Le Figaro, 11 de enero de 1892

UN CLÁSICO ENFERMO

 

Tal vez no haya sido hecha sobre Maupassant una única crónica.

En efecto, en la prensa, con la trágica noticia llegada desde Cannes, nadie ha parecido menos asombrado que el propio público; además se han puesto a investigar las causas de la espantosa desgracia, y cada uno ha expuesto sus razones, su pequeño o gran descubrimiento psicológico, y se ha discutido, se sigue discutiendo; pero en todos los artículos, he encontrado la expresión de una misma sorpresa, por todas partes, y como por efecto de una palabra clave, aunque en realidad lo fuera bajo la influencia de ideas establecidas, de frases hechas, de epítetos empleados desde hace mucho tiempo en caracterizar el talento del autor de Boule de Suif y de Bel Ami, se exclamaba: «¿Quién hubiese dicho que esa inteligencia sana, robusta y precisa, este escritor de estilo rápido y, a la vez, tan límpido y sólido, este maestro-obrero sobrio, justo, sabiendo componer mejor que nadie hoy en día, utilizando el antiguo vocabulario, eternamente joven de los prosadores soberbios de hace doscientos años; en definitiva, ese clásico se volvería loco?»

Pues bien, lo que me ha sorprendido a mí es el asombro de mis colegas. Y he aquí el momento de explicar el título de esta crónica; pues por enfermo, yo quiero en absoluto, como pueda creerse, dar a mi vez una opinión sobre el mal «sagrado» del que ha sido afectado Maupassant; mi intención es indicar la parte de la enfermedad que se enuentra en su obra, tan bien llevada por la forma. Sí, clásico, como lo fue Mérimée, y con más ligereza y naturalidad, si uno no examina más que algunos de sus libros, o si, en los demás, los más recientes, no se presta atención más que a las cualidades exteriores, a los raros meritos de la composición y ejecución. Pero aféctense de lo que allí se puede leer, sensaciones, ensoñaciones, pensamientos, testimoniando, con una nerviosa sensibilidad más que extraordinaria, una excitabilidad orgánica que da miedo por poco que se reflexiones, de una hiperagudeza cerebral, explicando demasiado bien, por desgracia, esta caída de ayer en las tinieblas de la sinrazón.

Llegarán ustedes incluso a convencerse de que Maupassant ha tenido el presentimiento de su locura y que así estableció por adelantado la causa profunda, de un modo completamente literario, en esta media página:

«Es en ese dominio impenetrable» – el del sueño del Espíritu más allá de las sensaciones miserables según los cuales nos imaginamos el mundo – «Es en ese dominio… como cada artista trata de entrar, atormentándose, violentándose y agotando en ello el mecanismo de su pensamiento. Los que sucumben por el cerebro, Heine, Baudelaire, Byron, vagabundo en búsqueda de la muerte, inconsolable de la desgracia de un gran poeta, Musset, Jules de Goncourt y tantos otros, ¿no han sido rotos por el mismo esfuerzo al intentar derribar esa barrera material que aprisiona la inteligencia humana?»

Este sublime esfuerzo, pero prohibido, puesto que uno se muere intelectualmente antes de morir por completo, ha sido, en estos cuatro o cinco últimos años, el del gran artista confiado desde hace dos días a los cuidados del doctor Blanche. Él también se ha agotado, ¡el querido y gran desdichado! En querer franquear la invencible barrera opuesta por sus sentidos a la inquietud del hombre. Sufría, como de un dolor físicos, de la pobreza de sus sensaciones; él, que sin embargo sabía gozar «hasta el éxtasis» de un perfume, de un color, de una hermosa línea entrevista; él, que torturaba hasta el genio del odio o del asco por la banalidad de las preocupaciones, ocupaciones, impresiones y comentarios de casi todo el mundo, fuese cual fuese el decorado, fuesen cuales fuesen las costumbres; él, que huía de París y se iba al país del Sol, sobre su velero, para no ver la torre Eiffel, para evadirse de la admiración democrática y bulliciosa por ese «faro de feria»; él, bajo cuya pluma regresa sin cesar la palabra pesadilla, para expresar el recuerdo persistente de una tontería escuchada o de un espectáculo antiestético; él, que se compara, repetidas veces, a un desollado, y se felicita, en definitiva, por ser así: no obteniéndose la maestría literaria más que a ese precio de calvario o de rapto; él, que se jactaba precisamente de ser de esos neurópatas a lo Baudelaire, para el que  la naturaleza es un templo de símbolos, o de misteriosas afinidades entrelazadas y multiplicadas las unas por la otras en las percepciones del oído, del olfato y de la vista...

 

Los perfumes, los colores y los sonidos se responden.

