UNA NOCHE

   
    El Kléber acababa de echar el ancla, y yo contemplaba maravillado el admirable golfo de Bougie, que se abría delante de nosotros. Los bosques-cabilas cubrían las altas montañas; a lo lejos, amarillentas arenas ofrecían al mar una orilla de polvo dorado, y el sol derramaba torrentes de fuego sobre las blancas casas de la pequeña población.
    La cálida brisa, la brisa africana, traía a mi gozoso corazón el fuerte perfume del desierto, el olor del gran continente misterioso donde el hombre del Norte no penetra jamás. Tres meses hacía que vagaba por aquel mundo profundo y desconocido, por las costas de aquella tierra fantástica del avestruz, del camello, de la gacela, del hipopótamo, del gorila, del elefante y del negro. Había visto al árabe galopar empujado por el viento, como una bandera que flota, vuela y desaparece; me había acostado bajo la oscura tienda, en la errante morada de esas blancas aves del desierto.
    Estaba ebrio de luz, de fantasía de espacio.
    Ahora, después de la última excursión, sería necesario marchar, volver a Francia, ver a París, la ciudad de la charla inútil, de los cuidados insignificantes, de los innumerables apretones de manos. Tendría que despedirme de aquellas cosas queridas, tan nuevas, apenas entrevistas, que tanto iba a echar de menos.
    Una verdadera flota de barcas rodeaba al paquebote. Salté a una de ellas, donde remaba un negrito, y muy pronto estuve en el muelle, cerca de la vieja puerta sarracena, cuyas grises ruinas, a la entrada de la ciudad-cabila, parecen un escudo de armas de añeja nobleza.
    Parado me encontraba en mitad el puerto, en pie al lado de mi equipaje, mirando en la bahía al enorme navío anclado, y, estupefacto de admiración ante aquella costa única, ante aquel circo de montañas bañadas por las azules olas, más hermoso que el de Nápoles, tan hermoso como los de Ajaccio y Porto, las grandes poblaciones de Córcega, cuando sentí caer sobre mí espalda una pesada mano.
    Volviéndome al punto me hallé delante de un hombre de elevada estatura y larga barba, con sombrero de paja y blanco traje de franela, y que, en pie al lado mío, me examinaba con sus ojos azules.
    —¿No es usted mi antiguo compañero de colegio?—me dijo.
    —¡Es posible! ¿Cómo se llama usted?
    —Trémoulin.
    —¡ Voto al infierno! ¡ Mi antiguo condiscípulo! ¡ Venga esa mano!
    —Te he reconocido inmediatamente.
    Y su larga barba rozó mis mejillas.
    Aquel hombre parecía tan contento, tan alegre, tan feliz con mi presencia que, en un impulso de amistoso egoísmo, estreché fuertemente las dos manos de aquel camarada de otro tiempo, sintiéndome a mi vez muy satisfecho del encuentro.
    Trémoulin había sido para mi, durante cuatro años, el más intimo, el mejor de aquellos compañeros de clase que tan pronto olvidamos al salir del colegio. Era entonces un muchacho de cuerpo largo y delgado, que sustentaba una cabeza demasiado grande, una enorme cabeza redonda, pesada, que inclinaba el cuello tan pronto a un lado como a otro, y aplastaba el augusto pecho de aquel alto colegial de largas piernas.
    Inteligentísimo, dotado de una maravillosa facilidad, de una rara comprensión, de una especie de intuición instintiva para todos los estudios literarios, Trémoulin era el alumno más aprovechado de nuestra clase. Se tenía en el colegio el convencimiento de que, andando los años, sería un hombre ilustre, un poeta sin duda, porque hacia versos y era un ingenioso sentimental. Su padre, farmacéutico en el barrio del Panteón, no pasaba por rico.
    Después del bachillerato le había perdido de vista.
    —¿Qué haces aquí?—exclamé.
    —Soy colono.
    —¿Eh? ¿Plantas?
    —Y cosecho.
    —¿Qué cosechas?
    —Uvas, con las que hago vino.
    —Y ¿van bien los negocios?
    —Van muy bien.
    —Lo celebro, amigo mío.
    —¿Te dirigías a la fonda?
    —Es claro.
    —Pues bien: te hospedarás en mi casa.
    —Pero...
    —No hay más que hablar.
    Y dijo al negrito, que espiaba todos nuestros movimientos:
    —A mí casa, Alí.
    Alí respondió al punto:
    —Está bien, señor.
    Luego echó a correr con mi maleta al hombro, sacudiendo y levantando polvo con sus negros píes.
    Trémoulin me cogió del brazo y me obligó a seguirle. Lo primero que hizo fue dirigirme varias preguntas acerca de mi viaje, sobre las impresiones; y viendo mi entusiasmo, aún se mostró más afectuoso.
