo de morder como un perro rabioso.
Nada le impedía mortificarla
constantemente, ya que ahora Juan vivía casi siempre en su nuevo apartamento y
solamente regresaba por la noche para comer con su familia y dormir.
Con frecuencia Juan se daba cuenta
de las destemplanzas violencias de su hermano, pero las atribuía a los celos.
Se prometía decirle cuatro verdades y darle una lección cualquier día. ya que
la vida familiar resultaba penosa debido a esas continuas escenas. Pero, como
ahora vivía aparte, sufría menos con esas brutalidades; y su amor por la
tranquilidad le incitaba a tener paciencia. Por otra parte, la fortuna le había
embriagado y ya no ponía mucha atención en cosas que no le afectaban
directamente. Llegaba a casa absorto por nuevas y triviales preocupaciones, por
el corte de una chaqueta, la forma .de un sombrero de fieltro el tamaño
conveniente para las tarjetas de visita. Y hablaba continuamente de todos los
detalles de su casa, de estantes en el armario de su cuarto para guardar la
ropa blanca, de un perchero instalado
en el vestíbulo, de una instalación eléctrica dispuesta de modo que evitase las
entradas clandestinas en su piso.
Se había decidido que para celebrar
su instalación irían a comer al campo en Saint-Jouin y luego, al regreso, a
tomar el té en su casa. Roland quería hacer el viaje por mar, pero la
distancia y la incertidumbre de llegar por este camino a la hora convenida
hicieron que se rechazara su idea y alquilaran un break par la excursión.
Partieron hacia las diez a fin de
llegar para el almuerzo. La polvorienta carretera se desplegaba a través del
campo normando en el cual las ondulaciones de las llanuras y las granjas
rodeadas de árboles asemejan un parque sin fin. En el coche, arrastrado a un
trote lento por dos recios caballos, la familia Roland, madame Rosémilly y el
capitán Beausire callaban ensordecidos por el estrépito de las ruedas y
cerraban los ojos entre una nube de polvo.
Era la época de las cosechas en
sazón. Junto a los tréboles de un verde oscuro y unas remolachas de un verde
brillante, el trigo dorado iluminaba el campo con una luz dorada y amarilla.
Parecía haber sorbido la luz del sol que lucía sobre él. Se iniciaba la siega,
y en los campos atacados por las guadañas se veían a los hombres balancearse
esgrimiendo a flor de tierra su gran hoja en forma de ala.
Después de avanzar durante dos
horas, el break tomó un camino a la
izquierda, pasó junto al molino de viento, que giraba como un melancólico
despojo gris, medio podrido y condenado, último superviviente de los viejos
molinos, y penetró luego en un patio, en el que se detuvo ante una coquetona
casa, célebre venta de aquella región.
La dueña, a quien llamaban la bella
Alfonsina, se acercó sonriendo al portal y tendió la mano a las señoras, que
dudaban ante el estribo demasiado alto.
Bajo un toldo, junto a la hierba y a
la sombra de los manzanos, estaban almorzando unos forasteros, parisienses
llegados de Etretat; y en el interior del edificio resonaban voces, risas y
chocar de platos.
Hubieron de almorzar en una
habitación, ya que todas las salas estaban llenas. De pronto vio Roland en la
pared redes para pescar langostinos.
—¡Ah, ah!, ¿se pescan langostinos
aquí?
—Sí — respondió Beausire —, incluso es el lugar de la costa
donde abundan más.
—¡Cáspita! ¿ Y si fuéramos después
de almorzar?
Precisamente la marca estaba baja a
las tres y decidieron que todos pasarían la tarde en las rocas cogiendo
langostinos.
Comieron poco para evitar un corte
de digestión al meter los pies en el agua. Además, se reservaron para la
comida, magnífica, que ordenaron para las seis, hora en que regresarían.
Roland estaba impaciente. Quería
comprar los utensilios especiales empleados para esta pesca y que se parecen
mucho a los que se utilizan para atrapar mariposas en los prados.
Son como bolsitas de red fina
sujetas a un círculo de madera unido a una vara bastante larga. Alfonsina se
los prestó sin dejar de sonreír. Luego ayudó a las dos mujeres a recogerse los
vestidos para no mojárselos. Les ofreció faldas, medias de lana y alpargatas.
Los hombres se quitaron los calcetines y compraron en casa del zapatero
chancletas y zuecos.
Se dirigieron después hacia el mar
con la red al hombro y el cesto a la espalda. Madame Rosémilly estaba
encantadora con aquel tocado, con una gracia imprevista, campesina y resuelta.
La saya que le prestó Alfonsina,
coquetamente recogida y cerrada con una puntada a fin de poder correr y saltar
sin temor por las rocas, dejaba entrever el tobillo y el final de la
pantorrilla, una pantorrilla de mujer flexible y fuerte. La cintura quedaba
libre para permitirle moverse con soltura; y para cubrirse la cabeza encontró
un inmenso sombrero de jardinero, de paja amarilla, con unas alas inmensas, que
al estar recogidas por un lado y haber prendido en una rama de tamarindo, le
daban un aspeo mosqueteril y atrevido.
Desde que había heredado, Juan se
preguntaba cada día si se casaría o no con ella. Cada vez que la volvía a ver,
le parecía estar decidido a convertirla en su mujer; luego, al encontrarse
solo, pensaba que esperando se tiene tiempo de reflexionar. Ahora ella no era
tan rica como él, ya que sólo poseía unos doce mil francos de renta, pero en
bienes raíces, granjas y terrenos en el Havre, y eso más adelante podía valer
una gran fortuna. Así pues sus bienes eran más o menos parecidos, y desde luego
la joven le agradaba mucho.
Al verla andar aquel día delante de
él, pensó: «Vamos, debo decidirme. Ciertamente, no encontraré mejor
oportunidad.»
Siguieron por un vallecito en
declive que bajaba desde la ciudad hasta la costa; y la costa, al final de ese
valle, dominaba el mar en una anchura de ochenta metros. En el marco de las
verdes costas, hundiéndose a derecha e izquierda, aparecía a lo lejos un gran
triángulo de agua de un azul plateado bajo el sol, y una vela casi invisible
semejaba un insecto en la lejanía. El cielo, radiante de luz, se mezclaba con
el agua hasta tal punto que no distinguía en absoluto dónde terminaba uno y
comenzaba el otro y las dos mujeres, que precedían a los tres hombres,
destacaban en el claro horizonte con cinturas oprimidas por los corsés.
Juan, con la mirada encendida,
observaba el delicado tobillo, la esbelta pantorrilla, la flexible cadera y el
gran sombrero provocativo de madame Rosémilly. Y aquella huida aumentaba su
deseo, le incitaba a resoluciones definitivas propias de los indecisos y los
tímidos. El aire tibio, en el que se mezclaba, al olor de la costa, de los
juncos, los tréboles y las hierbas, el perfume marino de las rocas, lo animaba
también, embriagándole lentamente y él se iba decidiendo poco a poco, a cada
paso que avanzaba, cada segundo, a cada mirada que lanzaba hacia la desenvuelta
silueta de la joven; estaba decidido a no titubear más, a decirle que la amaba
y que deseaba casarse con ella. La pesca le ayudaría al facilitarle la
conversación a solas; además, sería un bello marco, un lugar encantador para
hablar de amor, con los pies hundido en el agua clara, observando cómo huyen
los langostinos bajo las algas.
Cuando llegaron al final del valle,
a la orilla del abismo, descubrieron una senda que descendía a lo largo del
acantilado, y más abajo, entre el mar y la falda de la montaña, aproximadamente
a mitad de la costa, un sorprendente caos de enormes rocas hundidas,
amontonadas unas sobre otras en una especie de planicie poblada de hierba que
se perdía de vista hacia el sur, formada por antiguos hundimientos. Sobre
aquella amplia faja de maleza y césped que parecía sacudida por
estremecimientos volcánicos, las rocas caídas parecían las ruinas de una
inmensa ciudad desaparecida asomada tiempo atrás al océano y dominada por la
muralla blanca e interminable del acantilado.
—¡Qué vista tan hermosa! —
dijo deteniéndose madame Rosémilly.
Juan la había alcanzado y muy
emocionado le ofrecía la mano para ayudarla a bajar la estrecha escalera
tallada en la roca.
Ambos se adelantaron mientras
Beausire, sosteniéndose en sus cortas piernas, ofrecía su brazo a madame Roland
presa de vértigo.
Roland y Pedro iban los últimos y el
doctor hubo de arrastrar a su padre, a quien el vértigo trastornaba hasta el
punto de tener que bajar los peldaños dejándose deslizar sobre las posaderas.
Los jóvenes, que descendían primero,
caminaban rápidamente, y de pronto descubrieron un banco de madera colocado
para hacer un alto en el camino y un hilillo de agua clara que salía por un
agujero del acantilado. Primero se vertía en una cavidad grande como una cubeta
formada por el mismo hilillo y luego caía en forma de cascada de una altura de
dos pies escasos y se deslizaba a través del sendero, donde había logrado hacer
crecer una alfombra de berros, desapareciendo luego entre las raíces de los
árboles, a través de la llanura donde se amontonaban las rocas.
—¡Oh, qué sed que tengo! — exclamó madame Rosémilly.
Pero ¿cómo beber? Intentaba recoger
en el hueco de la mano un poco de agua que se escurría entre sus dedos.
Se le ocurrió a Juan una idea:
colocó una piedra en el camino y ella se arrodilló encima a fin de coger
directamente el agua con los labios, que se encontraban ahora a la misma
altura.
Cuando levantó la cabeza, cubierta
de gotitas brillantes que le salpicaban la piel, los cabellos, las pestañas y
el escote, Juan, inclinado hacia ella, murmuró:
—¡Qué hermosa
es usted!
Ella le respondió con el tono que se
emplea para regañar a un chiquillo:
—¿Quiere usted callarse?
Eran las primeras frases
medianamente galantes que se cruzaban entre ellos.
—Vamos — dijo Juan bastante
turbado —, continuemos antes de que nos alcancen.
En efecto, veía ya muy cerca de
ellos al capitán Beausire, de espaldas, adelantando de ese modo a fin de
sostener con ambas manos a madame Roland, y más arriba, más lejos, a Roland,
que continuaba bajando deslizándose, agachado y arrastrándose sobre los pies y
los codos con aspecto de tortuga, mientras Pedro le precedía vigilando sus
movimientos.
El sendero, menos escarpado, se iba
convirtiendo en una especie de camino en declive contorneando los enormes
bloques caídos antaño de la montaña. Madame Rosémilly y Juan echaron a correr.
y llegaron pronto a la pedregosa playa, que atravesaron para alcanzar las
rocas. Estas cubrían una extensa y llana superficie cubierta de algas en la
cual brillaban innumerables charcos de agua. Allá, a lo lejos, se veía la marea
baja, detrás de aquella llanura viscosa de hierbas de mar, de un color verde
reluciente y oscuro.
Juan se recogió las perneras del
pantalón por encima de las pantorrillas y las mangas hasta el codo, para no
mojarse la ropa y luego dijo:
—¡Adelante!
Y saltó resueltamente en el primer
charco que encontró.
Más prudente, pero decidida también
a meterse en el agua, la joven giraba en torno al charco con paso temeroso, ya
que resbalaba sobre las plantas viscosas.
—¿Ve usted algo? — preguntó.
—Sí, veo su rostro, que se refleja
en el agua.
—Si solamente ve eso, no logrará
pescar mucho.
El murmuró con voz enternecida:
—De todas las pescas posibles, ¡esa es la que preferiría!
Ella se reía.
—Inténtelo y verá usted como se le
escurre por entre las mallas.
—Sin embargo... si usted quisiera...
—Puedo observar cómo pesca los
langostinos.., y nada más... por ahora.
—¡Qué cruel es usted! Vayamos más
lejos; aquí no hay nada. Le ofreció la mano para ayudarla a andar sobre las
resbaladizas rocas. Ella se apoyaba con cierto temor, y él se sintió de pronto
embargado por el amor, poseído por el deseo, hambriento por poseerla, como si
el amor que crecía en él hubiera esperado hasta aquel día para estallar.
Llegaron pronto cerca de un charco
más profundo donde flotaban, bajo el agua burbujeante que manaba hacia el mar,
hierbas largas, finas, de color rosa y verde, que parecían nadar.
Madame Rosémilly exclamó:
—¡Mire, mire!, allá abajo veo uno
grande, muy grande.
Lo vio Juan a su vez y descendió
resueltamente en aquel hueco, a pesar de que se mojaba hasta la cintura.
Pero el animal, moviendo sus largos
bigotes, retrocedía lentamente ante la red. Juan lo empujaba hacia las hierbas,
seguro de pescarlo. Al sentirse bloqueado, se deslizó con fuerte impulso por
encima de la red, atravesó el charco y desapareció.
La joven, que observaba con ansiedad
aquella caza, no pudo retener la exclamación:
—¡Ah, qué torpe!
