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DISCURSOS
Discurso en los funerales de Guy de
Maupassant
pronunciado por Émile Zola
(7 de julio de 1893)
CABALLEROS,
Debo hablar en nombre de la Sociedad de los
Hombres de Letras y de la Sociedad de Autores dramáticos. Pero que me sea
permitido hablar en nombre de la literatura francesa, y que no sea el colega,
sino el hermano de armas, el mayor, el amigo que viene aquí a rendir un supremo
homenaje a Guy de Maupassant.
He conocido a Maupassant hace ya veintiocho años,
en casa de Gustave Flaubert. Todavía
me parece verlo, joven, con sus ojos claros y risueños, callado, con aire de
modestia filial, ante el maestro. Nos escuchaba durante toda la tarde, emitiendo
apenas una palabra de vez en cuando; pero de ese muchacho robusto, de fisonomía
abierta y sincera, salía un aire de alegría tan radiante, de vida tan plena, que
a todos nos gustaba, por esa fragancia de salud que nos aportaba. Adoraba los
ejercicios violentes; ya corrían sobre él leyendas de proezas sorprendentes.
Nadie podía imaginar que algún día pudiese llegar a poseer talento.
Y luego estalla Bola de Sebo, esa obra
maestra, esa obra perfecta de ternura, de ironía y de audacia. En su primer
golpe, producía la obra decisiva, clasificándose entre los maestros. Fue una de
nuestras grandes alegrías; pues se convirtió de pronto en nuestro hermano, de
todos aquellos que lo habíamos visto crecer sin sospechar su genio. Y, a partir
de ese día, no dejó de producir, con una abundancia, una seguridad y una fuerza
magistral que nos maravillaba. Colaboraba en varios periódicos. Los cuentos y
los relatos se sucedían con una infinita variedad, todos de una admirable
perfección, aportando cada uno de ellos una pequeña comedia, un pequeño drama
completo, abriendo bruscamente una ventana a la calle. Se reía, se lloraba y se
pensaba al leerle. Podría citar tales de esos cortos relatos que contienen en
algunas páginas, la trama incluso de esos gruesos libros que otros novelistas
habrán escrito seguramente. Pero habría que citarlos todos, y algunos ya son
clásicos, como una fábula de La Fontaine o un cuento de Voltaire
Maupassant quiso ampliar sus fronteras, para
responder a aquellos que lo clasificaban, encasillándolo en el relato; y, con
esa tranquila energía, esa facilidad de buena salud que le caracterizaba,
escribió soberbias novelas, donde todas las cualidades del narrador se
encontraban aumentadas, afinadas por la pasión de la vida. El soplo le había
llegado, ese gran soplo humano que hace las obras apasionantes y vivas. Desde
Una Vida hasta Nuestro Corazón, pasando por Bel Ami, por la
Casa Tellier y Fuerte como la Muerte, tuvo siempre la misma visión
fuerte y sencilla de la existencia, un análisis impecable, un modo tranquilo de
decir todo, una especie de franqueza sana y generosa que conquistó todos los
corazones. Y quiero incluso hacer un lugar aparte a Pierre y Jean, que es, desde
mi punto de vista, la maravilla, la joya rara, la obra de verdad y de grandeza
que no puede pasar nunca de moda.
Lo que nos sorprendía, a los que seguimos a
Maupassant con toda nuestra simpatía, es esa conquista tan rápida de los
corazones. No había acabado de contar sus historias cuando el cariño del gran
publico era de inmediato dirigido hacia él. Célebre del día a la noche, ni
siquiera fue discutido; la felicidad sonriendo parecía haberle tomado de la mano
para conducirle tan alto como quisiera subir. No conozco seguramente otro
ejemplo de debut tan afortunado, de éxito más rápido y más unánime. Se aceptaba
todo de él, lo que habría sorprendido bajo la pluma de otro, en él se convertía
en una sonrisa. Satisfacía a todas las inteligencias, tocaba todas las
sensibilidades, y teníamos ese espectáculo extraordinario de un talento robusto
y franco, sin ninguna concesión, que se imponía de golpe a la admiración, al
afecto incluso de ese publico letrado, de ese publico medio que, de ordinario,
hace pagar tan caro a los artistas originales el derecho de medrar.