    Su vivienda era una vieja casa morisca, con patio interior, sin balcones a la calle y dominada por una terraza más alta que las de todas las viviendas contiguas desde la cuál se divisaban el golfo y los bosques, las montañas y el mar.
    —¡Ah! ¡Esto es lo que a mi me gusta! —exclamé—. Todo el Oriente penetra en mi corazón, mirando desde esta casa. ¡Oh, qué dichoso eres viviendo aquí! ¡Qué noches debes de pasar en está terraza! ¿Duermes en ella?
    —Todo el estío: subiremos esta noche. ¿Te gusta la pesca?
    —¿Qué pesca?
    —La pesca con hachones.
    —¡Oh, mucho!
    —Pues bien: pescaremos después de cenar. Y en seguida regresaremos para tomar en la terraza unos sorbetes.
    En cuanto me hube bañado, me hizo visitar la deliciosa ciudad-cabila, una verdadera cascada de casas blancas rodando hacia el mar; regresamos al anochecer, y después de una exquisita comida, bajamos al puerto.
    Sólo se veían las luces de las calles y las estrellas, esas grandes estrellas relucientes, chispeantes, del cielo de África.
    En un rincón del puerto, una barca esperaba. En cuanto estuvimos en ella, un hombre, cuyo rostro no pude distinguir, se puso a remar, en tanto que mi amigo preparaba el brasero que había de alumbrarnos en breve.
    —Has de saber—me dijo—que yo soy quien tira el arpón. No tengo rival en el manejo de ese instrumento.
    —Te felicito.
    Habíamos costeado una especie de muelle y nos encontrábamos en una pequeña bahía limitada por altas rocas, cuyas sombras tenían la apariencia de torres levantadas en el agua, y observé de pronto que el mar estaba fosforescente. Los remos, que sacudían al agua con lentitud, con regularidad, producían en ella, a cada golpetazo, un fulgor movible y sorprendente, que huía en seguida a lo lejos detrás de nosotros, extinguiéndose. Yo, inclinándome, miraba aquella capa de pálida claridad desmenuzada por los remos, aquel inexplicable fuego del mar, aquel fuego frío que un movimiento enciende y que muere en cuanto se calma el oleaje.
    Los tres, sumergidos en las tinieblas, nos deslizábamos sobre aquella claridad.
    ¿Adónde íbamos? Yo no veía a mis compañeros; sólo veía los luminosos remolinos y las chispas de agua arrancadas por los remos. Hacia calor, mucho calor. La sombra parecía calentada en un horno, y mi corazón se turbaba en aquel viaje misterioso con aquellos dos hombres en aquella silenciosa embarcación.
    Los flacos perros árabes, de pelo rojo, nariz puntiaguda y ojos brillantes, aullaban a lo lejos, como aúllan todas las noches en esa tierra desmesurada, desde las orillas del mar hasta el fondo del desierto, donde campan las tribus errantes. Los zorros, los chacales y las hienas respondían; y, no muy lejos debía de gruñir, sin duda, algún león solitario en un desfiladero del Atlas.
    Súbitamente, el que remaba se detuvo. ¿Dónde estábamos? Un pequeño ruido sonó detrás de mi. Surgió la llama de una cerilla, y vi una mano, sólo una mano, llevando la ligera llama hacia la hornilla de hierro suspendida en la delantera de la embarcación y cargada de leña como una hoguera flotante.
    Yo miraba aquello sorprendido, como si el espectáculo hubiera sido perturbador y nuevo, y seguí emocionado la pequeña llama, que llegando al borde del hogar, prendió en un puñado de brezos secos que crepitaron de pronto.
    Entonces, en la noche adormecida, en la pesada noche ardiente, brotó una vivísima llama, iluminando, bajo un dosel de tinieblas que pesaba sobre nosotros, la barca y a los dos hombres, un viejo marinero flaco, arrugado y canoso, con un pañuelo anudado en torno de la cabeza, y Trémoulin, cuya rubia barba relucía.
    —¡Adelante! —dijo.
    El otro remó y nos pusimos de nuevo en marcha, en medio de un meteoro, bajo la cúpula de sombra movible que se paseaba con nosotros.
    Trémoulin echaba continuamente lejía en el brasero, que ardía más y más, brillante y rojo.