Se sintió humillado, con un
movimiento instintivo, metió la red en el fondo lleno de hierbas. Al sacarla,
vio dentro tres enormes langostinos transparentes, pescados por casualidad en
su invisible escondrijo.
Los presentó, triunfante, a madame
Rosémilly, que no se atrevía a cogerlos, por temor a los pinchos agudos de que
está armada su cabeza.
Se decidió no obstante y, oprimiendo
entre los dedos la punta afilada de sus bigotes, los colocó uno tras otro en la
cesta, junto a unas algas, para conservarlos vivos. Luego, al encontrar un
charco de agua menos hondo, se metió con pasos recelosos, un poco impresionada
por el frío que le mordía los pies, y se dispuso a pescar. Era hábil y astuta,
con mano ligera y ese olfato especial que se precisa. Casi cada vez sacaba
alguna pieza, engañada y sorprendida por la ingeniosa lentitud de su
persecución.
Juan no pescaba nada, pero la seguía
paso a paso, la rozaba, se inclinaba hacia ella, simulaba desesperarse por su
torpeza, quería aprender.
—¡Oh!, enséñeme — decía —, enséñeme.
Luego, al reflejarse los dos rostros
uno contra el otro en el agua, tan clara que las hierbas oscuras del fondo la
convertían en un nítido espejo, Juan sonreía a la cabeza que le miraba desde
abajo y, a veces, con la punta de los dedos le tiraba un besó que parecía
caerle encima.
—¡Qué pesado es usted! — le decía la joven —. Amigo mío, nunca hay que hacer dos cosas a la vez.
El le respondió:
—Sólo hago una. La amo a usted.
Ella se incorporó y le dijo con tono
severo:
—¡Vamos! ¿ Qué le ocurre desde hace
diez minutos? ¿Se ha vuelto usted loco?
—No, no me he vuelto
loco. La amo a usted y por fin me atrevo a decírselo.
Estaban ahora en pie en
el charco salado, que los mojaba hasta los tobillos, y con las manos mojadas
apoyadas en las redes. Se miraban en el fondo de los ojos.
Ella prosiguió en tono
festivo y contrariado:
—¡Qué inoportuno ha sido
al hablarme en este momento! ¿No podía usted esperar a otro día y no
estropearme la pesca?
El murmuró:
—Perdóneme, pero ya no
podía callarme. Hace tiempo que la amo. Hoy me ha enloquecido y he perdido el
dominio de mí mismo.
De pronto madame Rosémilly pareció
hacerse cargo de la situación y se resignó a tratar de este asunto renunciando
a la pesca.
—Sentémonos en esta roca —dijo —.
Podremos hablar con tranquilidad.
Treparon a una roca un
poco alta y, una vez instalados uno junto al otro con las piernas colgando,
prosiguió ella:
—Amigo mío, ya no es
usted un chiquillo ni yo una niña. Los dos sabemos perfectamente de qué se
trata y podemos medir todas las consecuencias de nuestros actos. Si está usted
hoy decidido a declararme su amor, supongo, claro está, que desea casarse
conmigo.
El no esperaba una
exposición tan clara del asunto, y respondió de un modo inocente:
—Naturalmente.
—¿Lo ha hablado con su
padre y su madre?
—No; antes quería
cerciorarme de que usted aceptaría.
Ella tendió las manos
todavía mojadas, que él, enardecido, estrechó.
—Acepto con gusto —
dijo —, pero no quisiera disgustar a sus padres.
—¿Cree usted que mi madre no lo ha
previsto, y que la querría como la quiere de no desear que nos casáramos?
—Es cierto; me siento un poco
conturbada.
Se callaron. Y él, en cambio, se
extrañaba de que se mostrara tan poco turbada, tan razonable. Esperaba
resistencias galantes, rechazos fingidos; en fin, una afectada comedia de amor
intercalada con la pesca, en el chapoteo del agua. Mas no fue así; se encontró
ligado y casado en veinte palabras. Ya nada quedaba por decir, puesto que
estaban de acuerdo; permanecían ahora un poco turbados los dos de lo que había
sucedido tan repentinamente, incluso un poco confusos, sin atreverse a hablar
ni a pescar, sin saber qué hacer.
La voz de Roland puso fin a aquella
situación:
—Por aquí, por aquí, hijos míos...
Venid a ver cómo Beausire vacía el mar de peces.
En efecto, el capitán realizaba una
pesca maravillosa. Con el agua hasta, la cintura, iba de charco en charco
reconociendo a primera vista los puestos más apropiados, y con un movimiento
lento y seguro de su red registraba todas las cavidades escondidas bajo las
algas.
Y los hermosos langostinos,
transparentes, se estremecían en su mano cuando los cogía con gesto rápido para
echarlos al cesto.
Madame Rosémilly, sorprendida y encantada,
ya no se separo de su lado, imitándole lo mejor que podía, olvidando casi su
promesa, y Juan, que la seguía soñador, contemplaba cómo ella se entregaba en
cuerpo y alma a la alegría infantil de coger los langostinos bajo las hierbas
flotantes.
De pronto exclamó Roland:
—Mirad, se acerca por fin madame
Roland.
Se había quedado al principio sola
con Pedro en la playa, ya que ninguno de los dos deseaba divertirse corriendo
por entre las rocas y chapuceando en las charcas; y, no obstante, vacilaban
ante la idea de quedarse juntos. Ella le temía y su hijo la temía a ella y a sí
mismo. Temía su crueldad que no era capaz de dominar.
Se sentaron uno junto al otro en la
playa de guijarros.
Y ambos, bajo el calor del sol algo
atenuado por la brisa marina, ante aquel amplio y suave horizonte de agua azul
festoneada con resplandores plateados, pensaba al mismo tiempo: «¡Qué agradable
hubiera sido estar aquí tiempo atrás! »
Ella no se atrevía a hablar a Pedro,
sabiendo que le contestaría con dureza; y él no se atrevía a hablar a su madre,
sabiendo también que, a pesar suyo, lo haría en forma violenta.
Con la contera del bastón removía y
golpeaba los guijarros. Ella, con los ojos perdidos en el vacío, cogió tres o
cuatro guijarros que se pasaba de una mano a otra con un gesto lento y
maquinal. Luego su indecisa mirada, que se perdía en la lejanía, descubrió a
Juan, que en medio de las hierbas pescaba junto con madame Rosémilly. Entonces
los siguió observando, espiando sus movimientos, comprendiendo de una manera confusa,
con su instinto maternal, que no hablaban de la misma manera que los demás
días. Les vio indinarse juntos cuando se miraban en el agua y quedarse frente a
frente cuando interrogaron sus corazones, y luego subir y sentarse en la roca
para comprometerse uno y otro.
Sus siluetas se destacaban
nítidamente y parecían estar solas en medio del horizonte; adoptaban, en ese
amplio espacio de cielo, de mar y de acantilados, un aspecto grande y
simbólico.
También Pedro los miraba, y de
pronto una risa burlona salió de sus labios.
Sin volverse hacia él, le preguntó
madame Roland:
—¿Qué te pasa?
Continuaba él riéndose.
—Me instruyo. Aprendo cómo se
prepara uno a ser cornudo.
La madre sintió un sobresalto de
cólera, de reproche, sorprendida por la palabra, exasperada por lo que creía
comprender.
—¿A quién te refieres?
—¡A Juan, caramba! ¡ Es cómico el
espectáculo que ofrecen!
En voz baja y temblando de emoción,
ella murmuró:
—¡Eres cruel, Pedro! Esa mujer es la
rectitud en persona. Tu hermano no podría encontrar mejor esposa.
—¡Ja, ja, ja! ¡La rectitud en persona!
Todas las mujeres sois la rectitud en persona... y todos sus maridos son
cornudos ¡Ja, ja, ja!
Se levantó ella sin responderle,
bajó presurosa la pendiente de la playa de guijarros, exponiéndose a resbalar y
caerse en los boquetes ocultos entre las hierbas, a romperse un brazo o una
pierna y se fue casi corriendo, caminando a través de los charcos, sin mirar,
en dirección al otro hijo.
Al verla acercarse, Juan le gritó:
—¿Qué, mamá?, ¿te has decidido al
fin?
Sin responderle, ella se cogió de su
brazo como para decirle «Sálvame, defiéndeme.»
Juan advirtió su turbación y le
preguntó sorprendido:
—¿Qué te ocurre? ¡Estás muy pálida!
Ella balbuceó:
—He estado a punto de caerme. Me
dieron miedo esas rocas.
Entonces Juan la acompañó y la
sostuvo, explicándole la pesca para distraerla. Pero como no le escuchaba y él
sentía la imperiosa necesidad de confiarse a alguien, se la llevó más lejos y
le dijo en voz baja:
—Adivina lo que he hecho.
—Pues.., no lo se.
—Adivínalo.
—¡Qué sé yo!
—Bueno, pues he dicho a madame
Rosémilly que deseaba casarme con ella.
Ella no respondió palabra, pues le
zumbaba la cabeza y tenía el ánimo tan decaído, que apenas le comprendió.
Repitió:
—¿Casarte con ella?
—Sí. ¿ No crees que he hecho bien? ¿
No es verdad que es encantadora?
—Sí, sí, es encantadora... Has hecho
bien.
—Entonces, ¿lo apruebas?
—Sí... lo apruebo.
—¡En qué tono lo dices! Cualquiera
diría que... que.. no te satisface.
—Pues claro que sí... Estoy
contenta.
—¿De veras?
—De veras.
Y para demostrarlo le tendió los
brazos al cuello y le besó en las mejillas con sonoros besos maternales.
Luego, cuando se hubo enjugado las
lágrimas que acudieron a sus ojos, descubrió allá abajo, en la playa, un cuerpo
tendido sobre el vientre, como un cadáver, con la cara contra los guijarros:
era el otro, Pedro, que deliraba desesperado.
Entonces se alejó .aún más con Juan,
muy cerca de las olas, y hablaron largo tiempo de esa boda que tanto la
ilusionaba.
La marea expulsó a los pescadores y
luego todo el mundo regresó a la costa. Despertaron a Pedro, que simulaba
dormir; y la cena se prolongó y corrió el vino.
VII
Durante el regreso, todos los
hombres durmieron en el break, excepto
Juan. Beausire y Roland se derrumbaban cada cinco minutos sobre el hombro de
sus vecinos, que los rechazaban con una sacudida. Entonces levantaban la
cabeza, dejaban de roncar, abrían los ojos y murmuraban: «¡ Qué buen tiempo! », y
casi en seguida se derrumbaban hacia el otro lado.
Cuando llegaron a El Havre era tan
profunda su modorra, que costó trabajo despertarlos, y Beausire se negó incluso
a subir al piso de Juan, donde los esperaba el té.
El joven abogado iba a acostarse por
vez primera en su nuevo apartamento; y sintió de pronto un gozo inmenso y algo
pueril de enseñar a su prometida el piso que pronto sería el suyo.
La criada había salido y madame
Roland dijo que ella misma cuidaría de calentar agua y servir el té, ya que no le gustaba que se quedara el servicio solo, por temor a
un incendio.
Para que la sorpresa fuese completa, nadie había visitado aquella casa excepto ella, sus hijos y los obreros.
Al llegar al vestíbulo, Juan rogó
que esperaran un momento. Quería encender las velas y quinqués y dejó en la
oscuridad a madame Rosémilly, su padre y su hermano. Luego gritó: «¡Ya podéis pasar!», y abrió de par en par la puerta de dos hojas.
La galería acristalada, iluminada
por una aralia y cristales de colores ocultos entre las palmeras, los cactos y
las flores, ofrecía a primera vista la apariencia de un decorado de teatro. Se
produjo un movimiento de sorpresa. Roland, maravillado ante aquel lujo,
exclamó: « ¡ Córcholis! », y sintió
deseos de aplaudir como en las apoteosis escénicas.
Luego pasaron al primer salón,
reducido, tapizado con una tela de color oro viejo, igual a la de las butacas.
El gran salón de consulta, muy sencillo, de un color salmón pálido, ofrecía un
aspecto elegante.
Se sentó Juan en el sillón tras de
la mesa, cargada de libros, y con voz grave y un poco forzada dijo:
—Sí, señora, los textos de la ley son
formales, y, con el asentimiento que me ha anunciado, tengo la absoluta certeza
de que dentro de tres meses el asunto que tenemos entre manos se resolverá
favorablemente.
Miraba a madame Rosémilly, quien
sonrió al mirar a madame Roland; y madame Roland le cogió la mano y se la
estrechó.
Juan, radiante, hizo una pirueta de
colegial y exclamó:
—¡ Qué bien resuena la voz en este
despacho! Sería un lugar excelente para informar.
Se puso a declamar:
—Si un sentido humano, si este
sentimiento natural de benevolencia que sentimos hacia todo sufrimiento fuera
el único móvil de la absolución que solicitamos, apelaríamos a vuestra piedad,
señores del jurado, a vuestro corazón de padres y de hombres; pero nos asiste
la razón, y únicamente la razón esgrimiremos ante vosotros.
