Le Figaro. Suplemento literario del domingo. 16 de febrero de 1912

 

MAUPASSANT

Recuerdos e impresiones

 

Será mañana, 6 de septiembre, en el parque del castillo de Miromesnil, sección del municipio de Tourville-sur-Arques – según los registros del estado civil – cuando se verá levantarse el monumento de Normandía a Henri-René-Albert-Guy de Maupassant.

Cuando la fiscalía de Étampes intentó imputarlo por uno de sus más hermosos poemas, Guy de Maupassant era una de las grandes esperanzas de la literatura francesa. Había colaborado en la République des Lettres, de Catulle Mendès, donde entregó, bajo el pseudónimo de Guy de Valmont (Valmont es una pedanía del municipio de Yvetot), esa cálida obra poética: La dernière escapade. Se había anunciado como narrador; pero fue un relato, una obra maestra: Boule de Suif, publicada en las Soirées de Médan, lo que le valió una gran notoriedad en 1880. En los periódicos donde yo escribía entonces, tenía entre mis colaboradores al añorado Henry Céard. Recitábamos versos hasta las dos de la mañana, alternándonos mutuamente. Él era uno de los íntimos de Maupassant.

–Puesto que deseas tanto conocerlo y yo almuerzo mañana con él, ignoro todavía donde – me dijo un día Céard – date por invitado.

Maupassant vivía en la calle Clauzel, en una casa de funcionarios y pequeños burgueses. Hacia las once, lo divisamos comprando su periódico, como hacía todas las mañanas en un kiosco de la plaza Bréda, después llamada plaza Herni-Monnier. Hecha la presentación, Maupassant aceptó mis entusiastas cumplidos, por pura cortesía, pues aparte de mis artículos de los periódicos, mi activo literario no se componía más que de un humilde volumen de versos, dedicado a Théodore de Banville.

Almorzamos en el Faisán, en la calle des Martyrs, desaparecido después. Maupassant comía con un soberbio apetito y bebía como un normando. Era por aquel entonces un magnífico muchacho de alrededor de treinta años, de talla media, complexión sólida, de un físico agradable, llevando un denso bigote negro, los ojos vivaces, el rostro redondo y colorado, la nariz pequeña y sensual. En definitiva, una salud espléndida; pero su remo le valía a veces días siguientes llenos de fatiga. Al igual que Céard, trabajaba como funcionario en un ministerio.

Desde luego, era consciente de su maravilloso talento, pero me pareció desprovisto de ambición literaria y sobre todo del entusiasmo que caracteriza a los grandes colegas a los que yo, modesto debutante, había conocido hasta entonces. Taine ya lo admiraba, y lo llamaba alegremente «el toro triste». La conversación discurrió principalmente sobre Flaubert, muerto en el mes de mayo último, y siempre recordaré la emoción con la que Maupassant exaltó el genio y la bondad de «su maestro e impulsor». Cosa rara, a propósito de no recuerdo que frase de Céard, Maupassant glorificó a Napoleón; pero pude retener una de sus frases: «¡Juana de Arco y Napoleón, dos inmensas figuras!»

Lo volví a ver a finales del invierno de 1883. Él corregía en el Gil Blas las prueba de su primera novela, Une Vie. Los volúmenes: Des Vers, La Maison Tellier, Mademoiselle Fifi, ya lo habían hecho célebre. Era la gloria, el dinero; aprovechó para hacer un viaje por África. Pero fue Bel-Ami, publicado al año siguiente, en el mismo periódico, y la amistosa presencia de Armand Silvestre, lo que provocó que me atreviese a hablar de literatura con Maupassant.

Una de  las cervecerías de la plaza de la Ópera era frecuentada por los colegas. Silvestre, en absoluto enemigo de unos tragos, nos condujo allí. Maupassant se resistió algo. Al principio, tanto como pude juzgar, el ilustre escritor tenía miedo de los cafés, al menos en París. Bebió un bock. Lo felicitamos por el éxito de su novela, de su admirable aptitud para describir las costumbres de ciertos estratos sociales en nuestra indulgente capital. Sonrió, pero he guardado de mis encuentros con él esta convicción: la gloria lo dejaba indiferente y creía en ella poco. Contrariamente a Balzac y Hugo, no concedía ninguna importancia al sufragio moral del público, aunque entendía perfectamente sus intereses, vanagloriándose incluso de no haber sido «jamás manejado por sus editores».

