PRIMERA NEVADA


    El largo paseo de la Croisette traza un arco a orillas del agua azul. Allá, a la derecha, en la lejanía, el Esterel se adentra en el mar, tapando la vista y cerrando el horizonte con el hermoso decorado meridional de sus numerosos picos, extraños y puntiagudos.
    A la izquierda, las islas de Sainte-Marguerite y Saint-Honorat, tendidas sobre las aguas, muestran su dorso cubierto de abetos.
    Y a lo largo del amplio golfo, a lo largo de las altas montañas asentadas alrededor de Cannes, la blanca multitud de villas parece dormida bajo el sol. Se ven a lo lejos las casitas luminosas, diseminadas por las faldas de los montes, como pequeñas manchas de nieve sobre el oscuro verdor.
    Las que están más cerca del agua, abren sus verjas sobre el amplio paseo bañado por las olas tranquilas. Hace buen tiempo. Es un tibio día de invierno, apenas traspasado por algún soplo de frescor. Por encima de los muros de los jardines, se ven los naranjos y los limoneros llenos de frutos dorados. Algunas señoras caminan lentamente por la arena de la avenida, charlando con un caballero, o seguidas de niños que hacen rodar sus aros.

    * * *
    Una señora joven acaba de salir de su pequeña y linda casa, cuya puerta da a la Croisette. Se detiene un momento a mirar a los paseantes, sonríe y, caminando pesadamente, va hasta un banco vacío, frente al mar. Cansada de haber dado veinte pasos, se sienta, jadeando. Su pálido rostro parece el de una muerta. Tose, y se tapa la boca con sus dedos transparentes, como para detener esas sacudidas que la dejan agotada.
    Mira el cielo lleno de sol y de golondrinas, los caprichosos picos del Esterel a lo lejos, y, muy cerca, el mar, tan azul, tan tranquilo, tan bello.
    Sigue sonriendo y murmura:
    —¡Oh, qué feliz soy!
    Sin embargo, sabe que va a morir, que no volverá a ver la primavera; que, dentro de unos años, a lo largo del mismo paseo, esas mismas personas que desfilan ante ella, vendrán otra vez a respirar el aire tibio de esta dulce región, con sus niños un poco más crecidos, con el corazón siempre lleno de esperanzas, de ternuras, de felicidad, mientras que, sepultada en un ataúd de roble la pobre carne que todavía le queda hoy habrá empezado a pudrirse, dejando sólo sus huesos envueltos en el vestido de seda que ha escogido como mortaja.
    Ella ya no estará. Todas las cosas de la vida continuarán por otros. Para ella, todo habrá acabado, todo habrá acabado para siempre. Ella ya no estará. Sonríe, y respira con todas sus fuerzas, con sus pulmones enfermos, los hálitos perfumados de los jardines.
    Y se queda pensativa.

