Le Figaro, 9 de julio de 1893

LOS FUNERALES DE GUY DE MAUPASSANT

 

El cuerpo del gran artista había sido depositado hace dos días en el panteón de la iglesia Saint-Pierre de Chaillot, su antigua parroquia.

Fue allí adonde se han dirigido ayer, a mediodía, los amigos que habían querido saludar por última vez a su querido finado, y conducirle al cementerio.

La familia sólo estaba representada por dos primos del difunto, el doctor Huchard, médico-mayor, y el Sr. Gée, profesor en la facultad de derecho de Grenoble.

Exequias completamente intimas, a las cuales apenas asistieron doscientas personas. Y al borde de la fosa el grupo todavía se hizo menos numeroso...No reconocí allí más que a los amigos personales del muerto o admiradores a los que el atroz calor que nos quemaba no desanimó: los Sres. Roujon, Émile Zola, Spuller, José María de Hérédia, Ollendorff, Paul Alexis, Catulle Mendès, Albert Cahen d’Anvers, Henry Céard, Joseph Reinach, Bauër, Jean Béraud, Dubois de L’Estang, Marcel Prévost, Tancrède Martel, Henri Lavedan, Guérin, etc.,etc.

La tumba fue cavada en el lindero del cementerio nuevo. En el momento en el que el ataúd descendió, el Sr. Émile Zola se adelantó y, muy emocionado, con las manos temblorosas, leyó el siguiente discurso:

 

Caballeros,

Debo hablar en nombre de la Sociedad de los hombres de letras y de la Sociedad de autores dramáticos. Pero que me sea permitido hablar en nombre de la literatura francesa, y que no sea el colega, sino el hermano de armas, el mayor, el amigo, quien venga aquí a rendir un supremo homenaje a Guy de Maupassant.

Conocí a Maupassant hace dieciocho o veinte años en casa de Gustave Flaubert. Todavía puedo verlo, tan joven, con sus ojos claros y risueños, callado, con un aire de modestia filial ante el maestro. Nos escuchaba toda la tarde entera, y apenas se atrevía a emitir una palabra de vez en cuando; pero de ese muchacho robusto, de fisonomía abierta y franca, salía un aire de alegría tan dichosa, de vida tan gallarda, que todos lo quisimos por esa buena fragancia de salud que nos aportaba. Adoraba los ejercicios violentos; circulaban sobre él leyendas de sorprendentes proezas. Jamás pudimos intuir que algún día pudiese tener talento.

Y luego surgió como un bombazo Boule de Suif, esa obra maestra, esa obra perfecta de ternura, de ironía y valentía. Al primer intento, producía la obra decisiva y se clasificaba entre los maestros. Fue una de nuestras grandes alegrías; pues se convirtió en nuestro hermano, de todos aquellos que lo habíamos visto crecer sin sospechar su genio. Y, a partir de ese día, no dejó de producir con una abundancia, una seguridad, una fuerza magistral, que nos maravillaban. Colaboraba en varios periódicos. Los cuentos y relatos se sucedían con una variedad infinita, todos de una perfección admirable, aportando cada uno de ellos una pequeña comedia, un pequeño drama completo, abriendo bruscamente una ventana a la vida. Se reía y se lloraba, y se pensaba leyéndole. Podría citar muchos de esos cortos relatos que contienen en algunas páginas, la propia médula de los libros gruesos que otros novelistas habrían escrito ciertamente. Pero tendría que citarlos todos, y ¿acaso no son ya clásicos como una fábula de La Fontaine o un cuento de Voltaire?

Maupassant quiso extender su marco de acción, para responder a aquellos que lo especializaban, encasillándole en el relato; y, con esa energía tranquila, esa hermosa salud que le caracterizaba, escribió novelas soberbias, donde todas las cualidades del contador se encontraban ampliadas, afirmadas por la pasión de la vida. Había sentido el soplo, ese gran soplo humano que hace las obras apasionantes y vivas. Desde Une Vie, hasta Notre Coeur, pasando por Bel Ami, por la Maison Tellier, y Fort comme la Mort, siempre encontramos la misma visión poderosa y sencilla de la existencia, un análisis impecable, una manera tranquila de contarlo todo, una especie de franqueza sana y generosa que conquista todos los corazones. Y quiero incluso citar aparte a Pierre et Jean, que es en mi opinión la maravilla, la joya rara, la obra de verismo y grandeza que nunca pasará de moda.

 

¿De dónde provenía esa fuerza, y sobre todo de dónde venía ese encanto que todos asumieron con una especie de euforia, y sin cuestionar nunca? Émile Zola lo indica a grandes rasgos con un esbozo preciso.

