Chronique médical, 1 de octubre de 1896

 

Guy de Maupassant en la residencia del Doctor Blanche.

 

La inauguración del monumento de Maupassant nos trae a la memoria una visita que hicimos, hace dos o tres años, ¡fugit tempus!, a la última morada del lamentado cuentista.

No se trataba de un sentimiento de dolorosa curiosidad lo que había dirigido nuestros pasos hacia el célebre establecimiento del Doctor Blanche, donde el autor del Horla había vivido sus dieciocho meses de locura; nuestra curiosidad, más bien tenía otra finalidad. Se nos había asegurado que la casa del célebre alienista había acogido durante un tiempo a la íntima amiga de la reina Maria Antonieta, la radiante princesa de Lamballe, y, para documentarnos con vistas a una obra futura, nos pusimos en camino.

Es en Passy, en la calle Berton, a orillas del Sena, donde se encuentra lo que casi podría llamarse la casa de los locos – de letras. Fue allí donde se hundieron en la eterna noche tantos cerebros enfermos o hereditariamente malformados: Gérard de Nerval, el dulce Gérard, quién, en su locura, pronunciaba estas feroces palabras: «Venga a verme a casa del doctor Blanche, mi querido Maquet. Blanche le dejará entrar. Y además, si se niega, no lo dude: ¡quémele el cerebro! Me haría usted un favor.»

Pero Gérard era un predestinado: ¿acaso no había transcurrido toda su vida en un sueño estrellado?

Uno que había derrotado de otro modo la ciencia fue el poeta Anthony Deschamps, que tenía intermitencias de razón y de demencia y se había refugiado en la residencia del Doctor Blanche, más bien para relajar su maquina nerviosa que por la necesidad de someterse a un tratamiento.

Y el actor Train, y el padre Monrose, también huéspedes de la casa de Passy. ¡Cómo se alargaría la lista si esas paredes hablasen!...

Como las paredes, el amable propietario del establecimiento de Passy tiene ojos para ver y oídos para escuchar.

Usted ha debido conocer a Maupassant, dije al Dr. Meuriot, quién ha tomado el relevo del Dr. Blanche; podría usted contarme algunos recuerdos interesantes.

– No se ofenda con lo que voy a decirle; pero yo soy como Maupassant, que tenía pavor a los periodistas. Le tenían bastante acosado mientras estaba en tratamiento. Venían en oleadas, sobre todo a la salida de los teatros, viniendo en busca de noticias preocupándose por la salud de su querido Maestro… ¡Ah! estaban preocupados por su salud, pero cobraban sus líneas y departían encantados. No sé, por ejemplo, como fabricaban sus historias, pues yo no les soltaba prenda. Mire usted, todavía recuerdo a un redactor del Rappel, creo, un pequeño negro (esperemos que sea demasiado negro para reconocerse en este retrato). Le dije de inmediato que no le diría nada, que me protegía tras el secreto profesional. «El secreto profesional, me respondido, me lo paso por…» Pregunte el resto a Mesurerur.

Como le dimos a entender que tal vez era excesivo invocar el secreto profesional a propósito de Maupassant, cuyo caso era de notoriedad publica, nuestro interlocutor relajó un poco su excesiva discreción.

– Mire usted, puedo darles un detalle, pero sólo uno. ¡Fue inimaginable la cantidad de telegramas y cartas que recibí al día siguiente de la muerte del novelista! Unos me pedían información sobre su enfermedad, otros solicitaban un recuerdo. Todavía recuerdo los términos suplicantes, obsequiosos, que había empleado una persona que vivía en México, para obtener de mí un objeto, cualquier minucia que hubiese pertenecido a Maupassant. Yo estaba muy confuso cuando tuve la idea de enviarle la pluma con la que el genial fabricante de tantas obras maestras había trazado, muy imperfectamente, por desgracia, la única palabra que escribió durante su estancia entre nosotros, la palabra Con(fe)rencia; la sílaba del medio faltaba. Fue a la Sra. de Maupassant a la que remití el precioso autógrafo.

Pero regreso a mi historia: el americano acusó recepción de los numerosos periódicos y revistas que hablaban de su ídolo y que yo le había enviado; en cuanto a la pluma, nunca llegó a su destino; ¡había desaparecido por el camino!...

Todo esto es muy interesante; ¡qué lástima que usted no consienta en desgranar el rosario de sus recuerdos! Debe usted tener todo un tesoro oculto de anécdotas sobre Baudelaire, Gérard de Nerval…

Conocí a Baudelaire, pero él nunca estuvo internado aquí. En cuanto a Gérard, usted sabe tanto como yo acerca de su estancia. Y además, se dijo a menudo en los periódicos: Fulano sale de la casa de salud: pero no se trataba de ésta, sino de la Casa Dubois.

Así como a Mürger, que algunos mal informados hicieron sucumbir en un asilo de pobres, a ese millonario de espíritu, como usted sabe que fue Mürger, no murió de una afección mental, ni de púrpura, ni de un abuso de café. Mürger murió de alcoholismo crónico, de una cirrosis de hígado, con gangrena en las extremidades. El cafeismo, el púrpura, el cáncer de labio, todo eso, es una leyenda; acabo de decirle la verdad y usted puede creerme ya que yo era estudiante de medicina en Dubois, en esa época.»

Yo había alcanzado mi objetivo: a pesar de sus severas teorías, el Dr. Meuriot había violado el secreto profesional.

Le escuche exclamar: «¡Ah! ¡estos periodistas!»

 

 

Publicado en la Chronique Médicale: revue bi mensuelle de médecine historique, littéraire & anecdotique, el 1 de octubre de 1896.

Traducción de José Manuel Ramos González

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