VIAJANDO

    Saint-Agnés, 6 de mayo

    Mi querida amiga:

    Me pidió usted que le escriba con frecuencia, y que le relate sobre todo cosas vistas por mí. Y también me rogó que registre entre los recuerdos de mis viajes, por si descubro en ellos algunas de esas anécdotas breves, oídas de labios de un campesino hallado al azar, de un hotelero, de un desconocido con el que nos hemos cruzado casual mente, y que imprimen en nuestra memoria una especie de sello del país. Opina usted que basta un paisaje esbozado en algunas líneas y una historieta dicha en pocas frases para presentar el verdadero carácter de una región y evocarlo con su vida, colorido y dramatismo. Intentaré amoldarme a los deseos de usted. Le escribiré de cuando en cuando cartas en las que no hablaré ni de usted ni de mí, y si del panorama y de los hombres que en él se mueven. Empiezo, pues.

    ***
    Creo que la primavera es una época en la que deberíamos nutrirnos de paisaje, beber paisaje. Es la estación de los estremecimientos, lo mismo que el otoño lo es de las reflexiones. El campo en primavera agita la carne, y en otoño conmueve el espíritu.
    Quise este año respirar el aroma de los azahares, y me vine al Mediodía, cuando todos se marchan del Mediodía. Crucé por Mónaco, la ciudad de los peregrinos, rival de la Meca y de Jerusalén, sin dejar mi oro en el bolsillo de otros, y he subido a la alta montaña, bajo un techo de limoneros, naranjos y olivos.
    ¿No ha dormido usted nunca, amiga mía, en un campo de naranjos en flor? Se aspira con delicia un aire que es quinta esencia de aromas. Es un olor fuerte y suave, sabroso como una golosina, que parece meterse en nosotros, impregnarnos, embriagarnos, que nos llena de languidez, que nos infiltra un entumecimiento soñoliento y ensoñador. Diríase que es opio preparado por manos de hadas y no de farmacéuticos.
    Esta es una región de barrancos. Las vertientes de los montes están tajadas y acuchilladas por todas partes, y en sus repliegues sinuosos crecen verdaderos bosques de limoneros. De trecho en trecho, allí donde la rápida pendiente del valle forma como un escalón, los hombres han construido un estanque para almacenar el agua de las tormentas. Son unos agujeros grandes, entre murallas lisas que no ofrecen el menor agarradero a la mano de quien caiga allí dentro.
    Subía yo a paso lento la pendiente de una cañada, e iba contemplando por entre el follaje los frutos de vivo color que aún quedaban en las ramas. Aquella garganta, que iba como encajonada, hacía más fuertes aún los ya espesos aromas de las flores. Se apoderó de mí la languidez y busqué sitio donde sentarme. Corría por entre la hierba un hilillo de agua; pensé que habría cerca de allí, alguna fuente, y caminé cuesta arriba un poco más, pensando encontrarla. Pero a donde llegué fué al borde de uno de aquellos estanques, grandes y profundos.
    Me senté a la turca, con las piernas cruzadas, y me quedé como ensoñando delante de aquel agujero, que parecía estar lleno de tinta, de tan negro y estancado como estaba el líquido. A lo lejos, por entre las ramas, distinguía, a modo de manchas, trozos del Mediterráneo, que ardía en brillos enceguecedores. Pero mis ojos iban a parar siempre al pozo extenso y oscuro, el cual no debía de estar habitado por ningún, animal nadador, a juzgar por la inmovilidad de la superficie. Una voz me hizo de pronto estremecer. Un caballero de edad, que andaba en busca de flores -porque ésta es la región de Europa más rica para los herbolarios-, me preguntó:
    -¿Es usted acaso pariente de esos pobres niños, caballero?
    Lo miré estupefacto.
    -¿De qué niños habla usted, caballero?
    El se quedó turbado, me saludó, y dijo:
    -Perdóneme. Al verlo tan absorto en sus pensamientos delante del estanque, creí que meditaba en el espantoso drama que tuvo lugar en el mismo.
    Esta vez sentí despierta mi curiosidad, y le rogué que me relatase el hecho.

