Le Figaro. Suplemento literario del domingo. 16 de febrero de 1912

 

GUY DE MAUPASSANT

 

El Sr. Georges de Porto-Riche, que fue amigo de Guy de Maupassant, nos entrega este retrato del gran novelista, que compuso en la época en la que este último escribía Bel Ami. Se leerán con un singular placer estas brillantes páginas del Sr. Georges de Porto-Riche cuando el célebre héroe de Maupassant persigue en el Vaudeville una nueva y feliz carrera.

 

No tiene aspecto de hombre de letras.

El Sr. Guy de Maupassant es un gallardo mozo de treinta y cinco años, bastante delgado, de porte militar, correctamente vestido.

Visto de lejos, cuando no sabe que lo miran, su fisonomía parece reflejar algo duro e insolente.

Pero cuando se habla con él, el aspecto se modifica; el descaro de antes da lugar a una bondad cortés que parece natural. Una placidez sonriente lo envuelve de pies a cabeza. La mirada tal vez es sospechosa, pero la voz es particularmente dulce. Los modales reservados carecen un poco de familiaridad. El conjunto es circunspecto y muy modesto.

Ahora, que ustedes pueden verlo todos los días, durante años; sean cuales sean las circunstancias, siempre tendrán ante ustedes al mismo ser indiferente.

Se expresa exactamente como escribe. Al escucharlo, se reconoce su prosa. Su conversación es prudente, calculada. No dice más de lo necesario y raramente habla de sí mismo. No ataca, pero su respuesta es peligrosa. Uno siempre se confunde con ese normando.

El autor de la Maison Tellier es casto en sus palabras. No teman invitarlo con jovencitas presentes. Es un hombre de mundo. Si alguien, enardecido por su presencia, aventura alguna historia pícara, Guy de Maupassant sonríe, pero no más que los demás. Ve de inmediato a que público hay que contentar y lo que puede arriesgar. Yo les desafío a tentarlo. En el fondo, lo considero de aquellos que no saben ser inconvenientes a medias. Guy de Maupassant no bromea sobre ciertas cosas.

Además es de una impasibilidad singular. Jamás pregunta; jamás insiste; sus modales jamás traicionan la menor curiosidad. Ni siquiera nadie se siente observado por él.

¿Que la conversación decae cuando está en casa de alguien?, la deja caer, pero no se va. Uno se pregunta siempre si se aburre o si está a gusto. Parece gozar con el disgusto de las personas; y, sea cual sea el calor de acogida, de la acogida de hoy o de la de ayer, siempre partirá como ha llegado. Su apretón de manos es invariable.

Poco le importa el valor del interlocutor o el objeto de la conversación. Escucha las discusiones más elevadas y las ineptitudes más zafias con igual serenidad.

Todos los hombres y todas las cosas deben tener la misma importancia o la misma insignificancia a sus ojos.

Si lo envidian, él no envidia a nadie. Resulta bastante raro en los tiempos que corren que no tenga la enfermedad del colega. Los éxitos de Zola o de Daudet no le impiden dormir. Le da igual. No pertenece a ningún grupo, no es de ninguna banda. No conozco ni sus admiraciones ni sus odios. Gana 60000 francos al año con su pluma y no se ocupa de los demás. Ni siquiera los lee. Si intenta contrariarle, se burla de usted. Prefiere remar. ¡Ah! ¡Su barco! lo prefiere a cualquier cosa.

Lo que le interesa, lo que le da auténticas alegrías, es la naturaleza. Vive con ella. Solo ella lo conmueve y lo enternece. Este hombre insensible, solo tiene corazón para los campos, los bosques, lo ríos y el sol.

Recuerde usted el viaje a Córcega de Une Vie, y la Normandía de sus relatos.

Desde que nos explica un camino verde, un claro de luna, una pastora, no es solamente un realista, es un poeta enamorado de lo que describe. Se diría un hombre revelándonos las bellezas de su amante.

Esta adoración lo absuelve de muchas cosas.

Al mirarlo de cerca, encuentro que se parece a sus paisanos. Como ellos, me parece a la vez misántropo y bromista, rustico en el fondo, paciente y astuto, soñador a su pesar y libertino, bien entendido, claro está.