    Inclinándose otra vez, distinguí el fondo del mar. A pocos pies de la embarcación se desarrollaba lentamente, a medida que pasamos, el extraño país del agua, agua que vivifica, como el aire del cielo, plantas y animales. Introduciendo el brazo hasta las rocas en viva luz, nos deslizábamos sobre bosques sorprendentes de hierbas rojizas, sonrosadas, verdes y amarillentas. Entre ellas y nosotros, un cristal de admirable transparencia, un cristal líquido,  casi invisible, las hacía fantasticas, las llevaba a un ensueño, al ensueño que despiertan los profundos océanos. Aquella nda tan límpida, que no se distinguía, que más bien se adivinaba,  ponía entre aquellas vegetaciones y nosotros algo perturbador como la duda de la realidad, haciéndolas misteriosas como los paisajes de los sueños.
    A veces las hierbas llegaban a la superficie con la apariencia de cabellos, movidas apenas por la lenta marcha de la embarcación.
    En medio de ellas, plateados pececillos se deslizaban, huían, desapareciendo apenas vistos. Otros, adormecidos aún, flotaban suspendidos en medio de aquellas marañas acuáticas, relucientes y diminutos, casi imperceptibles. De cuando en cuando, una langosta corría hacia un agujero para ocultarse, o bien una medusa azulada y transparente, invisible casi, flor de un azul pálido, verdadera flor marina, dejaba arrastrar su cuerpo líquido en nuestro ligero remolino; súbitamente, el fondo desaparecía, descendiendo más, mucho más, en una espesa niebla vidriosa. Y entonces se distinguían vagamente grandes rocas y sombríos restos de buques sumergidos, apenas iluminados por el brasero.
    Trémoulin, en pie en la delantera, inclinado el cuerpo, teniendo en las manos el tridente de agudas puntas que se llama arpón, escrutaba las rocas, las hierbas, el mudable fondo del mar, con encendidas pupilas de bestia que caza.
    De repente dejó resbalar en el líquido, con un movimiento vivo y suave, la punta de su arma, para lanzarla en seguida como una flecha, con tal prontitud, que alcanzó a la carrera a un enorme pez que huía a nuestro paso.
    Yo no había visto más que el movimiento de Trémoulin, pero le oí gruñir de alegría; y cuando levantó su arpón sobre la claridad de la hoguera, distinguí un animal que se retorcía atravesado los dientes de hierro. Era un congrio. Después de contemplarle habérmelo enseñado, paseándolo por encima de la llama, mi amigo lo arrojó al fondo de la embarcación. La serpiente manrina, con cinco agujeros en el cuerpo, se deslizó, se arrastró, rozando mis pies, en busca de un agujero para huir; y habiendo encontrado entre los tablones de la embarcación un pequeño charco de agua salobre, penetró en él y se enroscó, ya casi muerta.
    Desde entonces, de minuto en minuto, Trémoulin cogía con una destreza sorprendente, con la rapidez del rayo, con una seguridad milagrosa, todos los extraños moradores del agua salada. Veía uno tras otro pasar por encima del fuego, con las convulsiones de la agonía, lobos plateados, sombrías lampreas manchadas de sangre, erizos de mar, extraños animales que escupían tinta y ennegrecían el mar por unos instantes en torno de la embarcación.
    A la vez me parecía estar oyendo constantemente chillidos de aves a nuestro alrededor, en la noche oscura, y levantaba la cabeza esforzándome para ver de dónde procedían aquellos agudos silbidos, próximos o lejanos, cortos o prolongados. Eran innumerables, incesantes, como si una nube de alas se hubiera cernido sobre nosotros, atraídas sin duda por la llama. A veces estos rumores engañaban el oído y parecían salir del agua.
    Pregunté:
    —¿Qué es lo que silba asi?
    —Hombre, son las ascuas que caen.
    En efecto, el brasero sembraba el mar de una lluvia de carbones encendidos. Caían rojos o ardiendo aún, y se extinguían con un lamento dulce, penetrante, extraño, que tan pronto era un gorjeo como un corto llamamiento de emigrante que pasa. Gotas de resina caían asimismo zumbando como balas o como abejorros, y morían bruscamente sumergiéndose; hubiéraselas creído verdaderas voces de seres, un inexplicable y débil rumor de vida errante en la sombra que nos envolvía. Trémoulin gritó de pronto:
    —¡Ah..., pícara!
    Lanzó su arpón, y, al levantarlo-vi, envolviendo sus dientes y pegado a la madera, una especie de enorme harapo de carne roja que palpitaba y se movía, enrollando y desenrollando largos, blandos y fuertes apéndices cubiertos de chupadores en torno del mango del tridente. Era un pulpo.
    Acercó a mí aquella presa, y distinguí los dos enormes ojos del monstruo que me miraban, ojos saltones, turbios y terribles, surgiendo de una especie de bolsa semejante a un tumor. Creyéndose libre, el animal alargó lentamente uno de sus tentáculos, cuyas blancas ventosas vi avanzar hacia mí. Su punta era delgada como un hilo, y en cuanto aquella pierna devoradora se hubo agarrado al banco, se levantó otra, desplegándose para seguirla. Se sentía allí dentro, en aquel cuerpo musculoso y blando, en aquella ventosa viva, rojiza y fofa, una fuerz irresistible.