    * * *

    Empieza a recordar. La casaron, hace ahora cuatro años, con un hidalgo normando. Era un joven fuerte, barbudo, encendido, ancho de hombros, corto de ideas, y de humor alegre.
    Los emparejaron por intereses de fortuna que ella nunca llegó a conocer. De buena gana hubiera dicho «no». Dijo «sí» con un movimiento de cabeza, para no contrariar a su padre y a su madre. Era parisina, risueña, llena de alegría de vivir.
    Su marido se la llevó a su mansión de Normandía. Era un vasto edificio de piedra rodeado de grandes árboles, muy viejo. Un alto macizo de abetos tapaba el horizonte que se veía desde la fachada. A la derecha se abría un calvero que dejaba ver la desnuda llanura que se extendía hasta las granjas lejanas. Por delante de la valla pasaba un camino que llevaba a la carretera, que estaba a tres kilómetros de allí.
    Oh, lo recuerda todo: su llegada, el primer día en su nuevo hogar y, luego, su vida retirada.
    Cuando bajó del coche, miró el vetusto edificio y declaró riendo:
    —¡No es muy alegre que digamos!
    Su marido se echó a reír también y contestó:
    —¡Bah! Todo es acostumbrarse. Ya lo verás. Yo no me aburro nunca aquí.
    Aquel día pasaron el tiempo entre besos y caricias, y a ella no se le hizo demasiado largo. Al día siguiente, hicieron lo mismo, entregados a sus efusiones amorosas, toda la semana se les pasó, realmente, volando.
    Luego, ella se ocupó de organizar la casa. Aquello duró todo un mes. Ocupada en tareas insignificantes y, sin embargo, absorbentes, se le iban pasando los días, uno tras otro. Iba aprendiendo el valor y la importancia de las pequeñas cosas de la vida. Descubrió que es posible interesarse por el precio de los huevos, que cuestan unos céntimos más, o menos, según la época del año.
    Era verano. Iba al campo para ver segar. La alegría del sol alimentaba la de su corazón.
    Llegó el otoño. Su marido empezó a salir de caza. Salía por la mañana con sus dos perros, Médor y Mirza. Ella, entonces, se quedaba sola, aunque no le entristecía la ausencia de Henry. No es que no lo quisiera, pero no lo echaba de menos. Cuando volvía, eran los perros el principal objeto de su ternura. Todas las noches los cuidaba con afecto maternal, los acariciaba sin parar, les prodigaba mil apelativos cariñosos que jamás se le hubiera ocurrido dar a su marido.
    Él le contaba, invariablemente, cómo había ido la caza. Nombraba los lugares en los que había encontrado perdices; se extrañaba de no haber encontrado liebres en los campos de trébol de Joseph Ledentu, o bien se mostraba indignado por el comportamiento de M. Lechapelier, de El Havre, que seguía constantemente las lindes de sus tierras para disparar a las piezas que había levantado él, Henry de Parville.
    Ella contestaba: «Sí, realmente no está bien», mientras pensaba en otra cosa.
    Llegó el invierno, el invierno normando, frío y lluvioso. Interminables aguaceros caían sobre las pizarras del gran tejado puntiagudo, levantado como una ola hacia el cielo. Los caminos parecían ríos de cieno, el campo, una llanura de cieno, y no se oía más ruido que el del agua al caer; no se veía más movimiento que el vuelo arremolinado de los cuervos que se desplegaban como una nube, caían sobre algún campo y luego se marchaban otra vez.
    Hacia las cuatro, un ejército de sombríos animales volado venía a posarse sobre las grandes hayas que crecían a la izquierda de la mansión, lanzando gritos ensordecedores. Durante casi una hora, revoloteaban de copa en copa, parecían pelearse, graznaban; ponían una negra agitación en el ramaje grisáceo.
    Ella los miraba, cada tarde, con el corazón encogido, completamente traspasada por la lúgubre melancolía de la noche que iba cayendo sobre las tierras desiertas.
    Luego llamaba, para que le trajeran la lámpara; y se acercaba al fuego. Quemaba montones de leña sin llegar a calentar las inmensas habitaciones invadidas por la humedad. Tenía frío todo el día, en todas partes, en el salón, durante las comidas, en su alcoba. Le parecía que tenía el frío metido en los huesos. Su marido sólo venía a cenar, porque cazaba constantemente, o bien se ocupaba de las simientes, de las labranzas, de todas las faenas del campo.
    Volvía contento, lleno de barro, se frotaba las manos y declaraba:
    —¡Qué tiempo más asqueroso!
    O bien:
    —¡Qué gusto estar al lado del fuego!
    O, a veces, preguntaba:
    —¿Qué contamos hoy? ¿Estás contenta?
    Era feliz, sano, no deseaba nada, no soñaba en nada diferente a aquella vida sencilla, saludable y tranquila.
    Hacia diciembre, cuando llegaron las nieves, ella sufrió tanto a causa del aire glacial de la mansión, de la vieja mansión que parecía haberse enfriado con los siglos, como los hombres con los años, que pidió, una tarde, a su marido:
    —Mira, Henry, deberías hacer instalar aquí un calorífero; eso secaría las paredes. Te aseguro que no puedo entrar en calor en todo el día.
    Al principio, él se quedó atónito ante aquella extravagante idea de instalar un calorífero en su mansión. Le hubiera parecido más natural servir la comida a sus perros en vajilla de plata. Luego lanzó, con toda la fuerza de sus pulmones, una formidable carcajada, repitiendo:
    —¡Un calorífero aquí! ¡Un calorífero aquí! ¡Ja, ja, ja! ¡Menuda broma!
    Ella insistía:
    —Te aseguro que se hiela uno, querido; tú no te das cuenta porque estás siempre moviéndote, pero se hiela uno.
    Él contestó, sin dejar de reír:
    —¡Bah! Todo es acostumbrarse y, además, eso es estupendo para la salud. Te encontrarás mucho mejor. No somos parisinos, diantre, para vivir encima de las brasas. Y, además, la primavera está a punto de llegar.