Además, con una voluntad y una clarividencia poco comunes: hombre fuerte, sabe lo que hará mañana. Conoce su vida por adelantado y el género de emociones que tendrá.

En cuanto al resto, al menos lo que puedo decir, solicito alguna atención. Quiero hablar de su excesiva desconfianza.

Esa desconfianza constituye el rasgo principal de su carácter. Ella explica su actitud cerrada, su lenguaje desconcertante, sus actos y, en cierta medida, la amarga observación del escritor.

La preocupación constante de Guy de Maupassant no es ser engañado, y él considera siempre que lo es demasiado, aunque sea el más astuto de los hombres. Desprecia a los sensibles y quiméricos. No se entrega y no cree a nadie; en fin, camina con el revolver en la mano.

Con él, naturalmente, ni virtud, ni delicadeza; el interés y la vanidad conducen solos el mundo, y él no es una excepción.

Si se le testimonia amistad, él levanta el oído, espera. Si encuentra una buena acción, él la desmonta. Las villanías le encantan. Es la puesta en carne y hueso de los Maximes de la Rochefoucauld.

Cualquier carrera que hubiese emprendido la habría realizado con éxito.

Hay que decir, en su descargo, que no se juzga mejor que los demás. Lejos de eso. En sus días de pretendido abandono, Guy de Maupassant enumera con complacencia sus culpables inclinaciones. Nos advierte de su sequedad y de su habilidad para mentir. Proclama en voz alta el desprecio de su arte y su amor inmoderado por el dinero. De creerlo, la lista de sus faltas sería larga.

Entre nosotros, exagera. Nunca se es ni tan bueno ni tan despreciable como uno se cree, y sé que posee varios rasgos generosos que oculta cuidadosamente y que van al encuentro de sus teorías.

¡Que el Sr. Guy de Maupassant me perdone! Estaría contrariado de serle desagradable denunciándolo a la estima de las gentes de bien, pero la verdad me obliga a declararlo, lo tengo por un amigo devoto y el más seguro de los colegas.

Solamente es sospechoso de querer sorprender, y eso no es completamente culpa suya.

El mundo, que mezcla constantemente las cuestiones de talento con las personales, no admite que las artistas tengan simples naturalezas de burgués. Les pide cualidades excepcionales y sobre todo muchos vicios, extravagancias.

Guy de Maupassant, con su sentido práctico de las cosas, ha comprendido esa demanda, por lo que se aplica a calumniarse. Desea, a todo precio, que se tenga mala opinión de él, es una pose.

«Bel Ami soy yo», decía riendo, en el momento de la aparición de su volumen: y cuando se le iba a ver entonces, se le encontraba trabajando con un enorme gorro sobre la cabeza, un gorro adornado con un pequeño animal acuático que podéis adivinar. Los  caracoles tampoco faltaban.

La gloria no da derecho a mostrar las faltas impunemente, ni siquiera aquellas que no se cometen.

En el presente, esas extrañas actitudes tal vez contengan una parte de verdad.

Hace una decena de años, Guy de Maupassant habitaba en Sartrouville, a orillas del río, y su gran distracción era repescar los ahogados en el Sena.

Quédense de él con que es un hombre extraordinario.

 

***

Guy de Maupassant vive en Paris lo menos posible. Pasa el invierno a orillas del Mediterráneo, cerca de su madre, y el verano, cuando no viaja, está a menudo en Etretat.

Se ha hecho construir allí, sobre el camino de Criquetot, una pequeña casa amarilla que se ve de lejos erigirse entre un vergel y un huerto: prefiere los frutas y las legumbres a las flores.

Durante sus raras estancias en Paris, Guy de Maupassant se ha instalado en la calle Montchanin, en la planta baja de un bonito palacete que pertenece al Sr. Lepoittevin, el pintor.

La vivienda es sencilla, encumbrada de bibelots de mal gusto, muy cálida, muy cerrada, muy perfumada.

Apenas llega a Paris, y los mundanos lo acosan. Se le colma de invitaciones, y cuando un amigo le ruega que vaya a cenar con él, Guy de Maupassant abre gravemente, como un doctor, una pequeña agenda de esquinas doradas, y le indica un día muy lejano.

