Le Figaro, 7 de julio de 1893

 

GUY DE MAUPASSANT

 

Maupassant ha muerto.

Se ha apagado ayer, a las once de la mañana, después de varias jornadas de dolorosas convulsiones y sin haber recobrado el conocimiento.

Pero hace dieciocho meses que en realidad los hombres de letras francesas llevaban luto por este artista admirable.

Fue en una brumosa mañana invernal, el 7 de enero de 1892, cuando nos fue traído desde Cannes donde, en un primer acceso de delirio, había intentado suicidarse. Con el rostro pálido, muy delgado y la mirada extraviada, se dejó deslizar fuera de su vagón, como ido; y, apoyado en sus fieles amigos, el doctor Cazalis y el editor Ollendorff, lo vimos encaminarse, sin pronunciar palabra, con paso torpe, atáxico y el cuerpo envuelto en una manta que disimulaba mal su herida, hacia el coche que lo esperaba para conducirle a la calle Berton, donde estaba el hospital del Dr. Blanche.

Y esa fue una visión lamentable para todos los que allí estábamos, – como el paso de un espectro... Aunque trataban de tranquilizarnos: «Neurosis...Fatiga...Delirio pasajero...», tuvimos la clara impresión de que todo había acabado, y que Maupassant ya estaba muerto.

Tenía cuarenta y tres años. Había nacido en Fécamp, y había estudiado en el colegio de Yvetot y en el Instituto de Rouen, indeciso sobre la elección de una profesión y amando apasionadamente las letras. Tenía por padrino a Flaubert a quién pronto mostró – muy tímidamente – sus primeros cuentos y sus primeros versos.

Por fortuna, el padrino era un juez severo que supo preservar al principio a su alumno del peor de los males para los principiantes: la impaciencia por producir pronto, y rápido.

Maupassant había estado vinculado al ministerio de la marina. Supongo que fue un piadoso funcionario; la literatura le absorbía por completo. Fue allí como pacientemente se ejercitó varios años emborronando páginas que Flaubert espulgaba palabra por palabra, y generalmente condenaba...

Sin embargo llegó un día en el que el padrino estuvo satisfecho: «Esto está bien. Ya puedes caminar» Ocurría en 1880. En algunos meses, la reputación del hombre se había hecho, y los hombres de letras consideraron con algún asombro a este escritor de treinta años, al que nadie recordaba haber «alentado» sus primeros trabajos, y que bruscamente se revelaba como un maestro.

Toda la obra de Maupassant se produce en los once años que siguieron: once años colmados por una producción de más de veinte volúmenes, del que cada uno enaltece cada vez más la gloria del maestro, e incluso no voy a recordar sus títulos en estas breves notas, pues todo el mundo conoce entre nosotros los libros de Maupassant, y de esa obra desde hace varios años ya tan «clasificada» y tan clásica, ¿qué se podría decir que no se haya dicho?

Hace cerca de dos años que el pobre Maupassant no escribía.

Desde hacía tiempo, sufría trastornos gástricos y padecía una neurosis en gran parte causada, según su médico, por el abuso de ejercicio físico. Ese mal estado de salud lo había inducido a drogarse con exceso, y de esa abundante y a veces incoherente medicación, resultaron los primeros daños cerebrales.

Se manifestaron al principio bajo la forma de ideas obsesivas, que por otra parte no menguaban en nada la lucidez ordinaria del escritor. Por ejemplo, se había persuadido de que el tratamiento contra la filoxera de los viñedos envenenaba las uvas, y que sus dolores intestinales provenían de ahí: «No comáis uvas, le decía a sus amigos; ¡es una fruta que contiene veneno!» Su médico le ordenó duchas nasales saladas durante una temporada, lo que pronto le provocó la descabellada idea de que esa sal era fatal y que estaba saturado de ella; un día, en Cannes, suplicó al doctor Daremberg que analizase su saliva: «Verá usted que jamás me equivoco, le dijo, está salada.»

Esos fueron los primeros síntomas del mal que debía aniquilarlo.

Durante los seis primeros meses de su estancia en el hospital del doctor Blanche, tuvo instantes de relativa lucidez: sabía donde estaba interno, y a menudo se quejaba a sus amigos cuando los reconocía.

Luego, la parálisis general hizo su obra; llegaron los delirios más frecuentes, y a menudo se tuvo que recurrir a la sonda para alimentar al egregio enfermo.

Finalmente sobrevinieron las señales precursoras del fin: las primeras convulsiones se produjeron. Maupassant adelgazaba a pasos agigantados; en esas últimas semanas había caído en un estado de debilitamiento espantoso; la cuarta crisis estalló hace cinco días. Sucumbió a ella.

