TRIBUNALES RÚSTICOS

 
    En la sala del Juzgado de paz de Gorgeville se hallaban muchos labriegos aguardando, apoyados en las paredes, inmóviles, a que diera principio la sesión.
    Los había de muy diferente complexión: altos y bajos, gordos, coloradotes como tomates y flacuchos denegridos que parecían hechos con un tronco de manzano. Habían dejado en el suelo sus canastas y se mostraban reposados y silenciosos, apoyados en las paredes, rumiando cada uno sus asuntos. Apestaban todos a establo y a sudor, a leche agria y a estercolero. Revoloteando, zumbaban las moscas junto al techo blanquecino, y se oían cantar los gallos en los corrales del pueblo.
    Sobre una especie de estrado se alzaba una larga mesa revestida con un tapete verde. Un viejo rugoso escribía sentado en la extremidad izquierda. Un gendarme, tieso como un huso, con la cabeza muy erguida, se sentaba al extremo de la derecha. Y sobre la pared enjalbegada y desnuda, un Cristo de madera, retorciéndose, tallado en una postura dolorosa, parecía ofrecer aún sus padecimientos para redimir una vez más los pecados irremediables de aquellos brutos que olían como las bestias.
    Al fin compareció el señor juez de paz. Era un hombre barrigudo, colorado; y al entrar apresuradamente, como quien se dispone a no perder ni un instante, sacudía y balanceaba su negra toga; se sentó, dejó el birrete sobre la mesa y miró a la concurrencia con el desprecio más profundo. Era un abogadillo de provincia y un refinado, un culto del distrito, un presuntuoso de los que traducen a Horacio, saborean los epigramas de Voltaire y saben de
memoria Vert-Vert y las poesías impúdicas de Parny. Al sentarse, dijo:
    —Señor Potel, vaya usted llamando.
    Y, sonriendo, murmuró:
    —Quidquid tentabarn dicere versus erat.
    El escribano, alzando su calva frente, masculló de un modo ininteligible:
    —La señora Victorina Bascule, contra Isidoro Paturón.
    Avanzó hacia el estrado una mujer enorme, una pudiente campesina, una señora de la cabeza de partido, tocada con su capota de anchas bridas, luciendo en el reloj una cadena de oro que ondeaba sobre su abultado vientre, con sortijas en los dedos y pendientes en las orejas, deslumbrantes como luces encendidas.
    El juez de paz la saludó con una mirada sonriente, donde pudo adivinarse un destello de irónica burla, y dijo:
    —Señora Bascule, formule usted sus quejas.
    La parte contraria se había colocado en el otro extremo, formando un grupo; eran tres personas: un campesino de veintiséis años, mofletudo como una manzana y colorado como las amapolas; una mujer—su esposa—muy joven, flacucha, endeble, pequeña, como una gallina mojada, llevando su cabeza raquítica tocada con una cofia que hacia el efecto de una cresta; sus ojos eran redondos, asombrados y coléricos: no miraban de frente, sino a uno y otro lado, corno los de las aves; y el padre el campesino, un viejo encorvado, cuyo cuerpo retorcido se escondía bajo una blusa inflada y tiesa, como dentro de una campana.
    La señora Bascule declaró:
    —Señor juez de paz: hace quince años que recogí a ese mozo. Lo eduqué, tomándole cariño, como una madre. Todo lo hice por él, para convertirlo en un hombre de provecho. Me había prometido vivir conmigo, jurándome que no se apartaría nunca de mi; hasta me firmó un papel, asegurándomelo; y fiada de esto, yo le doté, cediéndole mis tierras del Bec-de-Mortin, que valen unos ocho mil francos. Así vivíamos; una polilla, una enredadora, una lechuza, una desvergonzada...
    EL JUEZ DE PAZ.— Conténgase usted, señora Bascule.
    LA SEÑORA BASCULE.— Una… una..., una... ¡Bien, me lo callo!  Le volvió del revés el juicio, haciéndole no sé qué... Sí... No sé qué le hizo para entontecerle; y el estúpido se casó con ella; se casó, aportando al matrimonio las tierras del Bec-de-Mortin…
    ¡Ah!... Eso no es tolerable..., no es posible... No, y mil veces no. Tengo un papel, un compromiso firmado. Ese matrimonio es nulo. Vea usted mi documento. Y si no vuelve a mi casa el mozo, que me devuelva mis campos. Hicimos para la cesión de las tierras una escritura notarial, y para el arreglo amistoso, un escrito privado; también es un documento. Cada cual debe quedarse con lo suyo, ¿no es verdad, señor juez? (Al decir esto, le presentó un papel sellado, exstendido.)
    ISIDORO PATURÓN.—No es verdad.
    EL JUEZ DE PAZ.—Cállese usted. Ya le llegará su turno. (Leyendo.) «El firmante, Isidoro Paturón, se compromete con toda formalidad a vivir en compañia de la señora Bascule, atendiéndola y sirviéndola como se merece, mientras viva, en pago de los favores recibidos. Gorgeville, cinco de agosto de mil ochocientos ochenta y tres» (Acabada la lectura y apartando la vista del papel, siguió hablando.) Hay una cruz en vez de firma. ¿Es que usted no sabe firmar?
    ISID0R0.—No sé firmar, señor juez
    EL JUEZ.—¿Reconoce usted que hizo esa cruz?
    ISIDORO.—No; no la hice, señor juez.
    EL JUEZ.—~Sabe usted quién la hizo?
    ISIDORO.—Ella; ella la hizo.
