¿QUIÉN SABE?


    1

    ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Por fin voy a escribir lo que me ha ocurrido! Pero ¿podré hacerlo? ¿Me atreveré? ¡Es tan raro, tan inexplicable, tan incomprensible, tan loco!
    Si no estuviera seguro de lo que he visto, seguro de que no ha habido, en mis razonamientos, el menor fallo, el menor error en mis comprobaciones, la menor laguna en la inflexible sucesión de mis observaciones, me creería un simple alucinado, juguete de una extraña visión. Después de todo, ¿quién sabe?
    Estoy en la actualidad en una casa de salud; pero he entrado en ella voluntariamente, por prudencia, ¡por miedo! Un solo ser conoce mi historia. El médico de aquí. Y voy a escribirla. No sé muy bien para qué. Para desembarazarme de ella, pues la siento en mí como una intolerable pesadilla.
    Hela aquí:
    Siempre he sido un solitario, un soñador, una especie de filósofo aislado, bondadoso, que se conformaba con poco, sin acritud contra los hombres y sin rencor contra el cielo. He vivido solo, siempre, a consecuencia de una especie de molestia que me inspira la presencia de los demás. ¿Cómo explicar esto? No podría hacerlo. No me niego a ver gente, a conversar, a cenar con amigos, pero cuando los siento cerca de mí desde hace un buen rato, incluso a los más íntimos, me hartan, me cansan, me ponen nervioso, y experimento unos deseos crecientes, obsesivos, de verlos marcharse o de irme yo, de estar solo.
    Este deseo es más que una necesidad, es un impulso irresistible. Y si la presencia de las personas con quienes me encuentro se prolongase, si debiera, no digo escuchar, sino oír mucho más tiempo sus conversaciones, me daría sin duda un ataque. ¿De qué clase? ¡Ah!, ¿quién sabe? ¿Acaso un simple síncope? ¡Sí, probablemente!
    Me gusta tanto estar solo que ni siquiera puedo soportar la cercanía de otros durmiendo bajo mi techo; no puedo vivir en París porque sería una perpetua agonía. Muero moralmente, y también me atormenta el cuerpo y los nervios esa inmensa muchedumbre que hormiguea, que vive a mi alrededor, incluso cuando está dormida. ¡Ah!, el sueño de los demás me resulta aún más penoso que sus palabras. Y jamás puedo descansar cuando sé, cuando siento, detrás de una pared, que hay otras existencias interrumpidas por esos regulares eclipses de la razón.
    ¿Por qué soy así? ¿Quién sabe? Quizá la causa sea muy sencilla: me cansa muy pronto todo lo que no ocurre en mi interior. Y hay mucha gente en mi mismo caso.
    En la tierra existimos dos razas. Los que necesitan a los demás, a quienes los demás distraen, ocupan, descansan, y a los que la soledad agobia y anonada, como la ascensión de un terrible glaciar o la travesía del desierto, y aquellos a quienes los demás, por el contrario, hartan, aburren, molestan, fatigan, mientras que el aislamiento los calma, los baña de reposo en la independencia y la fantasía de sus pensamientos.
    En suma, se trata de un fenómeno psíquico normal. Unos están dotados para vivir hacia fuera, otros para vivir hacia dentro. Yo tengo una atención externa breve y pronto agotada, y, en cuanto llega a su límite, experimento, en todo el cuerpo y en toda la inteligencia, un intolerable malestar.
    El resultado de eso es que me ligo, que me había ligado mucho a los objetos inanimados que asumen, para mí, la importancia de los seres, y mi casa se ha convertido, se había convertido, en un mundo donde vivía una vida solitaria y activa, entre cosas, muebles, chucherías familiares, tan simpáticos a mis ojos como los rostros. La había llenado poco a poco con ellos, la había engalanado, y me sentía allí contento, satisfecho, muy feliz, como entre los brazos de una mujer amable cuyas caricias habituales se han convertido en una apacible y dulce necesidad.
