UN SUEÑO

     
     Desde que se casó, y hacia ya tres años, no había salido nunca del valle de Giré, donde su marido tenía dos fábricas de hilados, viviendo tranquila, sin hijos, feliz, en su casa oculta entre los árboles.
     El señor Vasseur, que la llevaba muchos años, era muy bueno. Ella le quería y nunca un pensamiento culpable había entrado en su corazón. Su madre pasaba todos los veranos con ellos en Giré, y volvía de nuevo a París en cuanto comenzaban a caer las hojas.
     Cada otoño Juana tosía un poco. El estrecho valle por el cual serpenteaba el río era húmedo y brumoso durante cinco meses del año. Una tenue niebla se formaba primero sobre los prados y el paisaje aparecía como un extenso lago, sobre cuya superficie flotaran los tejados de las casas. Luego aquella blanca nube subía como una marea, envolviéndolo todo, convirtiendo el valle en un país de fantasmas, donde los hombres, a diez pasos uno de otro, se
cruzaban sin reconocerse. Los troncos de los árboles, entre jirones de niebla, se cubrían de musgo con tanta humedad.
     Pero las gentes que pasaban por las cercanías, de la brumosa blancura del valle veían surgir las dos chimeneas gigantes de las fábricas del señor Vasseur, que arrojaban día y noche al cielo sus enroscadas columnas de humo negro. Era la única señal aparente de vida en aquel hoyo cegado por una masa de algodón.
     Al llegar el mes de octubre, el médico aconsejó a Juana que se fuera con su madre a Paris; el húmedo ambiente del valle no era lo más recomendable para sus pulmones.
     Y Juana se fue.
     Al principio sólo pensaba en su hogar abandonado, en sus costumbres, en sus muebles que le inspiraban cariñosa ternura; pero al fin se hizo a la vida nueva, y se fue aficionando a diversiones mundanas, a banquetes, a teatros, a bailes.
     Había conservado hasta entonces sus modales de soltera, algo de indeciso y de soñoliento, un andar vago, una sonrisa forzada. Y de pronto apareció vivaracha y alegre, dispuesta siempre a divertirse. Los hombres la pretendieron. Ella se distrajo con sus palabras, jugó con sus galanterías, muy segura de si, un tanto desilusionada en asuntos de amor, por lo que de tales cosas la hizo conocer el matrimonio.
     La sola idea de entregarse a las groseras caricias de aquellos personajes barbudos le producían risa y repugnancia a un tiempo. Se preguntaba con estupor cómo algunas mujeres podían consentir ciertos contactos íntimos con amantes después de verse obligadas a tolerarlos con el esposo. Juana hubiera estimado más al señor Vasseur, si viviesen como dos amigos, limitándose a los castos besos, que son las caricias de las almas.
     Pero se divertía mucho con las atenciones obsequiosas y con los deseos revelados por los ojos de sus pretendientes y jamás por ella sentidos, con los ataques directos, las declaraciones hechas al oído por sus acompañantes, mientras pasaban del comedor al salón, y las palabras dichas tan levemente que se hacía indispensable adivinarlas; todo aquello que no conmovía su alma ni su carne, hormigueando en su coquetería inconsciente, llenándola de satisfacción y haciendo sonreír sus labios, chisporrotear sus ojos y estremecer su corazón femenino, que recibía las adoraciones como un homenaje forzoso.
     Le agradaban esas entrevistas al declinar la tarde, junto a la chimenea, en el salón casi oscuro, cuando el hombre insiste inquieto, balbuciente; cuando tiembla y cae de rodillas. Era para Juana un placer exquisito y nuevo contemplar aquellas pasiones fogosas que no compartía; decir «no» con la cabeza y con los labios, retirar sus manos, levantarse y pedir luces con la mayor frialdad, y ver alzarse confuso y rabioso, para que no le sorprendiera el criado en postura tan humilde, al infeliz que suplicaba temblando a sus pies.
     Juana sabía reír secamente para helar una frase abrasadora; tenía palabras duras que lanzaba como un jarro de agua fría sobre las promesas ardientes, y entonaciones capaces de convertir en suicidas a los verdaderos enamorados.
     Dos jóvenes, entre todos, la perseguían con obstinación, y eran completamente diferentes el uno del otro. Pablo Peronel, un buen mozo, galante y atrevido, afortunado con las mujeres, y que sabía escoger y aguardar las ocasiones. El señor D’Avancelle, que acercándose a Juana se estremecía, no atreviéndose apenas a expresar su ternura, pero siguiéndola come la sombra, confesando sus deseos desesperados en miradas penetrantes.
     Ella llamaba Capitán Esttuendo al primero y Cordero Fiel al segundo, acabando por hacer de éste una especie de esclavo, sujeto a sus caprichos y del que usaba como de un lacayo.
     Poco se hubiera reído Juana si le dijeran que acabaría queriéndole.
     Y, sin embargo, le quiso de un modo especial. Como a todas horas le veía, se acostumbró a su voz, a sus gestos y a sus maneras, como se acostumbra uno a todo lo que ve continuamente.
     Con frecuencia el rostro de el Cordero Fiel se le aparecía en sueños obstinadamente, como era en realidad: dulce, delicado y humilde amante; ella despertaba poseída por esas imaginaciones, creyendo sentirle y oírle aún. Pero una noche—tenía fiebre, sin duda—Juana se vio sola con él en un bosquecillo, sentados juntos sobre la hierba.
     El decía frases encantadoras, oprimiendo y besando sus manos. Ella sentía el calor de su piel, su agitado aliento, y, sencillamente, sin extrañarse de lo que hacía, le acariciaba los cabellos.
     En el sueño pasan las cosas de muy distinta manera que en la vida. Juana rebosaba ternura por él, una ternura tranquila y profunda, dichosa de tocar aquella frente y de sentirle junto a ella. Poco a poco el amante la envolvía entre sus brazos, la besaba en las mejillas y en los ojos sin que Juana tratase de huir, y sus labios acabaron encontrándose. Entonces ella se abandonó.
      Aquello—la realidad no tiene éxtasis tan profundos—fue un momento de dicha inconcebible y sobrehumana, ideal y carnal, enloquecedora, imborrable.
      Juana despertó vibrando conmovida, y no pudo volver a dormirse; se sentía obsesionada, poseída por él.
     Y cuando le vio realmente se turbó, y mientras él hablaba con timidez de sus amores, ella recordaba sin cesar, no pudiendo evitarlo; recordaba sin cesar la caricia suprema del ensueño delicioso.
     Le amaba; le amaba con singular ternura, exquisita y sensual, fundada sobre todo en el recuero de aquel sueño, aun cuando ella temía que llegase a realizarse el deseo despertado ya en su alma.
     El acabó comprendiéndolo, ella se lo confesó todo, hasta el miedo que le inspiraban sus besos; y le hizo jurar que la respetaría.

