Le Figaro. Suplemento literario del domingo. 9 de enero de 1892.

 

LOS CONSEJOS DE UNA ABUELA[1]

 

Desde hace ocho días es sabido, en el mundo de las letras y de los artes, el mal atroz que acaba de golpear a Guy de Maupassant. Se sabe que el gran escritor ha debido ser transportado a la residencia del Dr. Blanche. Maupassant había abordado todos los géneros con igual éxito: la novela, el relato, el viaje, la poesía, el teatro, la crítica de arte, la crónica.

Todas sus crónicas no han sido reunidas en volumen. Esta que se va a leer está en ese caso; para la mayoría de nuestros lectores, tendrá el encanto de lo inédito.

 

____

 

El castillo, de antiguo estilo, se alza en la cumbre del monte; árboles corpulentos lo rodean de un verdor oscuro; y el parque dilatado extiende sus lejanas perspectivas, ya sobre la espesura del bosque, ya sobre las comarcas próximas.

No lejos de la fachada principal, en un estanque de piedra, lucen su desnudez femenina varias figuras de mármol. Se escalonan a lo largo de la pendiente otros estanques, hasta el pie del ribazo, y un arroyo prisionero se derrumba en cascadas cristalinas de uno en otro.

Desde la morada-que se yergue, como una vieja presumida,  con graciosos remilgos-hasta las grutas rocosas, donde aún duermen los amores de antaño, todo en aquel dominio señorial ha conservado la fisonomía de pasadas generaciones; todo parece recordar usanzas antiguas, costumbres viejas, galanterías frágiles y ligeras elegancias, que fueron el encanto de nuestras abuelas.

En un saloncito Luis XV-sobre cuyas paredes mariposean pastores y pastorcltas, damas ilustres muy huecas y caballeros galantes muy rizados-, una señora de mucha edad, inmóvil como si estuviese muerta, reclinada, casi echada en un sillón, deja caer a uno y otro lado, lánguidamente, sus manos descarnadas y esqueléticas.

Su mirada turbia se pierde a lo lejos, queriendo abarcar la campiña, como si a través de los jardines y de los bosques persiguiese las imágenes de su juventud.

Un soplo de la brisa, entrando con frecuencia por el balcón, derrama en el aposento perfumes de hierbas y de flores, mientras hace revolotear sobre la frente de la noble anciana sus cabellos blancos y en su pensamiento las memorias casi olvidadas.

Junto a ella, sentada en un taburete almohadillado, una muchacha de largos cabellos rubios, cuyas trenzas descienden por su espalda, borda un ornamento de altar.

Tiene ojos febriles y soñadores; mientras avanzan su labor los dedos ágiles, se diría que también su pensamiento avanza en un delirio.

Inclinándose hacia la muchas, su abuela dice:

-Berta: léeme algún periódica, para que yo pueda enterarme de lo que ocurre ahora en el mundo.

La muchacha coge un periódico, y, extendiéndolo,  pasea los ojos por sus columnas.

-Habla mucho de política. ¿Lo paso, abuela, o quiere usted oírlo todo?

-Pásalo, hija mía. Busca una historia de amor ¿No hay ninguna historia de amor? La Francia galante ya no existe, puesto que no se habla de raptos ni de aventuras, como en otro tiempo.

La muchacha sigue buscando en el periódico algún artículo que pudiese agradar a su abuela:

-¡Ya lo encontré! Se titula "Drama de amor".

En el arrugado y cadavérico rostro de la triste anciana, se dibuja una sonrisa:

-Veamos qué dice. Comienza. Y Berta da principio a su lectura.

Se trata de una historia vulgar, de un crimen realizado con el vitriolo. Una mujer se vengó de la querida de su marido, quemándole toda la cara y los ojos. El Tribunal había fallado, absolviéndola con todos los pronunciamientos favorables, entre los aplausos de la multitud.

La débil anciana, incorporándose un poco, repite:

-¡Oh! ¡Es horroroso! Si. ¡Es un espanto! Anda, busca otra cosa, hijita.

Berta busca, y en otra columna, pero también en la sección de tribunales, lee;. "Drama sombrío".

Una señorita, empleada en un almacén de confecciones, ya bastante madura, había cometido un desliz -cayendo entre los brazos de un joven; y para vengarse de la ingratitud y el abandono de su amante, algo voluble, le había disparado un tiro de revólver. El infeliz quedaba inútil para toda su vida. Y los jurados, hombres morales y de buenas costumbres, pronunciándose por el amor ilegítimo de la vengadora, la absolvieron, declarándola inocente.

Al oírlo, sublevándose, descomponiéndose, la noble anciana. dice:

- ¡Oh! ¡Estáis locos, locos de remate, las gentes de ahora! No se ha visto locura más grande. ¡Parece mentira! ¡Cómo entendéis las cosas! ... Dios piadoso ha ofrecido a los hombres el amor, ¡el único encanto de la vida! Los hombres lo han perfeccionado, sazonándolo con la galantería, la única distracción agradable para entretener el tiempo. Y de pronto, mezcláis a estas cosas buenas el vitriolo y el revólver, lo cual me parece lo mismo que mezclar algo nauseabundo con el oloroso vino de Jerez.

Berta no parece comprender ni explicarse la indignación de su abuela, y dice:

-Pero, abuelita, esa mujer se vengó porque su amante no la quería. La otra hizo lo mismo, porque su esposo la engañaba...