El ilustre escritor no deja ninguna obra inédita. Ollendorff, que lo acompañó hasta el final con una amistad abnegada y devota, tiene todos sus papeles. Sólo se encuentra entre ellos un capítulo de l’Angelus (la gran novela que había comenzado en Cannes), un capítulo de otra novela, l’Ame étrangère, y el esbozo de un relato corto titulado, creo, Après.

Había sido dejado por Maupassant el manuscrito de otro relato, le Colporteur, que como recordarán nuestros lectores, fue el Figaro el que tuvo el honor de publicarlo hace algunos meses.

Los demás manuscritos no tienen ningún interés: son obras de primera juventud, especialmente unas comedias en verso que Maupassant había compuesto a modo de ejercicio literario, y que Flaubert había condenado implacablemente. No las destinaba en absoluto a ser publicadas.

La fortuna que deja no es tan considerable. Ha circulado desde hace algún tiempo el rumor de que el pobre enfermo vegetaba en una situación muy precaria; pero eso es absolutamente inexacto; la venta de sus obras le aseguraba un amplio desahogo. La verdad es que Maupassant fue, como muchos artistas, generoso e imprevisible y nunca fue su fuerte el arte de economizar.

Tenía una mano fácilmente abierta y complicó su vida con cargas bastante pesadas, a las que el gusto por el deporte y los viajes lo habían arrastrado; todos los parisinos conocían su casa de Cannes, su villa de Étretat, la Guillette (que acaba de ser alquilada), y su querido velero Bel-Ami, vendido a un precio irrisorio recientemente.

Había con que dilapidar sin esfuerzo y alegremente los sesenta mil francos que su pluma le reportaba año tras año.

Pues el admirable artista, a pesar de esta actitud de «dios misántropo burlón y lascivo», tal y como nos lo ha pintado con tanto cariño Jules Lemâitre, era sobre todo un «buen muchacho». Valiente, sencillo y alegre, como casi todos los fuertes; ¡y tan poco preocupado de su aspecto!

Un día escribió que tres cosas deshonran a un hombre honesto: la Academia, las condecoraciones y la Revue des Deux-Mondes. – Siempre insistía en este chascarrillo.

Sin embargo, con la edad, lo acometió un poco de indulgencia. Persistió en seguir dando la espalda a la Academia, pese a las opiniones en contra de Dumas y Augier que le suplicaban que se presentase a ella; pero confesaba a sus amigos que le reprochaban haber rechazado la oferta de la cruz de la legión de honor que el ministro Spuller había hecho al escritor, que «si esa distinción se le hubiese concedido sin su opinión previa al respecto, no tendría la impertinencia de rechazarla»; en cuanto a la Revue des Deux-Mondes, se había reconciliado con ella entregándole su admirable y última novela, Notre Coeur, para publicar.

Fue recompensado de un modo muy inesperado, y por la propia Academia, que hace poco tiempo otorgaba a su obra el premio Vitet. Curiosamente, ese premio consiste en la renta anual de una acción en bolsa de la Revue des Deux-Mondes.

El último volumen de Maupassant es una antología de relatos, la Main gauche;ha aparecido igualmente estos días una nueva edición de la novela Une Vie. Aunque desde hace dos años, la firma del celebre escritor no haya aparecido en ningún periódico, el prestigio de su nombre no se ha debilitado, y Maupassant permanecerá siendo durante mucho tiempo el más popular de nuestros contadores.

Pero quisiera, para honrar a esta bella memoria, algo más que los sufragios del gran público y la admiración de los letrados: quisiera ver a ese perfecto escritor clásico conocido y amado desde mañana por todos los «jovencitos», por aquellos a quienes no se le confían demasiado sus libros... No habría más que buscar en esta obra tan variada y tan rica para encontrar en ella los elementos de una antología exquisita, – un volumen de quinientas páginas perfectamente puras que serían para nuestros hijos la más literaria y deliciosa de las recreaciones.

Los herederos de Maupassant deberán darnos ya ese libro.

 

Emile Berr.

 

P.S.– Las exequias fúnebres de Guy de Maupassant tendrán lugar mañana sábado, a las doce, en la iglesia Saint-Pierre de Chaillot, donde el cuerpo ha sido transportado.

La inhumación se llevará a cabo en el cementerio de Montparnasse.

 

 

Publicado en Le Figaro, el 7 de julio de 1893

Traducción de José M. Ramos González

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