 

Esos versos de donde ha salido lo mejor del Simbolismo, los comenzó él con amor, habiendo dicho que los había «sentido hasta la médula», cerca de San Remo; una noche, una bella noche de verano que el soñaba tumbado sobre el puente de su barco cuando al principio le llegó una música lejana, como el ruido «de una orquesta aérea», luego en esa ola de errante armonía, de repente un «soplo cálido y perfumado de aromas salvajes», un aliento violentamente balsámico de todo tipo de plantas agrestes, transportado hacia el mar abierto por el viento de tierra y mezclándose con ese canto nocturno. Entonces, «permanecía jadeante, tan embriagado de sensaciones, que el trastorno de esa borrachera hizo delirar a mis sentidos. No sabía ya si respiraba la música o si escuchaba los perfumes, o si dormía en las estrellas». Debía pues comprender y comprendió la joven escuela poética, tan injusta para el, tan ingrata incluso algunas veces; él reconoció, en esos artesanos del Verbo tan diferentes de él en tantos aspectos, hermanos atormentados por su deseo agudo de sensaciones, y de su ardiente y enloquecedora aspiración a «una extensión del alma»; de los menores trabajos – más o menos, es cierto, y menos que él – de sus ganas de sufrir y de gozar más, siempre, para almacenar cada vez más esas complejas sensaciones, más ideas y más rarezas, para recoger, más allá de los límites del pensamiento posible hasta ahora, temas de ensueño más delicados o más pomposos, de un estallido de flores mágicas o de una finura de bruma ligera, volátil, nacarada…

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Uno de sus estados más frecuentes, cuando gozaba de una emoción o cualquier impresión, se encuentra Descrito en estas dos líneas: «Me sentía sobrexcitado, vibrando como si hubiese bebido vinos delicados, respirado éter o amado a una mujer.» Y la contrariedad más leve, un sufrimiento de epidermis, le arrojaba a igual sobrexcitación física completamente opuesta, sin duda más peligrosa que la otra, más homicida…

Y fue el psicólogo del miedo y el de la locura en unos relatos de una intensidad analítica que tal vez no se haya admirado lo bastantes. Y fue un perfecto pesimista, destrozado por momentos – lo ha escrito – «bajo el sentimiento de la eterna miseria de todo, de la impotencia humana y de la monotonía de los actos».

Jamás la sed exasperada de un imposible más allá de alegría físicas y de tristezas o encantamientos; jamás el horror por las multitudes contemporáneas, por sus alegrías, su fealdad y su olor, y también por las reuniones brillantes, conversaciones de casino o de salón; nunca incluso la poderosa impresión de la nada de la existencia y de la íntima perfidia de todas esas cosas de un instante, belleza de la mujer, embriaguez del amor, gloria; no, nunca eso ha sido trasladado con más sinceridad desesperada más que  en esta obra tan francesa, por instantes tan franca de formas siempre, tan perfectamente clásica, lo repito, por la vigorosa claridad de la expresión y del giro, por las simplicidad poderosa de la imagen, por el interés mantenido, por la notación breve y decisiva del detalle significativo, como por la puesta en relieve del rasgo esencial y por la ciencia y el arte de las proporciones, pero, excepto los cuentos nominados y las historias de caza, tan atormentada, tan malsana en su fondo. Esclavo de todo el conjunto de un pensamiento de belleza literaria irrealizable y prisionero de los pobres cinco sentidos por dónde nuestro pobre pensamiento se alimenta, Guy de Maupassant, desde hacía algunos años atrás, se movía en esta servidumbre particular con crisis de angustia que parecerían, realmente, inexplicables; la carne estremecida al menor choque, alucinado, extraviado, con el suplicio de sus nervios por la visión constante del «aborto» fatal «de la vida» y de «la inutilidad del esfuerzo».

***

Observémosle más de cerca. A decir verdad hay dos Maupassant: el de las Soirées de Médan, de la Maison Tellier, de Une Vie incluso de Bel Ami; creo que ese fue feliz; pero como tan rápidamente se hizo famoso, fue ese Maupassant el que ha subsistido para el público y la crítica corriente, sin que el cambio profundo de su ser moral y el profundo aumento de la sofisticación de su máquina de sensaciones hayan hecho reflexionar o hayan modificado el juicio que sobre él se tenía. El Horla, donde se hubiese debido sentir el influjo de curiosidades mórbidas, tocado por el temible soplo de las ciencias ocultas, generalmente pasa como una fantasía, un juego literario; y no se percibe lo suficiente en sus novelas llamadas mundanas una sensibilidad cada vez más dolorosa, una aptitud nueva e inquietante en amar por la cabeza y el corazón, con recursos de goces y dolores de civilizado en extremo, de lo que parecía incapaz el Maupassant de la Vénus rustique, de Ce cochon de Morin y de tantas otras pequeñas obras maestras alertas, irónicas y perfectas, sintiendo lo bueno de la tierra y donde florece con pujanza el sexo… y el amor brutal. El drama de Cannes hubiese sido menos sorprendente si se le hubiese sabido leer. ¡Qué amargura en ciertas páginas de Notre Coeur! ¡Qué desprecio en la adoración por la parisina de nuestro Paris de lujo y elegante lujuria! ¡Cómo se siente tomado en la trampa dorada del flirteo donde los sinceros agonizan! ¡Qué sollozos!...

Como Dominique, ¡Notre Coeur es un libro de enfermo!

Y uno piensa, cuando se le ha vuelto a leer, como acabo de hacer yo, que una pasión desgraciada, un amor desconocido o traicionado o insuficientemente satisfecho, planea con su sombra sobre la llama vacilante del pensamiento del poeta precipitando su extinción, por otra parte inevitable; no digo en absoluto: incurable. ¿Quién sabe?

 

Leopold Lacour.

 

Publicado en Le Figaro, el 11 de enero de 1892

Traducción de José Manuel Ramos González

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