Todo el genio de Maupassant reside en la
explicación de este fenómeno. Si ha sido desde el primer momento, comprendido y
amado, era por lo que aportaba al alma francesa, los dones y cualidades que han
hecho lo mejor de la raza. Se le comprendía porque era la claridad, la
sencillez, la medida y la fuerza. Se le quería porque tenía la bondad risueña,
la sátira profunda que, por un milagro, no es mala, la alegría audaz que
persiste incluso bajo las lagrimas. Era de la gran genealogía que se puede
seguir desde los balbuceos de nuestra lengua hasta nuestros días; tenía por
antepasados a Rabelais, Motaigne, La Fontaine, los fuertes y claros, aquellos
que son la razón y la luz de nuestra literatura. Los lectores, los admiradores,
no se equivocaban; iban instintivamente a esta fuente límpida y brillante, en
esta bella conjunción de pensamiento y estilo que contenía su trabajo. Y eran
agradecimientos a un escritor incluso pesimista por darles esta alegre sensación
de equilibrio y vigor en la perfecta claridad de las obras.
¡Ah!, la claridad, ¡qué fuente de gracia en la
que quisiera ver a todas las generaciones bebiendo! He querido mucho a
Maupassant porque era verdaderamente de nuestra sangre latina y pertenecía a la
familia de las grandes honestidades literarias. Desde luego, no hace falta
limitar el arte: es necesario aceptar a los complicados, a los refinados y a los
oscuros; pero me parece que éstos so son más que el desenfreno o, si se quiere,
como el regalo de un momento, y que es necesario regresar siempre a los
sencillos y claros, como se regresa al pan cotidiano que alimenta sin cansar
nunca. La salud está ahí, en ese baño de sol, en esa ola que nos envuelve por
todas partes. Tal vez la página de Maupassant que admiramos, le haya costado un
gran esfuerzo. ¡Qué importa, si esta fatiga no aparece, si somos reconfortados
por el perfecto natural, el tranquilo vigor que desborda! Se sale de esta página
como lleno de vida, con la alegría moral y física que da un paseo a plena luz
del día.
Años de continua producción pasaban y Maupassant
iba evolucionando, poco a poco, hacia otros terrenos de observación. Había
tenido siempre la curiosidad por los cielos nuevos, por las tierras
desconocidas. Viajaba mucho, relacionaba una visión intensa del país que había
atravesado. Su gusto por la claridad y sencillez le hacía horrorizarse con el
oficio literario. Jamás hombre alguno ha sentido la tinta menos que él y llegaba
incluso al extremo de no hablar nunca de literatura, de vivir apartado del mundo
de las letras, trabajando por necesidad, decía él, y no por la gloria como
objetivo. Esto nos asombraba un poco, a nosotros, en los que la idea de la
literatura ha devorado la existencia. Sin embargo, hoy, creo que él tenía razón
y que la vida merece ser vivida por ella misma, aparte del trabajo. Hace falta
también vivirla para conocerla, y es cierto que Maupassant, en los últimos años,
había ampliado su mundo de paisanos y de burgueses, que había adquirido un
sentimiento más delicado y más profundo de la mujer, que se inclinaba hacia unas
obras más documentadas y flexibles.
Sé que algunos comenzaban a echar de menos al
Maupassant de los principios, y yo mismo incluso lo veía, no sin inquietud,
perder su buen equilibrio. Pero no hay lugar aquí para juzgar el conjunto de su
obra, y, lo que se puede decir, es que hasta el último día, este presunto
indiferente de la literatura amó apasionadamente su arte y que siempre buscaba,
que se esforzaba en progresar, con el sentido más agudizado de la verdad humana.