Sin haber declinado sensiblemente, su salud ya no era la misma. ¿Era eso el efecto de una vida más larga y fácil, o bien abusaba un poco del bello sexo? Sus palabras tomaban un matiz muy marcado de pesimismo. Encontraba para calificar su época frases exentas de indulgencia. Silvestre, antiguo estudiante del politécnico, le hizo observar que la ciencia realizaba milagros.         

–Sí, dijo Maupassant, nuevas maneras de sufrir… Por otra parte, siempre será así: todo es inútil, todo… incluso la mujer.

–¿Incluso la Belleza?

–Sobre todo la Belleza, –dijo amargamente Guy.– Eso es un instrumento de suplicio para nosotros en las manos de la mujer.

Nos abandonó un poco bruscamente, no sin un ligero retorno hacia su arte que se tradujo por un vivo elogio hacia les Liaisons dangereuses, de Choderlos de Laclos. Admiraba mucho esa novela.

–Se le considera– decía– un libro inmoral. Al contrario, es, desde mi punto de vista, la mayor lección de moral que se haya dado al género femenino. ¿Lo ha leído?

–Leído y releído, y soy también de su opinión.

–Además, tiene estilo, ese buen estilo añejo del antiguo régimen francés (sic), diciendo lo que se quiere decir por el simple mecanismo del sustantivo y del verbo, el estilo de Prévost en Manon Lescaut.

Hablamos de nombres de personajes en la literatura de ficción y le recordaba la habilidad de Balzac en elegir esos nombres. Representan en él, a la vez la profesión, el carácter y el país natal del hombre a quien Balzac se los impone. Un parisino, un normando, un provenzal, un bretón, llevan sus nombres locales. A los del estado civil, el genial novelista añade otros que, rezumando vida, dan la sensación  de pertenecer no a seres producto de la imaginación, sino a nobles, burgueses y aldeanos de carne y hueso.

–Yo no tengo ese don, dijo Maupassant. Procedo un poco como Flaubert: tomo el nombre de mis personajes al azar, en el Bottin, donde se encuentra Omais, Hurel, Duval, Le Sénecal y otros nombres bovaryanos. No tengo, como Balzac, la paciencia de leer los informes… Usted tiene un nombre curioso y un apellido sonoro. Lo tendré en cuenta para el futuro.

En efecto, se acordó de él: puso un Martel en Mont-Oriol y en varios de sus cuentos. En cuanto a mi apellido, lo utilizó, se verá como, cinco años después de la conversación referida a continuación.

–Está triste, nunca se sabe por qué – dijo Armand Silvestre –tras la marcha de Guy.

Maupassant vivió en Italia, Tunicia, se encaprichó de la Provence, hizo cruceros por el Mediterráneo sobre su famoso yate, entre dos estancias en su chalet de Etretat. De Niza y de Cannes nos llegaban a veces noticias de su morosidad, de su nerviosidad, de su carácter tendente a la inquietud. «¡Demasiadas mujeres, demasiadas putas!», decían sus íntimos. Sur l’Eau y sobre todo Le Horla reflejan muy bien la andadura del gran escritor hacia la más invencible amargura.

En mi opinión, Maupassant había alcanzado el punto más álgido de su arte con Pierre et Jean, ese asombroso estudio de los celos entre hermanos, una de las obras maestras de la novela francesa, eterno título de gloria de un escritor, cuyo talento quisieron encorsetar algunos críticos en el cuento y en el relato.

Dos años después de la publicación de ese gran libro, encontré a Maupassant por última vez, en la esquina de la Avenida de Antin con el bulevar de los italianos. Yo me encontraba en compañía de Paul Arène, muy apreciado por él. Vino hacia nosotros, nos estrechó la mano. Quede impresionado de su delgadez y la expresión inquieta de su fisonomía. Estaba tocado con un sombrero de copa y vestido con un abrigo beige y un pantalón de color incierto, Su tez morena, su bigote recortado, su paso lento, desabrido, le daban el aspecto de un colonial, fatigado por una larga estancia bajo el sol, o abusando de estupefacientes. Su desprecio por los transeúntes se manifestaba en sus miradas. Se sentía, se adivinaba, que ese poderoso novelista jamás había estado al mismo nivel que la muchedumbre.

–Entremos un momento en el Napolitan – dijo.