    EL JUEZ. — ¿Juraría usted que no hizo esa cruz?
    ISIDORO. — (Precipitándose.) Sobre la cabeza de mi padre, de mi madre, de mi abuelo, de mi abuela y del Cristo que me oye, juro que no la hice. (Tiende la mano, y escupe por el colmillo para reforzar su juramento.)
    EL JUEZ DE PAZ.—(Sin que le sea posible contener la risa.) ¿Qué género de relaciones tuvo usted con la señora Bascule, aquí presente?
    ISIDORO.—Pues... las relaciones que tienen los hombres y las mujeres... en la cama. Quiso que durmiéramos juntos. (Risa en el auditorio.)
    EL JUEZ.—¿Quiere usted decir que su trato con la señora Bascule no ha sido tan puro como ella supone?
    EL VIEJO.— (Adelantándose a dar su opinión, que nadie le pide.) tenía el mozo quince años, cuando me lo pervirtió.
    EL JUEZ.—¿Está usted seguro?
    EL VIEJO.—No tenía quince años Desde los diez le robustecía; lo engordaba, como se ceba un pavo para que sepa mejor después. Le atiborraba de comida, le hacía comer hasta reventar para que fuera un mozo potente. Y cuando le pareció que ya estaba en disposición de saborearlo...,hizo… lo que hizo… Me lo pervirtió.
    JUEZ.—Y ¿usted callaba, consintiéndolo?
    EL VIEJO.—Yo consentí, porque al cabo habría de suceder, con ella o con otra...
    EL JUEZ.—Pensando así, ¿de qué se lamenta?
    EL VIEJO.—De nada. ¡Oh! Absolutamente de nada; sólo que ya se hartó, llegando un día en que no pudo más; y es un hombre libre. Yo no me quejo; lo que es pedir que las leyes le protejan.
    LA SEÑORA BASCULE. —Estas gentes me abruman con sus mentiras y su desvergüenza. Lo cierto es que lo hice hombre.
    EL JUEZ.—¡Caramba!
    LA SEÑORA BASCULE. — Y ahora, faltando a su compromiso, me huye, me abandona y me quita lo mío: mis tierras. No se las di para que se divirtiese con otra.
    ISIDORO.—Señor juez, hace ya cinco años que yo me propuse dejarla, porque había engordado mucho, teniendo un vientre atroz; y un vientre así, no está bien; un vientre así es una cosa muy desagradable; yo no puedo... Y se lo dije; le dije que me iba. Entonces comenzó a llorar como una desesperada, y me prometió cederme sus tierras del Bec-de Mortin si continuaba con ella durante algunos años, cuatro o cinco solamente. Yo lo medité, y resolví aceptarlo. Era una proposición muy tentadora. Usted, ¿qué hubiera hecho en mi lugar, señor juez? Continué viviendo con ella cinco años, día por día, hora por hora. Estábamos, al fin, en paz; a cada uno lo suyo. ¡Valía bien la pena!
    (La mujer de Isidoro, hasta entonces callada y encogida, grito de pronto, con voz penetrante de cotorra:)
    —Pero mírela usted, mírela usted, señor juez. ¡Mire a esa tarasca, y dígame si no valía el campo que le dió, y mucho mucho más lo que le hizo hacer!
    EL VIEJO.—(Bajando la cabeza, convencido, repitió.) Si; valía mucho más lo que le hizo hacer!
    (La señora Bascule se desplomó en un banco, desmayada, y cayeron de sus ojos lagrimones como puños.)
    EL JUEZ DE PAZ. — (Suavemente y consolador.) ¿Qué quiere usted, señora? No puedo nada en este asunto. Usted hizo donación de las tierras de Bec-de-Mortin en una escritura notarial en toda regla. No es posible remediarlo. El estuvo en su derecho casándose y llevando al matrimonio los bienes que le había regalado usted. Yo no puedo inmiscuirme ahora en ciertas cuestiones de..., de... delicadeza... Estoy obligado a ver sólo en este asunto el aspecto legal. Siento no hallarme, señora, en condiciones de servirla.
    EL VIEJO.— (Con una especie de altivez, orgulloso de su victoria.) ¿Podernos irnos a nuestra casa?
    EL JUEZ.—Cuando quieran. El juicio terminó.
    (Isidoro, su mujer y su padre salieron; todos los campesinos los admiraban al pasar, como se admira siempre al vencedor en cualquier pleito. La señora Bascule se quedó lloriqueando, sentada)
    EL JUEZ DE PAZ. — (Sonriente) Tranquilícese usted, señora; tranquilícese usted; serénese, cálmese y... si me pidiera consejo... le diría..., le diría que buscara otro mocito…, para educarle con su protección... y hacerle hombre.
    LA SEÑORA BASCULE.— (Sorbiendo lagrimas.) Ya no lo encontraré...Ya no… Ya no...
    EL JUEZ.—Siento no poder indicarle alguno...
    (Ella dirigió sus ojos empañados hacia el Cristo que se retorcía en  la cruz. Luego se puso en pie y salió sollozando, angustiosa y afligida, cubriéndose la cara con el pañuelo.)
    EL JUEZ DE PAZ.—(Dirigiéndose al escribano y en tono burlesco.) Calipso no podía consolarse de la marcha de Ulises... (Se detuvo, mudando la expresión de su rostro para decir, en serio, con autoridad:) Siga usted llamando.
    EL ESCRIBANO.— (Entre diente) Celestino Hipólito Lecacheur... Próspero Magloire Dieulafait