 

Lo que nos sorprendía, a nosotros que seguimos a Maupassant con toda nuestra simpatía, era esa conquista tan rápida de los corazones. No había tenido más que aparecer y contar sus historias, para ganarse de inmediato el cariño del gran público. Celebrado un día y otro, ni siquiera fue discutido. La dicha sonriendo parecía haberle tomado por la mano y conducirle tan alto como quisiera subir. No conozco desde luego ningún otro ejemplo con unos debuts tan felices, con éxitos más rápidos y más unánimes. Todo se aceptaba de él; lo que habría chocado bajo la pluma de otro, pasaba en él con una sonrisa. Satisfacía todas las inteligencias, tocaba todas las sensibilidades, y teníamos ese espectáculo extraordinario de un talento robusto y franco, sin ninguna concesión, que se imponía de un golpe a la admiración e incluso al efecto de ese público letrado, de ese público medio que, de ordinario, hace pagar tan caro a los artistas originales el derecho de crecer en parte.

Todo el genio de Maupassant está en la explicación de ese fenómeno. Si fue desde el primer momento comprendido y amado, era porque aportaba al alma francesa los dones y cualidades que han hecho lo mejor de la raza. Se le comprendía porque él era la claridad, la sencillez, la mesura y la fuerza. Se le quería porque tenía la bondad risueña, la sátira profunda que, milagrosamente, no es en absoluto maliciosa, la alegría que incluso persiste bajo las lágrimas. Era del gran linaje que uno puede seguir desde los balbuceos de nuestra lengua hasta nuestros días; tenía por antepasados a Rabelais, Montaigne, Molière, La Fontaine, los fuertes y los claros, aquellos que son la razón y la luz de nuestra literatura. Los lectores, los admiradores, no se equivocaban; se dirigían por instinto a esta fuente límpida y cristalina, a ese bello humor del pensamiento y del estilo, que satisfacía sus necesidades. Y estaban agradecidos a un escritor incluso pesimista, por darles esa feliz sensación de equilibrio y vigor en la perfecta claridad de sus obras.

¡Ah! la claridad, ¡qué fuente de gracia, donde quisiera ver a todas las generaciones bebiendo! He querido mucho a Maupassant, porque era realmente de nuestra sangre latina, y pertenecía a la familia de las grandes figuras literarias. Desde luego no se debe limitar al arte, hay que aceptar lo complicado, lo refinado y lo oscuro; pero me parece que esto no es más que el desenfreno o, si se quiere, la flor de un día, y que siempre hay que regresar a los sencillos y a los claros, como se regresa al pan cotidiano que nos alimenta sin cansarnos nunca. La salud está ahí, en ese baño de sol, en esa ola que nos envuelve por todas partes. Tal vez la página de Maupassant, que admiramos, le ha costado un esfuerzo. ¡Qué importa, si esa fatiga no aparecía, si nos reconforta con su perfecta naturalidad y el tranquilo vigor que desborda! Se sale de esa página como fortalecido uno mismo, con la alegría moral y física que produce un paseo bajo la plena luz del día.

Años de continua producción pasaban y Maupassant iba evolucionando poco a poco hacia otros terrenos de observación. Siempre había tenido curiosidad por cielos nuevos, tierras desconocidas. Viajaba mucho, y nos daba una visión intensa de los países que había atravesado. Su gusto por la claridad y la sencillez le provocaban horror hacia el oficio literario. Jamás hombre algunos ha sentido la tinta menos que él, e incluso llegaba a la afectación de no hablar nunca de literatura, de vivir al margen del mundo de las letras, trabajando por necesidad, decía, y no para alcanzar la gloria. Eso nos asombraba un poco a los demás, cuya idea de literatura  nos devora la existencia. Sin embargo, hoy, creo que tenía razón y que la vida merece ser vivida por sí mima, aparte del trabajo. Es necesario también vivirla para conocerla, y es cierto que Maupassant, en los últimos años, había ampliado singularmente su mundo de campesinos y burgueses, habiendo adquirido un sentimiento más delicado y más profundo de la mujer, caminando con obras más profundas y más ligeras.

Sé bien que algunos comenzaban a echar de menos al Maupassant de los inicios, e incluso yo lo veía con preocupación perder su bello equilibrio. Pero este no es el lugar donde juzgar aun el conjunto de su obra, y lo que se puede decir es que hasta el último día, este presunto indiferentes hacia la literatura amó apasionadamente su arte y buscaba siempre, como se esforzaba en progresar siempre, con el sentido cada vez más agudizado, la verdad humana.

