Le Figaro. Suplemento literario del domingo. 1 de diciembre de 1883.

 

 

LA PROVINCIA DE ORÁN

 

Todos los escritores jóvenes parecen atraídos por África. «Viaje al país del sol», «Veinte días en Tunicia», «Al sol», títulos que se renuevan a cortos intervalos en las revistas que los acogen, y los lectores no lo encuentra abusivo. Ni los lugares recorridos, ni los talentos son los mismos, y el público agradece a esos jóvenes que vayan, allende el mar, a buscar temas nuevos en ese mundo tan viejo y los esfuerzos que realizan para enriquecer su paleta. Así hizo Chateaubriand en su rápido viaje de 1791-92, a través de las soledades de América del Norte, en donde se informaron los Natchez y Atala que abrieron nuevos horizontes a la literatura del siglo XIX.

Guy de Maupassant, uno de los escritores más notablemente dotados de la joven generación, ha comenzado, en la Revue Politique, el relato de la excursión que hizo en pleno verano de 1881 en la provincia de Orán; al principio encontramos una página humorística, a lo Sterne, donde describe el inexpresable malestar causado por la vida uniforme y monótona, malestar moderno, y de la que huimos a todo vapor cambiando de aires.

 

Cuando se está cansado, cansado de un modo mortal, de la mañana a la noche, cansado hasta el punto de no poder levantarse para ir en busca de un vaso de agua, cansado de los rostros que nos son familiares, vistos  harto a menudo y que ya nos irritan, cansado de los odiosos y plácidos vecinos, de lo habitual y monótono, de la casa, de la calle, de la criada que viene a preguntar: «¿Qué desea el señorito para comer?» y que se marcha, levantando a cada paso con el tacón el borde deshilachado de las sucias sayas; cansado del perro demasiado fiel, de las manchas inmutables de la pared, de la regularidad de las comidas, del sueño en la misma cama, de cada acción repetida cada día; cansado de si mismo, del timbre de su propia voz, de los actos que se repiten sin cesar, del estrecho círculo de sus ideas, cansado de nuestro propio rostro visto en el espejo, de los visajes que hace afeitándose, peinándose, hay que partir, entrar en una vida nueva y distinta.

Los viajes son algo así como una puerta por donde se sale de la realidad conocida, para penetrar en una realidad inexplorada que parece un sueño.

¡Una estación! ¡Un puerto! ¡Un tren que silba y escupe su primera bocanada de humo! ¡Un gran vapor que sale lentamente de la bahía pero cuyos flancos se estremecen de impaciencia y que va a desaparecer en el horizonte, en demanda de nuevas tierras! ¿Quién puede ver esto sin envidia, sin sentir que se despierta en su alma el anhelo de los largos viajes?

Se sueña siempre en un país preferido, quien en Suecia, quien en las Indias, éste en Grecia, aquél en el Japón. Yo me sentía atraído hacia el África de un modo imperioso, por la nostalgia del desierto desconocido como por el presentimiento de una pasión que va a nacer.

Salí de París el 6 de julio de 1881. Quería ver aquella tierra del sol y de la arena en pleno verano, bajo el calor bochornoso, bajo la furia cegadora de la luz.

Todos conocen la magnífica poesía de Leconte de Lisle:

 

Midi, roi des etés, epandu sur la plaine,

Tombe en nappas d’argent, des hauteurs du ciel bleu.

Tout est tait. L’air flambois et brule san halaine;

La terre est sasoupis en sa robe de feu.

 

El mediodía del desierto, el mediodía fulgurante por la arena inmóvil y sin límites es lo que me ha hecho dejar las floridas orillas del Sena cantadas por la señora Deshoulières, los frescos baños de la mañana y la verde sombra de los bosques para atravesar las ardientes soledades.

 

La bonita Marsella que él dibuja en dos trazos de pluma. Pero los marselleses no deben estar muy contentos.

