UN RETRATO

   
    —¡Ahí va Millai!—dijo alguien cerca de mí.
    Miré al individuo a quien se referían, porque desde hacía mucho tiempo deseaba conocer a aquel Don Juan.
    No era ya joven. Sus cabellos grises, de un gris algo turbio, evocaban, el parecido de uno de esos gorros de piel con que se cubren la cabeza ciertos pueblos del Norte y también su barba fina, larga, que le caía sobre el pecho, producía una sensación de piel de animal. Estaba conversando con una señora, y se inclinaba hacia ella, le hablaba en voz baja, envolviéndola en una mirada dulce llena de homenajes y de caricias.
    Yo conocía su vida, por lo menos la parte que era del dominio público. Lo amaron con locura, y más de una vez hubo dramas en los que anduvo envuelto su nombre. Se hablaba de él como de un hombre muy seductor, casi irresistible. Interrogué en más de una ocasión a varias mujeres, porque éstas eran sus más entusiásticas panegiristas, para saber en qué consistía aquella fuerza suya, y todas me contestaron, después de pensarlo un rato:
    —No lo sé...; es que fascina.
     Guapo no se podía decir que fuese. Carecía en absoluto de las gracias que supone debe poseer el conquistador de corazones femeninos, Tenía interés yo por, descubrir dónde se ocultaba su seducción. ¿Era cosa, tal vez, de su ingenio? Nadie me había citado una frase suya, ni siquiera me habían elogiado su inteligencia... ¿Estaría en la mirada? Era posible... ¿O en su voz? Hay voces impregnadas de sensualidad, irresistibles, que tienen el sabor de manjares exquisitos. Sentimos hambre de escucharlas, y el timbre de sus palabras nos produce el efecto de una golosina.
    Pasaba cerca un amigo y le pregunté:
    —¿Te tratas con Millai?
    —Sí.
    —Encárgate, pues, de presentarnos el uno al otro.
    Un minuto más tarde cambiábamos un apretón de manos y charlábamos entre dos puertas. las Discurría bien, se le oía con gusto, sin que dijese ninguna cosa extraordinaria. Su voz era, en efecto, hermosa, suave, acariciadora, musical; pero yo había oído otras más cautivadoras, más excitantes. Se le escuchaba con agrado, lo mismo que se ve correr un manantial cristalino. No era necesario poner en tensión el pensamiento para seguirle; no había ningún oculto sentido que mantuviese despierta la curiosidad, ni lograba tener en acecho el interés en espera de algo. Su día conversación era más bien tranquila, sin encender en nosotros el deseo de contestarle y de contrariarle, ni mantenernos en una aprobación embobada.
    Y tan fácil como escucharle, resultaba el mantener el diálogo él. En cuanto acababa de hablar se venia la contestación a los labios espontáneamente y surgían frases de respuesta como si lo que él acababa de decir las evocase con toda naturalidad.
    Una cosa me llamó la atención al poco rato. No hacia más de un cuarto de hora que nos habían presentado y ya lo trataba yo como a uno de mis amigos antiguos, pareciéndome que todo en su persona me era familiar de mucho tiempo atrás: su rostro, sus gestos, su voz, sus ideas.
    Le habían bastado unos minutos de charla para instalarse súbitamente en mi intimidad. No había ya puertas que nos separasen, y si él me lo hubiese pedido, le habría hecho yo, acerca de mí mismo, las confidencias que únicamente suelen hacerse a los más antiguos camaradas.
    Desde luego, allí había un misterio. Entre él y yo. y lo mismo debía de ocurrir entre él y todas las demás personas, hombres o mujeres, que la casualidad ponía en su camino, parecía que no existiesen esos portazos que cierran el acceso a la zona íntima de las personas, y que se abren, uno después de otro, a fuerza de tiempo, cuando la simpatía, la semejanza de aficiones, la identidad de cultura intelectual y el trato constante, han ido haciendo saltar poco a poco las cerraduras.
    Nos separamos al cabo de media hora, dándonos mutuamente la seguridad de visitarnos con frecuencia y quedando yo invitado a almorzar. dos días después en su casa, cuyas señas me dio.
    Llegué antes de la hora, porque la había olvidado; él no había vuelto a casa todavía. Un criado, correcto y. mudo, me abrió la puerta de acceso a un salón algo oscuro, Intimo, recogido. Me sentí a mis anchas en él, como si estuviese en mi propia casa. Me ha llamado muchas veces la atención la influencia que ejerce la disposición interior de una casa en el carácter y en el espíritu. Hay habitaciones en las que uno parece sentirse como apagado; en otras, por el contrario, nos sentimos siempre llenos de inspiración. Algunas nos entristecen, aunque sean luminosas, blancas y brillantes; y otras nos alegran, a pesar de sus colgaduras de matices suaves. Al igual que nuestro corazón, nuestras pupilas sienten odios y ternuras, de las que no sabemos nada, pero que se imponen sigilosamente, de un modo furtivo, a nuestra disposición temperamental. Y lo mismo que el aire libre de los bosques, del mar o de la montaña modifica nuestra condición física, la armonía de los muebles y de las decoraciones murales y el estilo del conjunto actúan instantáneamente sobre nuestra condición intelectual.