Pedro observaba aquel piso que pudo
ser suyo y se irritaba al ver las chiquilladas de su hermano, juzgándolo
decididamente harto tonto y pobre de espíritu.
Madame Roland abrió una puerta a
mano derecha.
—Aqui esta el dormitorio — dijo.
Puso todo su esmero al disponerlo,
todo su amor de madre. Las cortinas eran de cretona de Ruán, que imitaba la
antigua tapicería normanda. Un dibujo Luis XV — una pastora en un medallón que
enmarcaban los picos unidos de dos palomas — prestaba a las paredes, a las cortinas,
al lecho y a las butacas, un carácter galante y campestre muy gracioso.
—¡Oh!, es encantador — dijo madame
Rosémilly, que se había puesto seria al entrar en aquella habitación.
—¿Le gusta?
—¡Muchísimo!
—Si usted supiera cuánto me
alegra...
Se miraron un segundo, con confiada
ternura, hasta el fondo de los ojos.
Sin embargo, ella se sentía un poco
turbada en aquel dormitorio que sería su alcoba nupcial. Al entrar, observó que
la cama era muy ancha, una auténtica cama de matrimonio, escogida por madame
Roland, quien había previsto el próximo matrimonio de su hijo; y esta
precaución maternal la complació, ya que parecía decirles que la esperaba para
formar parte de la familia.
Luego, una vez de regreso al salón,
Juan abrió bruscamente la puerta de mano izquierda y apareció el comedor, que
disponía de tres ventanas y estaba decorado al estilo japonés. La madre y el
hijo derrocharon toda la imaginación de que eran capaces. Aquella habitación,
con muebles de bambú, figuras de porcelana china, vasos de cristal, telas de
seda rameadas de oro, cortinajes transparentes en los que unas perlas de
cristal semejaban gotas de agua, abanicos clavados en las paredes para sujetar
las cortinas; con sus pantallas, sus sables, sus máscaras, sus grullas con su
verdadero plumaje; todos esos pequeños bibelots
de porcelana, de madera, de papel, de marfil, de nácar y bronce, tenía el
aspecto pretencioso y amanerado que dan las manos inhábiles y los ojos
ignorantes a las cosas que requieren tacto, gusto, y educación de artista. No
obstante, fue la que más admiraron. Solamente Pedro manifestó algunas reservas
con una ironía un poco amarga que pareció molestar a su hermano.
Sobre la mesa, las frutas estaban
amontonadas en forma de pirámide y los pasteles se alzaban como monumentos.
No sentían mucho apetito; chuparon
las frutas y royeron más que comieron los pasteles. Luego, al cabo de una hora,
madame Rosémilly rogó que la excusaran, puesto que ya era hora de ausentarse.
Decidieron que la acompañara el
viejo Roland hasta su casa. Salieron inmediatamente, mientras madame Roland, en
ausencia de la criada, echaría un vistazo maternal por el piso, a fin de que no
le faltara nada a su hijo.
—¿Debo volver a buscarte? — preguntó
Roland.
—No, querido, acuéstate. Pedro me
acompañará.
En cuanto hubieron salido, apagó las
velas y guardó los pasteles, el azúcar y los licores en un mueble cuya llave
entregó a Juan; luego entró en el dormitorio, entreabrió la cama y miró si el
jarro estaba lleno de agua fresca y la ventana bien cerrada.
Pedro y Juan se habían quedado en el
saloncito, resentido éste todavía por la crítica que hizo de su gusto, y aquél
cada vez más molesto al ver a su hermano en aquel piso.
Fumaban, sentados ambos, sin
dirigirse la palabra. Pedro se levantó de pronto.
—¡Demonio! — dijo —, la viudita
parecía estar muy fatigada; esas excursiones no le prueban.
Juan sintióse impulsado por una de
esas cóleras furiosas y repentinas del hombre pacífico que se siente vejado.
Su emoción era tal, que le cortó el
aliento y balbuceó:
—Te prohíbo que en adelante digas
«la viuda» cuando te refieras a madame Rosémilly.
Pedro, altivo, se volvió hacia él:
—Con que tratas de darme órdenes. ¿
Es que te has vuelto loco?
Juan se había puesto en pie.
—No, no me he vuelto loco, pero
estoy harto de la manera que tienes de tratarla.
Pedro se echó a reír.
—¿Mi manera de tratarla? ¿ Formas
quizá parte de madame Rosémilly?
—Has de saber que pronto será mi
esposa.
Pedro volvió a reírse.
—¡Ah, ah! Perfectamente. Ahora
comprendo por qué no debo llamarla «la viuda». ¡Vaya extraña manera de
anunciarme tu matrimonio!
—¡Te prohíbo que te burles! ... ¿Me
entiendes?... ¡Te lo prohíbo!
Juan se le había aproximado, pálido,
con la voz temblorosa, exasperado por aquella ironía contra la mujer que amaba
y que había escogido.
Pero de pronto Pedro explotó,
furioso. Todas las cóleras acumuladas, los rencores sofocados, las protestas
ahogadas desde hacía un tiempo, y el silencioso desespero, le subían a la
cabeza y le aturdían como una congestión.
—¿Te atreves.., te atreves?... Pues
bien, ¡yo te mando que te calles! ¡Te lo mando!
Juan, sorprendido ante aquella
violencia, se calló durante unos segundos, buscando, en la confusión espiritual
en que nos sumerge el furor, la cosa, la frase, la palabra que pudiera herir a
su hermano en medio del corazón.
Esforzándose en dominarse a fin de
herirle certeramente y hablando despacio para asegurar el efecto, repuso:
—Hace tiempo que tienes celos de mí,
desde el día en que empezaste a decir «la viuda» porque sabías que me dolía.
Pedro lanzó una de esas carcajadas
estridentes y despreciativas que le eran familiares.
—¿Yo?... ¿Celoso yo de ti?...
¿Yo?.... ¿Y de qué iba a estar celoso? ¿De tu figura? ¿De tu inteligencia?
Pero Juan comprendió que había
acertado en la llaga de su alma.
—Sí, tienes celos de mí, y los
tienes desde que eras niño; te has vuelto furioso cuando has comprobado que esa
mujer me prefería a mí y no a ti.
Pedro tartamudeaba, exasperado por
esa suposición.
—¿ Yo... yo... celoso de ti? ¿ Por
esa alma de cántaro, esa pava, esa oca gordinflona?
Al comprobar Juan que sus palabras
le herían, prosiguió:
—¿Y el día en que intentaste remar
con más fuerza que yo en
Pedro cerró los puños enfurecido con
un irresistible deseo de saltar sobre su hermano y estrangularlo.
—¡Cállate, cállate de una vez y no
hables de esa fortuna!
Juan exclamó:
—Los celos te roen hasta el punto de
no decir ni una palabra a mi padre, a mi madre o a mí sin que estallen.
¡Simulas despreciarme porque me tienes envidia! Buscas querella a todo el mundo
porque estás celoso. Y ahora que soy rico ya no eres capaz de dominarte, tu
lengua rebosa ponzoña y torturas a nuestra madre como si fuera culpa suya...
Pedro había retrocedido hasta la
chimenea con la boca entre abierta, las pupilas dilatadas, presa de uno de esos
ataques de locura que empujan al crimen.
Repitió con voz más apagada, sin
dejar de jadear:
—¡Calla! ¡Calla de una vez!
—No. Hace tiempo que deseaba decirte
todo lo que pienso. Me has dado la ocasión, peor para ti. ¡Amo a una mujer! lo
sabes y te burlas de ella en mi presencia, agotas mi paciencia; peor para ti.
Pero yo te arrancaré tus dientes de víbora. Te obligaré a que me respetes.
—¿Respetarte yo a ti?
—Sí, a mí.
—¿Respetarte?... ¿ A ti, que nos deshonras
con tu codicia?
—¿Qué has dicho? ¡Repítelo! ¡
Repítelo!
—Te digo que no se acepta la fortuna
de un hombre cuando uno pasa por ser el hijo de otro.
Juan permanecía inmóvil, sin
comprender, espantado ante la insinuación que presentía.
—¡Cómo! ¿ Qué dices?... Repítelo
otra vez.
—Digo que todo el mundo murmura y
repite que eres hijo del hombre que te ha dejado su fortuna. Pues bien, un
hombre honrado no acepta el dinero que deshonra a su madre.
—Pedro... Pedro... ¿Te das cuenta de
lo que dices?... ¡Tú! ¿Eres tú quien pronuncia tamaña infamia?
—Sí... sí... soy yo. ¿No ves que
desde hace un mes me muero de pena, que paso las noches sin lograr conciliar el
sueño y los días ocultándome como una bestia, que ya no sé lo que digo ni lo
que hago, ni lo que será de mí, tan grande es mi pena, tan enloquecido estoy
por la vergüenza y el dolor, ya que primero adiviné y ahora tengo la absoluta
seguridad?
—Pedro... Cállate... Mamá está en la
habitación de al lado. Piensa que puede oírnos..., que nos está oyendo.
Pero le era necesario vaciar su
corazón. Explicó todo, sus sospechas, sus razonamientos, sus luchas, su
certeza, y la historia del retrato que había vuelto a desaparecer.
Hablaba con frases breves,
entrecortadas, casi sin hilación, con frases de alucinado.
Parecía como si hubiera olvidado que
allí estaba Juan y que su madre se encontraba en la habitación contigua.
Hablaba como si nadie le escuchara, porque tenía necesidad de hablar, porque
había sufrido demasiado, comprimido y ocultado su llaga. Y ahora había llegado
a ser como un tumor, y este tumor acababa de reventar, salpicando a todo el
mundo. Se puso a andar como era costumbre en él; y, con los ojos fijos,
gesticulaba con frenético desespero, con sollozos en la garganta, odiándose él
mismo y hablando como si confesara su miseria y la miseria de los suyos, como
si lanzara su dolor al aire invisible y sordo donde se esfumaban sus frases.
Juan, trastornado y casi convencido
de pronto debido a la ciega energía de su hermano, se había adosado contra la
puerta tras la cual adivinaba que su madre los había oído.
Ella no podía salir; debía pasar
forzosamente por el salón. Y como no había salido de la habitación, supuso que
no se había atrevido.
Pedro, dando de pronto una patada en
el suelo, exclamó:
—¡Soy un cerdo por haber dicho eso!
Y se fue por la escalera sin ni
ponerse el sombrero.
El ruido que produjo al cerrarse con
estrépito la puerta de la calle, sacó a Juan del profundo letargo en que había
caído. Habían transcurrido algunos segundos, que le parecieron horas, y
permaneció embotado estúpidamente. Comprendía que le sería preciso pensar y
actuar, pero esperaba, sin querer ni siquiera comprender, saber, acordarse; por
temor, por debilidad, por cobardía. Era hombre contemporizador que todo lo
dejaba para el día siguiente y, cuando se veía obligado a tomar una decisión
rápida, todavía buscaba por instinto demorarlo unos instantes.
Pero el profundo
silencio que ahora le rodeaba, después de las voces de Pedro, ese súbito
silencio de las paredes, de los muebles con aquella viva luz de las seis bujías
y los dos quinqués, le amedrentó hasta tal punto, que sintió deseos de huir
también.
Entonces sacudió su pensamiento,
sacudió su corazón e intentó reflexionar.
Nunca en su vida había tropezado con
dificultades. Existen hombres que se dejan llevar como el agua que corre.
Siguió los cursos con cuidado para que no le castigaran y concluyó sus estudios
de Derecho con regularidad debido a que su vida era tranquila. Todo le parecía
natural, sin que nada llamara su atención. Le gustaban el orden, la prudencia y
la tranquilidad por temperamento sin que en su espíritu hubiese repliegues; y
ante aquella catástrofe permanecía como el hombre que cae al agua sin saber
nadar.
Al principio intentó dudar. ¿ Habría
mentido su hermano por odio o por celos?
Y, no obstante, ¿cómo
podía ser tan miserable hasta decir. lo que había dicho de su madre, de no
haber enloquecido de desesperación?
Además, Juan conservaba en los oídos, en la mirada; en los nervios, hasta en el
fondo de las entrañas, ciertos gritos de sufrimiento, ciertas palabras,
entonaciones y gestos de Pedro, tan dolorosos que eran irresistibles, tan
irrecusables como la certeza.
Estaba tan abatido, que
era incapaz de cualquier movimient o de una decisión. Su angustia se iba
haciendo insoportable; y sentía que detrás de la puerta se hallaba su madre,
que lo había oído todo y esperaba.
¿Qué hacía? Ni un movimiento, ni un
estremecimiento, ni una respiración, ni un suspiro revelaban la presencia de un
ser detrás de aquella puerta. ¿Habría huido? ¿Pero por dónde? De haber huido..,
habría saltado desde la ventana a la calle.
Tuvo un sobresalto tan
escalofriante, que más que abrir la puerta le dio un empellón y se lanzó hacia
el dormitorio.
Parecía estar vacío y
sólo recibía la luz de una bujía colocada encima de la cómoda.