    Había mandado construir aquella casa en un hermoso jardín que la aislaba de los caminos, y a las puertas de una ciudad donde podía encontrar, llegado el caso, los recursos de la sociedad cuando a veces sentía el deseo. Todos mis criados dormían en una edificación algo apartada, al fondo de la huerta, rodeada por una alta tapia. La envoltura oscura de las noches, en el silencio de mi gran mansión perdida, escondida, ahogada bajo las hojas de los grandes árboles, me resultaba tan descansada y grata que todas las noches vacilaba, durante muchas horas, antes de meterme en la cama, para saborearla más tiempo.
    Aquel día habían representado Sigurd en el teatro de la ciudad. Era la primera vez que oía ese hermoso drama musical y mágico, y me produjo un vivo placer.
    Regresaba a pie, con paso alegre, la cabeza llena de frases sonoras y la mirada cargada de lindas visiones. Estaba oscuro, oscuro, tan oscuro que apenas distinguía la carretera principal y estuve a punto, en varias ocasiones, de caer a la cuneta. Desde el fielato hasta mi casa hay cerca de un kilómetro, quizás algo más, o sea veinte minutos de marcha lenta. Era la una de la madrugada, la una o la una y media; el cielo se aclaró un poco ante mí y apareció una media luna, la triste media luna del cuarto menguante. La media luna del cuarto creciente, que se alza a las cuatro o a las cinco de la tarde, es clara, alegre, salpicada de plata, pero la que se alza después de medianoche es rojiza, tétrica, inquietante; es la verdadera media luna del Aquelarre. Todos los noctámbulos han debido de hacer esta observación. El creciente, aunque sea delgado como un hilo, arroja una débil luz gozosa que regocija los corazones y dibuja en la tierra sombras netas; el menguante difunde apenas una luz moribunda, tan apagada que casi no forma sombras.
    Divisé a lo lejos la masa oscura de mi jardín, y no sé de dónde me vino una especie de malestar ante la idea de entrar en él. Aflojé el paso. Hacía muy buen tiempo. El gran montón de árboles semejaba una tumba en la que mi casa estaba sepultada.
    Abrí la barrera y me adentré por la ancha avenida de sicomoros, que avanzaba hacia la vivienda, una bóveda arqueada como un alto túnel atravesaba los macizos opacos y bordeando el césped donde los parterres de flores ponían, bajo las empalidecidas tinieblas, manchas ovaladas de matices indistintos.
    Al acercarme a la casa, me asaltó una rara turbación. Me detuve. No se oía nada. No corría entre las hojas ni un soplo de aire. «¿Qué es lo que me pasa, pues?», pensé. Hacía diez años que regresaba de aquella manera sin que jamás me hubiera rozado la menor inquietud. No tenía miedo. Nunca tengo miedo, de noche. La visión de un hombre, de un merodeador, de un ladrón, me habría puesto furioso y hubiera saltado sobre él sin vacilar. Iba armado, además. Tenía mi revólver. Pero no lo tocaba pues quería resistirme a aquella influencia de temor que germinaba en mí.
    ¿Qué era? ¿Un presentimiento? ¿El presentimiento misterioso que se apodera de los hombres cuando van a ver algo inexplicable? ¡Puede ser! ¿Quién sabe?
    A medida que avanzaba, me pasaban escalofríos por la piel, y cuando estuve ante los muros, con los postigos cerrados, de mi vasta mansión, sentí que me sería preciso esperar unos minutos antes de abrir la puerta y entrar. Entonces me senté en un banco, bajo las ventanas de mi salón. Y allí me quedé, un poco vibrante, la cabeza apoyada en la pared, los ojos abiertos sobre las sombras del follaje. Durante esos últimos instantes no observé nada insólito a mi alrededor. Me zumbaban un poco los oídos, pero eso me ocurre a menudo. A veces me parece que oigo pasar trenes, que oigo sonar campanas, que oigo caminar a una muchedumbre.