    Trémoulin había sacado su cuchillo, y con un brusco movimiento se lo introdujo al animal entre los ojos.
    Se oyó un suspiro, un rumor de aire que se escapa, y el pulpo cesó avanzar.
    Sin embargo, aún no estaba muerto, porque la vida es tenaz en estos cuerpos nerviosos; pero su vigor estaba destruido, roto su aparato chupador, y ya no podía beberse la sangre, absorber y vaciar el caparazón de las langostas. Trémoulin arrancaba de la embarcación, como para jugar con aquel agonizante, sus impotentes ventosas; y, presa súbitamente de una espantosa cólera, gritó:
    —Espera; voy a calentarte los pies.
    De un golpe de arpón volvió a cogerlo, y levantándolo de nuevo, le hizo pasar a través de la llama, frotando contra los enrojecidos barrotes de la hornilla las delgadas puntas de carne de los miembros del pulpo.
    Los músculos crepitaron, retorciéndose, enrojecidos, acortados por el fuego; y yo sentí dolor hasta la punta de los dedos ante el sufrimiento del horrible animal.
    —¡Oh, no hagas eso!—grité.
    El respondió con calma:
    —¡Bah! Esto no es nada, en comparación de lo que merece.
    I.uego soltó sobre la barca el pulpo, mutilado, que se arrastró por entre mis piernas hasta el agujero lleno de agua salobre, donde se recogió para expirar en medio de los peces muertos.
    Y la pesca continuó aún largo rato, hasta que se acabó la leña.
    Cuando ya no hubo bastante para alimentar el fuego, Trémoulin arrojó al mar el brasero encendido, y la noche, suspendida sobre nuestras cabezas por la brillante llama, cayó sobre nosotros, sepultándonos de nuevo en sus tinieblas.
    El viejo remó otra vez lentamente. con golpes. regulares. ¿Dónde estaba el puerto, dónde la tierra, dónde la entrada del golfo y el extenso mar?
    Yo no lo sabía. El pulpo se movía aun a mis pies, y me dolían las uñas, como si a mi vez me las hubiesen quemado. De pronto divisé luces; entrábamos nuevamente en el puerto.
    —¿Tienes sueño ya?—me preguntó mi amigo.
    —No; nada de eso.
    —Entonces vamos a charlar, un poco a mi terraza.
    —Con mucho gusto.
    En el momento de llegar a la terraza, la luna, en cuarto creciente, surgió detrás de los montes. La cálida brisa se deslizaba a lentos soplos, llena de olores ligeros, casi imperceptibles, como si hubiese barrido a su paso el sabor de los jardines de todos los países quemados por el sol.
    En torno de nosotros, las blancas casas de cuadrados tejados descendían hacia el mar, y en ellos se distinguían formas humanas tumbadas o en pie, que dormían o meditaban bajo las estrellas; familias enteras envueltas en largos vestidos de franela, y descansando, en la tranquila noche, del calor del día.
    Me pareció de pronto que en mi entraba el alma oriental, el alma poética y legendaria de los sencillos pueblos de floridas ideas. Tenía el corazón lleno de la Biblia y de Las mil y una noches; oía a los profetas anunciar milagros, y veía en las terrazas de los palacios cruzar princesas con pantalones de seda, mientras quemaban en estufillas de plata finas esencias, cuyo humo adoptaba formas de genios.
    Dije a Trémoulin:
    —¡Qué suerte tuviste al encontrar esta casa!
    Me contestó:
    —La casualidad me trajo a ella.
    —¿La casualidad?
    —Sí; la casualidad o la desdicha.
    —¿Has sido desgraciado?
    —Muy desgraciado.
    Estaba en pie delante de mí, envuelto en su albornoz, y el tono con que hablara hizo correr un estremecimiento por mi piel; tan doloroso le encontré.
    Agregó al cabo de un instante de silencio:
    —Puedo contarte mi pena. Tal vez hablando de ella la sienta menos.
    —Explícate ya.
    —¿La quieres conocer?
    —Sí.
    —Pues escucha. Recordarás lo listo que yo era en el colegio: una especie de poeta criado en una farmacia. Soñaba con hacer libros, y lo intenté después de mi bachillerato. No me salió bien la prueba. Publiqué un volumen de versos y luego una novela, sin vender más los unos que la otra; luego hice una obra teatral que no llegó a representarse.
