RECUERDO


    ¡Cuántas memorias de mi juventud despierta la suave caricia del sol! Hay una edad en que todo es bueno, agradable, alegre, seductor. ¡Cómo embriagan los recuerdos amorosos de primaveras pasadas!
    ¿Habéis olvidado, viejos camaradas, hermanos míos, aquellos años venturosos en los cuales nuestra vida fue un triunfo constante y una carcajada continua?
    ¿Olvidasteis los días de vagancia en torno de París, nuestra esplendorosa pobreza, nuestros paseos a través de los bosques, nuestras borracheras de aire y de luz en las orillas del Sena y nuestras aventuras de amor, tan sencillas y encantadoras?
    Quiero referir una de aquellas aventuras. Tiene doce años de fecha y me parece que ya envejeció; tan vieja me parece, que se dibuja en el otro extremo de mi vida, cuando en el último recodo ya descubro el final de mi viaje.
    Yo tenia entonces veinticinco años. Era nuevo en Paris, donde acababa de instalarme, disputando un destinillo en un Ministerio, y los días de fiesta me aparecían como extraordinarias dichas, aun cuando nada se me ofrecía en ellos de sorprendente.
    Hoy, para mí, todos los días son fiesta. Pero quisiera volver a los tiempos en que sólo tenía una fiesta por semana. Qué días tan dichosos, con seis francos para derrochar en ellos!

    *

   
    Me desperté muy temprano, con la sensación de libertad que tan bien conocen los oficinistas; una sensación de redención, de reposo, de tranquilidad, de independencia.
    Abrí la ventana. Hacía un tiempo admirable. El cielo azul que cubría la ciudad estaba lleno de sol y de golondrinas.
    Me vestí rápidamente y salí, resuelto a pasar el día en el bosque, a respirar el verdor de las hojas, cosa muy agradable para mi, que, por ser de origen campesino, pasé mi niñez sobre la hierba y a la sombra de los árboles.
    París despertaba, alegre, sumergido en el templado ambiente y en la espléndida luz. Las fachadas de las casas, brillaban; los ruiseñores de las porterías se desgañitaban cantando en sus jaulas, y un inmenso goce inundaba la calle, iluminaba los rostros, lo hacia sonreír todo, como una satisfacción indefinible de los seres y de las cosas, producida por el claro sol naciente.
    Me acerqué al Sena para embarcarme en la Golondrina, que debía conducirme a Saint-Cloud. Me ilusionaba mucho aguardar en el embarcadero la llegada del vaporcito. Me hacía la ilusión de partir hacia países nuevos y maravillosos, al fin del mundo. Lo veía aparecer bajo el segundo puente y acercarse con su penacho de humo, haciéndose mayor cada vez, hasta que tomaba, engrosado también por la imaginación, apariencias de un buque trasatlántico.
    Se arrimaba al embarcadero, y de un salto me ponía yo sobre cubierta.
    Se llenaba de gentes domingueras, vestidas con trajes lucidos, con cintas de colores brillantes y rostros arrebolados. Yo me colocaba en la proa, en pie, viendo cómo dejábamos atrás, los muelles, los árboles y las casas. De pronto, se nos ofrecía el gran viaducto del Point-de-Jour. que parece cerrar el río; era el fin de París, el principio de la campiña, y detrás de la doble fila de arcos, se ensanchaba el Sena como si le devolvieran allí espacio y libertad, recobrando su carácter de río plácido que baña llanuras, corre al pie de colinas frondosas, atraviesa campos y bordea bosques.
    Después de pasar entre dos islas, la Golondrina siguió una costa verde salpicada por casitas blancas. Una voz gritó: «¡Basmeudón!»; algo más lejos: «¡Sévrres!», y más lejos aún: «¡Saint-Cloud!»
    Salté a tierra, y seguí rápidamente la carretera que, atravesando el pueblo, conduce al bosque. Yo llevaba un plano de los alrededores de Paris, para no perderme en los caminos que atraviesan en todas direcciones aquellos bosques donde pasean los parisienses.
    Cuando me hallé a la sombra, hice mi itinerario, que me pareció de una sencillez encantadora. Tomaría primero hacia la derecha; luego, a la izquierda, y otra vez a la izquierda, llegando a Versalles de noche, para comer.
    Andaba tranquilamente bajo las hojas nuevas, bebiendo el aire perfumado por la frondosa vegetación. Iba despacio—sin acordarme de los expedientes, ni de la oficina, ni del jefe, ni de los colegas—imaginando cosas agradables, todo lo desconocido que me guardaba el porvenir. Renacían en mi espíritu recuerdos infantiles, despertados por el perfume de la tierra, por las emanaciones vivas y palpitantes de los bosques templados por el sol de junio.