Juan se lanzó hacia la ventana, que
encontró cerrada con los postigos entornados. Se volvió, registrando con
ansiosas miradas los rincones más oscuros, y se dio cuenta de que estaban
corridas las colgaduras del lecho. Se adelantó y las abrió.
Su madre estaba tendida en la cama y
con la cabeza hundida en la almohada, que apretaba, con las manos crispadas,
para no oír nada mas.
De momento la creyó ahogada. Pero,
después de cogerla por los hombros, la volvió sin que soltase la almohada, que
le ocultaba el rostro y que mordía para no gritar.
Pero el contacto de aquel cuerpo
rígido, de aquellos brazos crispados le comunicó la sacudida de su inexpresable
tortura. La energía y la fuerza con que retenía con los dedos y con los dientes
la tela rellena de plumas, apretándola contra su boca, sus ojos y sus oídos
para que no la viera y no la hablara, le hizo comprender, por la conmoción que
recibió, hasta qué punto se puede sufrir. Y su corazón, su sencillo corazón, se
sintió desgarrado por la piedad. El no era un juez, ni siquiera un juez
misericordioso, sino un hombre débil y un hijo rebosante de ternura. No recordó
nada de lo que su hermano le había dicho, no razonó ni discutió; tocó tan sólo
con sus manos el cuerpo inerte de su madre y, al no poderle arrancar la
almohada del rostro, gritó:
—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Pobre mamá, mírame!
Se la hubiera creído muerta de no
haber recorrido todos sus miembros un casi imperceptible escalofrío, una
vibración de cuerda tensa. El repetía:
—¡Mamá, mamá, escúchame! No es
verdad. Yo sé que esto no es verdad.
Ella sufrió un espasmo, una
sofocación; luego, de pronto, empezó a sollozar sobre la almohada. Entonces se
templaron sus nervios, sus rígidos músculos cedieron y, entreabriendo los
dedos, soltaron la almohada y quedó su rostro al descubierto.
Estaba muy pálida, muy
blanca, y de sus cerradas pupilas manaban abundantes lágrimas. Después de
abrazarla por el cuello, le besó los ojos lentamente, con besos desolados que
se humedecían de lágrimas, y mientras continuaba diciendo:
—¡Mamá, querida mamá, sé que no es
verdad! ¡ No llores; lo sé, sé que no es verdad!
Ella se incorporó, se sentó, le miró
y, armándose del valor que se precisa para suicidarse, le dijo:
—No... ¡Es cierto, hijo mío!
Permanecieron frente a frente en
silencio. Durante unos instantes continuó sollozando, sofocándose, echando
atrás la cabeza para respirar; luego se dominó de nuevo y prosiguió:
—Es cierto, hijo mío. ¿A qué mentir?
Es cierto. Si te mintiera, tampoco me creerías.
Parecía haberse vuelto loca. Juan,
horrorizado, cayó de rodillas junto al lecho murmurando:
—Cállate, mamá, cállate.
Ella se había incorporado con una
resolución y una energía alarmantes.
—No tengo nada más que decirte, hijo
mío. ¡Adiós!
Y se dirigió hacia la puerta.
El la estrechó entre sus brazos
gritando:
—¿Qué vas a hacer, mamá? ¿Adónde
vas?
—No lo sé... ¿Cómo quieres que lo
sepa? ... Ya no tengo nada que hacer.., puesto que estoy sola.
Forcejeaba para soltarse. Mientras
la retenía, él iba repitiendo:
—¡Mamá!... ¡Mamá!... ¡Mamá!...
Y ella, mientras se esforzaba por
soltarse, le decía:
—No, no, ahora ya no soy tu madre,
ya no soy nada para ti, ni para nadie... ¡Nada, nada! Pobre hijo, ya no tienes
padre ni madre... ¡Adiós!
De pronto comprendió que si la
dejaba marchar no la volvería a ver jamás. La cogió en volandas y la sentó en
un sillón; luego, arrodillándose y sujetándola con los brazos, le dijo:
—No saldrás de aquí, mamá; yo te
quiero y te retengo. Vivirás siempre junto a mí; eres mía.
Elia murmuró con voz fatigada:
—No, pobre hijo mío, no es posible.
Ahora lloras y mañana me arrojarías de casa; tú tampoco me perdonarías.
Respondió él con tanta convicción y
un amor tan sincero «¿Yo? ¿Yo? ¡No me conoces!, que ella lanzó un grito, le
cogió la cabeza con ambas manos, lo atrajo hacia sí con violencia y le besó en
la cara desatinadamente.
Luego permaneció inmóvil, con una mejilla contra la de su hijo,
sintiendo a través de la barba el calor de su carne; y le dijo en voz baja y al
oído:
—No, hijo mío. Con el tiempo no me
perdonarías. Ahora lo crees y te engañas. Me has perdonado esta noche y este
perdón me ha salvado la vida; pero debemos separarnos.
El repitió, estrechándola en sus
brazos:
—¡Mamá, no digas eso!
—Sí, pequeño, es preciso que me
marche. No sé adónde, ni sé cómo me arreglaré, pero es preciso. Ya no me
atrevería a mirarte ni a besarte, ¿ comprendes?
Entonces, a su vez, Juan le dijo en
voz baja y al oído:
—Madrecita mía, te quedarás conmigo
porque yo quiero y porque te necesito. Y vas a jurarme en seguida que me
obedecerás.
—No, hijo mío.
—¡Oh, mamá! Es necesario, ¿
comprendes? Es necesario.
—No, hijo mío, es imposible.
Equivaldría a condenarnos a todos al infierno. Sé muy bien lo que es este
suplicio desde hace un mes. Estás conmovido, pero cuando te pase, cuando me
mires como me ha mirado Pedro, cuando recuerdes lo que te he dicho... ¡Oh! ...
Juan, querido mío.., piensa, piensa que soy tu madre...
—No quiero que te alejes de mi lado,
mamá. Sólo te tengo a tí.
—Pero piensa, hijo mío, que ya no
podremos mirarnos sin sonrojamos los dos, sin que me sienta morir de vergüenza
y sin que tus ojos me obliguen a bajar los míos.
—¡No, mamá, no es verdad!
—¡Sí, sí; sí que es verdad! Desde el
primer día comprendí todas las luchas de tu pobre hermano. Ahora, cuando oigo
que resuenan sus pasos por la casa, late mi corazón de tal modo, que parece
pronto a romperse; cuando oigo su voz, noto que me voy a desmayar. ¡Te tenía a
ti! Ahora ya no. ¡Oh, Juan, Juan! ¿ Crees que podría vivir entre vosotros dos?
—Sí, mamá. Te querré tanto, que todo
lo olvidarás.
—¡Oh!... ¡Cómo si fuera posible!
—Sí, es posible.
—¿Cómo quieres que lo olvide entre
tu hermano y tú? ¿ Acaso lo olvidaréis vosotros?
—Yo, ¡te lo juro!
—Lo recordarás todas las horas del
día.
—No, te lo juro. Y, además, escucha:
si te marchas, me alistaré como soldado para que me maten.
Quedó trastornada por aquella pueril
amenaza y estrechó a Juan entre sus brazos, acariciándolo con apasionada
ternura. Prosiguió:
—Te quiero mucho más de lo que te
figuras. Vamos, sé razonable. Intenta quedarte solo únicamente ocho días. ¿ Me
lo prometes? Ocho días solamente; no puedes negármelo.
Puso sus manos sobre los hombros de
Juan y, con los brazos tendidos, añadió:
—Hijo mío..., procuremos mantenernos
serenos y no enternecernos. Ante todo, déjame hablar. Si una sola vez hubiera
de escuchar de tus labios lo que hace un mes escucho por boca de tu hermano; si
tan sólo una vez tuviera que leer en tus ojos lo que leo en los suyos; si una
palabra o una mirada me dejaran sospechar que me desprecias como él..., una hora
después, ¿me oyes?, una hora después me marcharía para siempre.
—Mamá, yo te juro...
—Déjame hablar... Hace un mes que
sufro cuanto puede sufrir una criatura. A partir del instante en que comprendí
que tu hermano, que mi otro hijo, sospechaba de mí y que adivinaba, minuto por
minuto, la verdad, todos los instantes de mi vida se convirtieron en un
martirio imposible de explicarte.
Su voz era tan apenada que,
contagiado por su tortura, llenó de lágrimas los ojos de Juan.
Quisó besarla, pero ella le rechazó.
—Deja... escucha... ¡Tengo todavía
tantas cosas que decirte para que comprendas! ... Pero no comprenderás... Para
quedarme, sería preciso... No, ¡no puedo! ...
—Dímelo, mamá, dímelo.
—Bien, sea. Por lo menos, no te
habré engañado. Tú quieres que permanezca a tu lado, ¿ no es eso?
Para que podamos vernos, hablarnos, estar juntos en casa, ya que no me atrevo a
abrir una puerta por temor de que detrás esté tu hermano, es preciso, no que me
perdones (nada humilla tanto como el perdón), sino que no me guardes rencor por
lo que hice... Es preciso que te sientas lo bastante fuerte, lo bastante
diferente de los demás para poder decirte que no eres hijo de Roland sin
avergonzarte por ello y sin despreciarme... Yo ya he sufrido bastante... He
sufrido demasiado, ya no puedo más... Y no desde hace unos días, sino desde
hace mucho tiempo... Nunca podrás comprenderlo. Para poder vivir juntos y
besarnos, mi pobre Juan, piensa que, si fui la amante de tu padre, fui todavía
más su esposa, su verdadera esposa; que no me arrepiento de nada, que le amo
todavía después de muerto, que siempre le amaré, que sólo a él he amado, que ha
sido toda mi vida, toda mi alegría, toda mi esperanza, todo mi consuelo, todo,
absolutamente todo para mí durante muchísimo tiempo. Escúchame, pequeño. Pongo
a Dios por testigo de que, de no haberle conocido, no hubiera tenido ni un
momento feliz, nada, ni la menor ternura, ni una hora de las que nos hacen
lamentar envejecer, ¡nada! ¡ Todo se lo debo a él! Solamente he tenido en el
mundo a él y a vosotros dos, a tu hermano y a ti. Sin vosotros, mi
vida sería más negra que la noche. Nunca hubiera amado a nadie, ni conocido
nada, ni deseado nada; sólo hubiera llorado, ¡porque he llorado mucho, mi pobre
Juan! ¡Oh, sí! ¡Cuánto he llorado desde que vinimos aquí! Me había entregado a
él por entero, en cuerpo y alma, para siempre, y fui dichosa durante los diez
años en que fui su esposa, como él fue mi marido ante Dios, que nos creó el uno
para el otro. Y luego comprendí que no me amaba como yo a él. Se mostraba
amable, pero ya no era para él lo que había sido. ¡Ya no me amaba! ¡Oh, cómo
lloré! ... ¡Qué miserable y engañosa es la vida! ... Nada perdura... Y llegamos
aquí y nunca más le vi, nunca vino a visitarnos... ¡Prómetía venir en todas sus
cartas!
¡Le esperaba! ... ¡Y no volví a
verlo! ... ¡Y luego murió! ... Pero continuaba amándonos, puesto que pensó en ti.
Yo le amaré hasta el último suspiro y nunca renegaré de su amor, y te amo a
ti porque eres su hijo, y no me avergüenza decirlo en tu presencia. ¿Comprendes?
Si quieres que me quede, debes aceptar ser su hijo y que hablemos de él algunas
veces, y amarle un poco, y que pensemos en él cuando nos miremos. Si no
quieres, si no puedes, entonces adiós, mi pequeño, pues es imposible que
vivamos juntos. Haré lo que tú decidas.
Juan respondió con un tono cariñoso:
—Quédate, mamá.
Ella le estrechó entre sus brazos y
de nuevo se echó a llorar; luego, con las mejillas de ambos juntas, prosiguió:
—Pero ¿ y Pedro? ¿ Qué podemos
decirle? Juan murmuró:
—Ya veremos. No puedes vivir a su
lado.
Al acordarse de Pedro, sintió una
crispación de angustia.
—No, no puedo más. ¡No, no!
Y, apoyada en el pecho de Juan,
exclamó con desaliento:
—Líbrame de él tú, mi pequeño.
Líbrame, haz algo; a mí, nada se me ocurre3. Busca algo. ¡Líbrame de
él!
—Tranquilízate mamá, encontraré
algo.
—Inmediatamente... Es preciso...
Inmediatamente... ¡No me dejes! ¡Tengo tanto miedo de él..., tanto miedo!
—Sí, encontraré algo. Te lo prometo.
—¡Oh! ¡Pronto, pronto! Tú no puedes
comprender lo que pasa por mí cuando lo veo.
Luego murmuró bajito, al oído:
—Déjame estar contigo aquí, en tu
casa.
El dudó, reflexionó y comprendió,
con su indudable buen sentido, el peligro de esta combinación.
Pero se vio obligado a razonar
largamente, a discutir, a combatir con argumentos
—Sólo esta noche — decía ella —,
sólo esta noche. Mañana dirás a Roland que me quedé aquí porque me encontraba
indispuesta.