    Pero pronto los zumbidos se volvieron más claros, más precisos, más identificables. Me había equivocado. No se trataba del bordoneo habitual de mis arterias, que me metía en los oídos tales rumores, sino de un ruido muy especial, aunque muy confuso, que procedía, sin la menor duda, del interior de mi casa.
    Lo percibía a través de las paredes, ese ruido continuo, más una agitación que un ruido, un vago removerse de montones de cosas, como si estuvieran sacudiendo, desplazando, arrastrando suavemente todos mis muebles.
    ¡Oh! Dudé, durante bastante tiempo aún, de lo que me decían mis oídos. Pero al pegar la oreja a un postigo para percibir mejor aquella extraña perturbación de mi vivienda, me convencí, tuve la seguridad de que en mi casa ocurría algo anormal e incomprensible. No tenía miedo, pero estaba... cómo expresarlo... pasmado de asombro. No monté mi revólver —pues adiviné a la perfección que no lo necesitaba para nada—. Esperé.
    Esperé un buen rato, sin poder decidirme a nada, con la mente lúcida pero locamente ansioso. Esperé, de pie, sin dejar de escuchar el ruido que crecía, que parecía convertirse en un gruñido de impaciencia, de cólera, de misterioso motín.
    Y después, de pronto, avergonzado de mi cobardía, cogí el manojo de llaves, elegí la que necesitaba, la metí en la cerradura, le di dos vueltas y, empujando la puerta con todas mis fuerzas, envié la hoja a chocar contra el tabique.
    El golpe sonó como una detonación de fusil, y a ese ruido de explosión le respondió, de arriba abajo de la vivienda, un formidable tumulto. Fue tan súbito, tan terrible, tan ensordecedor que retrocedí unos pasos y, aunque sabía que seguía siendo inútil, saqué el revólver de la funda.
    Seguí esperando, ¡oh, poco tiempo! Percibía, ahora, un extraordinario pisoteo en los peldaños de mi escalera, en el entarimado, en las alfombras, un pisoteo no de calzado, de zapatos humanos, sino de muletas, de muletas de madera y de muletas de hierro que vibraban como címbalos. Y he aquí que vi de repente, en el umbral de mi puerta, un sillón, mi gran sillón de lectura, que salía contoneándose. Se marchó por el jardín. Lo siguieron otros, los de mi salón, y después los sofás, arrastrándose como cocodrilos obre sus cortas patas, después todas las sillas, con brincos de cabras, y los pequeños taburetes que trotaban como conejos.
    ¡Oh, qué emoción! Me deslicé hasta un macizo donde me quedé agazapado contemplando aquel desfile de mis muebles, pues se marchaban todos, uno tras otro, despacio o deprisa según su tamaño y su peso. Mi piano, mi gran piano de cola, pasó con un galope de caballo desbocado y un murmullo de música en el costado, los objetos menudos se deslizaban por la arena como hormigas, los cepillos, la cristalería, las copas, en las que el claro de luna prendía fosforescencias de luciérnagas. Las telas reptaban, se desplegaban en charcos a la manera de los pulpos de la mar. Vi aparecer mi escritorio, un valioso mueble del siglo pasado, y que contenía todas las cartas que he recibido, toda la historia de mi corazón, ¡una historia antigua con la que he sufrido mucho! Y dentro iban también las fotografías.
    De pronto, ya no tuve miedo, me abalancé sobre él y lo atrapé como se atrapa a un ladrón, como se atrapa a una mujer que huye; pero llevaba una marcha irresistible y, pese a mis esfuerzos, pese a mi cólera, no pude detener su avance. Cuando me resistía como un desesperado contra aquella fuerza espantosa, caí al suelo, luchando con él. Entonces me arrolló, me arrastró por la arena, y ya los muebles que lo seguían empezaron a marchar sobre mí, pisoteando mis piernas y magullándolas; después, cuando lo solté, los otros pasaron sobre mi cuerpo al igual que una carga de caballería sobre un soldado desmontado.
