Le Figaro, 22 de febrero de 1908

 

MAUPASSANT

 

La publicación de las Obras completas de Maupassant, en una edición que promete ser excelente si la juzgamos por el primer volumen, encumbra el nombre de ese magnífico escritor. Va a poder leerse el interesante preludio del Sr. Pol Neveux, que nos cuenta de su vida todo los que se puede decir hoy. Se detendrá ante las cartas o fragmentos de poderosa letra, dramáticos, inesperados, donde se muestra bajo un nuevo aspecto, – muy diferente de la idea actual y simplista que muchos se hacen de él. Sonreiremos al encontrar, al final de cada una de sus obras, algunos juicios críticos que las han acogido. Sobre todo aquellos que lo conocieron en vida recopilaron una vez más sus recuerdos y los vieron pasar en su memoria, no quizá tal como los vieron en la realidad, sino transformados por la «primera cristalización» del tiempo – y con ojos más avezados.

Ya debo haber contado en alguna parte como lo conocía, hacia 1880, en esos «jueves» de Zola donde el más amable de los anfitriones atraía escritores y artistas que, después la vida o la muerte han separado, y también he debido contar mi asombro al escucharle hablar. Maupassant se mantenía al margen de esas conversaciones, la mayoría de las veces muy brillantes, no decía casi nada interesantes, se jactaba de desdeñar las discusiones literarias. Prefería otros temas que le permitían afirmar el soberbio vigor de sus músculos y de su temperamento. Nos contaba sus proezas de remero, sus incursiones en la alta sociedad a la que ya empezaba a frecuentar. La impresión que, como muchos otros, tuve de él desde ese momento, la idea de que sólo era un artista con la pluma en la mano, y que aparte del trabajo era un buen compañero, fornido, enamorado de la vida y de todos los placeres.

Ninguno de nosotros dudaba de que poseyese talento. Sin embargo Boule de Suif, aparecida en la antología de las Soirées de Médan, fue una revelación, en razón de su maestría. Por otra lado, la crítica no tuvo la pericia de advertirlo: concedió algunos elogios al relato del maestro, l’Attaque du moulin, porque tras haber maltratado a Zola la crítica comenzaba a volver sobre sus pasos, aunque ejecutó sumariamente a los «cinco discípulos». El tono agresivo del prefacio la había irritado; esos jóvenes – recordemos que eran con Maupassant, J. K. Huysmans, Paul Alexis, Hennique, y Henri Céard – fueron tildados de arrogantes, de irrespetuosos, de presuntuosos y de nulidades. Pero el público, a menudo más clarividente que sus guías, no se equivocó; reconoció de inmediato que los autores de esos relatos no eran tan mediocres y ordinarios como pretendían los unos y los otros, y memorizó sus nombres. El de Maupassant se encontró enseguida sin igual. En los jóvenes cenáculos se comentaba lo siguiente: « ¿Habéis leído Boule de Suif?» y se tenía la sensación bien nítida de que esta pequeña narración era un gran comienzo. Una de las últimas cartas de Flaubert nos muestra la alegría que tuvo el maestro, tan cerca de su fin, viendo entrar en las letras de tan gloriosa forma, al alumno amado.

Desde ese momento, el talento de Guy de Maupassant se desarrolló y su éxito creció con una rapidez fulgurante. Tres años después, cuando apareció su primera novela, Une Vie (1883), ya se encontraba al mismo nivel que los más ilustres; y fue subiendo peldaño tras peldaño, durante una decena de años, hasta la terrible enfermedad que describe en sus cartas el Sr. Pol Neveux, de las que nos entrega fragmentos admirables: «Mi espíritu discurre por valles sombríos que me conducen a no sé dónde. Se suceden y parecen profundos y largos, infranqueables.» O este: «No tengo ni una idea para continuar, olvido las palabras, los nombres de todo, y mis alucinaciones y dolores me desgarran.». Así hasta la muerte que llegó lentamente. La carrera de Maupassant no había durado más de diez años. En una década nos proporcionó el material para la gran noticia de la presente edición. Había «publicado veintisiete volúmenes, sin contar sus numerosas crónicas en diversos periódicos, y tres volúmenes de relatos póstumos.» Tal abundancia jamás fue en detrimento de la calidad de su trabajo. Repitiendo una famosa frase aplicada a Dumas padre, uno se encontraba en presencia de una «fuerza de la naturaleza»– de una producción completamente espontánea, semejante, como un día comentó el Sr. Jules Lemaiître, a la del árbol frutal por excelencia, el manzano fecundo cuyas ramas se doblegan bajo el peso de la fruta. El árbol parecía de un vigor maravilloso; en absoluto se hubiese sospechado que habría de abatirse antes de tiempo.