—No es posible, porque Pedro ha
vuelto a casa. Vamos, anímate. Te prometo que mañana lo arreglaré todo. A las
nueve estaré en casa. Anda, ponte el sombrero, que yo te acompañaré.
—Haré lo que tú digas — asintió ella
con infantil abandono, entre agradecida y temerosa.
Intentó incorporarse, pero el
sobresalto había sido demasiado fuerte: no podía sostenerse en pie.
Entonces él le dio a beber agua
azucarada y respirar sales, y le humedeció las sienes con vinagre. Ella le
dejaba hacer, deshecha y aliviada como después de un parto.
Por fin pudo andar y se cogió de su
brazo. Cuando pasaban frente al Ayuntamiento, el reloj dio las tres.
Una vez ante la puerta de su casa,
él la besó y le dijo:
—Adiós, mamá; ten ánimo.
Ella subió cautelosamente la
escalera, se desvistió aprisa, entró en su dormitorio y, con el recuerdo de la
emoción de los antiguos adulterios, se deslizó junto a Roland, que roncaba.
Únicamente Pedro no dormía y la
había oído regresar.
VIII
Una vez de regreso a su apartamento,
Juan se desplomó en un diván, ya que las penas y preocupaciones que daban a su
hermano deseos de correr y huir como una bestia acosada actuaban de distinto
modo en su naturaleza indolente y le privaban de la acción. Se sentía tan
agotado, que ni tenía fuerzas para meterse en cama; agotado de cuerpo y de
espíritu, abrumado y desolado. No se había sentido herido, como Pedro, en la
pureza de su amor filial, en esa dignidad secreta que es el velo con que se
cubren los corazones orgullosos, sino abrumado por un golpe del destino que
amenazaba al mismo tiempo sus más caros intereses.
Cuando por fin se tranquilizó su
espíritu, cuando se serenó su pensamiento como un agua removida, encaró la
situación que acababan de revelarle. De haberse informado de otro modo sobre el
secreto de su nacimiento, seguramente se hubiera indignado y sentido un dolor
profundo; pero, después de su altercado con Pedro, después de aquella delación
violenta y brutal que alteró sus nervios, la conmovedora emoción de la
confesión materna le dejó sin energía para sublevarse. El choque que recibió su
sensibilidad fue lo bastante fuerte como para destruir, en una irresistible ternura,
todos los prejuicios y todas las sagradas susceptibilidades de la moral
natural. Por otra parte, no era un hombre robusto. No le agradaba luchar contra
nadie y menos aún contra sí mismo; por lo tanto, se resignó, y por una
inclinación instintiva, por un amor innato al reposo, a la vida fácil y
tranquila, le inquietaron al momento las perturbaciones que iban a surgir a su
alrededor y perjudicarle al mismo tiempo. Presentía que serían inevitables, y
para alejarlas se decidió a emplear sobrehumanos esfuerzos, energía y
actividad. Era preciso vencer la dificultad inmediatamente, al día siguiente,
ya que por momentos se apoderaba de él la imperiosa necesidad de hallar
soluciones inmediatas, las cuales constituyen la fuerza de los débiles,
incapaces de un esfuerzo de voluntad sostenido. Su inteligencia de abogado,
acostumbrada a desentrañar y estudiar situaciones complicadas, cuestiones de
orden íntimo en las familias desconcertadas, le hizo descubrir inmediatamente
todas las consecuencias inmediatas del estado de alma de su hermano. A pesar
suyo, encaraba las consecuencias desde un punto de vista profesional, como si
hubiera estado determinando las futuras relaciones de unos clientes tras una
catástrofe de orden moral. Ciertamente, era imposible un contacto continuo con
Pedro. Lo evitaría fácilmente permaneciendo en su casa, pero además era
inadmisible que su madre continuase viviendo bajo el mismo techo que su hijo
mayor.
Durante mucho tiempo meditó, sin
moverse, tendido en unos cojines, imaginando y rechazando unas combinaciones
sin lograr encontrar nada que le satisficiera.
De pronto le asaltó una idea: esa
fortuna que había heredado, ¿la aceptaría un hombre honrado?
De momento se respondió: «No», y
decidió entregarla a los pobres. Era duro, desde luego. Vendería su mobiliario
y trabajaría como otro cualquiera, como trabajan todos los que empiezan. Esta
resolución, viril y dolorosa, fue un latigazo para su ánimo. Se levantó y apoyó
su frente contra los vidrios. Antes era pobre y ahora volvería a serlo. No se iba
a morir por ello. Sus ojos estaban fijos en el mechero a gas que lucía frente a
él, al otro lado de la calle. Luego, al ver que una mujer pasaba por la acera,
pensó de pronto en madame Rosémilly y sintió en su corazón la sacudida de las
profundas emociones que despierta en nosotros un pensamiento doloroso. En
seguida se le aparecieron todas las desesperantes consecuencias de su decisión.
Debería renunciar a casarse con aquella mujer, renunciar a la felicidad,
renunciar a todo. ¿ Podía obrar de ese modo ahora que se hallaba. ya
comprometido? Lo había aceptado sabiendo que era rico. También lo aceptaría
pobre, pero ¿tenia el derecho a pedírselo, a imponerle ese sacrificio? ¿ No era
mejor conservar ese dinero como un depósito que restituiría más adelante a los
indigentes?
Y en su alma, donde el egoísmo se
disfrazaba bajo formas honestas, todos los intereses enmascarados luchaban y
combatían. Los primeros escrúpulos cedían su lugar a los razonamientos
ingeniosos, luego volvían a aparecer y se esfumaban otra vez.
Volvió a sentarse, buscando un
motivo decisivo, un pretexto poderoso, para que deshiciera sus dudas y
convenciera su natural rectitud. Veinte veces se había formulado esta pregunta:
«Puesto que soy el hijo de ese hombre, puesto que lo sé y lo acepto, ¿ no es
natural también que acepte su herencia? » Pero este argumento no lograba
acallar el «no» que murmuraba su conciencia.
De pronto pensó: «Puesto que no soy
hijo de quien creía ser mi padre, no puedo aceptar nada de él ni en vida ni una
vez muerto. No sería ni digno ni equitativo. Equivaldría a robar a mi hermano.»
Tranquilizado con este pensamiento y
apaciguada la conciencia, volvió hacia la ventana.
«Sí — se decía —, es preciso que
renuncie a la herencia de mi familia, que se la deje totalmente a Pedro, puesto
que no soy hijo de su padre. Es de justicia. Entonces, ¿ no es justo también
que conserve el dinero de mi propio padre? »
Una vez reconocido que no podía
aprovecharse de la fortuna de Roland, y habiendo decidido cederla íntegramente,
consintió y se resignó a conservar la de Maréchal, ya que si rechazase una y
otra se encontraría reducido a la pura mendicidad.
Una vez resuelto ese delicado
asunto, volvió a pensar en la cuestión de la presencia de Pedro en la familia.
¿Cómo alejarlo? Desesperaba de encontrar una solución cuando el silbido de la
sirena de un vapor que entraba en el puerto pareció responderle y sugerirle una
idea.
Entonces se tendió sobre el lecho
totalmente vestido y soñó despierto hasta que amaneció.
Salió hacia las nueve para asegurarse
de si era posible poner en práctica su proyecto. Luego, después de algunas
gestiones y visitas, se dirigió a casa de sus padres. Su madre le esperaba
encerrada en su habitación.
—Si no hubieses venido, no me
hubiera atrevido a bajar. En seguida oyeron a Roland que gritaba en la
escalera:
—¿No se almuerza hoy en esta casa,
demonios?
Como nadie respondiera, volvió a
gritar:
—¡Josefina! ... ¿Qué diablos hace
usted?
Desde las profundidades del sótano,
resonó la voz de la sirvienta:
—¿Qué desea usted, señor?
—¿Dónde está la señora?
—Está arriba, con el señorito Juan.
Entonces se puso a dar voces con la
cabeza levantada hacia el piso superior:
—¡Luisa!
Madame Roland entreabrió la puerta y
respondió:
—¿Qué quieres, querido?
—¿No almorzamos hoy, demonio?
—En seguida vamos. Y bajó seguida de
Juan.
Al ver al joven, exclamó Roland:
—¡Toma! ¿Estás aquí? ¿Te aburrías ya
en tu casa?
—No, padre, pero he venido para
hablar con mamá. Juan se adelantó con la mano abierta y, cuando sintió sus
dedos estrechados por el apretón paterno del viejo, le sobrecogió una extraña e
imprevista emoción, la emoción de las separaciones y los adioses definitivos.
Madame Roland preguntó:
—¿No ha llegado Pedro?
Su marido se alzó de hombros.
—No, pero peor para él; siempre se
retrasa. Sentémonos a la mesa.
Ella se volvió hacia Juan.
—Deberías ir a buscarle, hijo mío;
le apena que no le aguardemos.
—Sí, mamá; ahora voy. Salió el
joven. Subió la escalera con la temerosa resolución del tímido que se dirige a
luchar. Pedro, al oír los golpecitos en la puerta, respondió:
—Adelante.
Entró. Su hermano, inclinado sobre
la mesa, escribía.
—Buenos días — le dijo Juan.
Pedro se puso en pie.
—Buenos días. Y se estrecharon las
manos como si no hubiera ocurrido nada.
—¿No bajas a almorzar?
—Sí... claro... Pero es que tengo
mucho trabajo. La voz del hijo mayor temblaba y su ansiosa mirada preguntaba a
su hermano qué haría.
—Te estamos esperando.
—¡Ah! ¿Es que... está abajo mamá?
—Sí, ella me ha enviado a buscarte.
—¡Ah! ..., entonces vamos.
Ante la puerta de la sala dudó en
entrar primero; luego abrió de golpe y vio a su padre y a su madre sentados a
la mesa, frente a frente.
Se acercó primero a ella sin
levantar la vista, sin pronunciar una palabra, y se inclinó para que le besara
la frente, costumbre que adquirió últimamente, en lugar de que le besara en las
mejillas como antes. Adivinó que acercaba su boca, pero no sintió el roce de
sus labios en la piel y se incorporó palpitante, después de aquel simulacro de
caricia.
Se preguntaba: «¿Qué debieron
decirse cuando me marché?»Juan repetía con ternura «madre» y «querida mamá»; la
cuidaba, la servía y le llenaba el vaso. Pedro comprendió entonces que habían
llorado juntos, pero no pudo penetrar en su pensamiento. ¿Creía Juan que su
madre era culpable o que su hermano era un miserable?
Y le asaltaron de nuevo todos los
reproches que se había dirigido por haber pronunciado aquellas horribles
palabras, agarrotándole la garganta, cerrándole la boca e impidiéndole comer y
hablar.
Ahora le asaltaba una necesidad
intolerable de huir, de abandonar aquella casa que ya no era la suya, aquellas
gentes a las que tan sólo le unían imperceptibles lazos. Y hubiera querido
marcharse al instante, adonde fuera, dándose cuenta de que todo había
terminado, de que ya no podría permanecer a su lado, de que continuaría
torturándolos a pesar suyo, aunque sólo fuera con su presencia, y de que le
harían sufrir continuamente un suplicio inaguantable.
Juan hablaba, charlaba con Roland.
Pedro no escuchaba, no oía nada. Creyó, sin embargo, descubrir una intención en
la voz de su hermano y prestó atención al sentido de las palabras.
Decía Juan:
—A lo que parece, será el barco más
hermoso de la flota. Hablan de seis mil quinientas toneladas. El mes próximo
realizará. su primer viaje.
Roland estaba asombrado.
—¡Tan pronto! Creía que no estaría
en condiciones de hacerse a la mar este verano.
—Sí, pero han trabajado de firme
para que la primera travesía tenga lugar en otoño. Esta mañana he pasado por
las oficinas de
—¿Ah, sí? ¿Con quién?
—Con monsieur Marchand, amigo
particular del presidente del consejo de administracion.
—No sabía que le conocieras.
—Si, y tenía que pedirle un favor.
—Entonces me acompañarás a visitar
detenidamente el Lorraine en cuanto
entre en el puerto.
—Por supuesto que sí, es muy fácil.
Juan parecía dudar, buscar las
palabras, perseguir una transición que no lograba. Prosiguió:
—En resumidas cuentas, la vida que
se disfruta en esos transatlánticos es muy aceptable. Más de la mitad de los
meses se pasan en tierra firme, en dos ciudades soberbias, Nueva York y El
Havre, y el resto del tiempo en alta mar con personas encantadoras. Incluso se
pueden hacer agradables amistades, sí, amistades útiles, entre los pasajeros.
Piensa que el capitán, con las economías en el carbón, puede ganar veinticinco
mil francos al año, o quizá más...
Roland lanzó un «¡Caramba!» seguido
de un silbido que atestiguaba un profundo respeto hacia la suma y hacia el
capitán.
Juan prosiguió:
—El comisario de a bordo puede
llegar a los diez mil francos y el médico a los cinco mil, como honorarios
fijos y gastos pagados: alojamiento, manutención, luz, calefacción, servicio,
etcétera, lo cual equivale por lo menos a diez mil francos. No está nada mal.