    Por fin, loco de espanto, pude arrastrarme fuera de la avenida principal y ocultarme de nuevo entre los árboles para ver cómo desaparecían los objetos más ínfimos, los más pequeños, los más modestos, los más ignorados por mí, que me habían pertenecido.
    Después oí a lo lejos, en mi vivienda, tan sonora ahora como las casas vacías, un formidable ruido de puertas que se cerraban. Sonaron portazos en toda la casa, de arriba abajo, hasta que la del vestíbulo, que yo mismo, insensato, había abierto para aquella partida, se cerró por fin, la última.
    Huí también yo, corriendo hacia la ciudad, y solo recobré mi sangre fría en las calles, al encontrarme con gente rezagada. Fui a llamar a la puerta de un hotel donde me conocían. Me había sacudido con las manos la ropa, para quitarme el polvo, y conté que había perdido mi manojo de llaves, que incluía también la de la huerta, donde dormían mis criados en una casa aislada detrás de la tapia que preservaba mis frutales y mis verduras de la visita de los merodeadores.
    Me tapé hasta los ojos en la cama que me dieron. Pero no pude dormir, y esperé que se hiciera de día escuchando los latidos de mi corazón. Había ordenado que avisasen a mi personal en cuanto amaneciese, y mi ayuda de cámara llamó a la puerta a las siete de la mañana.
    Su rostro parecía trastornado.
    —Esta noche ha ocurrido una gran desgracia, señor—dijo.
    —¿El qué?
    —Han robado todo el mobiliario del señor, todo, todo, hasta los objetos más pequeños.
    La noticia me agradó. ¿Por qué? ¿Quién sabe? Yo era muy dueño de mí, estaba seguro de que debía disimular, no decir a nadie lo que había visto, ocultarlo, esconderlo en mi conciencia como un espantoso secreto. Respondí:
    —Entonces, son las mismas personas que me robaron las llaves. Hay que avisar enseguida a la policía. Voy a levantarme y me reuniré con usted dentro de unos instantes.
    La investigación duró cinco meses. No se descubrió nada, no se halló el más insignificante de mis objetos, ni el más ligero rastro de los ladrones. ¡Pardiez! Si hubiera contado lo que sabía... Si lo hubiera contado, me habrían encerrado, a mí, y no a los ladrones, sino al hombre que había podido ver semejante cosa.
    ¡Oh! Supe callar. Pero no volví a amueblar mi casa. Era inútil. Habría vuelto a empezar la cosa. No quise regresar a ella. Y no regresé. No volví a verla.
    Me vine a París, a un hotel, y consulté a los médicos sobre mi estado de nervios, que me preocupaba mucho después de aquella noche deplorable.
    Me animaron a viajar. Y seguí su consejo.

    2

    Empecé por una excursión a Italia. El sol me sentó bien. Durante seis meses vagué de Génova a Venecia, de Venecia a Florencia, de Florencia a Roma, de Roma a Nápoles. Después recorrí Sicilia, tierra admirable por su naturaleza y sus monumentos, reliquias dejadas por los griegos y los normandos. Pasé a África, crucé pacíficamente ese gran desierto amarillo y tranquilo, por el que yerran camellos, gacelas y árabes vagabundos, donde, en el aire leve y transparente, no flota ninguna obsesión, lo mismo de día que de noche.
    Regresé a Francia por Marsella, y a pesar de la alegría provenzal, la luz menguada del cielo me entristeció. Sentí, al volver al continente, la extraña impresión de un enfermo que se cree curado y al que un dolor sordo advierte que el foco del mal no se ha extinguido.
    Después regresé a París. Al cabo de un mes, me aburría. Era otoño, y quise hacer, antes del invierno, una excursión a través de Normandía, desconocida para mí.