Fue colmado con todas las dichas, e insisto, pues la grandeza de la figura que dejará en la memoria de los hombres está sin duda ahí. Quiero volver a verlo con su rostro riendo, seguro del triunfo, cuando venía a estrecharme la mano, en las felices horas de la juventud. Quiero volver a verlo, más tarde, en pleno éxito, tan fácil y tan franco, acogido por todos, festejado, aclamado, llevado a la gloria como un vuelo natural. Tenía todas las suertes, incluso la de no provocar celos en medio de una victoria tan rápida, pues conservaba los corazones que había conquistado; ni uno de sus amigos de antaño sufrían con su fortuna, pues había permanecido siendo un sincero y cordial compañero. Parecía muy natural que fuese premiado por la suerte; uno no sentía caminar ante él más que las hadas bienhechoras que siembran flores por el camino, hasta alguna coronación de apoteosis en una vejez adelantada. Sobre todo, uno se felicitaba de su salud, que parecía inquebrantable, se le proclamaba con justicia el temperamento mejor ponderado de nuestra literatura, el espíritu más claro, la razón más sana. Y fue entonces como el espantoso golpe lo destruyó.

¡Él, gran Dios! ¡Golpeado por la demencia! Toda esa dicha, toda esa salud sumiéndose de golpe en esa abominación! Se producía un giro de vida tan brusco, se abría un abismo tan inesperado que los corazones que lo amaron, sus millares de lectores, han guardado de el una especie de fraternidad dolorosa, una ternura centuplicada y sangrante. No quiero decir que su gloria tuviese necesidad de este fin tan trágico y de una resonancia tan profunda en las inteligencias; pero su recuerdo, desde que ha sufrido esta pasión espantosa del dolor y la muerte, ha tomado en nosotros no sé que majestad soberanamente triste que lo alza a la leyenda de los mártires del pensamiento. Aparte de su gloria de escritor, pasará a la histora como uno de los hombres que han sido los más dichosos y los más desgraciaos de la tierra, aquél en el que sentimos lo mejor de nuestra humanidad esperar y romperse, el hermano adorado, arruinado, luego desaparecido, en medio de las lágrimas.

 

Y ante esa fosa abierta, el valiente e ilustre escritor no pudo sustraerse a un comentario melancólico sobre sí mismo; pues fue él quien lo pensó, arrojando al muerto, con voz que sacude la emoción, este grito de angustia:

 

Y, por otra parte, ¿quién puede decir si el dolor y la muerte no saben lo que hacen? Dese luego, Maupassant, quien en quince años había publicado cerca de veinte volúmenes, podía vivir y triplicar ese número y llenar él sólo toda una estantería de biblioteca. Pero, ¿lo diré? A veces me acomete una inquietud melancólica ante las grandes producciones de nuestra época. Sí, son largas y concienzudas tareas, muchos libros acumulados, un bello ejemplo de obstinación en el trabajo. También están ahí los bagajes bien pesados para la gloria, y a la memoria de los hombres no le gusta cargase de semejante peso. De esas grandes obras cíclicas nunca han quedado más que algunas páginas. ¿Quién sabe si la inmortalidad no se trata de otra cosa que un relato de trescientas líneas, la fábula o el cuento que los escolares de los siglos futuros se transmitirán, como el ejemplo incuestionable de la perfección clásica?

Y, caballeros, ahí estará la gloria de Maupassant, que será la más segura y sólida de las glorias. ¡Que duerma pues su buen sueño, tan caramente comprado, confiando en la salud triunfante de la obra que deja! Ella vivirá, ella lo hará vivir. Nosotros, que lo hemos conocido, quedaremos con el corazón lleno de su robusta y dolorosa imagen. Y, en el devenir de los tiempos, aquellos que no lo conocieron más que por sus obras lo amarán por el eterno canto de amor que ha cantado a la vida.

 

Eso fue todo. El Sr. Henry Céard pronunció aun, en nombre de los «amigos de juventud» algunas frases de despedida; fue arrojada el agua bendita; unas coronas fueron depositadas cerca del muerto, y el grupo de los amigos se dispersó lentamente en el gran murmullo indiferente de Paris.

Maupassant, desde luego tenía derecho a unas exequias más solemnes y más multitudinarias; pero más bien fue él quien deseaba que se le enterrase sin condolencias hipócritas, con las menores frases posibles y al abrigo de las vanas miradas de los curiosos.

 

Emile Berr.

 

Publicado en Le Figaro, el 9 de julio de 1893

Traducción de José Manuel Ramos González

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