Pedro, que había alzado los ojos,
tropezó con los de su hermano y comprendió.
Luego, tras un momento de
vacilación, preguntó:
—¿Es muy difícil obtener una plaza
de médico en un trasatlántico?
—Sí y no. Todo depende de las
circunstancias y de las recomendaciones.
Hubo un prolongado silencio; luego
insistió:
—¿Zarpa el mes próximo el Lorraine?
—Sí, el día siete.
Y callaron.
Pedro reflexionaba. Sería una
solución el que pudiera embarcar como médico del barco. Más adelante ya vería,
quizá lo dejara, pero entre tanto se ganaría la vida sin tener que depender de
su familia. La antevíspera vendió su reloj de bolsillo, ya que ahora nada pedía
a su madre. Por lo tanto, no quedaba otra solución aparte de ésta, ninguna
manera de procurarse otro pan y otra cama; se veía obligado a depender de ellos
y habitar bajo el mismo techo. Entonces, después de un momento de vacilación,
dijo:
—Si pudiera, me marcharía
gustosamente en ese barco.
Juan preguntó:
—¿Por qué no has de poder?
—Porque no conozco a nadie en
Roland estaba estupefacto.
—¿Y qué ocurre con todos
tus proyectos?
Pedro murmuró:
—Hay ocasiones en que hay que saber
sacrificarlo todo y renunciar a las más lisonjeras esperanzas. Además, es sólo
un principio, un medio de reunir algunos miles de francos para establecerme
después.
Su padre quedó pronto convencido.
—Es verdad. En dos años puedes
ahorrar seis o siete mil francos, los cuales, bien empleados, te permitirán
prosperar. ¿Qué opinas, Luisa?
En voz baja, casi ininteligible,
ella respondió:
—Creo que Pedro tiene razón.
Roland dijo:
—Hablaré de ello con monsieur
Poulin, a quien conozco mucho. Es juez del tribunal de comercio y se ocupa de
los asuntos de
Juan preguntó a su hermano:
—¿Quieres que hoy mismo dé un
toquecito a monsieur Marchand?
—Sí, sí, perfectamente.
Pedro, después de meditar unos
instantes, prosiguió:
—El mejor medio sería quizás
escribir a mis profesores de
Juan aprobaba la idea:
—Tu plan es excelente, excelente.
Y sonreía tranquilizado y casi
contento, seguro del éxito, porque era incapaz de afligirse mucho tiempo.
—Escríbeles hoy mismo — dijo.
—Luego, ahora mismo. Voy a escribir;
no tomaré café, porque estoy demasiado nervioso.
Se levantó y salió.
Entonces Juan se volvió hacia su
madre:
—¿Y tú, mamá, qué piensas hacer?
—Nada... No sé.
—¿Quieres acompañarme hasta casa de
madame Rosémilly?
—Sí, sí..., claro.
—¿Sabes?... Es indispensable que la
vea hoy.
—Sí, sí, es verdad.
—¿Por qué indispensable? — preguntó
Roland, acostumbrado a no comprender nada de lo que decían en su presencia.
—Porque le prometí que iría.
—¡Ah! Entonces es diferente.
Y se puso a llenar su pipa mientras
la madre y el hijo iban a coger los sombreros. Ya en la calle, Juan preguntó:
—¿Quieres apoyarte en mi brazo,
mamá?
Nunca se lo ofrecía, a pesar de que
solían pasear juntos. Ella aceptó y se apoyó.
Durante algún tiempo no hablaron;
luego él le dijo:
—¿Has visto que Pedro consiente en
marcharse?
Ella murmuró:
—¡Pobre muchacho!
—¿Por qué dices «pobre muchacho»? No
se sentirá en absoluto desgraciado en el Lorraine.
—No... ya lo sé, pero pienso en
tantas cosas...
Durante un rato estuvo meditabunda,
con la cabeza inclinada, andando junto a su hijo; luego, con ese tono
particular que encubre un pensamiento secreto, añadió:
—¡Es triste la vida! Si alguna vez
encontramos un poco de felicidad, somos culpables al abandonarnos a ella y lo
pagamos caro más tarde.
El le dijo en voz muy baja:
—No hables ya más de eso, mamá.
—¿Lo crees posible? Pienso siempre
en lo mismo.
—Ya olvidarás.
Volvió ella a callarse y luego dijo,
con profundo sentimiento:
—¡Qué feliz hubiera podido ser
casándome con otro hombre!
Ahora se exasperaba contra Roland,
culpando a su fealdad, su estupidez, su torpeza, su espíritu vulgar y el
aspecto ordinario de su persona, de su falta y su infelicidad. A esto se debía,
a la vulgaridad de su persona, el haberle engañado, el haber desesperado a uno
de sus hijos y haber tenido que hacer al otro la confesión más dolorosa que
pueda surgir del corazón lacerado de una madre.
Murmuró: «Es espantoso para una
joven casarse con un hombre como mi marido.» Juan no respondió. Pensaba en el
hombre que hasta entonces había considerado como su padre y que quizá la noción
confusa que tuvo hasta ahora de la mediocridad paterna, la constante ironía de
su hermano, la desdeñosa indiferencia de los otros, y hasta el desprecio que
sentía la criada hacia Roland, habían preparado su alma para la terrible
confesión de su madre. Le apenaba menos ser hijo de otro; y tras la emoción de
la víspera, si no sintió la sacudida de rebelión, indignación y cólera que
temía madame Roland, fue porque desde hacía mucho tiempo sufría
inconscientemente al saberse hijo de aquel hombre.
Habían llegado ante la casa de
madame Rosémilly.
Vivía ésta en la carretera de
Sainte-Andresse, en el piso segundo de un gran edificio propiedad suya. Desde
sus ventanas se divisaba toda la rada de El Havre.
Al ver a madame Roland, que entraba
primero, en lugar de tenderle las manos como de costumbre, abrió los brazos y
la besó, ya que adivinaba la intención de su visita.
El mobiliario del salón, de terciopelo
rosado, estaba siempre cubierto con fundas. Las paredes, empapeladas con papel
floreado, ostentaban cuatro grabados que compró su primer marido, el capitán.
Representaban escenas marinas y sentimentales. En el primero se veía la mujer
de un pescador que agitaba un pañuelo desde la costa, mientras que en el
horizonte desaparecía la vela de la barca en que iba su marido. En el segundo,
la misma mujer, arrodillada en la misma costa, se retorcía los brazos mirando a
lo lejos, bajo un cielo tempestuoso y en un mar agitado, la barca del esposo a
punto de naufragar. Los otros dos grabados representaban escenas análogas en
una clase superior de la sociedad. Una mujer joven y rubia soñaba apoyada con
los codos en la borda de un gran trasatlántico que acababa de zarpar. Miraba
hacia la costa ya lejana, llenos los ojos de lágrimas y el corazón de
añoranzas. ¿Qué había dejado allí? Luego la misma joven, sentada cerca de una
ventana abierta sobre el océano, aparecía desmayada en un sillón. De sus
rodillas se había deslizado una carta al suelo. «¡Ha muerto! ¡ Qué tortura!»
Los visitantes se sentían
generalmente emocionados y seducidos por la tristeza trivial de esos asuntos
transparentes y poéticos. Se comprendían en seguida, sin previa explicación, y
se compadecían de las pobres mujeres, aunque no apareciese claro el motivo de
la pena de la más distinguida. Pero la misma duda ayudaba a soñar. ¡ Debió de
perder a su prometido!
En cuanto se entraba, se sentían
atraídas las miradas hacia esas cuatro escenas y retenidas como fascinadas. Se
apartaban para volver a contemplar las cuatro expresiones de las dos mujeres,
que se parecían como dos hermanas. Del dibujo, claro, bien acabado, cuidado y
distinguido como el de un grabado a la moda, así como del marco, reluciente, se
desprendía una sensación de limpieza rectitud que acentuaba también el resto de
los muebles.
Las sillas estaban alineadas de
acuerdo con un orden invariable, unas contra la pared, otras en torno a la
mesita. Los cortinajes, blancos, inmaculados, tenían pliegues tan paralelos,
que se sentían deseos de arrugarlos un poco; nunca, nunca la más ligera mota de
polvo empañaba el globo en que el reloj dorado, estilo Imperio, un mapamundi
sostenido por Atlas arrodillado, parecía estar madurando como un melón casero.
Las dos mujeres, al sentarse,
alteraron un poco la colocación normal de las sillas.
—¿No ha salido usted hoy? — preguntó
madame Roland.
—No. He de confesar que estoy un
poco fatigada.
Y evocó, como para dar las gracias a
Juan y a su madre, lo mucho que había disfrutado en aquella excursión y pesca.
—¿Sabe usted que esta mañana he
comido los langostinos? Estaban deliciosos. El día que quieran, volveré con
gusto a pescar...
El joven la interrumpió:
—¿Y si termináramos la primera pesca
antes de principiar la segunda?
—¿Qué quiere decir? Creía que la
habíamos dado por terminada.
—¡Oh, madame! Por mi parte, hice en
una roca de Saint Jean una pesca que deseo también llevarme a casa.
Ella adoptó un aire ingenuo y
malicioso:
—¿Usted? ¿De qué se trata? ¿Qué es
lo que pescó?
—¡Una mujer! Y mi madre y yo venimos
a saber si no ha mudado de opinión esta mañana.
Ella sonrió y dijo:
—No, señor, yo nunca mudo de
opinión.
Entonces él tendió su mano abierta,
sobre la cual puso madame Rosémilly la suya con gesto resuelto. Le preguntó:
—Lo antes posible, ¿le parece bien?
—Cuando usted quiera.
—¿Dentro de seis semanas?
—Yo no opino. ¿Qué piensa mi futura
madre política?
Madame Roland respondió con una
sonrisa melancólica:
—¡Oh!, son ustedes los que deben
decidir. Sólo deseo agradecerle que acepte usted a Juan, ya que estoy segura de
que la hará muy feliz.
12.
—Haré cuanto pueda, madame.
Algo emocionada por vez primera,
madame Rosémilly se levantó y estrechó a madame Roland entre sus brazos largo
tiempo como un niño; y este beso, esta caricia nueva, hizo nacer una emoción
que alivió el dolorido corazón de la pobre mujer. No hubiera sabido decir lo
que sentía. Era triste y dulce al mismo tiempo. Había perdido un hijo, un gran
hijo, y le devolvían una hija cariñosa y amante.
Cuando volvieron a estar frente a
frente en sus sillas, se cogieron las manos y permanecieron así, mirándose y
sonriéndose, mientras parecían haberse olvidado de Juan.
Luego hablaron de una serie de cosas
en las que era preciso pensar con vistas a la próxima boda, y cuando todo
estuvo decidido y arreglado madame Rosémilly pareció recordarse de un detalle y
preguntó:
—¿Han consultado ustedes con
monsieur Roland, no es cierto?
El mismo rubor cubrió las mejillas
de la madre y del hijo. La madre fue la que respondió:
—¡Oh, no!, nunca le consultamos.
Luego vaciló, ya que comprendía que
la respuesta exigía una aclaración, y prosiguió:
—Todo lo decidimos sin consultarle.
Basta con notificarle lo que hemos decidido.
Madame Rosémilly no se sorprendió en
absoluto, y sonrío juzgándolo muy natural, ya que aquel hombre gozaba de poca
consideración entre los suyos.
Cuando madame Roland se vio en la
calle junto a su hijo, le dijo:
—Si fuéramos a tu czsa... Quisiera
descansar un rato.
Se sentía sin albergue, sin refugio;
su hogar la atemorizaba.
Subieron al piso de Juan.
En cuanto ella oyó cerrarse la
puerta, lanzó un profundo suspiro como si aquella cerradura la libraran de todo
peligro; luego, en lugar de descansar como había dicho, empezó a abrir los
armarios, a comprobar las pilas de ropa blanca, el número de pañuelos y de
calcetines. Cambiaba el orden en busca de unos arreglos armoniosos, más
agradables a su instinto de mujer casera. Y cuando todo lo hubo dispuesto a su
gusto, alineado las toallas, los calzoncillos y las camisas en sus tablas
especiales y dividido la ropa blanca
en tres clases principales, ropa interior, ropa blanca y mantelerías,
retrocedió para contemplar su obra y dijo:
—Juan, ven a ver qué bien ha
quedado.
El se levantó y lo
admiró para complacerla.
De pronto, una vez se hubo vuelto a sentar, ella se acercó a su
butaca con pasos ligeros, por detrás, y enlazándole el cuello con su brazo
derecho le besó mientras colocaba sobre la chimenea un pequeño objeto envuelto
en un papel blanco que sostenía con la otra mano.
El preguntó:
—¿Qué has dejado ahí?
Al ver que no respondía, lo
comprendió al reconocer la forma del marco.
—¡Dámelo! — dijo.