    De cuando en cuando me sentaba para contemplar en un ribazo muchas florecillas, cuyos nombres desde la niñez me fueron familiares. Yo las reconocía como si fueran exactamente las mismas que se ofrecieron a mis ojos en otros tiempos, en mi país. Las había rojas, amarillas, azules; las había pequeñas y grandes; unas, con tallos largos; otras, pegadas a la tierra. Insectos de todos colores y de varias magnitudes, alargados o redondos, de formas extraordinarias, monstruosos, diminutos y espantables, hacían ascensiones penosas por una hierbecilla que se inclinaba rindiéndose al peso.
    Luego, me dormí algunas horas en una hondonada, emprendiendo mi excursión nuevamente, descansado, fortalecido por el sueño.

    Abríase ante mí un espléndido paseo, cuyo follaje poco tupido cernía el sol, cuyos rayos besaban sobre el suelo las margaritas blancas. El silencio y la calma de aquel interminable camino, sólo eran turbados por el zumbido monótono de un abejorro que volaba delante de mi, deteniéndose de cuando en cuando para libar el néctar de una flor. Su cuerpo deforme parecía de terciopelo pardo con rayas amarillas, y sus alas. transparentes y cortas, se agitaban con esfuerzo.
    De pronto, vi a lo lejos una pareja, un hombre y una mujer que avanzaban hacia mí. Disgustado al ver turbada mi soledad tranquila, hice intención de cambiar de rumbo, cuando me pareció que me llamaban. La mujer agitaba la sombrilla, y el hombre, en mangas de camisa, con el chaqué puesto en un brazo, agitaba el otro brazo como. pidiendo auxilio.
    Proseguí mi camino acercándome a ellos. Avanzaban precipitadamente, muy sofocados los dos; ella con paso menudo y rápido; él, a grandes zancadas. En sus rostros se pintaban la fatiga y el mal humor.
    La señora, ya de cerca, me preguntó:
    —Caballero, ¿podría usted decirme dónde nos hallamos? El imbécil de mi esposo, con la pretensión de conocer perfectamente la tierra que pisa, me ha extraviado.
    Respondi con seguridad:
    —Señora, van ustedes hacia Saint-Cloud y vuelven las espaldas a Versalles.
    Ella prosiguió, mirando piadosa y despreciativamente a su marido:
    —¡Cómo! Nos alejábamos de Versalles, adonde precisamente debemos ir. Nos proponíamos comer en Versalles.
    —Yo también, señora, tenía ese proyecto.
    Ella repitió muchas veces, acompañando sus palabras con un movimiento de hombros:
    —¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío¡—con este tono de soberano desprecio que usan las mujeres para expresar su exasperación. Era joven y muy bonita, morena, con una sombra. de bozo en el labio.
    El hombre sudaba y se pasaba el pañuelo por la frente. Parecían un matrimonio modesto de la clase media. El marido estaba desolado, aterrado, quebrantado, y balbució:
    —Recuerda que tú fuiste quien...
    Ella no le dejó acabar, interrumpiéndole con esta rociada:
    —¿Yo? Es cierto; ¡yo tengo la culpa! ¡Yo he querido embarcarme sin tener noticia del camino, confiando en hallar siempre salida! ... ¡Yo he guiado hacia la derecha, por lo alto del ribazo, suponiendo reconocer el camino! ¡Yo vine cargada con Cachou!...
    Como si de momento se volviera loco, el marido dio un grito penetrante, indescriptible, agudo; un grito de tal naturaleza, que no hay en la lengua humana frase ni sonidos para describirlo y remedarlo.
    Pero la mujer no le atendió, ni se conmovió, prosiguiendo:
    —¡No! Hay personas, tan estúpidas que pretenden saberlo todo. ¿Fui yo acaso el imbécil que tomó el año pasado el tren de Dieppe en vez de tomar el del Havre? ¿Fui yo, por ventura? ¿Era yo quien apostaba que Letourneau vivía en la calle de los Mártires? Y ¿era yo quien a ciencia y paciencia negaba que Celestino fuese ladrón?
    Continuó así con verdadera furia, con una locuacidad sorprendente, acumulando las más varias y heterogéneas acusaciones, las más inesperadas y las más abrumadoras, rebuscadas situaciones íntimas de su existencia, reprochándole al marido su proceder, sus pensamientos y sus maneras, sus tentativas y sus trabajos; toda su existencia desde el día en que se unieron hasta la hora presente.
    El trató de contenerla, de calmarla, balbuciendo:
    —Pero.., repara..., todo es inútil... Este caballero... Das un espectáculo... Lo que dices no puede interesarle...
    Dirigía sus ojos contristados hacia la espesura del bosque, como si quisiera medir sus profundidades misteriosas y tranquilas, para lanzarse a su centro, escapar, desaparecer, ocultarse a todas las miradas; y de cuando en cuando, lanzaba otro grito prolongado y agudo. Supuse que sería una costumbre nerviosa.
    La mujer, de pronto, dirigéndose a mí, cambiando repentinamente de tono, dijo:
    —Si usted nos lo permite, caballero, iremos en su compañía. No sea que nos perdamos de nuevo y tengamos que dormir en el bosque.
    Me incliné aceptando respetuosamente. Apoyándose en mi brazo, me habló de mil cosas: de sus ocstumbres, de su familia, de su casa, de su comercio. Eran dueños de una guantería en la calle de San Lázaro.
    Su marido andaba en silencio, lanzando constantemente miradas de loco hacia la espesura del bosque y repitiendo con frecuencia su grito indescriptible y agudo.
    Al fin me atreví a preguntarle:
    —¿Por qué grita usted de tal modo?
    Y respondió, consternado y desesperado:
    —¡He perdido mi perro!
    —jCómo! ¿Ha perdido usted su perro?
    —Sí. Tiene un año solamente, y no había salido nunca de la tienda. Quise traerlo para que se paseara por el bosque. No había visto jamás hierbas, ni hojas, y se ha puesto como loco. Echó a correr, ladrando, y desapareció en la espesura. Pudo influir también el miedo que pasó en el ferrocarril.
    Yo lo llamaba inútilmente. Se morirá de hambre. ¡Pobrecito!
    La mujer objetó, sin mirar a su marido siquiera:
    —Si no le hubieses quitado la cadenita, lo tendríamos aquí. Lo has perdido por tonto, por lo que te suceden tantas cosas desagradables.
    El murmuró tímidamente:
    —Recuerda que tú fuiste.,,
    La mujer se detuvo, y, mirándole a los ojos, como si hubiera querido arrancárselos, volvió a soltar por su boca infinitos reproches.
    Atardecía. El velo de bruma que baja sobre los campos a la hora del crepúsculo, iba extendiéndose lentamente. Y una emoción poética y dulce se mezclaba con la frescura singular y encantadora que se respira entre los árboles cuando se acerca la noche.
    De pronto, el marido se detuvo, palpándose todos los bolsillos febrilmente.
    —¡Oh! Me parece que...
    La mujer le miraba, desdeñosa.
    —¿Qué? Acaba.
    —Llevando el chaqué al brazo, parece que perdí la cartera…con todo el dinero que traíamos.
    La mujer tembló de cólera, sofocada por la indignación.
    —¡No faltaba más! Ya sería el colmo de la estupidez. ¿Es posible que me haya casado con un ser tan idiota? Si perdiste la cartera, búscala, y haz todo lo necesario para encontrarla. Yo sigo hacia Versalles con este caballero. No te acompaño, porque no me seduce dormir en el bosque.
    El marido murmuró:
    —Si; me parece bien. ¿Dónde aguardarán ustedes?
    Me habían recomendado un restaurante, y le hice la indicación.
    El marido retrocedió inclinado, los ojos fijos en el suelo; con frecuencía repetía su agudo grito.
    Al fin desapareció, y aún se oían sus inimitables llamadas al perro perdido.
    Yo avanzaba con paso firme, dichoso en la dulzura del crepúsculo, llevando a aquella mujer del brazo, aquella desconocida que se apoyaba en mí.
    Buscando palabras galantes, propias de la ocasión, estuve sin pronuncíar ninguna, en silencio, turbado, encantado.
    Pero llegamos a un camino que se cruzaba con el paseo. A la derecha, en un valle, se alzaba un pueblecito. ¿Cuál sería?
    Pasaba un hombre. Le pregunté y me respondió:
    —Bougival.
    Volví a preguntarle, insistiendo:
    —¿Cómo Bougival? ¿Está usted seguro?
    —Ya lo creo, ¡segurísimo!
    La mujer, de mi brazo, reía como una loca.
    Me ofrecí a tomar un coche para llevarla a Versalles, pero ella me dijo:
    —De ninguna manera. Es muy gracioso el chasco; además tengo mucho apetito. No me intranquilizo. Mi esposo no se desesperará. Y me veré libre de su compañía por algunas horas.
    Entramos en un restaurante, a la orilla del agua, y nos metimos en un gabinete particular.
    Ella se alegró con champaña, cantó, estuvo graciosisima; hizo toda clase de locuras… Y, al fin, la mayor de todas.
    Así gocé por vez primera las delicias del adulterio.