    Empecé por Ruán, claro, y durante ocho días vagué distraído, encantado, entusiasmado por aquella ciudad de la Edad Media, por aquel sorprendente museo de extraordinarios monumentos góticos.
    Ahora bien, una tarde, hacia las cuatro, al meterme por una calle inverosímil por la que corre un río negro como la tinta llamado Agua de Robec, mi atención, centrada por entero en la fisonomía curiosa y antigua de las casas, se vio atraída de repente por la vista de una serie de tiendas de chamarileros que se sucedían de puerta en puerta.
    ¡Ah! Habían elegido bien el lugar, aquellos sórdidos traficantes de antiguallas, en aquella fantástica calle, sobre aquel curso de agua siniestro, bajo aquellos techos puntiagudos de tejas y pizarras en los que rechinaban aún las veletas del pasado.
    Al fondo de los oscuros comercios se amontonaban arcones tallados, loza de Ruán, de Nevers, de Moustiers, estatuas pintadas, otras de roble, cristos, vírgenes, santos, ornamentos de iglesia, casullas, capas pluviales, hasta vasos sagrados y un viejo tabernáculo de madera dorada del que Dios se había mudado. ¡Oh! ¡Qué singulares cavernas en aquellas altas casas, en aquellas grandes casas, llenas, de los sótanos a los desvanes, de objetos de todo tipo, cuya existencia parecía terminada, que sobrevivían a sus poseedores naturales, a su siglo, a su tiempo, a sus modas, para ser comprados como curiosidades, por las nuevas generaciones!
    Mi ternura por las chucherías se despertó en aquella ciudad de anticuarios. Iba de tienda en tienda, cruzando, en dos zancadas, los puentes de cuatro tablas podridas tendidas sobre la nauseabunda corriente del Agua de Robec.
    ¡Misericordia! ¡Qué sacudida! Uno de mis más hermosos armarios se me presentó al borde de una  bóveda atestada de objetos y que parecía la entrada de las catacumbas de un cementerio de muebles antiguos. Me acerqué temblando con todos los miembros, temblando tanto que no me atrevía a tocarlo. Alargué la mano, dudé. Era él, empero: un armario Luis XIII único, reconocible para cualquiera que lo hubiese visto una sola vez. Poniendo de pronto los ojos algo más lejos, hacia las profundidades más sombrías de aquella galería, vi tres de mis sillones tapizados de petit-point, y después, aún más lejos, mis dos mesas Enrique II, tan raras que hasta de París venían a verlas.
    ¡Imagínense! ¡Imagínense mi estado de ánimo!
    Y yo avanzaba, anonadado, agonizante de emoción, pero avanzaba, porque soy valiente, avanzaba como un caballero de los siglos tenebrosos al penetrar en una mansión de sortilegios. Encontraba, a cada paso, todo lo que me había pertenecido, mis arañas, mis libros, mis cuadros, mis telas, mis armas, todo, salvo el escritorio lleno de cartas, que no vi.
    Marchaba, descendiendo a oscuras galerías para volver a subir luego a los pisos superiores. Estaba solo. Llamé, nadie respondió. Estaba solo; no había nadie en aquella casa vasta y tortuosa como un laberinto.
    Llegó la noche, y tuve que sentarme, entre las tinieblas, en una de mis sillas, pues no quería marcharme. De vez en cuando gritaba: «¡Eh! ¡Eh! ¿No hay nadie?».
    Llevaba allí, seguramente, más de una hora, cuando oí unos pasos, pasos ligeros, lentos, no sé dónde. A punto estuve de escapar; pero, poniéndome rígido, llamé de nuevo, y distinguí un resplandor en la habitación contigua.
    —¿Quién anda por ahí? —dijo una voz.
    Respondí:
    —Un comprador.
    Replicaron:
    —Es muy tarde para entrar así en una tienda.
