Le Figaro, 6 de enero de 1892

EL HORLA

 

El «gran Seize» del bulevar Montmartre es tan conocido por los parisinos como su homónimo, el famoso salón de la esquina del Café Inglés, donde se edificó la gloria de los Gramont-Caderousse y de los Anna Deslions. Fue ese amplio inmueble, antaño domicilio de Mercy-Argenteau, el galante embajador de Austria bajo el reinado de María Antonieta, y en el que los altos frisos adornan en el primer piso, el Gran Círculo, más familiarmente denominado Círculo de los Incompetentes.

Por encima de ese club antiguo y solemne vive un hombre de hoy en día, donde los exquisitos bibelots y los libros raros atenúan la severidad del cuadro, el sabio doctor Paul Garnier, médico en jefe de la enfermería del Depósito y psiquiatra perito ante los tribunales.

De apenas cuarenta años, rostro fino y suave, con cortas patillas, la mirada un poco vaga y apagada del trabajador y del «reflexivo», que mira mucho «por dentro», buena labia, con una sombra de arruga un poco dolorosa del hombre que ha visto, bajo todas sus formas, que no hay más que un restringido stock de ilusiones entre los hombres.

Tal se muestra ante el visitante llegado para consultarle sobre el caso del pobre gran escritor que se debate, cerca de las olas azules, contra los abrazos mortales del... ¡Horla!

Bajo la gran tulipa de su lámpara de mesa, el alienista hojea de nuevo el volumen de relatos de Guy de Maupassant donde están contenidos: el Horla, la Main coupée, l’Auberge.

–Me ha pedido usted, dice, que vuelva a leer este volumen, sobre todo el Horla, y que le diga si encuentro ahí el germen de la enfermedad actual de Maupassant. Por desgracia, sí. Creo que desde esta publicación se ha podido pronosticar el mal terrible que acechaba al escritor. No es que piense que no sea imposible que un cerebro sano evoque y ponga en escena fenómenos alucinatorios, pero a condición de que sean desarrollados en torno a él, que los haya observado sobre otro, o que ese otro se los haya dictado. Y en el caso que nos ocupa no creo que haya sido así. Pienso, por el contrario, que fue en sí mismo en donde Maupassant tomó su modelo. En esas cincuenta páginas del Horla, hay una descripción de una intensidad incomparable, de un delirio alucinatorio provocado por la intoxicación. Un especialista no podría expresar mejor las angustias, los terrores y los trastornos de esta variedad de locura. Vea esta frase, por ejemplo:

Y, con el dedo, el doctor Garnier me muestra el siguiente pasaje que lee en voz alta:

«... A medida que se aproxima la noche, me invade una inquietud incomprensible, como si la noche ocultase para mí una amenaza terrible... Estoy bajo la opresión de un miedo confuso e irresistible... el temor al sueño y el temor a la cama... Apenas entro en mi habitación, giro dos veces la llave y cierro las ventanas... Tengo miedo... ¿de qué?... Abro mis armarios... Miro bajo mi cama... Escucho... ¿qué?... ¡Un ser invisible, un espíritu se introduce bajo mi techo... en mi habitación!...y, por la noche, viene a beber el agua de mi jarra... ¡Alguien posee mi alma y la gobierna!» etc.

 

El ansioso visionario del que habla Guy de Maupassant, con esa sobrecogedora certidumbre en la expresión, sufre todos los males. Y, en efecto, entre todos los desórdenes de la inteligencia, no hay quien dé con tanta intensidad, el espectáculo de la angustia torturadora, enloquecida. Acaba huyendo de su casa acosada. Cree haber encerrado allí a su invisible enemigo, ¡El horla! Prende fuego a la casa, esperando consumirlo con ella. Luego, hecho esto, renace la duda con el temor, la ansiedad... ¡Nada es más cierto!

«No ha muerto... entonces...¡tendré que matarme!»

Mediante esta profética frase, es como Maupassant termina su siniestro relato. Pero su alucinado es él. ¡Esta frase acaba de vivirla tratando de matarse para escapar al Horla!

–Entonces, doctor, ¿se podía prever, desde la publicación de este libro, la suerte que esperaba a Maupassant?

–¡Desde luego! Y era tanto o más preocupante esta «candidatura» a la locura – como decimos los alienistas – toda vez que el contraste entre esta obra desequilibrada y las que le habían precedido era tan chocante, sanas éstas últimas, tan robustas, tan llenas de vida, de observación tranquila y de ponderación literaria.

– ¿Y cómo explica usted esta súbita transformación del cerebro del escritor?

– Por la intoxicación y la fatiga. Ya he dado mi opinión sobre esta cuestión del trabajo cerebral. El desastre es inmediato, más o menos fatal, se sobrecarga la producción con ayuda de diversos estimulantes, si se fustiga su cerebro mediante la incesante excitación de una ambición febril.

Todos aquellos que conocen los entresijos literarios saben que, entre las obras que alcanzan el mayor favor del público, muchas de ellas han sido obtenidas gracias a la estimulación engendrada por sustancias tóxicas, bien se trate del alcohol bajo sus formas variadas, la morfina, la cocaína, el éter o el haschish. Ahora bien, se sabe que Maupassant, al igual que Baudelaire, había sido un adicto inveterado al haschish, y que, desde hacía algunos años, abusaba del éter como remedio a sus males imaginarios.

Y lo más curioso en el empleo que hacen algunos escritores de estos estimulantes, es el carácter de originalidad, de rareza, y a veces las formas de sobrecogedor realismo de las producciones así obtenidas, carácter que nos encanta y es, en cualquier caso, un elemento para la obtención de éxito. Se encuentra ahí, en efecto, una sensibilidad intensificada que da al drama, a la novela o al relato, la apariencia de una página arrancada a la vida. Muchos escritores podrían confesar que han «parido con dolor.»

Este tipo de producción no es debida al funcionamiento normal del cerebro. Poco a poco, la sensibilidad se exalta. Por momentánea que sea, se vuelve permanente y la vibración sensorial ya no es otra cosa que una vibración enloquecida.

En el orden estrictamente psicológico, una cuestión muy interesante a tratar en profundidad, sería la siguiente: el autor dramático, el poeta, el novelista que pone en escena al loco, lo hace sentir, hablar, actuar como solo actúa, habla o siente el verdadero alienado, ¿no trata, después de todo, de proyectara sus propias sensaciones y sus propias ideas? En una palabra, ¿la pretendida ficción, salida del cerebro, a veces genial, del autor, no es otra cosa que la transcripción de su estado anímico y, queriendo hacer el retrato del loco, no está ofreciendonos más que su fotografía moral?

Se podrían citar muchos ejemplo en apoyo de esta tesis y no hay ninguno más sobrecogedor que el de Edgar Allan Poe, ¡escribiendo realmente bajo el dictado de sus propias pesadillas alcohólicas!...

Sin embargo, debemos evitar cualquier generalización, y, considero muy difícil, aunque admito que es posible, habiendo visto además tantos inventivos simuladores entre mis «clientes» habituales, que una obra literaria de mera imaginación, quiero decir sana, nos dé el cuadro exacto de la alienación mental.

 

Tal es fielmente transcrita la sugestiva respuesta que tan amablemente me ha concedido el sabio y sutil alienista a mi consulta. A todos, poetas, novelistas y periodistas, nos grita: «¡Cuidado!

Aprovechémosla.

 

Nib.

 

Publicado en Le Figaro, el 6 de enero de 1892

Traducción de José Manuel Ramos González

para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant/