ROSE


    Se hallaban sumergidas entre flores; el coche, lleno de ramos, parecía una canastilla gigantesca. Violetas de Parma, rosas alhelíes, lirios, margaritas y azahares, parecían oprimir los dos cuerpos de mujer delicados, que apenas asomaban entre aquel hacinamiento de tan distintos colores y tan diferentes perfumes.
    El látigo del cochero estaba revestido de anemones; los arneses de los caballos y las ruedas iban adornados también; en lugar de faroles, llevaban dos magníficos ramos, como si fueran los ojos de aquel jardín ambulante.
    Llegaron al bulevar de la Fonciere, donde comenzó la batalla. Una doble fila de coches, a lo largo del inmenso paseo, se extendía como una cinta de colores. Los ramos cruzaban el aire como balas y caían muchas veces al suelo, donde una turba de muchachos los recogía.
    Los que ocupaban los coches se llamaban, se reconocían, se ametrallaban con rosas. Un carro lleno de mujeres vestidas de rojo, como diablos, atraía las miradas Un caballero, semejante a los retratos de Enrique IV, arrojaba con alegre ardor un ramillete sujeto a una cinta elástica. Temiendo el golpe, las mujeres se tapaban los ojos y los hombres bajaban la cabeza; pero el proyectil, suave, rápido y obediente, interrumpía su trayectoria para volver a la mano de su tirador, que lo arrojaba luego sobre otra cara nueva.
    Las dos bonitas mujeres vaciaban a manos llenas su arsenal y recibían una lluvia de ramos. Después de una hora de combate Cansadas al fin, mandaron al cochero que se dirigiese hacia la calle de  *, que tiene vistas al mar.
    El sol se ocultaba detrás del Estartel, dibujando en oscuro, sobre un fondo rojo, los picos de la montaña, El mar, tranquilo, azul y claro, se unía en el horizonte con la bóveda celeste, y grandes buques, anclados en el golfo, parecían un rebato de apocalípticas bestias, enormes y tranquilos, acorazados y ventrudos, luciendo sus palos delgados como un ligero adorno y alumbrando el espacio por la noche con sus ojos de  luz blanca.
    Las dos bonitas mujeres, recostadas en los almohadones de su landó, miraban lánguidamente.
    Una dijo, al fin:
    —Hay deliciosas tardes en que todo agrada. ¿No es verdad?
    La otra respondió:
    —Sí; todo agrada• Pero se necesita otra cosa, además.
    —¿Qué? Me considero completamente feliz: nada necesito.
    —Acaso tú no lo sientas como yo; pero la mujer, aun cuando un dulce bienestar invada su cuerpo, necesita siempre algo para el corazón.
    Y la otra decía, sonriendo:
    —¿Un poco de amor?
    —Sí.
    Callaron. Después, una de las dos, mirando hacia delante, exclamó:
    —La vida no me parecería soportable sin amor. Necesito que me quieran. Somos todas lo mismo, aunque no todas lo confiesen.
    —No soy yo de tu opinión. Que me quiera quien yo quiero, sí. De los demás, nada me importa. Piensas que podría serme grata la ternura de.., de... .—y buscando un término a su frase, recorría el panorama con los ojos, que, se fijaron en los dos relucientes botones de la levita del cochero, y, soltando la risa, prosiguió—:...la ternura de mi cochero?
    La otra, con una leve sonrisa, dijo en voz baja:
    —Te aseguro que resulta muy divertido ser adorada por un criado. Lo sé por experiencia. Los pobres abren unos ojos tan ardientes, que hay para morirse de risa. Pero es preciso mostrarse tanto .más severa cuanto más enamorados están; luego se los despide un día con cualquier pretexto, evitando el ridículo de que lo note alguien que pueda importarnos.
    Su amiga la escuchaba, y después de reflexionar un poco añadió:
    —Te aseguro que no advertiría siquiera el apasionamiento de mi lacayo. Cuéntame cómo reparas en que te quieren.
    —Pues la cosa es de lo más elemental: se les conoce, como a nuestros amigos, en que se vuelven estúpidos.
    —Un hombre de mi clase no me parece muy estúpido cuando me desea.
    —Se ponen idiotas, amiga mía, incapaces de sostener una conversación, de contestar oportunamente, de discurrir...
    —Pero ¿qué gusto podía darte la pasión de un criado? ¿Te halagaba? ¿Te conmovía?
    —¿Conmoverme? No. ¿Halagarme? Si; un poco. Siempre halaga el amor de un hombre; de cualquier hombre.
    —No lo entiendo.
    —Sí. Voy a contarte una increíble aventura que me ocurrió. Verás cómo es curioso e inexplicable lo que sentimos en esas ocasiones.
    Hace cuatro años, en otoño, habiéndome quedado sin doncella, probé seis o siete seguidas, con tanta desgracia que ninguna me sirvió.
    Leí entonces en los anuncios de un diario que deseaba colocación una joven que sabía coser, bordar, peinar y con buenos antecedentes. Además también sabia el inglés. Dirigí una tarjeta al sitio indicado en el anuncio, y al día siguiente la joven se presentó. Era bastante alta, delgada, pálida y con expresión tímida. Tenía grandes ojos negros y buen cutis; me satisfizo su presencia.