 

Marsella palpita bajo el alegre sol de un día de verano. Parece reír, con sus grandes cafés lujosos, sus caballos con sombreros de paja como si fueran a una masca-rada, sus habitantes atareados y bulliciosos. Parece embriagada cuando se oye su peculiar acento que canta por las calles, que todos exageran como teniéndolo a gala. Oído en otra parte cualquiera un marsellés hace gracia; parece un extranjero que destroza el francés; pero en Marsella, cuando están todos reunidos, parece que aquel acento lo toman por broma. ¡Hablar todo el mundo de aquel modo es demasiado, voto va!... Marsella transpira al sol como una linda muchacha mal cuidada, porque la maldita huele a ajos y a otras cosas peores. Trasciende a los mil guisos que se zampan los negros, trucos, griegos, italianos, españoles, malteses, ingleses, corsos y hasta los marselleses tendidos, sentados, acurrucados, echados en los muelles.

 

Argel, « la ciudad de nieve bajo la deslumbradora luz » supera sus expectativas.

 

Desde la punta de la escollera, el golpe de vista es magnífico. Admira el menos artista aquella cascada de casas blanquísimas que parecen despeñarse desde la cima de la montaña al mar. Diríase la espuma de una torrentera, una espuma inmaculada, y de trecho en trecho, a guisa de remolino, la masa de una mezquita que reluce al sol.

Por todas partes pulula una multitud cuyo aspecto asombra. Centenares de miserables, cubiertos simplemente con una camisa o con dos alfombrillas cosidas en forma de casulla o con un saco viejo agujereado para pasar cabeza y brazos, descalzos, van, vienen, se injurian, se pelean, piojosos, astrosos, manchados de cieno, mal olientes como bestias.

Tartarín diría que huelen a «Teur» (Turco); aquí se huele a turco en todas partes.

Hay, además, una legión de rapazuelos de negra piel, mestizos de kábilas, de árabes, de negros, de blancos, hormiguero de limpiabotas, molestos como moscas, alegres y atrevidos, viciosos desde la cuna, endiablados como monos que os injurian en árabe y os persiguen en francés con su eterno: «Cié mossieu». Se les tutea y os tutean. Aquí todo el mundo se habla de «tú». El cochero que alquiláis por la calle os pregunta: «¿Dónde llevaré a ti?» Sepan los cocheros de París que éstos les ganan en desparpajo.

 

Sean cuales sean, propiamente hablando de los literatos descriptivos, los nuevos viajeros no desdeñan la precisión de los detalles; hacen de geógrafos e historiadores; agradan en instruyen al mismo tiempo.

 

Para ir de Argel a Orán se necesita un día de tren.

Se atraviesa primero la llanura de Mitidja, fértil, sombreada, poblada. Tal región es la que se enseña a un recién llegado para patentizar la fertilidad de nuestra colonia. Cierto que la Mitidja y la Kabilia son dos admirables comarcas. Actualmente la Kabilia está más poblada que el departamento de Pas-de-Calais y poco le falta para ello a Mitidja. ¿Qué se quiere colonizar en tales puntos? Ya hablaré de ello.

El tren rueda, adelanta, desaparecen las llanuras cultivadas, el suelo aparece desnudo y rojizo, es el verdadero suelo de África. El horizonte, estéril y ardiente, se ensancha. Seguimos el inmenso valle de Chalif encerrado entre montes desolados, requemados, grises, sin un árbol, sin una hierba. De cuando en cuando la línea de los montes baja, se entreabre como para mostrar mejor la esterilidad del suelo abrasado por el sol. Un espacio enorme, plano, se extiende a lo lejos, limitado por la línea casi invisible de una cordillera envuelta en brumas. En las incultas cimas se elevan de trecho en trecho unos puntos blancos, redondos, a guisa de huevos disformes puestos por gigantescas aves. Son templos elevados en honor de Alá.

En la amarilla interminable llanura a veces se advierte un grupo de árboles, hombres que están en pie, europeos bronceados por el sol que miran pasar el tren. Y allí cerca, como hongos desmesurados, aparecen unas tiendas de campaña de las que salen unos soldados barbudos. Es una aldea de agricultores protegida por un destacamento de tropa.

Luego, en la extensión de tierra estéril, tan lejos que apenas se ve, se distingue una especie de humareda, una nube ligera que sube hacia el firmamento y parece correr por el  suelo. Es un jinete que levanta, bajo los pies de su caballo, remolinos de polvo fino y abrasador. Cada una de aquellas nubecillas indica que por la llanura corren hombres cuyo albornoz blanco apenas si se columbra.

 

…………

 

Se llega a Orán a la hora de la comida.

Orán es una verdadera ciudad europea, de gran co-mercio,  más española que francesa, y  poco notable. En la calle se ven lindas muchachas de ojos negros, color trigueño y blancos dientes. Cuando hace buen tiempo se ven las costas de España, de su patria.

Apenas se ha puesto el pie en tierra africana se sien-te el deseo imperioso de ir más lejos, hacia el sur.

 

En su deseo de describir las profundas soledades del desierto, Guy de Maupassant sube a un tren y va a visitar las tropas acampadas a lo largo de los Chotts.

 

Saida es una pequeña ciudad a la francesa que parece habitada únicamente por generales. A lo menos son diez o doce y siempre parecen estar de conciliábulo.

Dan ganas de decirles:

– ¿Dónde está hoy Bu-Amema, mi general?

Los paisanos parecen respetar muy poco a los militares.

 

………

 

Saida, antes de la ocupación francesa, estaba protegida por una fortaleza que edificara Abd-el-Keder. La ciudad nueva está en un valle rodeado de montes pelados. Un riachuelo que casi se puede saltar a pies juntillas, riega los campos, cerca de los cuales crecen hermosas viñas.

Hacia el sur las montañas vecinas tienen el aspecto de una pared y son las últimas gradas que llevan a las altas mesetas.

A la izquierda se yergue un peñasco de color rojo encendido, de unos cincuenta metros de alto,  y que tiene en la cima restos de obras de fábrica. Aquellas minas es todo lo que queda de la Saida de Abd-el-Keder. Este peñasco visto de lejos parece que adhiere a la montaña; pero si se sube a él, se queda uno admirado y sorprendido. Un barranco profundo abierto entre la roca cortada a pico, separa el antiguo reducto del emir de la cercana montaña. Esta es de piedra rojiza que muestra las huellas de las lluvias de invierno en forma de profundas quiebras. Por el barranco corre el riachuelo entre un bosque de adelfas. Desde arriba parece aquello una alfombra oriental tendida en un corredor. El tapiz de flores parece interrumpido, manchado únicamente por los tonos verdes de las hojas que a veces predominan sobre la masa rosada.

 

Todos los cuadros de los que se compone el relato de Maupassant también están enérgicamente trazados. El siroco, el espejismo, los bosques de adelfa, «especie de un junco de un verde azulado que cubre el soto hasta perderse de vista», están perfectamente descritos.

Los esparteros españoles, causa en parte de la última insurrección, están descritos así:

 

En aquel océano de esparto, en aquella triste extensión verdosa, inmóvil bajo el cielo abrasador, vivía una verdadera nación, hordas de hombres atezados, aventureros a quiénes la miseria u otras razones habían arrojado de su patria. Más salvajes y temidos que los árabes, aislados, lejos de toda ciudad, de toda ley, de toda fuerza, hicieron, a lo que se dice, lo que sus antepasados al descubrir nuevas tierras; fueron violentos, sanguinarios, terribles para con los indígenas.

La venganza de los árabes fue espantosa.

 

La segunda parte del viaje en el sur de Orán ese esperada por todos los que están expectantes ante las producciones del joven y talentoso escritor.

 

Auguste Marcade.

 

 

Le Figaro. Suplemento literario del domingo. 1 de diciembre de 1883.