    * * *

    Hacia principios de enero, le sobrevino una gran desgracia. Su padre y su madre murieron en un accidente de coche de caballos. Ella fue a París para los funerales. Y, durante unos seis meses, sólo el pesar ocupó su espíritu.
    La dulzura de los días soleados acabó por despertarla, y se abandonó a una triste languidez hasta el otoño.
    Cuando volvió el frío, se encaró por vez primera con el sombrío porvenir. ¿Qué iba a hacer? Nada. ¿Qué iba a ocurrirle de ahora en adelante? Nada. ¿Qué ilusión, qué esperanza podría reanimar su corazón? Ninguna. Un médico al que habían consultado había declarado que ella no tendría nunca hijos.
    El frío, más crudo y aún más penetrante que el año anterior, la hacía sufrir continuamente. Acercaba a las llamas sus manos estremecidas. El fuego resplandeciente le quemaba el rostro; pero un aliento helado parecía deslizarse por su espalda, penetrar entre la carne y la tela. Y temblaba de pies a cabeza. Innumerables corrientes de aire parecían haberse instalado en los aposentos, corrientes de aire vivas, astutas, encarnizadas como enemigos. Las sentía constantemente; le soplaban sin cesar su odio pérfido y helado sobre su rostro, sobre sus manos, sobre su cuello.
    Volvió a hablar otra vez del calorífero; pero su marido la oyó como si hubiera pedido la luna. La instalación de semejante artefacto en Parville le parecía tan imposible como el descubrimiento de la piedra filosofal.
    Un día que fue a Rouen, a resolver un asunto, le trajo a su mujer una bonita estufa de cobre, a la que llamaba, en broma un “calorífero portátil”; y juzgó que aquello bastaría para que, de allí en adelante, no volviese a tener frío.
    Hacia finales de diciembre, ella comprendió que no podría seguir viviendo así, y preguntó tímidamente, una noche, mientras cenaban:
    —Dime, querido, ¿no vamos a pasar una o dos semanas en París antes de la primavera?
    Él se quedó estupefacto.
    —¿En París? ¿En París? Pero, ¿para qué? Pues no, claro que no. Estamos muy bien aquí, en casa. ¡A veces tienes cada idea!
    Ella balbució:
    —Así nos distraeríamos un poco.
    Él no entendía nada.
    —¿Qué es lo que necesitas para distraerte? ¿Teatros, reuniones, cenas? Sin embargo, sabías de sobra al venir aquí que no debías esperar ese tipo de distracciones.
    Ella vio un reproche en aquellas palabras y en el tono con que habían sido pronunciadas. Se calló. Era tímida y dulce, sin rebeldías y sin voluntad.
    En enero volvió el frío con violencia. Luego, la nieve cubrió la tierra.
    Una tarde, mientras miraba cómo se desplegaba alrededor los árboles el gran torbellino de los cuervos, se echó a llorar, sin poder evitarlo.
    Su marido entraba en ese momento y preguntó muy sorprendido:
    —Pero, ¿qué es lo que te pasa?
    Él era feliz, completamente feliz; jamás había soñado con otra vida, con otros placeres. Había nacido en aquella triste región, había crecido en ella. Allí se sentía bien, en su casa, a gusto tanto física como espiritualmente.
    No comprendía que se pudiera desear que sucediera algo, que se pudiera estar sediento de renovadas alegrías; no entendía que a ciertos seres no les pareciera natural quedarse en el mismo sitio durante las cuatro estaciones; parecía ignorar que la primavera, el verano, el otoño, el invierno, ofrecen a multitud de personas nuevos placeres en nuevas regiones.
    Ella no podía contestar nada, y se secaba los ojos apresuradamente. Al fin, balbució, desesperada:
    —Yo... tengo.., estoy un poco triste.., me aburro un poco...
    Pero se quedó aterrorizada de haber dicho aquello, y añadió inmediatamente:
    —Y, además... tengo... tengo un poco de frío.
    Ante estas palabras, él se irritó:
    —¡Ah, ya...! Otra vez tu idea del calorífero. ¡Pero, diantre, si no has tenido ni un constipado desde que estás aquí!

* * *

    Llegó la noche. Ella subió a su habitación, porque había exigido tener un dormitorio separado. Se acostó. Hasta en la cama tenía frío. Pensaba:
    —Será así siempre, siempre, hasta la muerte.
    Y pensaba en su marido. ¿Cómo había podido decirle aquello: «No has tenido ni un constipado desde que estás aquí»?
    Entonces, era preciso que se pusiera enferma, que tosiera, para que él se diera cuenta de su sufrimiento.
    Y se llenó de indignación, de una indignación exasperada de persona débil y tímida.
    Era preciso que tosiera. Entonces, él tendría compasión de ella, seguro. ¡Pues bien, tosería! Él la oiría toser; habría que llamar al médico; ¡iba a ver, su marido, iba a ver!
    Se había levantado con las piernas desnudas, descalza, y una idea infantil la hizo sonreír: «Quiero un calorífero y lo tendré. Toseré tanto, que no tendrá más remedio que instalar uno».
    Y se sentó casi desnuda; en una silla. Esperó una hora, dos horas. Tiritaba, pero no se resfriaba. Entonces se decidió por los grandes recursos.
    Salió de su habitación sin ruido, bajó las escaleras, abrió la puerta del jardín.
    La tierra, cubierta de nieve, parecía muerta. Adelantó bruscamente su pie descalzo y lo hundió en aquella espuma ligera y helada. Una sensación de frío, dolorosa como una herida, le llegó hasta el corazón; sin embargo, adelantó la otra pierna, y se puso a bajar los peldaños lentamente.
    Luego, avanzó a través del césped, diciéndose: «Iré hasta los abetos».
    Iba despacio, jadeando, perdiendo el aliento cada vez que hacía penetrar sus pies descalzos en la nieve.
    Tocó con la mano el primer abeto, como para convencerse a sí misma de que había cumplido hasta el final su proyecto; luego volvió. Por dos o tres veces creyó que iba a desplomarse, hasta tal extremo se sentía entumecida y agotada. Antes de entrar en casa, sin embargo, se sentó en aquella espuma gélida, e incluso recogió un poco para frotarse el pecho con ella.
    Luego volvió y se acostó. Al cabo de una hora, le pareció que tenía un hormiguero en la garganta. También le corrían hormigas a lo largo de sus miembros. Sin embargo, durmió. Al día siguiente, tosía, y no pudo levantarse.
    Tuvo una fluxión en el pecho. Deliró, y en su delirio pedía un calorífero. El médico exigió que se instalara uno. Henry cedió pero con una repugnancia irritada.
    No pudo curarse. Los pulmones habían sido afectados profundamente, y se temía por su vida.
    —Si se queda aquí, no llegará hasta que empiecen los fríos—dijo el médico.
    La mandaron al sur.
    Vino a Cannes, conoció el sol, amó el mar, respiró el aire de los naranjos en flor.
    Luego, en primavera, volvió al norte.
    Pero ahora vivía con el miedo de curarse, con el miedo de lo largos inviernos de Normandía; y, en cuanto se encontraba mejor, abría, por la noche, la ventana, pensando en las suaves orilla del Mediterráneo.
    Ahora, va a morir; ella lo sabe. Es feliz.
    Despliega un periódico que no había abierto, y lee este titular: «La primera nevada en París».
    Entonces se estremece, y luego sonríe. Mira, allá, el Esterel teñido de rosa por el sol poniente; mira el vasto cielo azul, tal azul, el vasto mar azul, tan azul, y se levanta.
    Y, luego, vuelve a casa, con paso lento, deteniéndose sólo para toser, porque se ha quedado demasiado tiempo fuera, y ha sentido frío, un poco de frío.
    Se encuentra con una carta de su marido. La abre, sin dejar de sonreír, y lee:

    «Querida mía:
    Espero que estés bien y que no eches demasilado de menos nuestra hermosa región. Desde hace algunos días, tenemos una buena helada que anuncia nieve. Yo adoro este tiempo, y ya te imaginarás que me guardo mucho de encender tu maldito calorífero...»

    Deja de leer, completamente feliz ante la idea de que, al fin, ha obtenido su calorífero. Su mano derecha, que sostiene la carta, cae lentamente sobre las rodillas, mientras se lleva a la boca la mano izquierda, como para calmar la terca tos que le desgarra el pecho.