    Proseguí:
    —Le estoy esperando desde hace más de una hora.
    —Podía usted volver mañana.
    —Mañana me habré marchado de Ruán.
    No me atrevía a avanzar, y él no venía. Seguía viendo el resplandor de su luz que iluminaba una tapicería donde dos ángeles volaban sobre los muertos de un campo de batalla. También me pertenecía. Dije:
    —¿Qué? ¿No viene usted?
    El respondió:
    —Le estoy esperando.
    Me levanté y fui hacia él.
    En el centro de una gran estancia había un hombre muy bajo, bajito y gordísimo, gordo como un fenómeno, un repelente fenómeno.
    Tenía una barba rala, de pelos desiguales, escasos y amarillentos, ¡y ni un solo pelo en la cabeza! ¿Ni un pelo? Como sostenía la vela alzada todo lo que le daba el brazo para verme, su cráneo me pareció como una pequeña luna en aquella vasta habitación atestada de viejos muebles. La cara era arrugada y abotargada, los ojos imperceptibles.
    Regateé por tres sillas que eran mías, y le pagué en el acto una buena suma, dando simplemente el número de mi habitación en el hotel. Tenían que entregármelas al día siguiente antes de las nueve.
    Después salí. Me acompañó hasta la puerta con gran cortesía.
    Me dirigí enseguida a ver al comisario jefe de la policía, al que le conté el robo de mi mobiliario y el descubrimiento que acababa de hacer.
    El comisario pidió sobre la marcha informes por telégrafo al juzgado que había instruido las diligencias del robo, rogándome que esperase la respuesta. Una hora después, esta llegó, plenamente satisfactoria para mi.
    —Voy a mandar que detengan a ese hombre y a interrogarlo de inmediato —me dijo—, pues podría haber concebido alguna sospecha y hacer desaparecer lo que le pertenece. Tenga la bondad de irse a cenar y vuelva dentro de dos horas, lo tendré aquí y le someteré a un nuevo interrogatorio delante de usted.
    —Encantado, caballero. Se lo agradezco de corazón.
    Me fui a cenar al hotel, y comí mejor de lo que me había imaginado. Estaba contento, por lo demás, lo habíamos cogido.
    Dos horas después, regresé a ver al funcionario de policía, que me esperaba.
    —¡Pues bien!, caballero —me dijo al verme—. No hemos encontrado a su hombre. Mis agentes no pudieron echarle mano.
    —¡Ah!—me sentí desfallecer.
    —Pero... ¿Han encontrado ustedes la casa? —pregunté.
    —Perfectamente. E incluso va a ser vigilada y custodiada hasta su regreso. Pero lo que es él, ha desaparecido.
    —¿Desaparecido?
    —Desaparecido. Suele pasar las veladas en casa de su vecina, chamarilera también, una especie de bruja, viuda de Bidoin. No lo ha visto esta noche y no puede proporcionar ningún informe sobre él. Habrá que esperar a mañana.
    Me marché. ¡Ah! ¡Qué siniestras me parecieron las calles de Ruán, turbadoras, pobladas de aparecidos!
    Dormí muy mal, con pesadillas que interrumpían mi sueño.
    Como no quería parecer demasiado inquieto o apresurado, esperé hasta las diez, al día siguiente, para ir a la policía.
    El comerciante no había reaparecido. La tienda seguía cerrada.
    El comisario me dijo:
    —He hecho todas las gestiones necesarias. El juzgado está al tanto del asunto; vamos a ir juntos a esa tienda y hacerla abrir, y usted me indicará todo lo que le pertenece.
    Un cupé nos llevó. Había unos agentes estacionados, con un cerrajero, ante la puerta de la tienda, que fue abierta.
    No vi, al entrar, ni mi armario, ni mis sillones, ni mis mesas, ni nada, nada de cuanto había amueblado mi casa, nada de nada, mientras que la noche anterior no podía dar un paso sin encontrar uno de mis objetos.