    Le pregunté acerca de sus informes, y me presentó un certificado en inglés, porque había servido solamente a lady Rymbell durante diez años.
    El papel decía que la joven salió de Londres por su voluntad para volver a Francia; que no había hecho nada punible durante su largo servicio y que sólo podía tachársela de un poco de coquetería francesa.
    La pudibundez de la frase inglesa me hizo sonreír, y, desde luego, decidí que la joven quedase a mi servicio como doncella.
    Se llamaba Rose. En un mes fue para mi necesaria, insustituible. Rose era un feliz hallazgo, una joya, un fenómeno.
    Sabía peinar con un gusto exquisito; adornaba un sombrero mejor que una modista y hasta cortaba con acierto un vestido.
    Me asombraban sus facultades. Nunca me vi tan bien servida.
    Me vestía rápidamente, con una ligereza inexplicable. Nunca rozaba con sus dedos mi piel; no hay cosa que me disguste más que las manos de una criada. Adquirí costumbres perezosas en exceso, porque me agradaba que me vistiera y me desnudase de pies a cabeza, desde la camisa hasta los guantes, con tanto primor, aquella doncella que no hablaba jamás y que siempre se acaloraba un poco en esos quehaceres. Al salir yo del baño, me frotaba y me secaba, mientras yo, con los ojos cerrados, me adormecía en el diván. Llegó a parecerme, por su delicadeza, una señorita sin recursos.
    Pero una mañana el portero dijo que tenía que hablarme. Mi portero es un hombre de toda confianza, soldado viejo y antiguo servidor de mi marido.
    Se atragantaba, como si fuese poco agradable lo que tenía que decirme. Al fin, rompió:
    —Señora, en el portal aguarda el comisario de Policía.
    Pregunté bruscamente:
    —¿Qué tenemos que ver con la Policía?
    —Quiere hacer un registro en el hotel.
    Indudablemente la Policía es útil, pero yo la detesto. Me parece una profesión poco noble. Molesta  por aquel recado intempestivo, dije:
    —Un registro, ¿a santo de qué? No entrará.
    El portero añadió:
    —Asegura que se oculta un criminal en esta casa.
    Esto me atemorizó, y di orden para que dejasen pasar al comisario. Era un hombre correcto. Me pidió mil perdones, me ofreció mil excusas y acabó asegurándome que había entre mi servidumbre un presidiario.
    Aquello me indignó. Le dije que yo respondía de la honradez de mis criados, y los fui enumerando a todos:
    —El portero, Pierre Courtin, viejo soldado.
    —No es el que busco.
    —El cochero, François Pingau, campesino, hijo de un arrendador de haciendas mías.
    —Tampoco es él.
    —Un mozo de cuadra, también labriego, hijo de labriegos, y un lacayo, que usted ha visto al entrar.
    —No es-ninguno de los que la señora nombra.
    —Ya ve usted cómo vino engañado.
    —Perdón, señora; estoy seguro de no equivocarme• Como se trata de un criminal terrible, sería conveniente, para descubrirlo, que la señora me presentase a todos, absolutamente a todos los que viven en su casa.
    Me parecía demasiada exigencia, pero accedí. Llamé a toda la servidumbre, mujeres y hombres.
    —¿No hay más?
    —Una joven que no le parecerá, sin duda, un presidiario.
    —¿Puedo verla?
    -Si.
    Llamé a Rose, la cual se presentó al punto. Inmediatamente hizo el comisario una señal, y dos policías, que hasta entonces no vi, se precipitaron sobre mi doncella, oprimieron sus brazos y ataron sus manos con un cordel.
    Exaltada por semejante atropello grité, quise defenderla.
    El comisario me detuvo con estas palabras:
    —Señora, su doncella es un hombre que se llama Jean Nicolás Lecapet, condenado a muerte hace tres años por asesinato y violación. Un indulto le alcanzó, reduciéndole a cadena perpetua. Se fugó del presidio hace cuatro meses.
    Yo no lo creía. El comisario, sonriente, añadió:
    —Voy a dar a la señora una prueba. Tiene un tatuaje de colores en el brazo izquierdo.
    Le arremangaron y vi la señal. El comisario pronunció entonces una frase de mal gusto:
    —Conténtese usted con esta comprobación y no exija otras más terminantes.
    Y se la llevaron.
    Mira: lo que me indignaba no era el engaño ni el peligro en que me vi; no era tampoco la vergüenza de que un hombre me hubiese vestido y desnudado, secándome y frotándome tantas veces; lo que me indignaba era una humillación de mujer... ¿Comprendes?
    —No del todo.
    —Reflexiona. Ese mozo habla sido condenado por violación... Yo pensaba... en la mujer a la ;cual violó... Aquello era humillante para mi, que le había tenido tan cerca siempre, que me había visto desnuda tantas veces, que me había envuelto en la sábana sin... ¿comprendes ahora?
    La otra no respondía. Miraba con una fijeza singular los dos brillantes botones de la levita del cochero, y en sus labios se dibujaba una sonrisa de esfinge, propia de una mujer.