    Y me enamoré. No te contaré mi pasión. Junto a la tienda de papá puso la suya un sastre, el cual tenía una hija. La vi y la amé. Era inteligente, había obtenido premios por su conocimiento de las asignaturas que componen la segunda enseñanza, y tenía un espíritu vivo, animado, muy en armonía, por otra parte, con su persona. Se la hubiera creído de quince años, a pesar de tener veintidós. Era una mujer bajita, de rasgos, líneas y tono muy finos, como una delicada acuarela. Su nariz, su boca, sus ojos azules, sus rubios cabellos, su sonrisa, su talle, sus manos, todo parecía hecho para una vitrina y no para la vida al aire libre. Sin embargo, era vivaracha, despabilada y sumamente activa. Me enamoré locamente de ella. Recuerdo todavía dos o tres paseos al jardín del Luxemburgo, junto a la fuente de Médicis, que serán siempre con toda seguridad las mejores horas de mi vida. Conocerás seguramente ese estado extraño de tierna locura que nos obliga a pensar sólo en actos de adoración.
    El amante se convierte en un poseído, obsesionado por una mujer-y para él no existe nada fuera de ella.
    En breve nos desposamos. Le .comuniqué mis proyectos para el porvenir, que ella reprobó.
    No me creía ni poeta, ni novelista, ni autor dramático, y opinaba que el comercio, cuando prospera, puede proporcionar la verdadera dicha.
    Renunciando, pues, a componer volúmenes, me contenté con venderlos, y compré, en Marsella, la Librería Universal, cuyo propietarioo había muerto.
    Pasé allí tres buenos años. Habíamos hecho de nuestro almacén, una especie de salón literario, donde todos los hombres ilustres .de la ciudad iban de tertulia.
    Se entraba en nuestra casa como se entra en el circulo, y se cambiaban ideas sobre los libros, los planetas y, principalmente, acerca .de la política. Mi mujer, que dirigía la venta, gozaba de verdadera notoriedad en la población.
    En cuanto a mí, mientras se charlaba en la tienda, trabajaba en mi gabinete del primer piso, que comunicaba con la librería por una escalera de caracol. Oía las voces, las risas, las discusiones y a ratos soltaba la pluma para escuchar. Había empezado en secreto a escribir una novela... que no he terminado.
    Los concurrentes más asiduos eran el señor Montina, un rentista, gallardo y apuesto mozo, un hermooso muchacho del Mediodía, de pelo negro y ojos acariciadores; el señor Barbet, magistrado, los señores Faucil y Labarregue, comerciantes, y el general marqués de Fléche, jefe del partido realista, el personaje principal de la provincia, un señor de sesenta y seis años.
    Los negocios marchaban bien. Yo era feliz, muy feliz.
    Un día, a eso de las tres, haciendo unas diligencias, pasé por la calle de Saint-Ferreol, y vi salir de una casa a una mujer cuyo aspecto se asemejaba tanto al de la mía, que me hubiera dicho: <¡Es ella!>, a no haberla dejado algo indispuesta en el almacén una hora antes. Caminaba delante de mí con rápido paso, sin volverse. La seguí casi a pesar mío, sorprendido, inquieto.
    Me decía: «No es ella. No. De ningún modo, puesto que tenía jaqueca. Por otra parte, ¿qué habría ido a hacer a esta casa?»
    Sin embargo, quise cercionarme, y apreté el paso a fin de alcanzarla. No sé si me sintió, me adivinó o me reconoció en el modo de andar; lo cierto es que se volvió bruscamente. ¡Era ella! Al verme, se puso encarnadísima y se detuvo; luego dijo sonriendo:
    —¡Toma! ¿Eres tú?
    Yo tenía oprimido el corazón.
    —Sí. ¿Has salido? ¿Y tu jaqueca?
    —Sintiéndome algo mejor, he salido a hacer unas compras.
    —¿Adónde?
    —A la calle de Cassinelli, a casa de Lacaussade, con objeto de encargar unos lápices.
    Me miraba de frente. Ya no estaba encarnada; más bien la encontraba un poco pálida. Sus ojos claros y límpidos—¡ah los ojos de las mujeres!—parecían llenos de ingenuidad; pero sentí vaga, dolorosamente, que mentían. Permanecía delante de ella más confuso, más embarazado, más sobrecogido que ella misma, sin atreverme a sospechar nada, pero seguro de que mentía, ¿Por qué? Lo ignoraba.
    Me limité a decirle:
    —Has hecho bien en salir si te sentías mejor.
    —Si; mucho mejor.
    —Y ¿vuelves a casa?
    —Es claro.
