Le Figaro. Suplemento literario del domingo.  21 de enero de 1923

 

GUY DE MAUPASSANT EN LA COSTA AZUL

 

En Sur l’Eau, Guy de Maupassant habla a menudo de su piloto: Bernard, del que destaca su resistencia física y devoción.

Este bravo marino compartió, durante varios años, la vida atormentada y de vagabundeo del gran novelita, al que sirvió con fidelidad hasta su internamiento en la residencia del doctor Blanche.

Hoy, el «patrón» termina su carrera de navegante en Antibes. Lo encontraréis por las inmediaciones de ese bonito y pequeño puerto, siempre dorado de luz, y donde acabó el Bel-Ami.

Alto, enjuto, con el rostro curtido por los vientos marinos, Bernard es más bien reservado. Pero nombrad a Maupassant, que de repente su mirada se ilumina y su torso se yergue. Hay que escucharle hablar del «señor Guy de Maupassant ».

Lo ha conocido. ¡Ah! ¡Qué buen amo, y qué marino!

Y de inmediato, va ganándole la confianza y Bernard cuenta sus cruceros; al principio simples escapadas sobre la costa provenzal, luego auténticos viajes a Italia, hasta más allá de Porto-Fino.

Y el « patrón » sigue hablando con voz emocionada del Bel-Ami, tan blanco, con los cobres pulidos, brillantes como un espejo, la gran vela blanca sobre el tranquilo Mediterráneo tan azul…

Un día, Maupassant quedó conquistado por el encanto salvaje de la isla Santa Margueritte; alquiló una villa en tierra y de inmediato se dispuso a trabajar. En algunos días, casi termina el Angelus, que no fue acabado nunca.

Fue allí donde se produjo la escena del «cotillón». Algún tiempo antes, Maupassant había escrito a su madre, que vivía en Niza, villa de Ravenelles, calle de France, nº 140:

«Mamá, vas a volver a leer rápidamente las principales novelas de Tourgueneff, y, a medida que lo haces, envíame el resumen de cada una. Para recompensarte, te prometo cenar y pasar contigo el día de Navidad en Niza.»

De pronto, la víspera de Navidad, llegó un telegrama. Cambio de planes.

«Obligado a cenar en la islas de Santa Margueritte con la Sra. X…. Pero iré a acabar el año y pasar el día de año nuevo contigo.»

Bernard cuanta todos estos detalles con pesar.

«¡Ah! esas mujeres, estoy seguro de que fueron ellas quienes precipitaron la catástrofe!»

A partir de entonces, Maupassant ya no podrá escribir más. Lentamente, su gran inteligencia se fue sumiendo en la locura.

En los primeros días de enero de 1892, una noche, intentó suicidarse con la ayuda de su revólver. Disparó, pero las balas, felizmente, habían sido retiradas y la pólvora le ennegrecieron las sienes sin fatales resultados.

En otra ocasión, con la ayuda de un abrecartas, trató de cortarse la arteria carótida. El estilete se deslizó del cuello al rostro, e hizo una profunda herida de donde sangró abundantemente. Fue necesario aplicarle una camisa de fuerza y llevarlo a París.

«Pero antes de su partida, cuenta Octave Mirbeau, los amigos del novelista, que sabían cuanto adoraba su yate, quisieron mostrárselo una última vez, esperando que la visión del Bel-Ami despertase tal vez su apagada memoria.

Atado, con los brazos inutilizados por la camisola, el desdichado fue conducido al puerto. El Bel-Ami se balanceaba suavemente sobre el mar…

»El cielo azul, el aire límpido, la elegante línea de su querido yate… todo eso pareció calmarle.

»Su mirada se dulcificó… Contempló ampliamente su navío con mirada melancólica y tierna… y movió los labios. Pero nada salió de su boca. Se lo llevaron. Regresaron varias veces para volver a ver el Bel-Ami…»

Para Bernard, esta anécdota, de una poesía lastimosa, parece datar de ayer. Entonces, de pronto, cambia de tema, porque, decididamente, ¡es demasiado triste ese final!

Luego, si insistís, y haciéndose poco de rogar, el bravo «patrón» nos muestra, no sin orgullo, los libros en los que el escritor trazó con su orgullosa escritura, estas simples palabras: «A Bernard, Maupassant.»

 

Pierre Borel.

 

Le Figaro. Suplemento literario del domingo.  21 de enero de 1923.