La débil anciana, sobresaltándose, interrumpe:

-¡Qué ideas inculcan a las muchachas de ahora! ¿Qué dices, criatura?

Berta quiere aducir alguna razón:

-El matrimonio es un sacramento: hay que respetarlo, abuelita.

Habiendo nacido en la época galante, la noble dama juzga de manera muy diferente, y con el corazón alborotado, estremeciéndose, agitándose, pronuncia estas palabras:

-El amor es lo único sagrado. Escucha, hijita, lo que te dice una vieja que ha vivido con tres generaciones y que sabe mucho, mucho, acerca de los hombres y de las mujeres. El matrimonio y el amor nada tienen de común. ¿Lo entiendes? Nos casamos para formar una familia, y se forman las familias para constituir la sociedad. La sociedad no existiría sin el matrimonio. Sí, la sociedad es una cadena; cada familia es un anillo de la cadena social, y para soldar esos anillos, búscanse metales equivalentes.

Para formalizar un matrimonio es preciso tener en cuenta la educación, la fortuna, la raza; el matrimonio responde al interés común que se funda en la riqueza y en los hijos. Nos casamos una vez, porque la sociedad nos lo exige; pero nos apasionamos veinte veces en la vida, porque la Naturaleza lo ha dispuesto así. El matrimonio es la ley, ¿comprendes? y el amor es un instinto que nos impulsa tan pronto hacia un lado como hacia que otro.

Se hicieron leyes que suprimen los instintos contradiciéndolos; era indispensable. Pero los instintos son poderosos, arraigados, tenaces, y no debiéramos contradecirlos con tanta frecuencia, porque son mandatos de Dios, mientras que las leyes que los combaten son obra de los hombres.

Si no se perfumara la vida con el amor, con todo el amor posible, hijita, como ponemos azúcar en los medicamentos que han de tomar los niños, nadie querría tragarla; seria un sacrificio demasiado grande.

Asustada Berta y abriendo mucho sus ojazos febriles y soñadores, dice:

-¡Oh! ¡Abuelita! ¡Sólo se puede amar una vez! ¡Sólo se ama una vez, abuelita!

La débil anciana levanta sus manos temblorosas como para evocar aún al dios ya difunto de la galantería, y exclama rebosante de indignación:

-Os habéis convertido en una raza de villanos, en una raza vulgar. Desde la Revolución, el mundo está desconocido. Habéis cubierto con frases pomposas todos los actos humanos, y con deberes enojosos todos los rincones de la existencia; creéis en la igualdad y en la pasión única y durable. No ha faltado quien escribiera versos para deciros que se moría de amor. En mi tiempo las poesías enseñaban a los hombres a sentir amor hacia todas las mujeres. ¡Y nosotras!... Y cuando un caballero nos agradaba, hijita, se lo hacíamos decir por un paje. Y cuando nuestro corazón sentía un capricho nuevo nos apresurábamos a despedir al último amante... a no ser  que prefiriésemos conservar los dos…

La noble anciana sonríe con una sonrisa punzante, y en sus ojos grises, apagados, resplandece la malicia ingeniosa y escéptica de las personas que no se creen formadas con el mismo barro que los demás y que viven como dueñas de la vida, para las cuales no rigen las creencias y las obligaciones comunes.

La muchacha, palideciendo, balbucía:

-Las mujeres de aquel tiempo, si obraban de tal modo, no conocían el honor.

La débil anciana deja de sonreir. Si conservaba en su espíritu algo de la ironía de Voltaire, tampoco le faltaba un poco de la filosofía inflamada de Juan Jacobo Rousseau:

-¿Desconocer el honor... porque amaban y se atrevían a decirlo, a vanagloriarse de sus amores? Hijita: si una de nosotras, ni entre las más encopetadas y linajudas señoras de Francia, hubiese vívido sin tener un amante, habría sido entonces la risa de toda la corte. Para las que preferían vivir así estaban los conventos. Y vosotras, ¿imagináis tal vez que vuestros maridos no se apasionarán por otras mujeres por mucho que les agradéis? ¡Como si eso fuera posible! No; no es posible. Yo te aseguro que la institución del matrimonio es indispensable para que la sociedad se defienda; pero que la fidelidad conyugal no ha existido nunca entre las condiciones de nuestra raza. ¿Oyes lo que te digo? En la vida sólo hay una cosa buena: el amor.

Y vosotros lo comprendéis mal; lo desvirtuáis en absoluto, convirtiéndolo en algo solemne, grave, definitivo, como un sacramento; en algo que se compra, como un traje.

La muchacha oprime con sus manos temblorosas las apergaminadas manos de la noble anciana, y dice suplicante:

-Cállate, abuelita; cállate, por Díos; te lo ruego.

Y, de rodillas, con lágrimas en los ojos, pide al Cielo una pasión única, devoradora, inextinguible, conforme al delirio de los poetas modernos; mientras que su abuela, besándola en la frente, penetrada todavía por la encantadora y sana reflexión que los filósofos del siglo XVIII derramaron como un perfume sutil sobre las imaginaciones de su tiempo, balbucía:

-Cuidado, hijita; creyendo en semejantes locuras, vas a ser muy desdichada.

 

Guy de Maupassant

 

Le Figaro. Suplemento literario del domingo. 9 de enero de 1892.


 

[1] Este relato aparece en su antología de cuentos bajo el título de Jadis. (Nota del T.)