RECUERDOS


    Cruzaba yo el otro día por Rúan. Se estaba celebrando la feria de Saint-Romain.
    Imaginad una fiesta como la de Neuilly, más importante, más solemne, de una seriedad provinciana, con una muchedumbre que se mueve pesadamente y que es también más compacta y silenciosa.
    Hay varios kilómetros de barracas y de vendedores, porque hay mucha mayor cantidad de puestos que en Neuilly, dado que los campesinos hacen muchas compras. Comerciantes de artículos de vidrio, porcelana, cuchillería, cintas, botones, libros propios de campesinos, artículos raros y divertidos que se emplean en los pueblos, exhibidores de curiosidades, y una verdadera profusión de mujeres descomunales, género del que parecen muy entusiastas los ruanenses. Una de esas mujeres acaba de enviar una afectuosa carta a la prensa local, invitando a los señores periodistas a que vayan a visitarla y disculpándose de no poder ir ella en persona, porque sus dimensiones le impiden toda salida.
    «...De su gordura se lamenta, que a la orilla la amarra.»
    ¡Se hundió Luis XIV!
    Vienen después los luchadores: el simpático señor Bazin, que habla como los de la Comedia francesa, saludando al público con el indice.
    Hay, además, un circo de monos, un circo de pulgas, un circo de caballos y cien curiosidades más de toda clase. Es un público especial: gente endomingada de la ciudad, de ademanes serios y moderados, pero armónicos, porque el hombre y la mujer actúan a un tiempo, con circunspecta gravedad, como si la Naturaleza los hubiese dotado de una misma manivela; gentes del campo, de ademanes todavía más lentos, pero cada uno con su movimiento propio, formando una pareja descompasada por la diversidad de sus ocupaciones; el varón, encorvado, arrastrando los pies; la mujer, contoneándose como si llevase cubos de leche.
    Lo que en la feria de Saint-Romain hay de más notable es el olor, un olor que a mí me gusta, porque me acostumbré a él desde muy pequeño, pero que a ti, lector, te repugnaría, sin duda. Huele a arenques asados, a barquillos y a patatas cocidas.
    Esto ocurre porque entre barraca y barraca, en todos los rincones, asan arenques al aire libre, pues estamos en lo más activo de la temporada pesquera, y se tuestan barquillos, se doran patatas, hermosas patatas normandas, en grandes platos estañados.
    Oigo tocar una campana. Una emoción extraña me atenaza de pronto el corazón. Me asaltan dos recuerdos: el uno, de mis primeros años; el otro, de la adolescencia.
    Pregunto al amigo que me compaña:
    —¿Es siempre el mismo?
    Mi amigo me comprende y contesta:
    —Siempre es él o, mejor dicho, ellos. Porque aún figura el violín de Bouilhet.
    No tardo en distinguir la tienda, la pequeña tienda de campaña, en la que se sigue tocando, lo mismo que en tiempos de mi niñez, la Tentación de San Antonio, que encantaba a Gustavo Flaubert y a Luis Bouilhet.
    Un anciano de blancos cabellos, tan anciano y tan encorvado que a la impresión de ser centenario, conversa en la plataforma con un clásico polichinela. ¡Tenga usted en cuenta, señora, que también mis padres vieron esta Tentación de San Antonio, cuando tenían diez o doce años de edad! Y el que la exhibe es siempre el mismo hombre.
    Por encima de su cabeza cuelga un cartelón que dice: «Se traspasa por motivos de salud.» Si el pobre viejo no encuentra un interesado, desaparecerá el espectáculo ingenuo y raro que desde hace sesenta años es la diversión de todas las generaciones de pequeños normandos.
    Subo los escalones de madera que se estremecen al pisarlos; quiero ver una vez más, quizá por última vez, el San Antonio de mi infancia.
    En los bancos, unos pobres bancos escalonados, hay una muchedumbre de gente menuda, sentada y en pie, que chacharea y produce un rumor de multitud, un rumor de multitud de diez años. Los padres, acostumbrados a aquella obligación anual, permanecen callados. Algunos farolillos alumbran el oscuro interior de la barraca.
    Se alza el telón.
    Aparece en escena un fantoche de bastante tamaño haciendo gestos torpones, suspendido de los hilos.
    Y de pronto, todas las cabecitas rompen a reír, las manos se agitan, los pies patalean sobre los bancos y de todas has bocas se escapan gritos gozosos, gritos agudos.
    Experimento la sensación de que soy un niño más, que he entrado allí para ver, divertirme y tener fe, lo mismo que ellos. Encuentro dentro de mi bruscamente despiertas, todas las sensaciones de otros tiempos. En la alucinación del recuerdo, advierto que he vuelto a ser el mismo niño ante este mismo espectáculo de entonces.
    Empieza a tocar el violín. Me levanto para verlo. También es el mismo: un viejo, muy enjuto, muy triste, con una larga melena blanca echada hacia atrás, y la cabeza abultada, inteligente y noble.
    Recuerdo de pronto mi segunda visita a San Antonio. Tenía dieciséis años.
    Cierto día —por aquel entonces yo era alumno del colegio de Ruán—, cierto día, digo, un jueves creo que era, subía yo por la calle de Bihorel, para visitar a mi ilustre y severo amigo Luis Bouilhet, con objeto de enseñarle unos versos míos.
    Al entrar en el despacho del poeta y a través de la humareda, vi a dos hombres grandullones y voluminosos, hundidos en sus sillones y que fumaban y hablaban.
    Frente a Luis Bouilhet estaba Gustavo Flaubert.
    Conservé mis versos en el bolsillo y permanecí en un rincón, muy modosito, sentado en una silla, escuchando.
    A eso de las cuatro, Flaubert se levantó.
    —Ea—dijo—, acompáñame hasta el final de tu calle; Iré a pie hasta el barco.
    Cuando llegamos al bulevar en donde se celebra la feria de Saint-Romain, exclamó de pronto Bouilhet
    —¿Qué os parecería si diésemos una vuelta por las barracas?
    Iniciaron un paseo despacioso, formando pareja, sobresaliendo entre todos por su estatura, divirtiéndose como dos niños, haciéndose mutuamente observaciones a propósito de las caras que se cruzaban con nosotros.
    Con sólo ver las caras se imaginaban el carácter de los individuos, rehacían las conversaciones de las mujeres con sus maridos. Bouilhet representaba el papel de marido y Flaubert el de la mujer, sirviéndose de expresiones normandas, arrastrando las palabras y con la expresión de perpetuo asombro propia de las gentes de la región.
    Cuando llegaron ante la barraca de San Antonio, dijo Bouilhet:
    —Entremos a ver al violinista.
    Y entramos.
    Años después, muerto ya el poeta, publicó Gustavo Flaubert sus versos póstumos, las Derniéres Chansons.
    Hay entre ellas una poesía que lleva por titulo «Una barraca de feria». He aquí algunos fragmentos de la misma:

    ¡Oh! ¡Qué triste que estaba el violinista,
    y cómo tiritaba en su rincón!
    La barraca de tablas oscilaba
    sacudía a la loma el ventarrón.

    Antonio reza dentro de su cerca,
    sobre la frente echado el capuchón.
    Bailan los diablos.El cerdito corre,
    lleva atado en el rabo ardiente hachón.

    Está pálido y ,triste el violinista;
    rasca el arco maldito con dolor;.
    la levita parece aún más siniestra
    a la luz opalina del farol.

    Como el antiguo coro multiforme,
    ha de hacer frente a complicada acción,
    abandonando, por decir un chiste,
    la (entre dientes) ya suelta maldición

    Para ganar el pan de cada día,
    la pipa de la noche y el colchón
    duro; para vivir y ser un hombre,
    hay que cantar, ¡que siga la función!

    Pero a veces el pobre violinista,
    transida el alma, triste en su rincón,
    a sus muñecos recamados de oro
    que no sufren, los mira con rencor.

    Y después.., soñador empedernido,
    sabe que es todo efímera ilusión,
    y en la gloria de las apoteosis
    se calienta las manos sin rubor

    Al salir ahora de la barraca, me pareció volver a oír la voz sonora de Flaubert:
    —¡Pobre... hombre!
    Y la de Bouilhet, que respondía:
    —¡Sí! La vida no es alegre para todos.