    El comisario jefe, sorprendido, me miró al principio con desconfianza.
    —¡Dios mío!, caballero —le dije-, la desaparición de estos muebles coincide extrañamente con la del comerciante.
    Sonrió:
    —¡Es cierto! Cometió usted un error al comprar y pagar objetos de su propiedad, ayer. Eso lo puso en guardia.
    Proseguí:
    —Lo que me parece incomprensible es que todos los lugares ocupados por mis muebles están ahora llenos de otros.
    —¡Oh! —respondió el comisario—, tuvo toda la noche, y cómplices, sin duda. Esta casa debe de comunicarse con las vecinas. No tema, señor, voy a ocuparme muy activamente de este asunto. El bandido no se nos escapará durante mucho tiempo, ya que custodiamos su guarida.

    ¡Ah! ¡Mi corazón, mi corazón, mi pobre corazón, cómo latía!

    Me quedé quince días en Ruán. El hombre no volvió. ¡Pardiez! ¡Pardiez! ¿Quién habría podido molestar ni sorprender a aquel hombre?
    Ahora bien, al decimosexto día, por la mañana, recibí la extraña carta que aquí recojo, de mi jardinero, guarda de mi casa saqueada y vacía:

    Señor:
    Tengo el honor de informar al señor de lo que ha ocurrido, la noche pasada, algo que nadie entiende, ni mucho menos la policía. Han vuelto todos los muebles, todos, sin excepción, todos, hasta los más pequeños objetos. La casa es ahora igualita a lo que era la víspera del robo. Es como para perder la cabeza. La cosa pasó la noche del viernes al sábado. Los senderos están llenos de baches como si lo hubieran arrastrado todo desde la barrera a la puerta. Así estaban el día de la desaparición.
    Esperando al señor, de quien soy muy humilde servidor,
    PHILIPPE RAUDIN

   
    ¡Ah, no!¡No, no! ¡Ah, claro que no! ¡Claro que no! ¡No regresaré!
    Le llevé la carta al comisario de Ruán.
    —Es una restitución muy hábil —dijo—. Hagámonos los romos. Ya pescaremos al hombre un día de estos.

    Pero no lo han pescado. No. No lo han pescado, y yo tengo miedo de él, ahora, como si fuera un animal feroz soltado en mi persecución.
    ¡Imposible de encontrar! ¡Es imposible de encontrar, ese monstruo de cráneo de luna! Jamás lo cogerán. No volverá a su casa. Qué le importa. Solo yo puedo encontrarlo, y yo no quiero.
    ¡No quiero! ¡No quiero! ¡No quiero!
    Y aunque regresara, aunque volviera a su tienda, ¿quién podría probar que mis muebles estaban allí? En su contra solo está mi testimonio; y me doy perfecta cuenta de que empieza a resultar sospechoso.
    ¡Ah! ¡No! Aquella existencia ya no era posible. Y yo no podía guardar el secreto de lo que vi. No podía seguir viviendo como todo el mundo, con el temor de que recomenzaran semejantes cosas.
    Vine a ver al médico que dirige esta casa de salud, y se lo conté todo.
    Tras haberme interrogado un buen rato, me dijo:
    ¿Accedería usted, caballero, a quedarse algún tiempo aquí?
    —Con mucho gusto, señor.
    ¿Tiene usted dinero?
    —Sí, señor.
    ¿Desea usted un pabellón aislado?
    —Sí, señor.
    ¿Le gustaría recibir amigos?
    —No, señor, no, a nadie. El hombre de Ruán podría atreverse a perseguirme hasta aquí, para vengarse.

    Y estoy solo, completamente solo, desde hace tres meses. Estoy más o menos tranquilo. Solo tengo un miedo... Si el anticuario se volviera loco..., y si lo trajeran a este manicomio... Las propias cárceles no resultan seguras.