Fue colmado con todos los honores, e insisto,
pues la grandeza de la figura que él dejará en la memoria de los hombres está
sin duda aquí. Quiero volverlo a ver con su rostro risueño, seguro del triunfo,
cuando venía a estrecharme la mano, en las horas alegres de la juventud. Quiero
volverlo a ver más tarde en su éxito, tan fácil y tan franco, acogido por todos,
festejado, aclamado, llevado en volandas a la gloria. Tenía todas las fortunas,
incluso la de no provocar celos, en medio de una victoria tan rápida, pues
conservaba los corazones que había conquistado; ni uno solo de sus amigos de las
primeras horas padecía con su fortuna, tal había sido un sincero y cordial
compañero. Parecía pues completamente natural que fuese colmado por la suerte:
uno no sentía caminar ante el más que las hadas bienhechoras que siembran de
flores el camino, hasta algún coronamiento de apoteosis en una vejez adelantada.
Sobre todo uno se felicitaba de su salud, que parecía inquebrantable, se le
proclamaba con justicia el temperamento más ponderado de nuestra literatura, el
espíritu más claro, la razón más sana. Y fue entonces cuando el espantoso rayo
lo fulminó.
Èl, ¡Dios mio! ¡Golpeado por la demencia! ¡Toda
ese felicidad, toda esa salud yéndose a pique de un golpe en esta abominación!
Había ahí un giro de vida tan brusco, un abismo tan inesperado, que los
corazones que le han amado, sus miles de lectores, han conservado una especie de
fraternidad dolorosa, una ternura decuplicada y sangrienta. No quiero decir que
su gloria tenga necesidad de este fin trágico, de una resonancia tan profunda en
las inteligencia; pero su recuerdo, después de haber sufrido esta horrorosa
pasión del dolor y la muerte, ha tomado en nosotros no sé que majestad
soberanamente triste que lo alza en la leyenda de los mártires del pensamiento.
Aparte de su gloria de escritor, permanecerá como uno de los hombres que han
sido más felices y más desgraciados de la tierra, aquél en el qué sentimos lo
mejor de nuestra humanidad esperar y venirse abajo, el hermano adorado,
destrozado, luego desaparecido, en medio de la lágrimas.
Y, además, ¿qué puede decirse si el dolor y la
muerte no saben lo que hacen? Desde luego, Maupassant, quién en quince años
había publicado cerca de veinte volúmenes, podía vivir y triplicar ese número y
llenar él solo todo una estantería de biblioteca. ¿Pero lo diría yo? A veces soy
llevado por una inquietud melancólica antes las gruesas producciones de nuestra
época. Sí, son largas y concienzudas tareas, muchos libros acumulados, un bello
ejemplo de obstinación al trabajo. Únicamente, eso es también un bagaje bien
pesado para la gloria, y a la memoria de los hombres no le gusta cargarse con
semejante peso. De esas grandes obras cíclicas no ha quedado nunca más que
algunas páginas. ¿Quién sabe si la inmortalidad no está más bien en un relato de
trescientas líneas, la fábula o el cuento que los escolares de los siglos
futuros se transmitirán, con el ejemplo inexpugnable de la perfección clásica?
Y, caballeros, esa será la gloria de Maupassant,
que será todavía la más segura y la más sólida de las glorias. Que duerma su
buen sueño, tan caramente comprado, confiando en la salud triunfante de la obra
que deja. Ésta vivirá, lo hará vivir. Nosotros que lo hemos conocido, quedaremos
con el corazón henchido de su robusta y dolorosa imagen. Y, en la continuación
de los tiempos, aquellos que no lo conocerán más que por sus obras lo amarán por
el eterno canto de amor que él cantó a la vida.
***
Inauguración del monumento de
Guy de Maupassant
en el Parque Monceau
(24 de octubre de 1897)
Yo no soy más que un amigo y hablo simplemente en nombre de los amigos de
Maupassant, no de los amigos desconocidos e innumerables que le valieron sus
obras, sino de los amigos del primer momento que lo han conocido, querido,
seguido en su camino hacia la gloria.