Su mesa de trabajo está cubierta de cartas, de sobres, de fotografías, de notas con membretes heráldicos. Entre todo eso, zalamerías y homenajes de mujeres. Ellas lo buscan, lo adulan, se disputan sus manuscritos, corrigen sus pruebas.

Incluso cuando una amiga reúne las crónicas publicadas por él a derecha e izquierda en los periódicos, y tiene suficientes para formar un volumen, la mano cuidadosa los entrega al editor, y Guy de Maupassant da su aprobación, eso es todo, y no piensa más en ello.

¿Como no sería una preocupación, siendo ídolo de todas las mujeres? Todos sabemos que él es un sabio en el que la mujer es la ciencia y el culto.

Eso le da un prestigio increíble, y, en todos los mundos, las aventuras más inesperadas le acontecen. Allí mismo donde M. B… triunfa habitualmente, si aparece Guy de Maupassant M. B… se eclipsa. Es que la psicología no basta: B… comienza, Maupassant acaba.

El otro día, yo escuchaba a una mujer decir a un diplomático que la admiraba mucho: «¡Oh! sé bien por qué me hace la corte. Usted cree que soy la amiga intima de Maupassant y esos se le sube a la cabeza».

¡Dios mío! ¿Qué les enseña entonces?

¡Tal vez mucho! tal vez nada. Eso depende. Uno no siempre tiene que enseñar.

«¡Ah! si tuviese salud!» suspiraba otra mirándolo.

Sin embargo, tan buscado como sea por ellas, las mujeres mundanas le gustan poco.

Su tranquilidad se acomoda mal a los estrépitos del adulterio. Los preliminares le aburren. Nunca lee prefacios.

En general, reserva a la mujer casada por amistad.

Adora a la mujer, no se puede dudar, pero a su manera, como algo natural, como una fruta magnifica y sabrosa a la que puede hincar el diente a sus anchas.

 

Ese fauno deshojaba todo el bosque del Olimpo.

 

Guy de Maupassant nunca tendrá penas de corazón: cuando toma algo, siempre está dispuesto a dejarlo.

No ha experimentado, y nunca experimentará, ese deseo de cariño que nos atormenta a todos. Carece de algunas emociones; es un impotente moral.

Al menos, las irregulares raramente le piden los sentimientos que él no puede ofrecer y que, en consecuencia, ellas no reclaman.

«Adoro el pollo, pero no tengo necesidad de que el pollo me ame», proclamaba un viejo marqués hablando de una joven bailarina que lo detestaba.

Guy de Maupassant es así.

El corazón de la mujer no sirve para el amor.

A Guy de Maupassant le gusta mucho recibir invitados y recibe de un modo encantador. En Paris, en Cannes, en Etretat, en Chatou, no importa donde fije su residencia, él ofrece pequeñas y refinadas cenas, donde todo el mundo, debería decir todos los mundos, tienen el honor de asistir. Hay series. Las duquesas tienen su día, las casquivanas el suyo, y los artistas se mezclan con discernimiento bien en unos, bien en otros.

Los días honestos, preside su prima, la Sra. Lepoittevin. Se charla, se come, se juega. No a las cartas, no a juegos literarios. ¡Oh, no! El joven maestro considera su arte como un trabajo que hay que olvidar pasando un tupido velo negro. Cuando los negocios han acabado, ya no se habla más de ello. Y los juegos que reinan en su casa son juegos infantiles, en los que se atropella mucho, en los que se roza un poco.

El divertimento que hoy está de moda es el pañuelo. El ejercicio consiste en atrapar un pañuelo, que sostiene una invitada o un invitado situado en medio del salón, por parte de las personas sentadas en rincones opuestos de la habitación.

Guy de Maupassant introdujo este juego en las casas donde uno se irritaba con tanta  «intelectualidad».

Conocemos más de una mundana que se dedica a esta violenta gimnasia sin poder agarrar al paso la fugitiva tela.

El Sr. Caro ha jugado a eso, la Sra. Aubergon jugará también.