Pero ella hizo ver que no le oía y
se volvió hacia los armarios. El se levantó, cogió rápidamente aquella dolorosa
reliquia, atravesó el piso y fue a encerrarla bajo llave en el cajón de su
escritorio. Entonces se enjugó ella con la punta de los dedos una lágrima que
asomaba a sus ojos y luego dijo con voz un tanto temblorosa:
—Ahora voy a enterarme de cómo cuida
la cocina tu nueva sirvienta. Ha salido y podré inspeccionarlo todo para
hacerme cargo.
IX
Las cartas de recomendación de los
profesores Mas-Roussel, Rémusot, PIache y Borniquel, escritas en los términos
más halagüeños para su alumno el doctor Pedro Roland, las sometió monsieur
Marchand al consejo de
Resultó que todavía no habían
designado al doctor del Lorraine y
Pedro tuvo la suerte de que le nombraran a él en pocos días.
El sobre que incluía, el
nombramiento se lo entregó la criada Josefina una mañana al terminar él de
vestirse.
Su primera emoción fue la del condenado
a muerte a quien se le anuncia que le han conmutado la pena; y sintió como de
pronto se le aliviaba la pena al pensar en esa marcha y en esa vida plácida,
mecido siempre por el agua siempre errante, siempre huidiza.
Ahora vivía en la casa paterna como
un forastero mudo y reservado. Desde la noche en que había dejado escapar ante
su hermano el infame secreto que había descubierto, notaba que había roto los
últimos lazos que le unían a los suyos. Le remordía lo que había dicho a Juan.
Se juzgaba un hombre odioso, indigno, malvado, y no obstante sentía alivio por
haber hablado.
Ya nunca se cruzaba su mirada con la
de su madre o la de su hermano. Para evitarlo, los
ojos de ambos habían adquirido una sorprendente movilidad y astucias de rivales
que temen cruzarse. Continuaba preguntándose: « ¿Qué debí decir a Juan?
¿Confesó o negó? ¿Qué cree mi hermano? ¿Qué piensa ella? ¿Qué piensa él de mí?»
No lograba adivinarlo y se exasperaba.
Nunca les hablaba, salvo cuando
estaba Roland delante, para evitar sus preguntas.
Cuando recibió la carta anunciándole
el nombramiento, lo comunicó inmediatamente a su familia. Su padre, propenso a
regocijarse de todo, batió palmas. Juan respondió con tono serio embargado por
la alegría:
—Te felicito de todo corazón, ya que
sé que existían más contrincantes. Se lo debes, sin duda, a las cartas de tus
profesores.
Y su madre bajó la cabeza
murmurando:
—Me siento muy feliz de que hayas
triunfado.
Después de almorzar se dirigió a las
oficinas de
El doctor Pirette había embarcado;
Pedro se dirigió al muelle y fue recibido en un reducido camarote por un
joven de barba rubia que se parecía a su hermano. Charlaron durante mucho rato.
En las profundidades sonoras del
trasatlántico se oía una gran agitación, confusa y continua, en que el choque
de las mercancías amontonadas en las bodegas se mezclaba a los pasos, a las
voces, al movimiento de las máquinas que cargaban cajas, a los silbidos de los
contramaestres y al rumor de las cadenas arrastradas o arrolladas en las
cabrias por el ronco aliento del vapor, que hacía vibrar ligeramente el cuerpo
entero del gran navío.
Pero cuando Pedro se despidió de su
colega y volvió a encontrarse en la calle, una nueva tristeza le embargó y lo
envolvió como esas brumas que corren sobre el mar, llegadas del fin del mundo y
que en su espesor inaferrable llevan algo misterioso e impuro como el soplo
pestilente de las tierras maléficas y lejanas.
En sus horas de mayor sufrimiento,
nunca se había sentido de este modo, sumido en un albañal de miseria. Había
producido la última desgarradura; ya nada le sostenía. Al arrancar de su
corazón las raíces de todas sus ternuras, todavía no había sentido aquella
angustia de perro perdido que acababa de embargarle.
No era ya un dolor moral y
torturante, sino el enloquecimiento de una bestia sin albergue, una angustia
material de ser errante que carece de techo y al que la lluvia, el viento, la
tempestad y todas las fuerzas brutales del mundo van a acosarle. Al pisar el
trasatlántico, al penetrar en aquel camarote mecido por las olas, la carne del
hombre que siempre había dormido en una cama móvil y tranquila se rebeló contra
la inseguridad de todos los mañanas futuros. Esta carne se había sentido hasta
entonces protegida por sólidas paredes hundidas en la tierra que las sostenía,
por la certeza del descanso en un lugar fijo, bajo el techo que resiste al
viento. En adelante, en cuanto uno se atreve a desafiar desde una morada
cerrada, se convertiría en un peligro, un constante sufrimiento.
Ya no tendría un suelo bajo sus
pies, sino el mar que ruge, corre y engulle. Ya no tendría espacio a su
alrededor para pasearse, correr, perderse por los caminos, sino unos pocos
metros de tabla para andar como un condenado en medio de otros prisioneros. Ya
no tendría árboles, jardines, calles, casas; solamente al agua y las nubes. Y
continuamente sentiría el retemblar del barco bajo sus pies. Los días de
tormenta debería apoyarse en los tabiques, agarrarse a las puertas, asirse a
los bordes de la litera para no rodar por el suelo. Los días de calma oiría el
ronco trepidar de la hélice y sentiría huir aquel barco con una huida continua,
regular y exasperante.
Ya se veía condenado a esa vida de
forzado sólo porque su madre se había entregado a las caricias de un hombre.
Ahora miraba ante sí con la
melancolía desolada de las gentes a punto de expatriarse.
Ya no sentía en el corazón aquel
desprecio altivo, aquel odio desdeñoso hacia los desconocidos transeúntes, sino
un triste deseo de hablarles, de decirles que iba a abandonar Francia, de que
le escucharan y consolaran. En el fondo, le impulsaba el vergonzoso deseo del
pobre que va a tender la mano, un deseo tímido e imperioso de sentir que
alguien sufría con su marcha.
Pensó en Marowsko. Sólo el viejo
polaco le amaba lo suficiente para sentir una verdadera y lacerante emoción; y
el doctor decidió ir a verle inmediatamente.
Cuando entró en la tienda, el
farmacéutico, que machacaba polvos en un mortero de mármol, tuvo un ligero
sobresalto y suspendió el trabajo.
—¡No le veo a usted nunca! — dijo.
El joven explicó que había tenido
que realizar numerosas diligencias, sin explicarle el motivo; se sentó luego y
preguntó:
—¿Qué tal van los negocios?
Los negocios no iban bien. La
competencia era terrible, y los enfermos, pocos y pobres en aquel barrio
trabajador. Únicamente podía vender medicamentos baratos; y los médicos no
recetaban aquellas medicinas raras y complicadas que dejan un beneficio de
quinientos por ciento. El buen hombre concluyó:
—Si esto dura tres meses más, tendré
que cerrar la farmacia. De no contar con usted, querido doctor, ya me hubiera
dedicado a limpiar botas.
A Pedro se le oprimió el corazón y
decidió de pronto darle la mala noticia, puesto que veía que era preciso.
—¡Oh!, yo... yo... ya no podré
ayudarle. Abandono El Havre a principios de mes.
Marowsko se quitó los lentes,
terriblemente emocionado.
—¿Usted?... ¿Qué quiere decir eso?
—Le digo a usted que me marcho,
pobre amigo mío.
El viejo permanecía aterrado,
sintiendo cómo se destruía su última esperanza, y de pronto se rebeló contra
aquel hombre a quien había seguido, a quien amaba, en quien tanto confió y
ahora le abandonaba de ese modo.
Balbuceó:
—Pero no irá usted a traicionarme
ahora...
Estaba Pedro tan enternecido, que
sentía el deseo de besarle.
—Es que yo no le traiciono. No he
logrado acomodarme y parto como médico en un buque trasatlántico.
—¡Oh! ... ¡Me prometió tanto su
ayuda para ganarme la vida!
—¿Qué puedo hacer? Yo también he de
vivir y carezco de fortuna.
Marowsko repetía:
—Está muy mal, muy mal, lo que hace
usted. No me queda más que morirme de hambre. A mi edad, nada puedo hacer. Está
mal. Abandona a un pobre viejo que vino aquí para seguirle.
Pedro quería explicarse, probar que
no pudo obrar de otro modo; el polaco no escuchaba, rebelado ante esa
deserción, y acabó por decir, aludiendo sin duda a unos acontecimientos
políticos:
—Ustedes, los franceses, no cumplen
su palabra.
Entonces Pedro, molesto a su vez y
dando quizás excesiva importancia a estas palabras, le dijo:
—Es usted injusto, Marowsko. Para
decidir lo que he decidido, es preciso motivos poderosos; y usted debería
comprenderlo. ¡Adiós! Espero que cuando vuelva a verle será usted más
razonable.
Y salió.
«En fin — pensó —, nadie sentirá
sinceramente que marche.»
Su pensamiento rebuscaba, saltaba de
uno a otro, a todos los que conocía o había conocido, y en medio de todos
aquellos rostros que desfilaban en su imaginación se destacó la camarera de la
cervecería, que le hizo sospechar de su madre.
Vaciló, ya que sentía contra ella un
rencor instintivo; luego, de pronto, se decidió pensando: «Después de todo,
tenía razón.» Y se orientó para encontrar la calle.
Por casualidad, la cervecería estaba
llena de gente, y también de humo. Los consumidores, burgueses y obreros,
debido a que era un día festivo, llamaban, reían y gritaban, y hasta el dueño
servía, corriendo de mesa en mesa, llevándose los vasos vacíos y trayéndolos de
nuevo llenos de espuma hasta el borde.
Cuando Pedro logró encontrar un
sitio, no muy alejado del mostrador, aguardó con la esperanza de que la
camarera le vería y le reconocería.
Pero ella pasaba y volvía a pasar
delante de él sin dirigirle una mirada, con paso menudo bajo sus faldas y un
ligero y gracioso contoneo.
Acabó golpeando el mármol con una
moneda.
Acudió la muchacha:
—¿Qué desea usted, señor?
Ella ni siquiera le miraba,
ensimismada en el cálculo de las consumiciones servidas.
—¿Qué pasa? ¿ Es así como se saluda
a los amigos?
Ella le miró y repuso con tono
apresurado:
—¡Ah! ¿Es usted? Hoy no puedo perder
tiempo. ¿Quiere usted una cerveza?
—Sí, una cerveza.
Cuando se la trajo, él prosiguió:
—Vengo a decirte adiós. Me marcho.
Ella le respondió con indiferencia:
—¿Ah, sí? ¿Adónde va usted?
—A América.
—Dicen que es un país muy hermoso.
Y nada más. Verdaderamente, se
necesitaba ser imprudente para hablarle aquel día. ¡El café estaba lleno!
Pedro se dirigió hacia el mar. Al
llegar al muelle vio
Cuando regresó, al atardecer, su
madre le dijo, sin atreverse a mirarle a los ojos:
—Necesitarás una cantidad de cosas
para marcharte y estoy un poco preocupada. He encargado ropa interior y he
pasado a ver al sastre para los trajes; pero ¿no necesitas nada más, cosas que
yo quizás ignore?
Abrió la boca para decir: «No
necesito nada», pero pensó que por lo menos tenía que aceptar con qué vestirse
de una manera decente. Respondió con tono reposado:
—Todavía no lo sé; me informaré en
Se informó y le facilitaron una
lista de los objetos indispensables. Cuando se la entregó a su madre, ella le
miró, por primera vez desde hacía mucho tiempo, con una mirada tan humilde, tan dulce, tan triste, tan suplicante como la de los perros apaleados
que piden clemencia.
El primero de octubre, procedente de
Saint-Nazaire, entró el Lorraine en
el puerto de El Havre para volver a zarpar el siete del mismo mes con destino a
Nueva York; y Pedro Roland fue a tomar posesión de la pequeña cabina flotante
que sería su futura cárcel.
Al salir, al día siguiente, se cruzó
en la escalera con su madre, que le esperaba y le preguntó con voz casi
imperceptible:
—¿Quieres que te ayude a instalarte
en el barco?
—No, gracias; ya está todo listo.
Ella murmuró:
—¡Desearía tanto ver tu pequeño
camarote!
—No merece la pena. Es muy feo y muy
pequeño.
Y siguió adelante, hacia la calle,
dejándola aterrada, apoyada contra la pared, con el semblante demudado.
En cambio, Roland, que aquel día
visitó el Lorraine, solamente habló,
durante la comida, de aquel magnífico buque y se extrañó de que su esposa no
sintiera deseos de conocerlo, puesto que iba a embarcarse en él su hijo.
Pedro casi no estuvo con su familia
durante los siguientes días. Se mostraba nervioso, irritable, duro, y sus
brutales palabras parecían fustigar el mundo. Pero la vigilia de su partida se
mostró de pronto cambiado, afectuoso. En el momento en que besaba a sus padres
antes de retirarse a descansar en el barco por vez primera, preguntó:
—¿Vendrán a despedirme mañana en el
barco?
Roland exdamó:
—¡Pues claro, pues claro, caramba!