Lo que más me ha impactado en la obra de Maupassant – lo he dicho todas las veces que he escrito o hablado de él – es ese carácter excepcional que poseía parar vivir una existencia de algún modo alejado de las contingencias de la historia literaria. Otros escritores se aferran a sus mayores mediante lazos más o menos visibles, ejerciendo en torno a ellos una acción más o menos extensa, encontrandose en obras que los han precedido o que les siguen; pues el encadenamiento de nuestros trabajos nos impone a todos una especia de dependencia recíproca. Maupassant escapa en gran parte a esta ley. Se ha dicho que Flaubert le enseñó el trabajo, le enseñó a escribir: eso es posible, pero me inclino a creer que él hubiese aprendido sin ese admirable guía. Aparte de esa influencia, parece sido autodidacta, habiendo extraído todo su arte de sí mismo; y paralelamente, no ha tenido alumnos: nadie, tras él, ha tratado de retomar sus «maneras»– que por otra parte no existían, no habiendo ningún artificio, ninguna afectación, y no siendo, en suma, más que esa cosa indefinible que no se imita y que se llama «estilo».

Otros rasgo también excepcional, es que, leyendo las obras de Maupassant, no se puede distinguir cual de sus facultades fue su utensilio más eficaz. Es, en efecto, de los escritores que valen sobre todo por su sensibilidad, de los que se prodigan en comunicarnos los más ínfimos estremecimientos; es de los que nos seducen mediante una fértil imaginación en invenciones ingeniosas y poderosas, hábil en variar la trama de los acontecimientos; es también de los que se imponen por una elevada inteligencia, capaz de abrirse paso en los entresijos de los asuntos humanos, de profundizar en los problemas de la vida social o pasional y de proponer soluciones nuevas o especiales. Realmente Maupassant no entra en ninguna de esas tres categorías. No parece que fuese muy sensible – aunque sus cartas nos abren sobre ese punto unas nuevas perspectivas que sus futuros biógrafos deberán precisar. Tampoco en la elección o el arreglo de sus temas como en su estilo, no testimonia una imaginación particularmente rica. Y no fue muy inteligente, si al menos se juzga en base al poco cuidado que tiene por las ideas generales. Pero los sucesos o los espectáculos de la vida se transformaban en relatos atravesando su cerebro; su mano los transcribía en la forma narrativa, plasmándolos sobre el papel, y ese era unos fenómenos tan naturales y tan inexplicables a la vez, como el de la abeja transformando en mil el polen que ha recogido. Todo el mundo ha reconocido en él ese maravilloso don, todo el mundo se ha rendido a su fascinación: el publico, por instinto y sin saber por qué; los especialistas, razonando o desvariando, pero con tanta fuerza que eran los más ignorantes, los mas ingenuos de los lectores. Hoy, como hace quince años, un novelista, no sabría leer uno de los relatos de Maupassant sin maravillarse; que lo tome al azar, sin elegir, estará seguro de encontrar allí todos los secretos del arte que se puede sorprender y además del que no se explica, que es lo que constituye el misterio del genio.

¿Comprenden ahora por qué a semejante escritor no le gustase «hablar de literatura»? ¿Para qué? ¿Qué hubiese aprendido con las palabras de sus colegas? ¿Qué le importa la estética, y que tenía para él de inesperado? ¿Por qué habría de perder su tiempo en torno a las obras del vecino, puesto que la suya era más personal al no producirla al abrigo de las teorías doctrinarias, de preocupaciones de escuela o de partidos tomados? Uno de los fragmentos que cita el Sr. Pol Neveux dice esto:

«Soy incapaz de amar realmente mi arte. Lo juzgo demasiado, lo analizo demasiado. Siento la relatividad del valor de las ideas, de las palabras y de la inteligencia más poderosa. No puedo impedir despreciar el pensamiento por lo que débil que es, y la forma, en tanto que es incompleta. Realmente tengo de un modo agudo e incurable, la noción de la impotencia humana y del esfuerzo que conduce más o menos a la pobreza.»

Hay que sopesar estas palabras, – como tantas otras que ha dejado caer esa pluma en el momento en el que iba a cesar de fluir, y que tiene como un acento supremo. Ellas muestran que sus dones maravillosos, su espontaneidad tan rara, su genio, en una palabra, no han impedido que Maupassant sufra con su arte, como sufren los verdaderos artistas, y siempre más a menudo, cuanto más se aproximan a las cumbres. La carpeta de su correspondencia, que se nos ha entreabierto, nos muestra que sufrió también mucho de otras cosas, que todavía no se conocen, y que sin duda se conocerán un día; y nosotros presentamos como entonces una simpatía más afectuosa, donde se mezclará con la piedad, viniendo a reforzar y conmover la admiración que él nos inspira.

 

EDOUARD ROD

 

Publicado en Le Figaro 22 de febrero 1908. nº 53

Traducción de José M. Ramos González para

http://www.iesxunqueira1.com/maupassant