     ***

     La respetó. Pasaron largas horas de amor exaltado, en las cuales solamente sus almas se acariciaban, separándose al fin enervados, desfallecidos, febriles.
     Sus labios alguna vez se unían, cerrando los ojos, saboreaban aquella caricia larga, siempre ideal y pura.
     Juana comprendió que no resistiría más tiempo, y para evitar una caída segura escribió a su marido que deseaba volver al valle y reanudar allí su vida tranquila, solitaria.
     El señor Vasseur contestó una carta bonachona, disuadiéndola de volver a medio invierno y exponerse al cambio brusco y a las brumas glaciales.
     Juana se aterró, indignándose contra el marido confiado, que no comprendía, que no adivinaba las dichas de su corazón.
     Se presentó febrero luminoso y templado, y aun cuando Juana temía encontrarse largo rato a solas con su Cordero Fiel, aceptó en su compañía un paseo en coche al anochecer. Hubiérase dicho que aquella tarde la savia del mundo entero despertaba; de tal modo era tibio el ambiente. Llegaba la noche y el coche iba al paso; ellos muy juntos y con las manos enlazadas.
      «Esto acabó, esto acabó; estoy perdida», pensaba ella, sintiendo un deseo implacable, una imperiosa necesidad de aquella suprema caricia que se le había ofrecido tan completa en un sueño. A cada instante sus bocas se buscaban, se unían, y se apartaban para volver a encontrarse. El Cordero Fiel no se atrevió a subir con ella cuando llegaron a su casa y se despidió en la puerta, dejándola turbada y desfallecida.
      Pablo Peronel la aguardaba en el oscuro saloncito.
     Al darle la mano sintió que ardía y se puso a decirle a media voz frases galantes, meciendo su alma femenina con el encanto de palabras amorosas. Ella le oía en silencio, creyendo aún oir al otro, creyendo sentirle contra ella en una especie de alucinación. La imagen del amante la obsesionaba. No comprendía que hubiese otro hombre para ella en el mundo, y cuando sonaron en su oído las palabras «te amo», «te amo», era su amante quien las pronunciaba, era su amante quien iba besando sus dedos, era su amante quien la oprimía contra su pecho como poco antes en el coche; su amante quien buscaba en sus labios caricias victoriosas, quien la enlazaba y a quien se abandonó con toda la vehemencia de su alma, con todo el ardor exasperado de su carne.
     Al darse cuenta de aquella realidad, que parecía un sueño, Juana lanzó un grito espantoso.
     El Capitán Estruendo, de rodillas junto a ella, le daba las gracias apasionadamente por su complacencia, besando sus cabellos desprendidos.
     Juana gritó:
     —¡Váyase usted, váyase usted, váyase usted.!
     Y como él, no comprendiendo lo que ocurría, trató de abrazarla, ella, evitándole, rugió:
     —¡Canalla!, le odio a usted, me ha robado; váyase de aquí.
     El se levantó sin más explicaciones, y cogiendo el sombrero, se fue.

     ***

     Al día siguiente Juana volvió al valle.
     Su esposo, sorprendido, la reprendió por aquella solución que podía ser perjudicial para su salud.
     —No me acostumbro a vivir lejos de ti—arguyó Juana.
     El marido la encontró cambiada, más triste que antes, y al preguntarle: «¿Qué tienes? ¿Qué te hace infeliz? ¿Qué deseas?», ella contestó:
     —Nada. Solamente los sueños son agradables en la vida.
     En verano, Cordero Fiel fue a visitarla.
     Juana le recibió sin turbación y sin pena, comprendiendo de pronto que sólo le había querido en un sueño, del cual Pablo Peronel la despertó brutalmente.
     Pero el joven, que no dejaba de adorarla, pensó, yéndose de allí: «Las mujeres son criaturas bien extrañas y de complicaciones inexplicables.»