Fue cerca de aquí cuando lo encontré por primera
vez, hace ya más de un cuarto de siglo, con nuestro buen y gran Flaubert, en ese
pequeño apartamento de la calle Murillo, cuyas ventanas daban a la espesura
verde de este parque. Me veo, inclinado en lo alto, coco a codo con él, mirando
ambos las bellas sombras, percibiendo un rincón brillante del manto de agua que
allí esta, charlando de este pórtico cuyas columnas se reflejan. Y que cosa tan
extraña, después de más de veinticinco años, que ese joven, entonces
desconocido, reviva en el mismo mármol, y que sea yo quién tenga el honor de
saludar desde aquí su inmortalidad.
Cuando nos encontramos por primera vez en el
despacho del gran Flaubert, completamente rotundo, completamente abrasado por
las pasión de las letras, Maupassant no era mucho más que un escolar apenas
escapado de los pupitres del colegio. Allí estaban Goncourt, Daudet, Tourgueneff,
sus mayores, y él se mostraba ante ellos tan modesto con su tranquilla sonrisa,
que ninguno de nosotros podía prever entonces su explosiva y meteórica fortuna.
Se le quería por su alegría, por su buena salud, por ese encanto de la fuerza
que emanaba de él. Era el niño en forma y risueño de la casa, a quién todos los
corazones
le estaban entregados.
Luego vinieron los años de los inicios. Entonces,
Maupassant rodeado de otras amistades, partió a la conquista del mundo con
Huysmnas, Céard, Hennique, Alexis y Mirbeau, y Bourget, y otros muchos más. ¡Que
hermosa fiesta de juventud! ¡Cómo ardían los cerebros! ¡Cuántos de esos lazos de
primeras simpatías se mantuvieron sólidas! Pues, si la vida hizo más tarde su
obra, si ella llevó a cada uno hacia su destino, hay que decir muy alto que
Maupassant siempre permaneció siendo un amigo fiel, teniendo siempre para sus
viejos hermanos de armas la mano tendida y el corazón solícito.
Llegó el éxito, la celebridad estalló como un
rayo. Maupassant fue un hombre feliz, si tal palabra puede aplicársele después
del espantoso fin en el que se sumió. Ahora ya hecha su obra, ahora que está
aquí inmortalizado entre estas sombras, incluso yo me atrevo a pensar que este
final terrible se suma a su figura, elevándolo a una altura trágica y soberana
en la memoria de los hombres. Desde sus inicios fue aclamado, los amigos que
nombraba antes se transformaron en legión; conquistó los salones aristocráticos,
tras haber conquistado los salones burgueses. Hacia él se volcaron todas las
admiraciones, todos los cariños. Y, hasta después de su muerte, ustedes pueden
ver que la gloria lo persigue, puesto que aquí está su memoria eternizada en
este gracioso monumento, símbolo del don que la mujer había hecho de su alma, y
luego nosotros festejando su busto, ¡cuando tantos otros mayores que él, y de
los más ilustres, esperan todavía el suyo!
Es que Maupassant es la salud, la fuerza misma de
la raza. ¡Ah! ¡Qué delicia glorificar por fin a uno de los nuestros, a un latino
de cabeza límpida y sólida, un constructor de hermosas frases, brillantes como
el oro, puras como el diamante! Si tal aclamación ha resonado constantemente
sobre sus pasos, es porque todos reconocen en él a un hermano, a un nieto de los
grandes escritores de nuestra Francia, un rayo de buen sol que fecunda nuestro
suelo, madura nuestras viñas y nuestros trigales. Se le amaba porque era de la
familia y no tenía vergüenza en serlo, y porque mostraba el orgullo de tener el
buen sentido, la lógica, el equilibrio, la potencia y la claridad de la vieja
sangre francesa.
Querido Maupassant, mi menor al qué he amado, al
que he visto crecer con gozo de hermano, aporto a vuestra entrada en la gloria
el aplauso de todos los fieles amigos de antaño. ¡Si nuestro buen y gran
Flaubert pudiese desde lo alto, desde su mesa de trabajo, asistir a vuestra
glorificación, cuán henchido estaría su corazón de orgullo, viéndonos rendir
este homenaje a aquél al qué llamaba su hijo en literatura! Al menos está su
sombra y, mediante mi voz, nosotros también estamos aquí, nosotros os admiramos,
os amamos, saludamos vuestra inmortalidad.
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