Sé incluso de un abogado de moda, que acaba de ser alcanzado de la locura del pañuelo.

Cuando está solo, sumido en el trabajo más serio, se levanta de repente y agita los brazos desesperados para apoderarse de un pañuelo imaginario. Imposible curarlo.

Esperemos que los literatos corrijan a los mundanos la manía de la literatura.

 

***

 

Un inverno yo me encontraba en Cannes a la vez que Guy de Maupassant. Me lo en contraba a todas horas del día y de la noche, por tierra, por mar, por todas partes, y me preguntaba cuando trabajaba.

El misterio es bien sencillo: apenas trabaja dos o tres horas diarias. Tiene una facilidad prodigiosa, una facilidad de la que se protege. No quiero otra prueba que esos pocos instantes dedicados a su profesión, y su poder de producción.

Desde 1880, época en la que debutó, produjo más de trescientos relatos.

No hablo de sus novelas, que son muy largas; y fíjense que se tratan de obras eminentemente artísticas.

Sus manuscritos, de una escritura clara y firme, no tienen tachaduras.

Cuanto trabaja, trabaja apaciblemente, como come, como habla. Guy de Maupassant no conoce la exaltación.

Si una visita molesta llama a su puerta mientras está en la mesa, Guy de Maupassant lo recibe. Cuando el visitante ha partido, él retoma con filosofía su tarea interrumpida. No se arriesga a ser importuno con ese hombre.

Lean por encima de su hombro, no lo molestarán, no serán indiscretos. Es un escritor que jamás se molesta. Para él, la inspiración no existe.

Suponen bien pensando que tal seguridad no se tiene de forma innata.

Cuando aún no era más que un oscuro y pobre empleado del ministerio de la marina, Guy de Maupassant se escapaba a menudo de París los domingos y tomaba el tren a Rouen.  Iba a Croisset, a someter a Flaubert el relato escrito, entre documentos administrativos, en papel timbrado del gobierno.

Mientras almorzaban, él leía su trabajo: durante meses, durante años, el terrible autor de Madame Bovary le rasgaba los manuscritos.

Hace seis años tan solo que Guy de Maupassant pertenece al público, pero hace más de quince que escribe.

Si me atreviese, diría que el alumno ha superado al maestro.

Solo o casi solo entre nuestros novelistas, Guy de Maupassant me parece haber producido obras maestras: Boule de Suif, Les Sabots, Un Héritage, Une Fille de Ferme, Miss Harriett, Ce cochon de Morin, Mlle. Fifi, Un Baptême, – estoy tentado a añadir Bel Ami – aseguran su gloria.

Sus obras son la vida misma. Sus personajes no tienen autor. Ellos caminan, hablan, actúan ante nosotros como seres reales y familiares. Se encuentran, se les reconoce.

Guy de Maupassant no tiene el aire de pensar y sin embargo hace pensar más que otros.

No se parece a ningún escritor contemporáneo. En reiteradas ocasiones, me recuerda a los viejos maestros de los siglos XV y XVI. Evidentemente, procede de Rabelais, de Brantôme y de los alegres contadores de esa época.

Su franqueza y su observación son implacables, su obscenidad inocente. También posee una suprema indiferencia para el bien y para el mal, su vigor, su invención.

En cuanto a su forma, no la veo más bella, incluso buscando entre los nombres famosos.

Su forma es la alegría de los letrados y los iletrados, pone a todo el mundo de acuerdo.

Escribiendo, Guy de Maupassant no olvida que es necesario gustar a los ignorantes al mismo tiempo que a los hábiles.

Pero el análisis de su obra exigiría muchas páginas.

Tanto peor para la Academia si no franquea su umbral.

Es un admirable prosista, un gran artista, y, no temo exagerar si lo tildo como el más poderoso de nuestros realistas.

Tal vez sea menos reflexivo que Zola, pero ha observado más.

Fíjense bien: este joven hombre, que jamás habla de su talento, bien podría tener asegurado algunos siglos de celebridad.

 

Georges de Porto-Riche.

 

Le Figaro. Supplément littérarie du dimanche   16 de febrero de 1912.

Traducción José M. Ramos González. Enero 2017