    Me senté en un diván atestado de almohadones, y tuve la sensación de que aquellas bolsas de plumón revestidas de seda me sostenían, me levantaban, me acolchaban, como si en aquel mueble estuviese vaciada de antemano la forma de mi cuerpo en un sitio determinado.
    Me puse a mirar. No había nada de extraordinario en la habitación; por todas partes, cosas bellas, pero modestas; muebles sencillos, pero poco vistos; cortinajes de Oriente que no parecían proceder del Louvre, sino del interior de un harén, y en frente de mí, un retrato de mujer. Era de tamaño regular, abarcaba la cabeza y la mitad superior del cuerpo, teniendo un libro en las manos. Representaba a una mujer joven, a pelo, peinada con bandas lisas y sonriendo tristemente. Quizá por no llevar nada en la cabeza o por la impresión que daba de naturalidad, me pareció que no había visto nunca un retrato que estuviese tan en su ambiente como aquél en aquella habitación. Casi todos los que he visto están como representando un papel, lo mismo si la retratada se nos muestra con sus atavíos más bellos y el peinado que mejor le sienta, muy sabedora de que, después de exhibirse ante el pintor, seguirá mostrándose ante todos los que contemplen el retrato, que si adopta una actitud de abandono, apareciendo en un calculado desaliño.
    Hay unas que aparecen en pie, majestuosas, en la plenitud de su belleza, con una expresión de altivez que con seguridad no fueron capaces de sostener mucho tiempo en su vida ordinaria. A otras se las ve hacer monerías, a pesar de la inmovilidad del cuadro, y en todas se observa algún detalle insignificante: una flor, una alhaja, un pliegue en la ropa o en los labios, que está allí porque lo ha querido el pintor, como efecto decorativo. Se adivina algo que no es natural en ellas, ya estén tocadas con un sombrero, luzcan un encaje en el peinado, o se muestren a pelo. ¿En qué consiste ese algo? No lo sabemos, porque no las hemos conocido’, pero tenemos la intuición de que es así. Se diría que están de visita en casa de personas a las que quieren agradar, a las que quieren producir la mejor impresión, y llevan bien estudiada su actitud, que lo mismo puede ser modesta que altanera.
    ¿Qué nos sugiere la mujer de este retrato? Estaba en su casa y no había allí más que ella. Sí, estaba sola, porque se sonreía como lo hacemos al pensar en algo que es al mismo tiempo triste y quizá dulce y no como sonreímos cuando sabemos que nos miran. Estaba tan sola y tan en su casa, que producía el vacío en aquel gran departamento; el vacío absoluto. Era la única que lo habitaba, llenándolo, animándolo; aunque entrase en él mucha gente y todos hablasen, se riesen y hasta cantasen, siempre estaría ella sola, con su sonrisa solitaria, y ella sería la única que le diese vida con su mirada de retrato.
     Era también única la mirada suya. Sin parecer verme, caía recta sobre mi, acariciadora y firme. Todos los retratos saben que la gente los mira, y, en respuesta, miran también, con ojos que ven, que piensan, que se pegan a nosotros y nos siguen desde que entramos en el cuarto en que ellos habitan hasta que salimos.
    Este de ahora no me veía a mí, no veía nada, aunque tuviese la mirada clavada en mí, recta. Se me vino a la memoria aquel extraordinario verso de Baudelaire:

    Y tus ojos que atraen, como los de un retrato.

    Me atraían, en efecto, de una manera irresistible, removiendo dentro de mí una turbación extraña, fuerte, nueva, aquellos ojos pintados que tuvieron vida y que quizás. la tuviesen todavía. De aquel cuadro oscuro y de aquellos ojos impenetrables emanaba un encanto infinito y enervante, como el de una brisa que pasa, fascinador, como un cielo que muere en un crepúsculo lila, rosa y azul, un poco melancólico como la noche que viene después. Aquellos ojos, obra de algunas pinceladas, escondían en ellos el misterio de algo que parece existir, pero que no tiene corporeidad, de algo que unos ojos de mujer puede expresar, de algo que hace brotar en nosotros el amor.
    Se abrió la puerta. Entró el señor Millai. Se disculpó de llegar retrasado y yo .de haber llegado antes de tiempo. Luego le pregunté:
    —¿Sería indiscreto preguntarle quién es esa señora?
    El me contestó:
    —Es mi madre, que murió de muy joven.
    Y entonces comprendí de dónde nacía la inexplicable seducción de aquel hombre.