¿No es así, Luisa?
—Naturalmente — respondió ella en
voz baja.
Pedro continuó:
—Zarpamos a las once en punto. Es
preciso estar allí a las nueve y media como máximo.
—¡Tengo una idea! — exclamó el padre
—. Cuando nos hayamos despedido, iremos rápidamente a embarcarnos en
—Desde luego que sí.
Roland prosiguió:
—De este modo no nos confundirás con
el gentío que se amontona en el puerto cuando zarpan los trasatlánticos. Es
imposible reconocer a los propios en aquella confusión. ¿Te parece?
—Sí; desde luego, me parece bien.
Quedamos de acuerdo.
Una hora después se encontraba tendido en su
pequeña litera, estrecha y larga como un ataúd. Permaneció mucho tiempo con los
ojos abiertos pensando en todo lo que había ocurrido durante los dos últimos
meses en su vida y, sobre todo, en su alma. A fuerza de sufrir y de hacer
sufrir a los demás, su dolor agresivo y vengativo se había embotado como una
hoja oxidada. Casi no le quedaban ánimos para sentir rencor contra alguien,
fuera por lo que fuese, y dejaba que su rebelión se entregara a la ventura como
había entregado su existencia. Se sentía tan fatigado de luchar, de herir, de
detestar, fatigado de todo, que ya no podía más y trataba de adormecer su
corazón en el olvido, del mismo modo que uno se entrega al sueño. Sentía a su
alrededor de un modo confuso los ruidos nuevos del buque, ruidos leves, casi
imperceptibles en la tranquila noche del puerto; y de su herida, hasta entonces
tan cruel, sólo sentía las tiranteces de las llagas que se cicatrizan.
Había dormido profundamente cuando
el movimiento de los marineros le sacó de su modorra. Era de día cuando el
tren, que coincidía con la marea, llegó al puerto con los viajeros de París.
Entonces se puso a vagar por el
buque en medio de aquellas gentes ocupadas, inquietas, que buscaban sus
camarotes, se llamaban, se formulaban preguntas y se respondían al buen tuntún,
en la confusión de un viaje iniciado. Después de saludar a su capitán y estrechar
la mano de su compañero el comisario de a bordo, penetró en el salón, donde
algunos ingleses dormitaban ya por los rincones. La amplia estancia, de paredes
de mármol blanco enmarcadas por filetes dorados, prolongaba indefinidamente en
los espejos la perspectiva de las amplias mesas flanqueadas por dos hileras
ilimitadas de asientos giratorios, tapizados de terciopelo rojo. Aquél era el
amplio hall flotaste y cosmopolita
donde se reunía, para comer juntos, la gente rica de todos los continentes. Su
opulento lujo era el de los grandes hoteles, de los teatros, de los lugares
públicos, el lujo imponente y vulgar que satisface a los millonarios. El doctor iba a entrar en la parte del barco
reservada a la segunda clase, cuando recordó que la noche anterior había
embarcado un considerable número de emigrantes y descendió al entrepuente. Al
entrar le sobrecogió un hedor de humanidad pobre y sucia, hedor de carne
desnuda, mucho más repugnante que la del pelo o la de las bestias. Entonces, en
una especie de subterráneo oscuro y bajo, parecido a la galería de una mina,
pudo ver Pedro centenares de hombres, mujeres y niños tendidos sobre las tablas
o amontonados en el suelo. No distinguía los rostros, pero veía vagamente
aquella muchedumbre vestida de harapos, aquella multitud de gente miserable a
quien la vida había vencido, hombres agotados, apabullados, que marchaban, en
compañía de una mujer demacrada y unos pequeños extenuados, hacia un país
desconocido donde confiaban, quizá, no morirse de hambre.
Al reflexionar en el trabajo pasado,
en el trabajo inútil, en los esfuerzos estériles, en la lucha encarnizada,
repetida a diario en vano, en la energía que habían derrochado aquellos
infelices y que volvería a empezar otra vez, sin saber dónde, en aquella
abominable existencia mísera, el doctor sintió la tentación de gritarles:
«Lanzaros al agua con vuestras mujeres y vuestros hijos.»
Y sintió tanta piedad, que se fue
por no poder soportar aquella visión.
Su padre, su madre, su hermano y
madame Rosémilly le esperaban ya en su camarote.
—¿Tan pronto? — dijo.
—Si— respondió madame Roland con voz
temblorosa —; deseábamos estar a tu lado el mayor tiempo posible.
La miró. Iba vestida de negro, como
si llevara luto, y de pronto se dio cuenta de que sus cabellos, grises todavía
el mes anterior iban encaneciendo y tornándose blancos.
No le fue fácil acomodar cuatro
personas en su reducida vivienda y saltó sobre el lecho. A través de la puerta
entornada se veía pasar una muchedumbre numerosa como la de una calle en día de
fiesta, ya que todos los amigos de los viajeros y un tropel de simples curiosos
habían invadido el inmenso barco. Paseaban por los pasillos, por los salones,
por todas partes, y algunos asomaban la cabeza hasta en el mismo camarote,
mientras algunas voces murmuraban desde fuera: «Es el camarote del doctor.»
Entonces Pedro empujó la puerta;
pero, en cuanto se vio encerrado con su familia, sintió impulsos de abrir de
nuevo, ya que el rumor del barco ayudaba a disimular su turbación y su
silencio.
Por fin habló madame Rosémilly:
—Entra poco aire por esas ventanas —
dijo.
—Es un tragaluz — respondió Pedro.
Les mostró el grueso del cristal,
capaz de resistir los más violentos choques; después explicó detalladamente el
sistema de cierre. Roland preguntó a su vez:
—¿Dispones también de la farmacia?
El doctor abrió un armario y les
mostró una hilera de frascos que llevaban escritos nombres en latín encima de
unos cuadraditos de papel blanco.
Tomó uno para explicar las
propiedades de la materia que contenía, luego, otro, después un tercero, y dio
un verdadero curso de terapéutica que ellos parecieron escuchar atentamente.
Roland repetía, moviendo la cabeza:
—¡Qué interesante es todo eso!
Llamaron suavemente a la puerta.
—¡Entre! — gritó Pedro. Apareció el
capitán Beausire. Tendiendo la mano, dijo:
—Me he retrasado para no estorbar su
despedida.
Tuvo que sentarse también encima de
la litera y se volvió a hacer el silencio.
Pero de pronto el capitán aguzó el
oído. Unas órdenes llegaban a través del tragaluz, y anunció:
—Es hora de que nos vayamos, si
queremos embarcar en
El viejo Roland tenía mucho interés
en ello, seguramente a fin de impresionar a los viajeros del Lorraine, y se levantó presuroso.
—Bueno, ¡adiós, muchacho!
Besó a Pedro en ambas patillas y
luego volvió a abrir la puerta.
Madame Roland no se movía y
permanecía con los ojos bajos, extremadamente pálida.
Su marido la tocó en un brazo.
—¡Anda! ... ¡Apresurémonos! No
podemos perder ni un minuto.
Ella se levantó, dio un paso hacia
su hijo y le tendió una tras otras dos mejillas, blancas como la cera, que él
besó sin decir palabra. Luego estrechó la mano de madame Rosémilly y la de su
hermano, preguntándole:
—¿Cuándo es la boda?
—No lo sé exactamente. La haremos
coincidir con uno tus viajes.
Todos salieron del camarote y
subieron al puente, lleno de público, de cargadores y de marineros.
El vapor roncaba en el enorme
vientre del buque, que parecía temblar impaciente.
—¡Adiós! — dijo Roland, que llevaba
prisa.
—¡Adiós! — respondió Pedro, en pie
sobre una de las pasarelas que comunicaban el Lorraine con el muelle.
Volvió a estrechar otra vez todas
las manos y su familia se alejó.
—¡Aprisa, aprisa,, al coche! —
gritaba el padre.
Los esperaba un coche de punto que
los condujo a la dársena donde Papagris tenía dispuesta
No corría el menor soplo de aire;
era uno de esos días otoño secos y tranquilos en que el terso mar parece frío y
duro como el acero.
Juan cogió un remo, el marinero
empuñó otro y se pusieron a remar.
En el rompeolas, en el muelle y
hasta en los parapetos piedra, esperaba al Lorraine
una muchedumbre agitada y bulliciosa.
El capitán Beausire, sentado entre las dos mujeres, sostenía el timón y decía:
—Verán ustedes cómo nos
cruzaremos en la ruta del barco justo en su ruta.
Y los dos remeros se
apresuraban con todas sus fuerzas para llegar lo más lejos posible. De pronto
exclamó Roland:
—¡Ahí está! Veo los
mástiles y las dos chimeneas.
—¡Animo, muchachos! —
repetía Beausire.
Madame Roland se llevó
el pañuelo a los ojos. Roland estaba en pie, agarrado al mástil; les anunciaba:
—En este momento gira en
la dársena... Ya no se mueve., Vuelve a ponerse en marcha... Se vale del
remolcador... Ya avanza... Pasa ante los muelles. ¿Oyen cómo la gente grita
«¡Bravo!»
Le remolca el Neptuno... Ahora veo su proa... Ya está
aquí, ya está aquí... ¡Dios mío, qué barco! ¡Miren, miren! ...
Madame Rosémilly y
Beausire se volvieron; los dos hombres dejaron de remar; únicamente continuó
inmóvil madame Roland.
El inmenso
trasatlántico, arrastrado por un potente remolcador que parecía a su lado una
oruga, salía lenta y majestuosamente del puerto. Y el pueblo de El Havre,
amontonado en el muelle, en la playa, en las ventanas, arrebatado de pronto por
un entusiasmo patriótico, se puso a gritar: «¡Viva el Lorraine!», aclamando y aplaudiendo esa magnífica salida, ese parto
de una gran ciudad marítima que entregaba al mar a su hijo más gallardo. Pero
él, en cuanto hubo franqueado el estrecho paso formado por.dos muros de piedra,
sintiéndose al fin libre, partió solo como un enorme monstruo que corriera
sobre el agua, tras abandonar el remolcador.
—¡Ahí está, ahí está! —
continuaba gritando Roland —. Viene derecho hacia nosotros.
Y Beausire, radiante, repetía:
—¿Qué les había dicho a ustedes? ¿
Conozco o no conozco su ruta?
Juan, en voz baja, dijo a su
madre:
—Mira, mamá; ya se acerca.
Y madame Roland alzó los ojos cegados
por las lágrimas.
El Lorraine avanzaba lanzado a toda máquina desde que salió del
puerto, con aquel tiempo claro, tranquilo. Beausire, armado del anteojo,
anunció:
—¡Atención! Pedro está en la popa,
totalmente solo, perfectamente visible. ¡Atención!
Alto como una montaña y rápido como
un tren, pasaba ahora el barco rozando casi
Ella se esforzaba por distinguirlo
todavía y ya no podía verlo.
Juan le había cogido la mano.
—¿Le has visto? — le preguntó.
—Sí, le he visto. ¡ Qué bueno es!
Y regresaron a la ciudad.
—¡Repámpanos! ¡Menuda velocidad! —
decía Roland, convencido y entusiasmado.
En efecto, el trasatlántico se
empequeñecía de segundo en segundo, desvaneciéndose en el océano. Madame
Roland, siguiéndolo con la mirada, observaba cómo se dirigía hacia el
horizonte, hacia una tierra desconocida, en el otro extremo del mundo. En aquel
barco que nada podía detener, en aquel barco que momentos antes
estaba allí mismo y que pronto ya no vería, estaba su hijo, su pobre hijo. Y le
parecía como si la mitad de su corazón se fuera con él; le parecía también que
su vida se le acababa y que nunca más volvería a ver a su hijo.
—¿Por qué lloras? — le preguntó su
marido —. ¡Estará de regreso antes de un mes!
Ella balbuceó:
—No lo sé. Lloro porque estoy
apenada.
Cuando hubieron regresado a tierra,
Beausire se despidió en seguida para ir a almorzar con un amigo. Entonces Juan
se adelantó con madame Rosémilly y Roland dijo a su mujer:
—Hemos de convenir en que Juan tiene
un gran tipo.
—Sí — respondió la madre.
Y, como estaba demasiado turbada
para medir sus palabras, añadió:
—Me siento muy feliz de que se case con madame Rosémilly.
El buen hombre se quedó pasmado.
—¿Qué dices? ¿Se va a
casar con madame Rosémilly?
—Sí, sí. Precisamente hoy pensábamos
preguntarte tu opinión.
—¡Vaya, vaya! ¿Hace tiempo que lo
tienen pensado?
—No. Hace sólo unos días. Juan
quería estar seguro, antes de consultarte, de que ella le aceptaría.
Roland se frotaba las manos.
—Bien, bien, bien. ¡Perfecto! Lo
apruebo totalmente.
En el momento de abandonar el muelle
y adentrarse en el bulevar Francisco I, su mujer se volvió otra vez para echar
una última mirada hacia alta mar; pero solamente distinguió una leve humareda
gris, tan lejana y tan ligera, que parecía un poco de bruma.
FIN