    Me separé de ella y me puse a recorrer las calles solo. ¿Qué sucedía? Frente a ella tuve la intuición de su falsedad. Ahora ya no podía creerla un hecho; y cuando regresé a la hora de la comida me reconvine por haber dudado un segundo de su sinceridad.
    ¿Alguna vez has tenido celos? ¡Poco importa que los hayas tenido o no! Continúo. La primera gota de celos había caído en mi corazón. Estas gotas son gotas de fuego. No formulaba nada, no creía en nada. Sabía únicamente que había mentido. Piensa que todas las noches, cuando quedábamos los dos solos, luego de marcharse los clientes y la dependencia, ya fuésemos a dar una vuelta hasta el muelle, si hacía bueno, o ya permaneciésemos charlando en mi despacho, si el tiempo era desapacible, yo dejaba que mi corazón se abriese delante de ella con sincero abandono, porque la amaba. Ella era una parte de mi existencia, la principal, y toda mi alegría. En sus diminutas manos tenía mi alma cautiva, confiada y fiel.
    Durante los primeros días, esos primeros días de dudas y sufrimientos que transcurren antes de que la sospecha se precise y vaya en aumento, me sentía abatido y helado como cuando una enfermedad va apoderándose de nosotros. Sin cesar tenía frío, verdadero frío, y. ni comía ni dormía.
    ¿Por qué me mintió? ¿Qué hacía en aquella casa? Fui allá para tratar de descubrir algo.
    Nada pude saber. El inquilino del primer piso, un tapicero, me había informado acerca de todos los vecinos, sin que nada me pusiera sobre una pista. En el segundo habitaba una comadrona, en el tercero una modista y una manicura; y en las guardillas, dos cocheros con sus familias.
    ¿Por qué mintió? ¿No le hubiera sido igualmente fácil decirme que había ido a casa de la modista o a la de la manicura? ¡Oh! ¡Qué deseos tuve de interrogarlas también! No lo hice por miedo a que avisaran y conociera mis sospechas.
    El caso era que había entrado en aquella casa y me lo había ocultado. Se encerraba en esto un misterio. ¿Cuál?
    En ocasiones me imaginaba loables razones: que la habia llevado allí una buena acción que deseaba permaneciese oculta; que había ido en busca de unos informes; y me echaba entonces en cara mi injusta sospecha. ¿No tenemos todos el derecho de tener nuestros secretillos inocentes, una segunda vida interior, de la cual no se cuenta nada a nadie? Un hombre, por el hecho de habérsele dado por compañera una mujer, ¿puede exigir que no piense ni haga nada sin avisarle antes o después? ¿Significa la palabra matrimonio renuncia de toda independencia, de toda libertad? ¿No podría ser que hubiera ido a casa de una modista sin decirme nada o que la hubiese llevado allí el deseo de socorrer a la familia de uno de los cocheros? ¿No podría ser igualmente que su visita a aquella casa, sin ser culpable, fuese de tal índole que mereciera, no mis censuras, pero si la crítica mía? Ella me conocía hasta en mis manías más ocultas, y temía tal vez un reproche, al menos una discusión. Tenía las manos muy lindas y acabé por suponer que se las hacia cuidar en secreto por la manicura de la casa en cuestión y no lo confesaba por no parecer derrochadora. Siempre había sido partidaria de orden y del ahorro, y tenía además mil precauciones de mujer económica y entendida en los negocios. Confesando aquel ínfimo gasto de coquetería, indudablemente se hubiera considerado rebajada a mis ojos. ¡Tienen las mujeres tantas sutilezas y picardías nativas en el alma!...
    Pero mis razonamientos no lograban tranquilizarme. Tenía celos. La sospecha me desgarraba, me devoraba. Aquello no era todavía una sospecha, pero era la sospecha. Llevaba en mí un dolor, una angustia horrible, un pensamiento aún velado, y no me atrevía a alzar el velo que lo cubría por no encontrar debajo una horrible duda... ¡Un amante! ¡Sueño, sueño! ¿Tendría un amante? ¡Era inverosímil, imposible!... ¡Y sin embargo!
    La figura de Montina cruzaba sin cesar ante mis ojos. Veía a aquel guapetón de cabellos relucientes sonreírla, y no podía menos de decirme: «¡Es él!»
    Me imaginaba la historia de su pasión. Habían hablado a solas de un libro, discutido la aventura amorosa, encontrado algo que se los asemejaba, y de esta analogía habían hecho una realidad.
    Los vigilaba, presa del suplicio más horrible que pueda soportar un hombre. Había comprado botas con suelas de caucho a fin de andar sin hacer ruido, y me pasaba la vida subiendo y bajando la escalerilla de caracol para sorprenderlos. A veces hasta me dejaba resbalar cogido con ambas manos a la barandilla, adelantando la cabeza a fin de ver lo que hacían los dos. Luego tenía que subir hacia atrás con esfuerzos y trabajo infinito, después de  ver que mi dependiente los acompañaba en el almacén.