Yo no podía creer lo que oía: ¡Maupassant toleraba el café, pero conservaba su santo horror por la terraza!. Pidió una quina, que saludó con estas palabras:

–Todo es malo en todas partes; en Argel, en Niza, en Córcega, en Nápoles. No hay nada más auténtico que la trucha salmonada y el vino de Saint-Laurent-sur-Var. Y aún así…

–O sea, – le hizo observar Arène – que vive bien usted en Antibes: almejas, erizos de mar, salmonetes, aceitunas y lo demás.

–Sí, se vive mejor allí que en París.

 Se volvió hacia mí:

–¿Leyó usted el Gil Blas anteayer?

–¡Desde luego!– le dije–. Todo lo que viene de usted me interesa y me agrada enormemente.

Se río como un niño:

–He empuñado su apellido y me he servido de él para crear un auténtico apellido familiar, un apellido  compitiendo con el estado civil, nada más que para mí…

¡Querido, modesto y gloriosos desaparecido! Era la primera vez que escuchaba a Maupassant vanagloriarse de algo… En efecto, en un cuento encantador, titulado L’épreuve, recogido después en el volumen L’Inutile Beauté – donde se encontraba también el prodigioso, el esquiliano Champ d’oliviers– Maupassant pone en escena a un personaje llamado Tancret.

–He aquí que no está ni en el Bottin, ni en otra parte. ¡Jamás francés alguno se llamó Tancret desde que Francia existe!

Me atreví a responder:

–Perdón, maestro y amigo. Todo lo que podemos inventar se encuentra en la vida. A decir verdad, no inventamos, nos acordamos por una inconsciencia heredada, un misterio cuyas leyes todavía están por explicar. Los nombres creados por Balzac, hace sesenta años, se encuentran entre nuestros contemporáneos o en la historia. Usted sabe lo que dijo y repite: la imaginación no llega nunca a igualar la realidad. Su Tancret realmente vivió bajo Luís XIV, y con el nombre que aparece en su cuento.

Maupassant, súbitamente, se dignó a concederme una atención que yo sentí, esta vez, bien literaria, una atención de artista preocupado por su obra.

–¡La prueba!– dijo – Sé que Richepin y Maizeroy le conceden una excelente memoria. Sin embargo… Deme el gusto. ¡Demuéstrelo!

Todavía sonrío – cosa rara en ese año, dos años solamente antes de la tentativa de suicidio que nos desoló a todos. Tuve que responder.

–¡Pues bien! El llamado Tancret era una celebridad parisina, era el médico del duque de Chartres, futuro Regente, en agosto de 1687. Una carta de Racine a Boileau habla de ese personaje, en esa fecha.

Maupassant, sin decir nada, me miró fijamente… Y yo, a pesar de tantos años transcurridos, aún me reprocho haberlo no contrariado, sino desilusionado, arrebatándole la alegría, un poco infantil, de haber «creado un nombre».

 Aplaudí muy fuerte, en el Gymnase, su comedia Musotte escrita en colaboración con Jacques Normand…

En los dolorosos días de 1893, mi viejo amigo Céard me pidió acompañarlo a casa del doctor Blanche, donde iba a ver a nuestro querido enfermo. Yo rechacé la invitación formalmente. El descalabro de ese brillante cerebro me había entristecido demasiado. Quise conservar el recuerdo intacto del apuesto Maupassant de treinta años, el de nuestro primer encuentro.

El día de los funerales, en Saint-Pierrre de Chaillot, yo era casualmente vecino de Alexandre Dumas, que había llegado apresuradamente del campo en sombrero de paja y pantalón de algodón (era julio). «¡Qué desgracia,– me dijo en voz baja Dumas, –y qué pérdida para las letras! ¡Ah! ¡era un conejo!» Aquellos que han escuchado hablar a Dumas, en los bellos días de la editorial Calmann-Levy, sobre el bulevar, saben que elogio representaba esa palabra para el autor de Francillon.

Me acuerdo también de una admiradora desconocida, vestida de alsaciana, que siguió el cortejo hasta el cementerio de Montaparnasse. Y pensé en las heroínas de amor, o de simple amistad, cuya enigmática mentalidad atraviesa las obras de este exquisito contador...

 

Tancrède Martel.

Le Figaro. Suplemento literario del domingo. 16 de febrero de 1912


Traducción de José Manuel Ramos González. Enero 2017