    ***

    Es una historia muy triste y muy lamentable, querida amiga, aunque sea de lo más vulgar. Una simple gacetilla de sucesos. Ignoro si es preciso atribuir mi emoción a la manera dramática como me fue hecho el relato, al decorado de montañas, al contraste entre la alegría del sol y de las flores y el agujero negro y fatídico; el hecho es que se me retorció el corazón y mis nervios sufrieron una ruda sacudida. Quizá usted, que lo leerá en su habitación, sin tener ante los ojos el paisaje del drama, no lo juzgue tan terriblemente conmovedor.
    Ocurrió en la primavera de uno de los últimos años. Dos muchachitos solían ir a jugar junto a aquel estanque, en tanto que su preceptor, tumbado debajo de un árbol, leía algún libro. Pues bien: así estaba cierta tarde calurosa, cuando un grito vibrante despertó de su modorra al preceptor, y el ruido del agua que saltaba por efecto del choque de un cuerpo caído en ella le hizo ponerse en pie de un salto. El muchacho más pequeño, que tendría once años, daba alaridos, en pie junto al estanque, cuyas aguas removidas se estremecían en la superficie, después de haberse tragado al muchacho mayor, que se cayó mientras corría por la cornisa de piedra.
    El preceptor, desatinado; sin esperar a más, sin meditar en los medios de salvar al niño, se lanzó al pozo, y debió de golpearse con el cráneo en el fondo, porque no volvió a reaparecer.
    En el mismo instante, el muchacho, que acababa de volver a la superficie, alargaba los brazos frenético hacia su hermano. Entonces el que estaba en tierra se tumbó y alargó el cuerpo, mientras el otro intentaba nadar, acercarse a la pared; no tardaron las cuatro manecitas en juntarse, y se agarraron unas a otras, crispadas, inseparables. Los dos muchachos experimentaron un momento de gozo agudo, creyéndose ya con la vida a salvo, y un escalofrío de quien ha dejado atrás el peligro.
    El mayor intentó encaramarse, pero no lo consiguió porque la cara de la pared era vertical; y el otro hermano, de pocas fuerzas, se iba deslizando poco a poco hacia el agujero.
    Entonces, sacudidos por el terror, permanecieron inmóviles, y esperaron.
    El más pequeño apretaba con todas sus fuerzas las manos del mayor, y lloraba nerviosamente, repitiendo:
    -No tengo fuerzas para sacarte; no tengo fuerzas para sacarte. De pronto rompió a gritar: "¡Socorro! ¡ Socorro! " Pero su vocecita no conseguía apenas traspasar la bóveda de follaje que se extendía sobre sus cabezas. Y así permanecieron mucho tiempo, horas y horas, cara a cara, los dos niños, poseidos del mismo pensamiento, de la misma angustia, y del miedo horrendo de que uno de los dos, agotado, aflojase sus manecitas. Y pedían socorro, pero siempre en vano. Por último, el mayor, que tiritaba de frío, dijo al pequeño:
    -No puedo más. Me voy a hundir. Adiós, hermanito.
    Entre tanto, el otro repetía jadeante:
    -Todavía no, todavía no; espera.
    Llegó la noche, la noche serena, y las estrellas se miraron en el agua. El mayor, que desfallecía, volvió a decir:
    -Suéltame una mano, que quiero darte mi reloj.
    Se lo habían regalado algunos días antes, y constituía desde entonces la mayor preocupación de su corazón. Consiguió hacerse con él, se lo entregó al pequeño, y éste lo depositó sollozando en la hierba, cerca de él.
    La noche ha cerrado. Los dos pobrecitos, rendidos ya, apenas conseguían sostenerse.
    El mayor, sintiéndose perdido, dijo por fin:
    -Adiós, hermanito, besa a papá y a mamá.
    Sus dedos agarrotados se abrieron; se hundió y no volvió a reaparecer.
    El pequeño, al verse solo; rompió a gritar desesperado:
    -¡Pablo, Pablo!...
    Pero el hermano ya no volvió a la superficie. Y se precipitó entonces montaña bajo, tropezando en las piedras cayendo, enloquecido por la angustia más espantosa que puede agarrotar el corazón de un niño, y llegó, con cara cadavérica, al salón en donde esperaban sus padres. Al pretender conducirlos hacia el estanque sombrío volvió perderse. No daba con el camino. Por último se orientó:
    -¡Alli es, sí; allí es!
    Era preciso agotar el pozo, y el propietario se negaba en redondo, porque necesitaba el agua para sus limoneros.
    Hasta el día siguiente no se encontraron los cadáveres.

    ***

    Ya ve usted, mi querida amiga, que se trata de una simple gacetilla de sucesos. Pero, si hubiese usted tenido ocasión de ver con sus propios ojos el pozo, habría sentido desgarrársele el corazón pensando en la agonía de un niño, pendiente de las manos de su hermano; en la lucha largísima de aquellos dos rapazuelos que hasta entonces sólo habían sabido reír y jugar, y en este sencillo detalle: el reloj dado al hermano.
    Y yo pensaba: "¡Que el Destino me libre de recibir jamás semejante reliquia! ¿Hay nada más espantoso que ese recuerdo asociado a un objeto familiar del que no podemos desprendernos? Cada vez que el superviviente tenga en mano en aquel reloj, que es una reliquia, volverá a ver la horrible escena, el estanque, la pared, el agua inmóvil, las facciones desencajadas del hermano, vivo aún, pero tan perdido ya como si estuviese muerto. Y a todas horas, durante toda su vida, tendrá delante de sí la visión, porque resucitará cuantas veces toque el bolsillo del chaleco con la punta del dedo."
    Estuve triste hasta el anochecer. Siempre cuesta arriba, pase de la zona de los naranjos a la de los olivos, y de la de los olivos pasé a la de los pinos; entré luego en una cañada pedregosa, llegué a las ruinas de un antiguo castillo, construido, según dicen, en el siglo X por un jefe sarraceno, hombre inteligente, que se hizo bautizar por amor a una joven.
    Me veo rodeado de montañas, y tengo ante mí al mar, al mar que tiene una mancha borrosa, Córcega o, mejor dicho, la sombra de Córcega.
    Pero en las cumbres ensangrentadas por el sol poniente, en el inmenso cielo y sobre el mar, por todo el horizonte espléndido que había venido a contemplar, ya no distingo más que a dos pobres niños, el uno tumbado al borde del agujero lleno de agua negra, y el otro metido en el agua hasta el cuello, enlazados por las manos y llorando cara a cara, enloquecidos. Y creo escuchar una vocecita cansada que repite: "¡Adiós, hermanito, toma mi reloj!"

    ***

    Esta carta ha de parecer a. usted lúgubre, querida amiga. Otro día me esforzaré por ser más alegre.