    No vivía; sufría. No podía pensar en nada, ni trabajar ni ocuparme de mis asuntos. En cuan salía, en cuanto había dado cien pasos en la calle, me decía: «¡Ya estará ahi el!», y volvía a casa. No le veía y salía de nuevo. Pero, apenas me había alejado nuevamente, pensaba: «  Ahora sí habrá ido!», y volvía al punto.
    De este modo pasaba el dia. La noche era aún más horrible, pues la sentía a mi lado, en mi cama. Estaba allí, durmiendo fingiendo dormir. ¿Dormía? No, indudablemente. ¡También aquello era un engaño!
    Yo permanecía inmóvil, tumbado boca arriba, abrasado por el calor de su cuerpo; jadeante y torturado. ¡Oh!, ¡qué deseo, deseo innoble y poderoso me acometía de levantarme, coger una bujía y un martillo y, de un solo golpe, romperle la cabeza, para ver lo que había dentro! Hubiera visto, lo sé de sobra, sesos y sangre. ¡Y nada hubiera sabido! ¡Era imposible saber nada! ¡Y sus ojos! Cuando los clavaba en mi, sentía una rabia loca. Se la mira... ¡Ella mira también! Sus ojos son transparentes, cándidos... ¡ y pérfidos, pérfidos, pérfidos!, y no puede adivinarse el pensamiento que encubren. Me acometían deseos de alfilereárselos, de quebrar aquellos espejos de falsedad. ¡Ah! ¡Como me explico la Inquisición! Le habría retorcido las muñecas con puños de hierro. «¡Habla...,confiesa! ... ¿No quieres? ¡Aguarda...¡»  Le hubiera oprimido un poco la garganta... «¡Habla... confiesa! ¿No quieres?...» Y hubiera apretado, apretado, hasta su estertor, hasta verla ahogarse, morir... O bien le hubiera quemado entonces los dedos a fuego lento... ¡Oh! ¡Con qué placer lo habria efectuado! « ¡ Habla..., habla!... ¿No quieres?» Se los hubiera mantenido sobre las ascuas, y se habrían quemado por las puntas... ¡Y habría hablado..., ya lo creo que habría hablado...

    *

    Trémoulin, en pie y cerrados los puños, vociferaba. En derredor de nosotros, sobre los tejados vecinos, las sombras se erguían, se despertaban, escuchaban, turbadas-en su reposo.
    Y yo, conmovido, dominado por un poderoso interés, veía delante de mí, en mí, en la noche, cual si la hubiese conocido a aquella mujercita, a aquel pequeño ser rubio, vivaracho y artero. La veía vender sus libros, hablar con los hombres, turbados por su apariencia infantil, y veía en su cabecita de muñeca las ideas solapadas, las locas fantasías, los ensueños de modistilla perfumada con muguete y enamorada de todos los héroes de las novelas de aventuras. Como a él, me inspiraba sospechas, y como él, la odiaba, la aborrecía y le hubiera quemado los dedos para que confesara.
    El infeliz prosiguió en tono mas tranquilo:
    —No sé por qué te cuento esto. Jamás hablé de ello a nadie. Pero también es verdad que no he visto a nadie en dos años. ¡No he hablado con nadie, con nadie! Y todo esto se removía en mi corazón como inmundicia que fermenta. Lo vacío. Peor para ti.
    Pues bien: me equivocaba. Lo que estaba ocurriendo era más repugnante aún de lo que yo había creído, más repugnante que todo. Escucha. Me valí del medio que más se practica: fingí ausencias. Cada vez que me marchaba, mi mujer iba a almorzar fuera de casa. No te referiré cómo compré un mozo de una fonda para sorprenderlos.
    La puerta de su gabinete debía abrirse ante mí, que me presenté a la hora convenida con el camarero, con la resolución formal de matarlos. Desde la víspera estaba viendo la escena como si ya hubiese tenido lugar. ¡Yo entraba! Una mesita cubierta de copas, botellas y platos la separaba de Montina. Yo, sin pronunciar una palabra, dejaba caer sobre la cabeza del hombre el puño de plomo de mi bastón. Muerto de un golpe, él caia de bruces sobre el mantel. Me volvía acto seguido hacia ella y le daba tiempo—unos segundos—para comprender, y alargar hacia mi las manos, loca de terror, antes de morir a su vez. ¡Oh! Me sentía pronto fuerte, decidido y satisfecho, satisfecho hasta la embriaguez. La idea de la mirada de extravío que ella dirigía a mi bastón levantado, de sus manos tendidas hacia mi, del grito que saldría de su garganta, de su rostro - súbitamente lívido y convulso, vengándome de antemano. ¡A ella no la mataría al primer golpe! Me encuentras feroz, ¿verdad? ¡Es que no sabes lo que se sufre al pensar que una mujer, esposa o querida, quien se ama, se da a otro, se entrega a él como a uno mismo, acogiendo sus labios como los nuestros! ¡Es una cosa atroz, espantosa! Cuando se ha conocido un día de este sufrimiento, se es capaz de todo. ¡Oh! ¡Me admira que no haya más asesinatos; porque todos los que han sido engañados desearon matar, gozaron con esa muerte soñada, hicieron, solos en su cuarto o en caminos solitarios, acosados por la alucinación de la venganza, el gesto de estrangular o de aplastar!
    Llegué a la fonda. Pregunté: «¿Están ahí?» El mozo comprado me contestó: «Ahí están»; me hice subir una escalera, y mostrándome una puerta, dijo: «En. ese cuarto» Yo oprimí el bastón como si mis manos hubieran sido de hierro. Entré.
    No pude escoger con más acierto el instante. Se besaban; pero no era Montina. ¡Era el general de Fléche, aquel general que contaba sesenta y seis años!
    Tan seguro iba yo de encontrar al otro, que me quedé inmóvil de sorpresa.
    Luego..., luego... Todavía no sé que ocurrió en mi..., no..., ¡no lo sé! ¡ En presencia del otro, el furor me habría puesto convulso. En presencia de aquél, delante de aquel viejo ventrudo y de fofas mejillas, el asco se apoderó de mí. ¡Ella, tan menuda, que parecía tener quince años, se entregaba a aquel hombre gordo, gastado, porque era marqués, general y el amigo y representante de los reyes destronados! No, no sé lo que sentí ni lo que pensé. ¡Alzar la mano sobre aquel viejo! ¡Qué vergüenza! ¡Ya no tenía deseo de matar a mi mujer, sino a todas las mujeres capaces de hacer cosas semejantes! ¡Ya no estaba celoso, estaba aturdido, como si hubiese visto el horror de los horrores!
    Dígase lo que se quiera de los hombres, su vileza no llega a ser tanta. Cuando se sabe de uno que se ha abandonado de esa manera, se le señala con el dedo. El esposo o amante de una mujer.vieja es más despreciado que un ladrón. Nosotros somos limpios, amigo; pero ellas..., ¡ellas son meretrices de sucio corazón! Son de todos, de los jóvenes y de los viejos, por razones despreciables y distintas, porque tal es su profesión, su vocación y su función. Son las eternas, inconscientes y serenas prostitutas, que entregan su cuerpo sin disgusto, porque es mercancía de amor, lo vendan o le den al viejo que va por la calle con dinero en el bolsillo, o bien por vanagloria, al viejo soberano lúbrico, al personaje viejo, célebre y repugnante...

    *
    Vociferaba como un profeta antigua, con furibunda voz, bajo el cielo estrellado, enumerando, con rabia de desesperado, la vergüenza glorificada de todas las queridas de los monarcas viejos, la vergüenza respetada de todas las vírgenes que aceptan el esposo viejo; la vergüenza tolerada de todas las mujeres jóvenes que recogen, sonriendo, caricias de hombres viejos.
    Y evocadas, llamadas por él, veía surgir en derredor de nosotros, en aquella noche de Oriente, todas las mujeres, las bellas mujeres de alma vil que, desde el origen del mundo, ignorando, como las bestias, la edad del macho, fueron dóciles a sus deseos seniles. Se alzaban siervas de los patriarcas, cantadas por la Biblia: Agar, Rut, las hijas de Lot, la morena Abigail, la virgen de Sunnam que, con sus caricias, reanimó a David, agonizante, y todas .las demás jóvenes, gruesas, blancas, patricias o plebeyas, irresponsables hembras de un amo, carne de esclava sumisa, deslumbrada o pagada.
    Le pregunté:
    —¿Y qué hiciste?
    Respondió sencillamente:
    —Huir..., y aquí estoy.
    Luego permanecimos el uno frente al otro largo rato sin hablar,...soñando...
    Conservo de aquella noche una impresión inolvidable. Todo lo que vi, sentí, escuché, adiviné; la pesca, el pulpo también quizá, ¡el relato punzante en medio los blancos fantasmas de los vecinos tejados, todo parecía concurrir en una emoción única. Ciertos encuentros, ciertas inexplicables combinaciones de cosas, contienen, seguramente, sin que nada excepcional aparezca en ellas, mayor cantidad de secreta quinta esencia de vida que la dispersada en los momentos corrientes de la existencia.